Los papeles póstumos del club Pickwick (37 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
6.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Atrás, hombre... atrás! —dijo el editor—. ¡Tomar su mano en mi propia cara!

—¡Mr. Pott! —dijo asombrada la dama.

—Desdichada mujer, mira esto —exclamó el marido—. Mire aquí, señora: «... versos a una cafetera de cobre». La cafetera de cobre soy yo, señora. La perjura es usted, señora.

Hirviendo de cólera e iniciándose en todo su ser algo parecido a un temblor, ante la expresión que adoptaba el rostro de su esposa, tiró a sus pies el último número de
El Independiente de Eatanswill.

—¡Y qué, sir! —dijo atónita la esposa, inclinándose para recoger el periódico—. ¡Y qué, sir!

Mr. Pott temblaba bajo la mirada desdeñosa de su mujer. Había hecho un esfuerzo desesperado para embotellar entereza; pero la entereza se disipaba.

Cuando se lee esta frase «¡Y qué, sir! », nada terrible parece entrañar; pero el tono de la voz en que fue pronunciada y la mirada que hubo de acompañarla denotaban tan claramente un designio de venganza sobre la cabeza de Mr. Pott, que produjo un efecto decisivo. El más obtuso observador hubiera sorprendido en su conturbado rostro el vivísimo anhelo de ceder sus botas Wellington en favor de cualquiera que se atreviese a permanecer sobre ellas de pie en aquel momento.

Leyó el párrafo la señora Pott, lanzó un terrible alarido y cayó cuan larga era sobre la alfombra delantera de la chimenea, sollozando y golpeando el suelo con los tacones de sus zapatos de una manera que no permitía dudar en aquella ocasión de la autenticidad de sus emociones.

—Querida —dijo Mr. Pott hecho una pieza—, yo no he dicho que creyera eso; yo ... yo...

Pero la voz del infortunado caballero se ahogó entre los gritos de su consorte.

—Señora Pott, permítame suplicarle, mi querida señora, que se serene —dijo Mr. Winkle.

Pero los gritos y el golpeteo se sucedían más fuertes y rápidos que nunca.

—Querida mía —dijo Mr. Pott—, lo siento en el alma. Si no cuidas de tu propia salud, cuídate de la mía, querida. La multitud va a estacionarse ante nuestra casa.

Pero cuanto más apremiantes eran las súplicas de Mr. Pott, más vehementes eran los gritos que producía su esposa.

Por fortuna, adscrita al servicio de la señora Pott y como guardia de corps figuraba una señorita cuya misión aparente consistía en presidir el tocado y aderezo de la señora, pero que ofrecía pruebas de su laboriosidad en varios extremos, y en ninguno tanto como en el de excitar y animar a su señora en toda inclinación o anhelo que se opusiese a los deseos del infeliz Pott. Los gritos llegaron a oídos de la señorita y la trajeron a la habitación con una presteza que amenazaba perturbar el orden exquisito de su toca y sus cabellos.

—¡Oh, querida, señora querida! —exclamó el guardia de corps arrodillándose presa de intensa alarma junto a la yacente señora Pott—. ¡Oh, querida señora! ¿Qué es lo que ocurre?

—Tu amo... tu brutal amo —murmuró la paciente.

Indudablemente, Pott se debilitaba por momentos.

—Es una vergüenza —dijo en tono de reproche el guardia de corps—. ¡Sé que ha de acabar por matarla, señora! ¡Pobrecita!

Pott se achicaba cada vez más. El adversario arreciaba en el ataque.

—¡Oh, no me abandones... no me abandones, Goodwin! —murmuró la señora Pott, agarrándose a la muñeca de la susodicha Goodwin, en un acceso de histerismo—. Tú eres la única persona que me quiere, Goodwin.

Ante esta conmovedora apelación, Goodwin planteó por sí misma una pequeña tragedia doméstica y empezó a derramar copiosas lágrimas.

—Nunca, señora, nunca —dijo Goodwin—. ¡Oh, sir, debiera usted tener más cuidado... debiera usted! No sabe usted el daño que hace a la señora; algún día lo sentirá usted... siempre he creído lo mismo.

El desdichado Pott miraba tímidamente; pero nada decía.

—Goodwin —dijo con voz débil la señora Pott.

—Señora —dijo Goodwin.

—Si tú supieras cuánto he amado yo a ese hombre...

—No se aflija recordando esas cosas, señora —dijo el guardia de corps.

Pott miraba espantado. Llegaba el momento de acabar de una vez.

—Y ahora —sollozaba la señora Pott—, después de todo, verse tratada así, ser insultada y vilipendiada en presencia de un tercero, y éste casi un extraño. ¡Pero no he de sufrirlo! Goodwin —prosiguió la señora Pott levantándose en brazos de Goodwin—, mi hermano, el teniente, intervendrá. Nos separaremos, Goodwin.

—Se lo merecería, señora —dijo Goodwin.

Cualesquiera que fuesen las ideas que semejante amenaza despertaba en Pott, se abstuvo de darles salida, y contentóse con decir humildemente:

—Pero, querida, ¿quieres escucharme?

Un nuevo torrente de sollozos fue toda la respuesta de la señora Pott; al tiempo que se acentuaba su histerismo, preguntaba por qué había nacido y demandaba otras informaciones de parecida naturaleza.

—Querida —le reconvenía Mr. Pott—, no te entregues a esos excesos de sensibilidad. Nunca he creído que ese párrafo tuviera fundamento, querida... imposible. Pero me indignó, querida... me sentí ultrajado por los de
El Independiente
por haberse atrevido a insertarlo; eso es todo.

Mr. Pott dirigió una mirada suplicante a la causa inocente del disgusto, como rogándole que no se hablara más de la serpiente.

—¿Y qué pasos piensa usted dar para obtener la reparación? —preguntó Winkle, cobrando energía al ver que la iba perdiendo Pott.

—¡Oh, Goodwin —observó la señora Pott—, se propone darle un latigazo al editor de
El Independiente...!
¿Es que piensa eso, Goodwin?

—¡Chist, chist, señora; esté tranquila! —replicó el guardia de corps—. Lo hará, sin duda, si usted lo desea, señora.

—Desde luego, sir —dijo Pott, observando que su esposa mostraba síntomas de sufrir un nuevo ataque—. Claro que lo haré.

—¿Cuándo, Goodwin... cuándo? —dijo la señora Pott dudando aún de entregarse o no al patatús.

—Inmediatamente —dijo Pott—; antes de que llegue la noche.

—Oh, Goodwin —continuó la señora Pott—, es el único medio de cortar el escándalo y de rehabilitarme ante el mundo.

—Claro está, señora —replicó Goodwin—. Ningún hombre que sea un hombre dejaría de hacerlo.

Como aún no se hubiera disipado la amenaza de un nuevo acceso de histerismo, insistió Mr. Pott una vez más en que lo haría; mas pesaba tanto sobre el ánimo de la señora Pott la idea tan sólo de una sospecha, que aún estuvo media docena de veces al borde de una recaída, y hubiera indudablemente traspasado este límite de no haber sido por los esfuerzos infatigables de la solícita Goodwin, unidos a las repetidas demandas de perdón formuladas por el derrotado Pott; y sólo cuando el infeliz se rindió al pánico y fue abatido hasta su nivel habitual, se repuso la señora Pott y dio principio el almuerzo.

—No consentirá usted que la miserable procacidad de ese periódico abrevie su estancia entre nosotros, Mr. Winkle —dijo la señora Pott, sonriendo dulcemente a través de las huellas de sus lágrimas.

—Espero que no —dijo Mr. Pott, poseído, mientras hablaba, del deseo de que su huésped se ahogase con el trozo de tostada que en aquel momento acercaba a sus labios y diese de esta suerte su estancia por terminada—. Espero que no.

—Es usted muy amable —dijo Mr. Winkle—; pero se ha recibido una carta de Mr. Pickwick, según se me hace saber en una esquela de Mr. Tupman que me entregaron esta mañana en el dormitorio, en la que nos avisa para que nos unamos a él en Bury hoy mismo; por lo cual partiremos en el coche de las doce.

—¿Pero volverá usted? —dijo la señora Pott.

—¡Oh, por supuesto! —replicó Mr. Winkle.

—¿Está usted seguro? —dijo la señora Pott, dirigiendo a su huésped una mirada furtiva.

—Segurísimo —respondió Mr. Winkle.

Transcurrió en silencio el almuerzo, porque cada uno de los comensales se hallaba absorbido en sus particulares preocupaciones. La señora Pott lamentaba la pérdida del galán; Mr. Pott, su precipitada resolución de fustigar a
El Independiente;
Mr. Winkle, el haberse colocado inocentemente en tan embarazosa situación. Se acercaba el mediodía, y después de muchos adioses y promesas se quitó de en medio.

«Si alguna vez vuelve, le enveneno», pensó Mr. Pott al entrar en el antedespacho de la oficina en que preparaba la caja de los truenos.

«Si alguna vez volviera» —pensaba Mr. Winkle, mientras caminaba hacia El Pavo—, «y otra vez me complicara con esta gente, el que merecería que le diesen un latigazo sería yo.»

Ya estaban sus amigos dispuestos, el coche, casi, y al cabo de media hora emprendían su viaje por el mismo camino que tan recientemente recorrieran Mr. Pickwick y Sam, y como acerca del trayecto ya hemos dicho algo, no nos creemos obligados a extractar la hermosa descripción poética de Mr. Snodgrass.

Mr. Weller se hallaba a la puerta de El Ángel esperándoles y por él fueron conducidos al cuarto de Mr. Pickwick, donde, con no poca sorpresa de Mr. Winkle y Mr. Snodgrass, y no menor confusión de Mr. Tupman, se encontraron con el viejo Wardle y con Trundle.

—¿Qué tal? —dijo el viejo, estrechando la mano de Mr. Tupman—. No se preocupe de lo pasado, ni se ponga triste por ello; ya no tiene remedio, amigo. Por el bien de ella, hubiera yo deseado que fuera para usted; por el de usted, me alegro de que no lo haya sido. Un muchacho como usted se consuela en seguida, ¿eh?

Con esta observación consoladora, palmoteó Wardle en la espalda de Mr. Tupman y rió jovialmente.

—Bien, ¿y cómo están ustedes, mis bravos muchachos? —dijo el viejo caballero, estrechando al mismo tiempo las manos de Mr. Winkle y Mr. Snodgrass—. Estaba diciendo a Mr. Pickwick que para Navidad contamos con todos ustedes... Tenemos una boda... una verdadera boda esta vez.

—¡Una boda! —exclamó Mr. Snodgrass, poniéndose pálido.

—Sí, una boda. Pero no se asuste —dijo el alegre viejo—; no es más que la de Trundle y Bella.

—¡Ah, no es más que eso! —dijo Mr. Snodgrass, aliviado de la penosa duda que oprimiera su pecho—. Enhorabuena, sir. ¿Cómo sigue José?

—Muy bien —replicó el anciano—. Dormido, como siempre.

—¿Y su madre, y el cura, y todos?

—Perfectamente.

—¡Dónde —dijo Mr. Tupman haciendo un esfuerzo—, dónde está...
ella,
sir?

Y volvió su cabeza a otro lado cubriéndose los ojos con la mano.

—¡Ella! —dijo el anciano con un movimiento de cabeza significativo—. ¿Quiere usted decir mi hermana soltera, eh?

Mr. Tupman indicó con un ademán que su pregunta se refería a la desgraciada Raquel.

—¡Oh, se ha ido! —dijo el anciano—. Está viviendo con unos parientes, muy lejos. No podía sufrir el ver a las chicas, y la dejé marchar. ¡Pero vamos! Aquí está la comida; después del viaje deben ustedes de tener hambre. Yo la tengo aun sin viaje; caigamos sobre ella.

Se hizo a la comida cumplida justicia; y cuando después de haberla despachado aún permanecían sentados alrededor de la mesa, Mr. Pickwick, ante el horror y la indignación de sus amigos, relató la aventura pasada y el éxito alcanzado por los bajos artificios del diabólico Jingle.

—Y el ataque de reuma que atrapé en el jardín —dijo Mr. Pickwick para remate— me tiene impedido ahora.

—Yo también he tenido algo de aventura —dijo Mr. Winkle, sonriendo.

Y, obedeciendo al ruego de Mr. Pickwick, relató el maligno libelo de
El Independiente de Eatanswill y
el enojo consiguiente de su amigo el editor.

Oscurecióse durante el relato el rostro de Mr. Pickwick. Advirtiéronlo sus amigos, y al acabar Mr. Winkle, guardaron profundo silencio. Mr. Pickwick dio en la mesa un golpe con el puño cerrado, y habló así:

—¿No es verdaderamente raro —dijo Mr. Pickwick— este fatalismo por el que no podemos entrar en la casa de una persona sin ocasionarle algún disgusto? ¿Habrá que atribuir a indiscreción o, lo que es peor aún, a la maldad (¡que tenga yo que decir esto!) de mis amigos el que cualquiera que sea el techo bajo el que se alberguen, trastornen la paz y la felicidad de una dama inocente? ¿No es, digo yo...?

Hubiera seguido Mr. Pickwick pronunciándose aún durante algún tiempo, de no haber entrado Sam con una misiva que interrumpió el elocuente discurso. Pasó Mr. Pickwick el pañuelo por su frente, quitóse los anteojos, los limpió y volvió a ponérselos; y habiendo recobrado su voz su habitual suavidad, dijo:

—¿Qué es eso, Sam?

—Vengo del correo, y encontré esta carta que llegó hace dos días —replicó Mr. Weller—. Está cerrada con una oblea, y la dirección es de letra redondilla.

—No conozco esta letra —dijo Mr. Pickwick, abriendo la carta—. ¡Dios de bondad! ¿Qué es esto? Tiene que ser una burla; esto no puede ser.

—¿Qué es ello? —preguntaron todos.

—¿No ha muerto nadie? —dijo Wardle, alarmado por el horror que mostraba el semblante de Mr. Pickwick.

Mr. Pickwick no respondió; pero echando la carta en la mesa y suplicando a Mr. Tupman que la leyera en alta voz, cayó en su silla con asombro y estupefacción verdaderamente alarmantes.

Mr. Tupman, con voz temblorosa, leyó la carta, que a continuación copiamos:

«Freeman's Court, Cornhill, 28 de agosto de 1830.

Bardell contra Pickwick

Sir:

»Habiendo sido encargado por la señora Marta Bardell de entablar una demanda contra usted por ruptura de promesa de matrimonio, por la cual
estipula
la demandante mil quinientas libras por daños y perjuicios, debemos informar a usted de haberse expedido una citación para usted con dicho motivo por la Audiencia, y le rogamos nos participe a vuelta de correo el nombre de su procurador en Londres que haya de representarle en este asunto.

»De usted, sir, sus humildes servidores,

»Dodson y Fogg

»Mr. Samuel Pickwick».

Fue tan solemne el mudo asombro con que todos se miraron y miraron a Mr. Pickwick, que nadie se atrevía a romper el silencio. Al fin habló Mr. Tupman.

—Dodson y Fogg —repitió maquinalmente.

—Bardell contra Pickwick —dijo Mr. Snodgrass, musitando.

—La paz y la felicidad de las cándidas doncellas —murmuró Mr. Winkle distraídamente.

—Es una estafa —dijo Mr. Pickwick, recobrando al cabo la facultad de hablar—; una infame conjura tramada por esos dos rapaces procuradores Dodson y Fogg. La señora Bardell no lo hubiera hecho nunca... ella no tiene corazón para hacerlo... ella no tiene motivo para hacerlo. Ridículo... ridículo.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
6.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

When Tomorrow Comes by Janette Oke
The Monster Within by Jeremy Laszlo
Dead Reckoning by Harris, Charlaine
Double Shot by Blackburn, Cindy
Krampusnacht: Twelve Nights of Krampus by Kate Wolford, Guy Burtenshaw, Jill Corddry, Elise Forier Edie, Patrick Evans, Scott Farrell, Caren Gussoff, Mark Mills, Lissa Sloan, Elizabeth Twist
Nil on Fire by Lynne Matson