Los papeles póstumos del club Pickwick (40 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Ponche frío —murmuró Mr. Pickwick, volviendo a dormirse en seguida.

—¿Cómo? —preguntó el capitán Boldwig. No hubo respuesta.

—¿Cómo dijo que se llamaba? —interrogó el capitán.

—Creo que
Ponche,
sir —respondió Wilkins.

—Eso es una insolencia, una abominable insolencia —dijo el capitán Boldwig—. Ahora se hace el dormido —añadió el capitán, ciego de ira—. Está borracho; es un aldeano borracho. Llévatelo, Wilkins, llévatelo en seguida en la carretilla.

—Pero, ¿adónde he de llevarlo? —preguntó Wilkins, con gran timidez.

—Llévatelo al diablo —replicó el capitán Boldwig.

—Muy bien, sir —dijo Wilkins.

—Aguarda —dijo el capitán.

Wilkins se detuvo.

—Llévatelo —dijo el capitán—, llévatelo al Pound, y ya veremos si se llama
Ponche
cuando vuelva en sí. Ése no juega conmigo. Llévatelo.

Acarreado fue Mr. Pickwick, en cumplimiento de este imperioso mandato, y sofocado de indignación continuó su paseo el gran capitán Boldwig.

Fue indescriptible el asombro de los cazadores cuando al volver se encontraron con que había desaparecido Mr. Pickwick y que se había llevado con él la carretilla.

Era lo más inexplicable y misterioso que podría concebirse. El que un hombre cojo hubiera logrado sostenerse sobre sus piernas, sin saber cómo, era ya bastante extraordinario; pero que se hubiera ido con la carretilla, por vía de pasatiempo, resultaba verdaderamente milagroso. Buscaron por todos los rincones y escondrijos, colectiva y separadamente; gritaron, silbaron, rieron, llamaron; pero todo fue en vano. Mr. Pickwick no aparecía. Después de algunas horas de infructuosas pesquisas, llegaron a la desesperada conclusión de que no tenían más remedio que volverse a casa sin Mr. Pickwick.

Entre tanto Mr. Pickwick era acarreado al Pound y allí depositado en seguridad, profundamente dormido en la carretilla, con inenarrable regocijo y satisfacción, no sólo de la chiquillería del pueblo, sino de las tres cuartas partes de la población, que habíase agolpado en espera del despertar del caballero. Y si el solo hecho de verle en la carretilla había excitado tan intenso alborozo, cuánto no se redoblaría el entusiasmo cuando, después de producir unos cuantos gritos inarticulados de «¡Sam!», se incorporó en la carretilla y contempló con estupefacción inefable las caras que le rodeaban.

Una general aclamación fue la señal de que se había despertado, y su maquinal interrogación «¿qué pasa?» ocasionó otra más ruidosa, si cabe, que la primera.

—¡Vaya una juerga! —rugió el populacho.

—¿Dónde estoy? —exclamó Mr. Pickwick.

—En el Pound —replicó la canalla.

—¿Cómo vine aquí? ¿Qué hacía yo? ¿De dónde me han traído?

—¡Boldwig! ¡El capitán Boldwig! —fue la única respuesta que obtuvo.

—Déjenme salir —gritó Mr. Pickwick—. ¿Dónde está mi criado? ¿Dónde están mis amigos?

—No tiene usted amigos aquí. ¡Hurra!

Entonces vino sobre él un nabo, luego una patata y por fin un huevo, entre otras suaves manifestaciones de la jocosa disposición de la fiera multicéfala.

Cuánto hubiera durado esta escena y cuánto hubiera sufrido Mr. Pickwick no es para dicho, si un carruaje, que velozmente se acercaba, no se hubiese detenido en aquel punto, apeándose de él el viejo Wardle y Sam; el primero de los cuales en mucho menos tiempo del que se necesita para escribirlo, y casi para leerlo, se hizo paso hasta llegar a Mr. Pickwick y le llevó al vehículo, mientras que el último daba por terminado el tercero y postrer asalto de los que constituyeron el singular combate trabado con el guardia municipal.

—¡A la justicia con ellos! —gritó una docena de voces.

—A escape —dijo Mr. Weller, saltando al pescante—. Mis saludos... los saludos de Mr. Weller... a la justicia, y dígale que le he hecho unas cuantas caricias al guardia, y que si pone uno nuevo para mañana, volveré también a acariciarle. Arrea, amigo.

—Voy a dar órdenes para entablar una demanda por detención arbitraria contra este capitán Boldwig, en cuanto llegue a Londres —dijo Mr. Pickwick al salir del pueblo el carruaje.

—Es que, según parece, nos habíamos metido en vedado —dijo Wardle.

—No importa —dijo Mr. Pickwick—, entablaré la demanda.

—No, no lo hará usted —dijo Wardle.

—Sí que lo haré.

Mas como se dibujase un gesto festivo en la cara de Wardle, reprimióse Mr. Pickwick y dijo:

—¿Por qué no?

—Porque —dijo el viejo Wardle, tratando de ahogar una carcajada—, porque podrían volverse contra alguno de nosotros y decir que había bebido demasiado ponche frío.

Fuera el que fuera el efecto producido, se dejó ver una sonrisa en la cara de Mr. Pickwick; la sonrisa aumentó hasta convertirse en risa; la risa en carcajada, y ésta se hizo general. Para no perder el buen humor, hicieron alto al llegar a la primera venta que encontraron en la carretera y pidieron para todos aguardiente y agua y una copa de algo más fuerte para Mr. Samuel Weller.

20. En el que se demuestra que Dodson y Fogg eran hombres de negocios, y sus pasantes, hombres de placer; y se describe la entrañable entrevista celebrada entre Mr. Weller y su padre, al que no había visto hacía largo tiempo; se muestran los selectos entendimientos que se reunían en La Urraca y se anuncia el admirable capítulo siguiente

En el piso bajo de una inmunda casa situada en el confín de Freemads Court, Cornhill, se hallaban sentados los cuatro pasantes de los señores Dodson y Fogg, procuradores de Su Majestad en el Banco del Rey y Pleitos Generales de Westminster y del Supremo Tribunal de la Cancillería: los mencionados pasantes, en el curso de sus tareas diarias, recibían los bienhechores rayos del sol y la luz del cielo poco más o menos que como un hombre que se hallara colocado en el fondo de un pozo bastante profundo, sin la ventaja de ver las estrellas por el día, que este último disfruta.

El despacho de los pasantes de los señores Dodson y Fogg era una oscura y húmeda estancia dividida por un alto tabique de manera que ocultaba a los pasantes de las miradas del vulgo: un par de sillas viejas de madera, un reloj de sonoro tictac, un almanaque, un paragüero, un perchero y unas cuantas estanterías, en las que se hallaban depositados varios paquetes de papeles sucios, viejas cajas de madera con etiquetas de papel y varios deteriorados tinteros de diversas formas y tamaños. Había una puerta de cristales, que se abría al pasillo que al patio conducía, y al otro lado de esa puerta apareció Mr. Pickwick, seguido de Sam Weller, en la mañana siguiente a la ocurrencia que queda fielmente relatada en el último capítulo.

—Pase usted. ¿Es que no puede entrar? —dejó oír una voz del otro lado del tabique divisor, en respuesta al discreto golpe dado en la puerta por Mr. Pickwick.

Éste y Sam Weller entraron en el despacho.

—¿Están Mr. Dodson y Mr. Fogg, sir? —preguntó amablemente Mr. Pickwick, adelantándose, sombrero en mano, hacia el tabique.

—Mr. Dodson no está, y Mr. Fogg se halla ocupado —respondió la voz.

Y al propio tiempo, la cabeza cuya era la voz surgió por encima de la división con una pluma detrás de la oreja, y dirigió una mirada a Mr. Pickwick.

Era una rala cabeza, cuyos exiguos restos capilares partíanse en una raya escrupulosamente abierta hacia un lado y estaban aplastados con pomada, retorciéndose en dos rabos semicirculares, que orlaban una achatada faz, exornada por dos pequeños ojuelos y guarnecida de un cuello sucio y de una maltrecha corbata negra.

—Mr. Dodson no está en casa, y Mr. Fogg se halla ocupado —dijo el hombre a quien la voz pertenecía.

—¿Cuándo volverá Mr. Dodson, sir? —preguntó Mr. Pickwick.

—No puedo decirle.

—¿Tardará mucho en desocuparse Mr. Fogg?

—No lo sé.

En esto, procedió el hombre a arreglar su pluma con gran prolijidad, mientras que otro pasante, que a la sazón mezclaba polvos de Seidlitz por debajo de la tapadera de su pupitre, sonreía asintiendo.

—Estoy por esperar—dijo Mr. Pickwick.

No obtuvo respuesta; por lo cual Mr. Pickwick se sentó sin que nadie se lo dijera y se puso a escuchar el ruidoso tictac del reloj y el murmullo de la conversación de los pasantes.

—¿Fue un juerga, verdad? —dijo uno de ellos, que vestía levita castaña con botones de latón, entintados pantalones y botas de cuero tosco, al final de una inaudita reseña de sus aventuras de la pasada noche.

—Magnífica... —dijo el hombre de los polvos de Seidlitz.

—Presidió Tomás Commins —dijo el hombre de la levita castaña—. Eran las cuatro y media cuando llegué a Somers Town, y estaba tan atrozmente borracho, que no encontraba medio de meter la llave en la cerradura, y tuve que llamar a la vieja. No quiero pensar lo que diría el viejo Fogg si lo supiera. Me hubiera dado el hatillo, creo... ¿eh?

Los pasantes rieron a coro esta festiva observación.

—No ha sido menuda la que ha tenido Fogg aquí esta mañana —dijo el hombre de la levita castaña— mientras que Jacobo estaba arriba sacando los papeles y vosotros dos habíais ido al Timbre. Estaba aquí Fogg abriendo las cartas, cuando vino ese muchacho de la demanda contra Camberwell, ya sabéis... ¿Cómo se llama?

—Ramsey —dijo el pasante que se había dirigido a Mr. Pickwick.

—Sí, Ramsey... ese gran parroquiano de mísero aspecto. «¿Qué hay, sir?», dice el viejo Fogg, mirándole fijamente, ya sabéis cómo las gasta. «Bien, sir, ¿viene usted a liquidar?» «Sí, a eso vengo, sir», dijo Ramsey, llevándose la mano al bolsillo y sacando el dinero; «cinco libras y media la deuda, y las costas tres libras con cinco: aquí está todo sir», y suspiraba como una fragua al sacar el dinero, que traía envuelto en un pedazo de papel secante. Miró el viejo Fogg primero al dinero y después a él, y en seguida sacó esa tosecilla peculiar, por la que comprendí que tramaba algo. «¿No sabe usted que se ha registrado una declaración que aumenta las costas?», dijo Fogg. «¿Cómo es eso, sir?», dijo Ramsey, quedándose de una pieza. «Hasta anoche no expiró el plazo, sir.» «No importa», dijo Fogg, «mi pasante ha ido ahora mismo a registrarla. Mr. Wicks, ¿no acaba de ir Mr. Jackson a registrar esa declaración del asunto Bullman y Ramsey?» Claro está que yo dije que sí, y Fogg tosió otra vez y se quedó mirando a Ramsey. «¡Dios mío!», dijo Ramsey. «Después de haberme vuelto loco para arañar ese dinero, no sirve para nada.» «Para nada», dijo Fogg, con frialdad; «lo que debe usted hacer es volver a arañar algún dinero más y traerlo oportunamente.» «No puedo, ¡por Dios!», dijo Ramsey golpeando el pupitre con el puño. «Nada de bravatas, sir», dijo Fogg, simulando enfadarse. «Si no digo nada, sir», dijo Ramsey. «Sí», dijo Fogg; «salga usted, sir, salga de este despacho, y vuelva, sir, cuando aprenda a conducirse bien». Ramsey trató de decir algo, pero no le dejó Fogg, por lo cual se metió el dinero en el bolsillo y salió renqueando. Apenas se cerró la puerta, se volvió hacia mí Fogg con una dulce sonrisa en su cara, y sacó la declaración del bolsillo de su levita. «Wicks», dijo Fogg, «tome un coche y vaya en seguida al Temple para que registren esto. Las costas están garantizadas, por ser un hombre acomodado, de familia numerosa, que tiene un salario de veinticinco chelines semanales, y si nos trae un pagaré de un procurador, como tendrá que hacerlo al cabo, estoy seguro de que sus patronos lo pagarán; así es que podemos sacarle lo que queramos, Mr. Wicks, y es una acción cristiana, Mr. Wicks; porque con la familia que tiene y los cortos ingresos de que dispone no está de más que le demos una lección por haber contraído una deuda, ¿verdad, Mr. Wicks?»; y sonreía tan candorosamente al marcharse, que era un encanto verle. «Es un hombre de negocios admirable», dijo Wicks, revelando la más profunda admiración. «¿Verdad que es admirable?»

Los otros tres suscribieron esta opinión con toda su alma, y la anécdota promovió regocijo inmenso.

—Qué hombre tan encantador, sir —murmuró Mr. Weller a su amo—; qué bien maneja la farsa, sir.

Asintió con la cabeza Mr. Pickwick y tosió para llamar la atención del joven que estaba detrás del tabique, el cual, después de haber permanecido atento al coloquio de los pasantes, se dignó volver a ocuparse del visitante.

—¿Estará ya libre Fogg? —dijo Jackson.

—Voy a ver —dijo Wicks, apeándose negligentemente de su taburete—. ¿A quién anuncio a Mr. Fogg?

—Pickwick —replicó el ilustre protagonista de estas memorias.

Subió con el recado Mr. Jackson y volvió en seguida diciendo que Mr. Fogg recibiría a Mr. Pickwick dentro de cinco minutos; después de lo cual se acomodó de nuevo en su pupitre.

—¿Cuál era su nombre? —murmuró Wicks.

—Pickwick —replicó Jackson—: es el demandado del asunto Bardell y Pickwick.

De pronto se oyó un arrastre de pies, mezclado con el ruido de carcajadas reprimidas, por detrás del tabique.

—Le están tomando el pelo, sir —murmuró Mr. Weller.

—¿Tomándome el pelo, Sam? —replicó Mr. Pickwick—. ¿Qué es eso de tomarme el pelo?

Mr. Weller se limitó a responder señalando hacia atrás con el pulgar, y levantando la cabeza Mr. Pickwick, sorprendió el hecho divertido de que los cuatro pasantes, con sus caras llenas de regocijo y con sus cabezas asomadas por encima del tabique, dedicábanse a curiosear la figura y aspecto del presunto malabarista de femeninos corazones y perturbador de la felicidad de las mujeres. Al levantar la suya Mr. Pickwick, desapareció repentinamente la fila de cabezas y se oyó inmediatamente un furioso ruido de plumas que garabateaban el papel.

Un súbito campanillazo hizo a Mr. Jackson encaminarse al despacho de Fogg, de donde volvió para decir que éste esperaba a Mr. Pickwick si quería subir a su despacho.

Subió Mr. Pickwick, en consecuencia, dejando abajo a Sam Weller. En la puerta del despacho aparecían rotuladas en caracteres legibles las imponentes palabras: «Mr. Fogg»; y después de llamar y de recibir licencia para entrar, introdujo Jackson a Mr. Pickwick.

—¿Está Mr. Dodson? —preguntó Mr. Fogg.

—Acaba de llegar, sir —replicó Jackson.

—Dígale que suba.

—Voy, sir.

Retiróse Jackson.

—Tome asiento, sir —dijo Fogg—. Allí está el escrito, sir; mi socio vendrá en seguida, y hablaremos del asunto, sir.

Mr. Pickwick tomó asiento y un periódico; pero, en vez de leer, empezó a mirar por encima de éste y echó una ojeada al hombre de negocios, que era un viejo con la cara salpicada de granos, de aspecto de vegetariano, y que vestía levita negra, pantalón de oscura mezclilla y cortas polainas negras; un ser que parecía formar parte del pupitre en que escribía y compartir el pensar y sentir de este artefacto.

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