Los papeles póstumos del club Pickwick (44 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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El padre y la madre veían esto y se miraban poseídos de pensamientos de agonía que no osaban expresar en palabras. El hombre robusto y saludable, que hubiera resistido todas las fatigas del esfuerzo activo, se iba consumiendo en el estrecho confinamiento y en el ambiente malsano de la hacinada prisión. La ingrávida y delicada mujer rendíase progresivamente al efecto combinado de los padecimientos físicos y morales. El corazón tierno del niño se iba destrozando.

Vino el invierno, y con él largas semanas de frío y lluvia incesantes. Se había mudado la pobre muchacha a una mísera vivienda que estaba situada junto a la prisión de su marido; y aunque el cambio se hubiera hecho necesario a causa de su indigencia progresiva, sentíase ahora más feliz, por hallarse más cerca de él. Durante dos meses ella y su pequeño compañero vieron abrirse la puerta como siempre. Cierto día dejó ella de venir por primera vez. Otra mañana vino sola. El niño había muerto.

Mal sabían aquellos que comentaban fríamente la pérdida sufrida por el pobre hombre —juzgándola como término del padecer para el que dejaba el mundo, y como alivio venturoso para los recursos del superviviente—, mal sabían, digo, el dolor espantoso de la pérdida. Una mirada silenciosa de interés y afecto cuando todos los demás ojos se apartan indiferentes —la seguridad de poseer la simpatía y el cariño de un ser cuando todos nos abandonan— es un sostén, un apoyo, un consuelo para el que se ve sumido en la aflicción, que no se compra con riquezas ni se alcanza con el poder. El niño sentábase horas enteras a los pies de sus padres con sus manecitas abandonadas entre las de ellos y con su fina cara desmayada hacia ellos levantada. Ellos habían visto cómo se les iba aquel ser día tras día; y aunque su breve existencia había sido triste, y aunque había partido hacia la paz y el descanso que no gozara en el mundo, con ser niño, ellos eran sus padres, y su pérdida les hirió en lo más hondo del alma.

Bien veían todos los que contemplaban la faz desfallecida de la madre que no habría de tardar la muerte en poner fin a su jornada de prueba y adversidad. Los compañeros de prisión de su marido rehuían mezclarse en sus penas, y dejaron para él solo la pequeña estancia que él ocupara al principio con otros dos prisioneros. Ella la compartió con él; y pasando los días sin pena y sin esperanza, se apagaba su vida poco a poco.

Una tarde se desmayó en los brazos de su marido y tuvo éste que acercarla a la abierta ventana para reanimarla con el aire; la luz de la luna cayó de lleno sobre su rostro, haciendo ver al marido la alteración profunda de sus rasgos, lo que le hizo vacilar bajo su carga, como un niño sin fuerzas.

—Déjame sentar, Jorge —dijo ella con voz débil.

Hízolo así él, y sentándose a su lado, se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

—Es horrible dejarte, Jorge —dijo ella—; pero es la voluntad de Dios y tienes que sufrirlo por mi amor. ¡Oh! ¡Cuántas gracias le doy por haberse llevado al niño! Es feliz y está en el cielo. ¡Qué hubiera hecho aquí sin su madre!

—¡No morirás, María, no morirás! —dijo el marido, irguiéndose.

Empezó a pasearse apresuradamente de acá para allá, golpeándose la cabeza con los puños crispados; luego, sentándose al lado de ella y sosteniéndola en los brazos, añadió con más tranquilidad:

—Levántate, mujer querida. Levántate, te lo suplico. Quiero que vivas.

—Ya no, Jorge, ya no —dijo la moribunda—. Deja que me lleve junto a mi hijo; mas prométeme que si algún día sales de esta espantosa cárcel y llegas a ser rico, has de hacerme trasladar a un cementerio aldeano, lejos, muy lejos de aquí... donde podamos descansar en paz. Querido Jorge, prométeme que lo harás.

—Lo haré, lo haré —dijo el hombre, arrojándose apasionadamente de rodillas—. ¡Háblame, María, una palabra aún, una mirada... nada más que una!

Calló el hombre, porque el brazo que estrechara su cuello se puso rígido y pesado. Un profundo suspiro se escapó de la exhausta forma que ante sí tenía; moviéronse los labios y tembló una sonrisa en su cara; pero los labios palidecieron y la sonrisa se apagó convirtiéndose en rígida mueca de espectro. Estaba solo en el mundo.

Aquella noche, en el silencio y desolación de su miserable estancia, se arrodilló el desgraciado junto al cuerpo inanimado de su esposa y puso a Dios por testigo para asegurar que desde aquel momento habría de emplearse en vengar la muerte de ella y del niño; que desde entonces hasta el último instante de su vida emplearía sus energías todas en aquel objeto único; que su venganza había de ser terrible; que su odio había de ser incansable y eterno, y que había de perseguir su objeto a través del mundo entero.

La honda desesperación y la pasión sobrehumana habían producido en su fisonomía tan fiero estrago en una noche, que sus compañeros de infortunio retrocedieron espantados al verle pasar. Sus ojos estaban inyectados y apenas se abrían; una lividez mortal cubría su semblante, y su cuerpo se inclinaba como vencido por la edad. La violencia de su dolor le había hecho morderse el labio inferior hasta traspasarlo casi, y la sangre que de la herida brotaba corría por su barba y manchaba su camisa y pañuelo. Ni una lágrima, ni una frase de queja dejó escapar; pero la mirada inquieta y la prisa descompuesta con que recorría el patio denotaban la fiebre en que ardía.

El cuerpo de su esposa tenía que ser sacado de la prisión sin demora. Recibió la noticia con perfecta calma y la consideró natural. Casi todos los habitantes de la prisión se habían congregado para presenciar la salida del cadáver; hiciéronse atrás a uno y otro lado cuando el viudo apareció; éste avanzó rápidamente y se paró, aislado, en el espacio despejado del portal, de donde se había retirado la multitud por instinto de delicadeza. El basto féretro fue transportado pausadamente a hombros. Un silencio mortal se impuso a la concurrencia, sólo interrumpido por las ruidosas lamentaciones de las mujeres y por las pisadas lúgubres de los enterradores. Éstos llegaron al lugar en que se hallaba el doliente marido, e hicieron alto. Tendió éste su mano sobre el féretro, y asiendo maquinalmente el paño que lo cubría, les hizo señal de que prosiguieran. Los vigilantes de la prisión se descubrieron al paso, y un momento después la puerta de la cárcel se cerró. Miró el hombre distraídamente a la concurrencia, y cayó al suelo pesadamente.

Aunque se le vio día y noche por espacio de muchas semanas entregado a los más violentos arrebatos de la fiebre, no le abandonaron un momento la consciencia de su desgracia ni el recuerdo del voto que hiciera. Cambiaban las escenas ante sus ojos, sucedíanse los lugares y se atropellaban los acontecimientos en el vértigo de su delirio; mas todos ellos relacionábanse en alguna manera con el objetivo primordial de su pensamiento. Navegaba sobre un mar sin orillas, que cubría un cielo rojo, y sus encrespadas aguas agitábanse furiosas, inflándose y arremolinándose por doquier. Otro barco les precedía luchando empeñadamente contra la borrasca; agitábase sobre los palos el velamen hecho jirones y la cubierta rebosaba de criaturas, a las que el vaivén lanzaba hacia las bordas, sobre las que rompían olas enormes, que arrastraban al mar espumoso a muchos seres. Pero ellos avanzaban cruzando la masa rugiente de las aguas con una fuerza y una presteza a las que nada podía oponerse; y embistiendo al barco delantero por una de las bandas, le destruyó bajo su quilla. Del enorme torbellino que produjo el naufragio levantóse un desgarrador lamento, tan agudo y penetrante —el grito de muerte de cien criaturas que se ahogan, confundido en un fiero alarido—, que resonó por encima del grito de guerra de los elementos, y retumbó, pareciendo rasgar el aire, el cielo y el océano. Mas, ¡qué era aquello..., aquella cabeza gris que se advertía en la superficie del agua, mirando con gesto de agonía, y que gritaba pidiendo socorro con el aliento sofocado por las olas! Una simple mirada bastó para que nuestro hombre se arrojara del barco y se acercara hacia aquello, nadando con brazadas vigorosas. Lo alcanzó. Llegó a su lado. Eran sus rasgos; viole llegar el viejo y trató de evitar la presa de su garra; pero le asió con firmeza y le arrastró aguas abajo. Abajo, abajo iba con él: ya estaban a cincuenta brazas de la superficie; cada vez se defendía la presa con más debilidad, hasta que cesó la resistencia. Estaba muerto; le había matado, y había cumplido su juramento.

Ahora cruzaba las arenas abrasadas de un desierto infinito, descalzo y solitario. La arena le hería y le cegaba. Sus granos finísimos penetraban los poros de su piel y le irritaban hasta la vesania. Masas gigantescas de tierra, arrastradas por el viento y brillantes al sol deslumbrador, levantábanse a lo lejos como pilares del fuego viviente. Los huesos de los hombres que habían perecido en aquella espantosa consunción yacían a sus pies desparramados; una luz trágica todo lo bañaba alrededor; en lo que la vista alcanzaba sólo se veían objetos tremebundos. Pugnando por dejar salir de su pecho un grito de terror, con la lengua pegada al paladar, emprendió insensata carrera. Impulsado por una fuerza sobrenatural hendió las arenas, hasta que, postrado por la fatiga y la sed, cayó exánime en tierra. ¿Qué grata frescura le hizo volver a la vida, qué sonido refrigerante aquel? ¡Agua! Era un manantial, cuya clara y fresca vena corría a sus pies. Bebió afanosamente, y estirando sus miembros doloridos al borde del arroyo, cayó en sopor delicioso. Despertóle el ruido de unos pasos que se acercaban. Un viejo se adelantaba vacilante para calmar su sed abrasadora. ¡Otra vez era él! Ciñó con sus brazos el cuerpo del viejo y lo tiró al suelo. Luchó el vencido y bramó pidiendo agua. ¡Una sola gota de agua para salvar su vida! Pero el hombre sujetábale con firmeza y contemplaba su agonía con mirada afanosa; cuando la cabeza inanimada del viejo cayó sobre su pecho, apartó de sí el cadáver con los pies.

Cuando la fiebre remitió y volvió a la razón, despertó para encontrarse rico y libre; para saber que el padre que le habría dejado morir en la cárcel —que había dejado morir a aquellos que eran para él más queridos que su propia existencia de angustia y dolor del corazón, que no cura la medicina— había sido encontrado muerto en su lecho. Había tenido corazón para permitir que su hijo fuera un mendigo; pero, confiado en su energía tanto como en su riqueza, había demorado su testamento, y ahora estaría en el otro mundo rechinando los dientes al pensar en la riqueza que su indolencia le dejaba. Despertó para eso y despertó para más aún: para recordar la finalidad de su vida y para recordar que su enemigo era el padre de su misma esposa, el hombre que le había llevado a la prisión y el que cuando su hija, con el pequeño en brazos, se arrojó a sus plantas pidiendo amparo, les había cerrado su puerta con desprecio. ¡Oh, cuánto maldecía la debilidad que le impedía hallarse firme y activo para consumar su proyectada venganza!

Hizo que le sacaran del escenario de su desgracia y miseria, trasladándose a una tranquila residencia de la costa, no con la esperanza de recobrar la paz del ánimo, ni la felicidad, ya que ambas habían huido para siempre, sino para restaurar sus energías postradas y meditar en su acariciado proyecto. Y allí algún espíritu maligno le ofreció la ocasión para su primera y más horrible venganza.

Corría el verano, y, poseído de sus lúgubres preocupaciones, dejó su solitaria vivienda cierta tarde y comenzó a vagar por una estrecha senda que serpeaba por la falda de los cerros, dirigiéndose a un apartado y agreste lugar que había interesado a su fantasía en uno de sus paseos anteriores; y sentándose sobre una roca desprendida y sepultando su cara entre sus manos, allí permanecía horas y horas, hasta que cerraba la noche y las sombras prolongadas de las colinas envolvían en su negrura los objetos que le rodeaban.

Hallábase allí sentado una plácida tarde, en su posición habitual, y levantaba de cuando en cuando su cabeza para contemplar el vuelo de tal cual gaviota fugitiva o para recorrer con sus ojos la senda roja que, partiendo del centro del océano, parecía conducir hasta el confín en que el sol se ponía, cuando la profunda quietud del lugar sintióse perturbada por un grito de socorro; quedóse escuchando, con la duda de haber oído bien, cuando oyó repetirse el grito con mayor vehemencia, e irguiéndose rápidamente, se dirigió hacia la parte de que el grito procedía.

El hecho se reveló por sí mismo al mundo: unas cuantas prendas de vestir yacían dispersas en la playa; aún se veía sobre las ondas a cierta distancia de la orilla una cabeza humana, y un viejo, con las manos cruzadas, corría de un lado para otro implorando, desolado, socorro. El inválido, cuyas fuerzas se habían ya restablecido suficientemente, despojóse de su chaqueta y avanzó rápidamente hacia el mar, con intención de zambullirse para arrastrar el hombre hasta la orilla.

—¡Pronto, sir, en nombre del cielo! ¡Socorro, socorro, sir, por amor de Dios! ¡Es mi hijo, sir, mi único hijo! —dijo el viejo, corriendo afanosamente a su encuentro—. ¡Mi único hijo, sir, y está pereciendo ante los ojos de su padre!

A la primera palabra que el viejo pronunció detúvose en su carrera el desconocido, y, cruzándose de brazos, se quedó completamente inmóvil.

—¡Gran Dios! —exclamó el viejo, recordando—. ¡Heyling!

Sonrió el desconocido y guardó silencio.

—¡Heyling! —dijo el viejo fuera de sí—. ¡Mi hijo, Heyling, mi hijo querido, mira, mira!

Jadeante, el angustiado padre señaló el lugar en que el joven luchaba por la vida.

—¡Ay! —dijo el viejo—. Aún grita. Aún está vivo. ¡Heyling, sálvale, sálvale!

Sonrió de nuevo el desconocido y permaneció inmóvil como una estatua.

—Fui injusto contigo —gritó el viejo, cayendo de rodillas y juntando sus manos implorantes—. ¡Véngate; toma mi vida; arrójame al agua, y si la naturaleza humana puede reprimir todo impulso de lucha, moriré sin agitar pies ni manos! ¡Hazlo, Heyling, hazlo; pero salva a mi hijo! ¡Es tan joven, Heyling, tan joven para morir!

—Oye —dijo el desconocido apretando con rabia la muñeca del viejo—: quiero vida por vida, y aquí hay una. Mi hijo murió ante los ojos de su padre, con una agonía mucho más penosa que la que ese joven detentador de la dote de su hermana está sufriendo mientras hablo. Usted reía... reía en la misma cara de su hija, donde la muerte había ya puesto su mano... de nuestros sufrimientos. ¿Qué piensa usted de aquello ahora? ¡Mire allá!

Al decir esto, señaló al mar el desconocido. Un débil lamento se oyó expirar en la superficie: el último esfuerzo desesperado del moribundo agitó por unos segundos las rizadas ondas, y el agujero por donde bajara a su tumba prematura se borró en las aguas.

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