Los papeles póstumos del club Pickwick (84 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Ahora es a la cuadra, y van a creer que hay fuego en ella —dijo Sam—. Ciérrela, sir, si puede.

—¡Es la linterna más extraña que he visto en mi vida! —exclamó Mr. Pickwick, grandemente maravillado de los efectos que producía sin la menor intención—. No vi jamás un reflector tan poderoso.

—Me parece que va a ser demasiado poderoso para nosotros si sigue usted alumbrando de esa manera, sir —replicó Sam, en tanto que Mr. Pickwick lograba cerrar la linterna, al cabo de varios intentos frustrados—. Se oyen los pasos de la señorita. Ahora, Mr. Winkle; sir, arriba.

—¡Alto, alto! —dijo Mr. Pickwick—. Es preciso que le hable yo primero. Ayúdame, Sam.

—Vaya con cuidado, sir —dijo Sam, apoyando su cabeza en la pared y disponiendo su espalda en guisa de plataforma—. Suba usted encima de este florero, sir. Ahora, vamos arriba.

—Tengo miedo de hacerte daño, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—No se preocupe de mí, sir —replicó Sam—. Deme una mano, Mr. Winkle, sir. ¡Firme, firme! Éste es el momento más interesante.

Al tiempo que hablaba Sam, Mr. Pickwick, haciendo esfuerzos casi sobrehumanos en un hombre de sus años y de su peso, logró encaramarse en la espalda de Sam, y levantándose éste poco a poco y agarrándose aquél con toda su fuerza al borde de la tapia, en tanto que Mr. Winkle le sujetaba las piernas, consiguieron que los anteojos de Mr. Pickwick rebasaran un poco el nivel de la tapia.

—Querida mía —dijo Mr. Pickwick, mirando por encima de la tapia y percibiendo a Arabella al otro lado—, no se asuste, querida, que soy yo.

—¡Oh, por Dios, váyase, Mr. Pickwick! —dijo Arabella—. Dígales que se vayan. Estoy asustadísima, querido, querido Mr. Pickwick; no esté usted ahí. Se va usted a caer y se va a matar.

—No se alarme usted, querida —dijo Mr. Pickwick para tranquilizarla—. No hay el menor motivo de temor, se lo aseguro. Manténte firme, Sam —dijo Mr. Pickwick, mirando hacia abajo.

—Perfectamente, sir —replicó Mr. Weller—. No se detenga más que lo necesario, sir. Pesa usted lo suyo.

—Un momento nada más, Sam —replicó Mr. Pickwick—. Sólo quería, querida, que usted supiera que yo no hubiera consentido que mi amigo viera a usted de este modo clandestino si la situación en que usted se halla no nos impidiera elegir otra forma; y en previsión de que lo inconveniente de este paso pudiera acarrearle algún disgusto, hija mía, ha de ser una satisfacción para usted saber que estoy yo aquí. Nada más, querida.

—Es verdad, Mr. Pickwick; estoy muy agradecida a usted por su cortesía y delicadeza —replicó Arabella, enjugando sus lágrimas con el pañuelo.

Mucho más hubiera dicho, seguramente, de no haber desaparecido como por escotillón en aquel momento la cabeza de Mr. Pickwick, a consecuencia de un falso movimiento del hombro de Sam, que hubo de producir la caída de su amo. Pero se puso de pie instantáneamente, y diciendo a Mr. Winkle que se diera prisa para dar por terminada la entrevista, fuese al callejón a vigilar, con el ardor y el denuedo de un joven. Mr. Winkle, impulsado por lo azaroso y crítico de las circunstancias, escaló la tapia en un momento, luego de ordenar a Sam que tuviese cuidado de su amo.

—Tendré cuidado, sir —replicó Sam—. Corre de mi cuenta.

—¿Dónde está? ¿Qué está haciendo, Sam? —preguntó Mr. Winkle.

—¡Benditas sean sus polainas! —contestó Sam, mirando hacia la puerta del jardín—. Está de guardia en el callejón, con esa linterna sorda, como el amigo Guy Fawkes. No he visto en mis días una criatura más graciosa. ¡Qué me ahorquen si no puede decirse que ha nacido su corazón veinticinco años después que su cuerpo, por lo menos!

No esperó Mr. Winkle a escuchar el encomio de su amigo. Ya estaba del otro lado de la tapia, a los pies de Arabella, y encarecía en aquel momento la sinceridad de su pasión, con una elocuencia digna del propio Mr. Pickwick.

Mientras ocurrían estas cosas al aire libre, un anciano que asumía grandes méritos científicos hallábase sentado en su estudio, dos o tres casas más allá, escribiendo un tratado filosófico y humedeciendo de cuando en cuando el gaznate y su tarea con un vaso de vino tinto que a su lado había en una botella de venerable aspecto. En los duros afanes de la composición dirigía el anciano sus ojos a la alfombra, al techo o a la pared, y cuando ni la alfombra, ni el techo, ni la pared le prestaban la inspiración anhelada, miraba por la ventana.

En una de aquellas pausas de su inventiva, el hombre de ciencia contemplaba abstraído las espesas sombras del exterior, cuando se vio sorprendido por una claridad brillantísima que surcaba el aire a poca distancia del suelo y que se desvaneció casi instantáneamente. Al cabo de un breve lapso de tiempo repitióse el fenómeno, no una o dos veces, sino varias; por fin, dejando su pluma el hombre de ciencia, empezó a meditar acerca de las causas que podrían dar origen a tales apariencias.

Manifestábase la claridad demasiado a ras del suelo para ser un meteoro; no eran luciérnagas, por su demasiada altura; no eran fuegos fatuos; no eran moscas fosforescentes; no eran fuegos artificiales. ¿Qué podría ser aquello? Tratábase de algún extraordinario, maravilloso fenómeno de la Naturaleza, nunca visto por filósofo alguno; algo cuyo descubrimiento le estaba reservado y que habría de inmortalizar su nombre al reseñarlo en beneficio de la posteridad. Halagado por esta idea, tomó de nuevo su pluma el hombre de ciencia y trasladó al papel varias notas relativas al singular fenómeno, con la fecha, el día, la hora, el minuto y el preciso segundo en que se hiciera visible, datos todos que habían de servir para un voluminoso tratado de gran investigación y profunda doctrina, destinado a asombrar a todos los sabios atmosféricos que pudieran alentar en todos los ámbitos del globo civilizado.

Recostóse en su sillón y quedó sumido en la contemplación de su futura grandeza. La misteriosa luz aparecía más viva que antes, danzaba de un extremo a otro del callejón, cruzábalo de lado a lado y movíase en una órbita excéntrica como la de los cometas.

Pero el hombre de ciencia era soltero. No disponía de una esposa a quien llamar y sorprender, por lo cual tiró de la campanilla en demanda de su criado.

—Pruffle —dijo el hombre de ciencia—. Hay algo extraordinario en el aire esta noche. ¿Lo ha visto usted? —continuó el hombre de ciencia, señalando a la ventana por donde nuevamente dejábase ver la claridad.

—Sí, si lo he visto, sir.

—¿Qué piensas de eso, Pruffle?

—¿Que qué pienso, sir?

—Sí. Tú te has criado en la comarca. ¿Cuál crees tú que pueda ser la causa de esas luces?

El hombre de ciencia, sonriendo, dio por anticipado la respuesta, afirmando que no podía descubrirse la causa de aquel fenómeno. Pruffle meditó.

—Yo diría que son ladrones, sir —acabó por decir Pruffle.

—Tú eres un estúpido y puedes marcharte ahora mismo —dijo el hombre de ciencia.

—Gracias, sir —dijo Pruffle, y se retiró.

Pero el hombre de ciencia no podía allanarse a la idea de que se perdiera en el mundo el ingenioso tratado que proyectaba, como había de ocurrir forzosamente de no ahogarse al nacer la hipótesis del ingenioso Mr. Pruffle. Calóse, pues, el sombrero, y bajó apresuradamente al jardín, resuelto a investigar la materia hasta el fondo.

Pero he aquí que, poco antes de salir al jardín el hombre de ciencia, había echado a correr Mr. Pickwick por el callejón para dar la señal de falsa alarma, presumiendo que alguien venía, ladeando de cuando en cuando la linterna, con objeto de evitar la cuneta. No bien dio la señal de alarma, saltó la tapia Mr. Winkle y corrió a la casa Arabella; cerróse la puerta del jardín, y los tres aventureros salían callejón arriba más que a paso, cuando vino a sorprenderles el hombre de ciencia, que abría la verja de su jardín.

—Agárrese bien —murmuró Sam, que iba, por supuesto, en la vanguardia—. Alumbre usted un segundo, sir.

Hizo Mr. Pickwick lo que se le decía y al ver Sam asomar cautelosamente la cabeza de un hombre a media vara de la suya, descargó sobre aquélla un respetable puñetazo, que la hizo chocar contra la verja, produciendo un ruido sordo. Hecho esto, con gran rapidez y destreza, echóse Mr. Weller a cuestas a Mr. Pickwick y siguió a Mr. Winkle por el callejón, con una presteza tal, que era sorprendente, si se tiene en cuenta la carga que transportaba.

—¿Ha recobrado usted ya el resuello, sir? —preguntó Sam al llegar al extremo de la callejuela.

—Completamente; ya, completamente —respondió Mr. Pickwick.

—Entonces, vamos, sir —dijo Sam, poniendo a su amo en el suelo otra vez—. Póngase entre los dos, sir. No es más que media milla. Figúrese que va a ganar una copa, sir. Aprisa.

Así estimulado, Mr. Pickwick sacó de sus piernas el mejor partido posible. Debe advertirse confidencialmente que no ha habido un par de negras polainas que haya marchado mejor que las de Mr. Pickwick en esta ocasión memorable. El coche esperaba, los caballos descansados, bueno el camino y diligente el cochero. Los expedicionarios llegaron a El Arbusto sanos y salvos, antes de que Mr. Pickwick alcanzara su normalidad respiratoria.

—Adentro en seguida, sir —dijo Sam, ayudando a bajar a su amo—. No se quede parado en la calle un segundo después del ejercicio que ha hecho. Dispense, sir —continuó Sam, llevándose la mano al sombrero, al apearse Mr. Winkle—. Supongo que no habría otro amor anterior, ¿eh, sir?

Estrechó Mr. Winkle la mano de su humilde amigo y le dijo por lo bajo:

—La cosa va perfectamente; admirablemente.

Diose Sam en la nariz tres o cuatro papirotazos, como indicando que estaba al cabo de la calle; sonrió, guiñó un ojo y procedió a levantar el estribo del coche, con semblante de satisfacción inequívoca.

En cuanto al hombre de ciencia, no hay que decir que demostró en un tratado magistral que aquella luz maravillosa era un fenómeno eléctrico, y llegó a probarlo de un modo concluyente, relatando cómo al asomar su cabeza por la verja del jardín había visto bailar ante sus ojos un vivo relámpago y cómo había recibido una sacudida que le había dejado aturdido un cuarto de hora. Esta demostración deleitó en extremo a todas las sociedades científicas y valió al anciano el ser considerado desde entonces como un luminar de la ciencia.

40. En el cual se ve entrar a Mr. Pickwick en una escena interesante del gran drama de la vida

El resto de los días destinados por Mr. Pickwick para su estancia en Bath transcurrió sin ningún incidente notable. Comenzaba el período de la Trinidad, y al finalizar su primera semana regresaron a Londres Mr. Pickwick y sus amigos, y el primero de estos caballeros, acompañado, por supuesto, de Sam, dirigiéndose, sin perder momento, a su antigua residencia de Jorge y el Buitre.

A la tercera mañana después de su llegada, en el preciso instante en que todos los relojes de la ciudad daban las nueve individualmente y colectivamente las novecientas noventa y nueve, tomaba Sam el aire tranquilamente en el patio de Jorge, cuando allí se detuvo un raro vehículo, del que saltó con gran agilidad, luego de dejar las riendas en las manos de un obeso personaje que le acompañaba, un raro caballero, que tanto parecía hecho para el vehículo como el vehículo para él.

El vehículo no era precisamente un tílburi ni tampoco un faetón; no era lo que se llama una victoria, ni una carretela, ni un cabriolé, y, sin embargo, participaba de los caracteres de cada uno de estos artefactos rodantes. Estaba pintado de amarillo vivo, y en sus llantas y ruedas tenía estrechas listas negras. El conductor se sentaba, según el estilo ortodoxo, sobre cojines que sobresalían dos pies de la barandilla. El caballo era un ejemplar de tinte bayo y de aspecto bastante bueno, pero manifestaba un aire de perro de lucha que armonizaba con el amo y con el vehículo.

El amo era un hombre de unos cuarenta años, con negros cabellos y mostachos cuidadosamente peinados. Vestía en forma ostentosa, luciendo multitud de artículos de joyería, todos los cuales eran tres veces mayores que los que se usan comúnmente, y se cubría con un gabán peludo. En el momento de apearse metió su mano izquierda en el bolsillo del gabán, mientras que sacaba con la derecha un brillante y abigarrado pañuelo de seda, con el que sacudió una o dos motas de polvo que percibió en sus botas, después de lo cual, conservándolo en su mano, se dirigió resuelto al patio de la fonda.

No había escapado a la atención de Sam, mientras desmontaba este personaje, un desharrapado sujeto de abrigo pardo, cuyos botones estaban incompletos, que rondaba por el lado opuesto de la calle, que la atravesó y que permaneció estacionado no lejos de la puerta. Concibiendo más que una sospecha acerca de la finalidad de la visita del caballero, precedióle Sam y, volviéndose de pronto, se plantó en el centro de la puerta.

—¡Eh, buen amigo! —dijo el hombre del gabán peludo en tono imperioso, tratando al mismo tiempo de empujarlo para abrirse paso.

—¿Qué hay, sir, qué se ofrece? —replicó Sam, devolviéndole el empujón con interés compuesto.

—Vamos, no es por ahí, amigo; a mí no me venga con eso —dijo el propietario del gabán peludo, levantando la voz y poniéndose blanco—. ¡Aquí, Smouch!

—Vamos a ver, ¿qué ocurre por aquí? —gruñó el hombre de gabán pardo, que había ido colándose en el patio durante el breve diálogo.

—Nada, una insolencia de este joven —dijo el principal, dando a Sam otro empujón.

—Vaya, basta de juego —protestó Smouch, dándole otro más fuerte.

Este último empujón surtió el efecto previsto por el experimentado Mr. Smouch; porque en tanto que Sam, ansioso por devolver el cumplimiento, se ocupaba en moler el cuerpo de este caballero contra el quicio de la puerta, deslizábase el principal y entraba en el bar, adonde hubo de seguirle Sam luego de cambiar con Mr. Smouch unos cuantos epítetos pertinentes.

—Buenos días, querida —dijo el principal, dirigiéndose a la joven que había en el bar, con desenvoltura de presidiario suelto y con gentileza de Nueva Gales del Sur—. ¿Cuál es la habitación de Mr. Pickwick, querida?

—Enséñele el camino —dijo la muchacha al camarero, sin dignarse conceder una mirada en respuesta al exquisito personaje.

Condujo el camarero por las escaleras al caballero de gabán peludo, en cuya zaga iba Sam. Éste, durante el ascenso, se permitió varias gesticulaciones reveladoras de desprecio y no pocos ademanes de reto, con regocijo indescriptible de los criados y demás circunstantes. Mr. Smouch, al que aquejaba una tos profunda, quedóse abajo, expectorando en el pasillo.

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