Los papeles póstumos del club Pickwick (101 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Exactamente —dijo Ben—. Ella ha de entrar en posesión de ellas a su mayor edad o al casarse. Le falta un año para la mayor edad, y si tú te dieras maña, te casarías con ella antes de un mes.

—Es una criatura encantadora y deliciosa —observó Mr. Sawyer a guisa de réplica—, y no tiene más que un defecto, que yo sepa. Ocurre, por desgracia, que carece de gusto... No gusta de mí.

—Lo que yo pienso es que no sabe lo que le gusta —dijo Mr. Ben Allen desdeñosamente.

—Puede ser —arguyó Mr. Bob Sawyer—. Pero mi opinión es que sabe lo que no le gusta, y eso es lo más grave del caso.

—Quisiera —dijo Mr. Ben Allen, apretando los dientes y expresándose más como furioso guerrero que se alimenta con carne cruda de lobo, que desmenuza con sus dedos, que como pacífico caballero, que come salpicón de vaca con tenedor y cuchillo—, quisiera saber si algún granuja ha intentado apoderarse de su cariño. Creo que le asesinaba, Bob.

—Yo le metería una bala si me lo encontrara —dijo Mr. Sawyer, interrumpiendo un interminable trago de cerveza y mirando fieramente por encima del vaso—. Y si con eso no le despachaba, le mataba al extraérsela.

Contempló Mr. Benjamín Allen, abstraído, a su amigo, por espacio de algunos minutos, en silencio, y luego dijo:

—¿No se lo has propuesto nunca, so pánfilo?

—No, porque vi que no hubiera adelantado nada —replicó Mr. Bob Sawyer.

—Pues has de hacerlo antes de veinticuatro horas —repuso Ben con desesperada calma—. Te aceptará, o veremos lo que pasa. Haré valer mi autoridad.

—Bien —dijo Mr. Bob Sawyer—.Allá veremos.

—Allá veremos, amigo —replicó Mr. Ben Allen con dureza. Calló unos momentos, y añadió con voz entrecortada por la emoción:

—Tú la amas desde niña, amigo mío. La amas desde que estabais juntos en la escuela, y ya entonces se mostraba esquiva y desdeñaba tus tiernas afecciones. ¿Recuerdas con cuánto afán le suplicaste que aceptara dos pastas de anís y una dulce manzana, cuidadosamente envuelta en un cartucho formado con la hoja de un cuaderno?

—Sí que lo recuerdo —replicó Bob Sawyer.

—¿Lo despreció, verdad? —dijo Ben Allen.

—Sí —repuso Bob—. Me dijo que había yo tenido guardada tanto tiempo la manzana en el bolsillo de mi pantalón, que estaba atroz de caliente.

—Me acuerdo —dijo Mr. Allen con desconsuelo—. Y entonces nos la comimos entre los dos a mordiscos alternativos.

Manifestó Bob Sawyer, por un fruncimiento melancólico, acordarse de la aludida circunstancia, y ambos amigos quedáronse absortos unos momentos en sus propias meditaciones.

Mientras se cruzaban estas observaciones entre Mr. Bob Sawyer y Mr. Benjamín Allen, y mientras el chico de librea gris, intrigado por la desacostumbrada prolongación de la comida, lanzaba ansiosas miradas de cuando en cuando hacia la puerta de cristales, embargado por internos presentimientos relacionados con la porción de salpicón que podría quedar para su consumo individual, rodaba pausadamente por las calles de Bristol un coche particular, pintado de verde melancólico, tirado por un macilento alazán y guiado por un hombre de rostro malhumorado, con las piernas revestidas en guisa de lacayo y el cuerpo al estilo de cochero. Tales apariencias son comunes en muchos vehículos pertenecientes a viejas señoras de costumbres económicas; y en este vehículo iba sentada una anciana, que era la dueña y propietaria del carruaje.

—¡Martin! —dijo la vieja, llamando al adusto cochero por la ventanilla del frente.

—¿Mande? —dijo el adusto cochero, saludando a la anciana.

—A casa de Mr. Sawyer —dijo la vieja.

—Allí voy —dijo el hombre.

La señora movió la cabeza en señal de la satisfacción que le producía la previsión con que aquel hombre se anticipaba a sus deseos, y, dando el cochero un suave fustazo al jamelgo, dirigiéronse todos a casa de Mr. Bob Sawyer.

—¡Martin! —dijo la vieja dama al pararse el coche a la puerta de Mr. Bob Sawyer, antes Nockemorf.

—¿Mande? —dijo Martin.

—Di al chico que salga y tenga cuidado del caballo.

—Yo mismo lo cuidaré —dijo Martin, dejando el látigo en el techo del carruaje.

—Eso no lo permito de ninguna manera —dijo la anciana— Su testimonio ha de ser muy importante, y es preciso que entre usted en la casa conmigo. No puede usted moverse de mi lado en toda la entrevista. ¿Oye usted?

—Oigo —replicó Martin.

—Bien. ¿Por qué se queda usted parado?

—Por nada —replicó Martin.

Y diciendo esto el adusto cochero, apeóse parsimoniosamente de la rueda sobre la cual estaba de puntillas, y después de llamar al chico de librea gris abrió la portezuela, bajó el estribo, e introduciendo una mano envuelta en oscuro guante de gamuza, extrajo a la anciana con la misma indiferencia que si se hubiera tratado de un paquete de ropa.

—¡Dios mío! —exclamó la anciana—. Estoy tan agitada, ahora que he llegado, Martin, que no hago más que temblar.

Tosió Mr. Martin, tapándose la boca con el oscuro guante de gamuza, sin hacer manifestación alguna; así es que la vieja, tratando de calmarse, subió apresuradamente la escalera de Mr. Bob Sawyer, seguida de Mr. Martin. No bien entró la vieja en la tienda, Mr. Benjamín Allen y Mr. Bob Sawyer, que habían escondido los licores y el agua y esparcido nauseabundas drogas para disimular el olor del tabaco, salieron a su encuentro, transportados de gozo y solicitud.

—¡Mi querida tía! —exclamó Mr. Ben Allen—. ¡Qué buena es usted al ocuparse de nosotros! Mr. Sawyer, tía; mi amigo Mr. Bob Sawyer, de quien te he hablado, refiriéndome... ya sabes, tía.

Y entonces Mr. Ben Allen, que no se hallaba en aquel momento muy fresco que digamos, añadió la palabra «Arabella» en tono que, pretendiendo ser quedo murmullo, resultó tan perceptible y distinto, que nadie pudiera haber dejado de oírlo, ni aun proponiéndoselo.

—Mi querido Benjamín —dijo la vieja, luchando con la sofocación y temblando de pies a cabeza—. No te alarmes, querido; pero me parece que convendría que hablase un momento a solas con Mr. Sawyer. Sólo un momento.

—Bob —dijo Mr. Ben Allen—, ¿quieres entrar con mi tía en la clínica?

—Ya lo creo —respondió Bob en la más profesional de las voces—. Pase por aquí, mi querida señora. No se asuste, señora. Lograremos aliviarla en muy poco tiempo, no lo dudo, señora. Aquí, mi querida señora. ¡Vamos a ver!

Y llevando Mr. Bob Sawyer de la mano a la vieja hasta una silla, cerró la puerta, acercó una silla a la señora y aguardó que se le detallaran los síntomas de alguna dolencia, en la que adivinaba una larga serie de provechos y ventajas.

Lo primero que hizo la anciana fue mover la cabeza muchas veces y empezar a llorar.

—Nerviosa —dijo Bob Sawyer en tono complacido—. Agua de alcanfor tres veces al día y poción calmante a la noche.

—No sé cómo empezar, Mr. Sawyer —dijo la anciana—. Tan penoso y desconsolador es.

—No tiene usted que empezar, señora —repuso Mr. Bob Sawyer—. Yo puedo anticiparle lo que quiere decirme. Flaquea la cabeza.

—Mucho me temo que sea el corazón —dijo la anciana, dejando escapar un leve gruñido.

—Por ahí no tenemos el menor peligro, señora —replicó Bob Sawyer—. La causa primaria radica en el estómago.

—¡Mr. Sawyer! —exclamó la anciana, inquieta.

—No hay la menor duda, señora —insistió Bob, adoptando un doctísimo continente—. Una medicación oportuna, mi querida señora, lo hubiera evitado todo.

—¡Mr. Sawyer! —dijo la anciana, más agitada que antes— Esta conducta acusa una gran impertinencia, tratándose de una persona que se halla en mi situación, sir, o proviene de no estar usted enterado del objeto de mi visita. Si hubiera consistido en la virtud de la medicina o si hubiera cabido alguna previsión para evitar lo ocurrido, seguramente que no hubiera vacilado en emplearlas. Mejor será que hable en seguida con mi sobrino —dijo la vieja, retorciendo indignada su bolso y poniéndose de pie.

—Un momento, señora —dijo Bob Sawyer—; temo no haberla entendido. ¿De qué se trata, señora?

—Mi sobrina, Mr. Sawyer —dijo la anciana—, la hermana de su amigo.

—Sí, señor —dijo Bob, lleno de impaciencia, porque la vieja señora, no obstante su extremada agitación, hablaba con la más tantálica parsimonia, como suelen hacer las viejas—. Sí, señora.

—Abandonó mi casa, Mr. Sawyer, hace tres días, so pretexto de visitar a mi hermana, otra tía suya, que regenta un gran colegio que hay al pie de la tercera piedra miliaria, junto a un enorme abeto y que tiene una verja de roble —dijo la anciana, deteniéndose en este punto para enjugarse los ojos.

—¡Oh, que el diablo se lleve el abeto, señora! —dijo Bob, olvidando completamente su dignidad profesional, embargado por la ansiedad—. Explíquese un poco más de prisa; dé usted un poco más de vapor, señora, tenga la bondad.

—Esta mañana —dijo la anciana lentamente—, esta mañana, ella...

—Volvió, señora, supongo —dijo Bob, cobrando ánimo—. ¿Ha vuelto?

—No, no ha vuelto; ha escrito —replicó la anciana.

—¿Y qué dice? —inquirió afanosamente Bob.

—Dice, Mr. Sawyer —repuso la anciana—, y para esto es para lo que necesito preparar a Benjamín poco a poco, dice que se ha... tengo la carta en mi bolsillo, Mr. Sawyer; pero mis gafas están en el coche, y sería hacerle perder el tiempo intentar, sin ellas, señalarle el pasaje; dice en resumen, Mr. Sawyer, que se ha casado.

—¡Cómo! —dijo, o, mejor dicho, gimió, Mr. Bob Sawyer.

—Casada —repitió la vieja.

No pudo oír más Mr. Bob Sawyer; saliendo de estampía de la clínica, gritó con voz estentórea:

—¡Ben, amigo mío, se ha fugado!

Mr. Ben Allen, que dormitaba tras el mostrador con la cabeza más baja que las rodillas, no bien oyó la terrible nueva, precipitóse sobre Mr. Martin, y asiendo con su mano la corbata del taciturno criado, mostróse decidido a estrangularle en el acto, y con la prontitud de la desesperación, empezó a poner por obra su intento con extraordinario vigor y quirúrgica destreza.

Mr. Martin, que era hombre de pocas palabras y que no poseía el don de la persuasión ni el de la elocuencia, sometióse a esta operación con apacible y risueño semblante por algunos segundos; pero advirtiendo que la manipulación amenazaba privarle de la facultad de reclamar el salario, la comida y otras muchas cosas para lo que le restaba de vida, musitó una inarticulada protesta y tendió de un puñetazo a Mr. Benjamín Allen. Como las manos de éste estaban enredadas en su corbata, no tuvo más remedio el cochero que caer también. Allí empezaban a luchar, cuando se abrió la puerta y aumentó la concurrencia por la llegada de dos inesperados visitantes, a saber: Mr. Pickwick y Mr. Samuel Weller.

La impresión primera de Mr. Weller fue la de que Mr. Martin había sido contratado por la entidad Sawyer, antes Nockemorf, para tomar medicinas fuertes; para sufrir ataques y actuar como sujeto de experimentación; para tragar veneno de cuando en cuando, como objeto de probar la eficacia de nuevos antídotos, o para hacer progresar la ciencia médica y satisfacer el ardiente espíritu de investigación que alentaba en el pecho de los dos jóvenes profesores. Así, pues, sin preocuparse de intervenir, permaneció Sam tranquilo y mirando lo que pasaba, cual si se hallara hondamente interesado en el resultado del experimento que a la sazón se verificaba. No hizo lo mismo Mr. Pickwick, quien se arrojó al punto entre los asombrados combatientes, con su acostumbrada energía, y requirió a los demás circunstantes para que se interpusieran.

Esto despertó a Mr. Bob Sawyer, que había quedado completamente paralizado por el frenesí de su compañero. Con su asistencia, levantó Mr. Pickwick a Ben Allen, y hallándose solo en el suelo Mr. Martin, levantóse y miró a su alrededor.

—Mr. Allen —dijo Mr. Pickwick—, ¿qué es lo que ocurre, sir?

—¡Lo que a usted no le importa, sir! —replicó Mr. Allen con altanera jactancia.

—¿Qué pasa? —preguntó Mr. Pickwick, dirigiéndose a Bob Sawyer—. ¿Es que está enfermo?

Antes de que replicara Bob, tomó Mr. Ben Allen la mano de Mr. Pickwick y murmuró con acento doliente:

—¡Mi hermana, señor mío, mi hermana!

—¡Ah, se trata de eso! —dijo Mr. Pickwick—. Eso me parece que lo arreglaremos fácilmente. Su hermana se encuentra perfectamente y en seguridad, y yo he venido, amigo, para...

—Lamento muchísimo tener que interrumpir tan grata sesión, como dijo el rey cuando disolvió el Parlamento —terció Mr. Weller, que llevaba un rato asomando la cabeza por la mampara de cristales—; pero hay aquí otra experiencia que hacer. Aquí hay una venerable anciana tendida en la alfombra y esperando la disección, embalsamamiento o cualquier invento científico que la resucite.

—Se me había olvidado —exclamó Mr. Ben Allen—. Es mi tía.

—¡Vaya por Dios! —dijo Mr. Pickwick—. ¡Pobre señora! Con cuidado, Sam, con cuidado.

—Extraña situación para una persona de la familia —observó Sam Weller, levantando a la tía y poniéndola en una silla—. Ahora, segundo sierrahuesos, sácate los volátiles.

Esta última frase iba enderezada al chico gris, que, habiendo dejado el coche al cuidado de un guardia, había entrado con objeto de enterarse de la causa de aquel estrépito. Entre el chico de gris, Mr. Bob Sawyer y Mr. Benjamín Allen —que después de asustar a su tía hasta hacerla desmayarse manifestaba un vivo anhelo de volverla a la vida—, lograron que la anciana recobrase el uso de sus facultades. Entonces Mr. Ben Allen, volviendo hacia Mr. Pickwick su rostro cariacontecido, preguntóle qué era lo que iba a decir cuando fuera interrumpido de manera tan alarmante.

—Aquí no hay más que amigos, supongo —dijo Mr. Pickwick, aclarando la voz con un carraspeo y mirando hacia el hombre lacónico de adusta faz que guiaba el coche de macilento jamelgo.

Esto advirtió a Mr. Bob Sawyer de que el chico de gris estaba mirando con ojos dilatados y escuchando con ávidas orejas. Suspendido por el cuello de la chaqueta el químico incipiente y lanzado por la puerta, aseguró Bob Sawyer a Mr. Pickwick que podía hablar sin reserva alguna.

—Su hermana, señor mío —dijo Mr. Pickwick, volviéndose a Benjamín Allen—, está en Londres buena y dichosa.

—Su felicidad no es mi objetivo, sir —dijo Mr. Benjamín Allen, haciendo un molinete en el aire con la mano.

—Su marido es un objetivo para mí, sir —dijo Bob Sawyer—. ¡Será para mí un objetivo, sir, a veinte pasos, y haré de él un magnífico blanco, sir... un ente rastrero y rufianesco!

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