Los papeles póstumos del club Pickwick (69 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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«Su enfermo de amor,

Pickwick».

Luego de plegarla de modo intrincadísimo, escribió con letra apretada y torcida en una esquina: «Para María, doncella, en casa de Mr. Nupkins, juez de Ipswich, Suffolk», y se la metió en el bolsillo, cerrada y preparada para el correo. Luego de zanjado este importante negocio, el viejo Weller procedió a plantear aquel que le moviera a llamar a su hijo.

—La primera cuestión se refiere a tu amo, Sammy —dijo Mr. Weller—. Mañana se verá su proceso, ¿verdad?

—La vista está encima —contestó Sam.

—Bien —dijo Mr. Weller—. Ahora yo supongo que él necesitará algunos testigos para que den fe de sus costumbres o quizá para probar una coartada. He dado muchas vueltas a este negocio en mi cabeza, y creo que puede estar tranquilo, Sammy. He buscado algunos amigos que son capaces de hacer cualquier cosa por él; pero yo opino que debe dejarse eso de las costumbres y que debe insistir en la coartada. Nada como una coartada, Sammy; nada.

Adoptó Mr. Weller una profunda solemnidad al emitir este dictamen legal, y sepultando su nariz en el vaso dirigió por encima del mismo varios guiños a su intrigado hijo.

—¿Pero qué es lo que quiere usted decir? —dijo Sam—. No se figurará usted que va a verse el proceso en el Antiguo Bailío.

—Eso no tiene nada que ver con lo que yo digo, Sammy —replicó Mr. Weller—. Cualquiera que sea el sitio en que haya de verse, hijo mío, la coartada es lo único para sacarle. A Tomás Wildspark, el sanguinario, le sacamos con una coartada, cuando las mejores pelucas decían que no había forma de salvarle. Y mi opinión, Sammy, es que si tu amo no prueba la coartada, le van a zarandear de firme; ni más ni menos.

Como el viejo Weller abrigaba la firme convicción de que el Antiguo Bailío era el supremo tribunal de la nación y de que sus normas y estatutos regulaban el procedimiento en todos los demás, desdeñó a rajatabla todos los argumentos y razones de su hijo, encaminados a demostrar que la coartada era inadmisible, y aseguró con vehemencia irrefragable que Mr. Pickwick sería condenado. Persuadido Sam de que era completamente inútil prolongar la discusión, cambió de tema e inquirió el segundo punto acerca del que su respetable progenitor deseaba consultarle.

—Es un detalle de política doméstica, Sammy —dijo Mr. Weller—. Ese Stiggins...

—¿El de la nariz roja? —preguntó Sam.

—El mismo —respondió Mr. Weller.

»Ese de la nariz roja, Sammy, visita a tu madrastra con una constancia y una amabilidad que no tienen ejemplo. Se hace tan amigo de la familia, Sammy, que cuando no está junto a nosotros no se encuentra a gusto, como no sea recordándonos.

—Y yo que usted le daría a ése aguarrás y cera, para que se acordase diez años —interrumpió Sam.

—Aguarda un poco —dijo Mr. Weller—. Iba a decirte que ese punto siempre llega a casa con una botella aplastada, como de pinta y media, y la llena de ron antes de marcharse.

—¿Y la vaciará antes de volver, me figuro? —dijo Sam.

—¡Limpia! —repuso Mr. Weller—. No deja en ella más que el corcho y el olor; puedes estar seguro, Sammy. Bueno: pues esa gente, hijo mío, tiene esta noche la reunión mensual de la Sección Brick Lane de la Gran Asociación Ebenezer para la Templanza. Tu madrastra pensaba ir, Sammy, pero le ha cogido el reuma, y no puede, y yo, Sammy, tengo las dos papeletas que le han enviado.

Participó este secreto Mr. Weller con inmenso regocijo, y empezó a guiñar acto seguido con tal pertinacia, que Sam comenzó a sospechar que le hubiese atacado el tic doloroso en el párpado derecho.

—Bueno, ¿y qué? —dijo el joven.

—Pues que tú y yo —continuó el padre, mirando a su alrededor con gran cautela— vamos a ir a la hora en punto. El delegado del pastor no irá, Sammy; el delegado del pastor no irá hasta más tarde.

Y al llegar este momento, fue acometido Mr. Weller de un espasmo de alegría, que degeneró en una sofocación peligrosa en un hombre de edad avanzada.

—Caramba, no he visto en mi vida un mascarón como éste —exclamó Sam, mientras frotaba la espalda del anciano, con una fuerza capaz de hacer brotar el fuego de aquélla—. ¿De qué se ríe, corpulencia?

—¡Chissst, Sammy! —dijo Mr. Weller, escrutando los alrededores con más precaución que antes y hablando por lo bajo—. Dos amigos míos que trabajan en el camino de Oxford y que son buenos para cualquier cosa se han dedicado a seguir al delegado del pastor, Sammy; y cuando venga a la junta de Ebenezer (lo que hará seguramente, porque ellos han de dejarle en la puerta y subirle a puñados si es preciso), se encontrará tan metido en ron como si estuviera en el Marqués de Granby, que no es poco.

Y de nuevo rompió Mr. Weller en una risa convulsiva, y otra vez cayó en el estado de sofocación que era su natural consecuencia.

Nada podía haber coincidido mejor con las intenciones de Sam Weller que este proyecto de poner en evidencia las inclinaciones y cualidades del hombre de nariz roja; y como se acercase la hora de la reunión, dirigiéronse padre e hijo a Brick Lane, sin que Sam se olvidara, por supuesto, de depositar su carta en un buzón que halló al paso.

La asamblea mensual de la Sección Brick Lane de la Gran Asociación Ebenezer para la Templanza celebrábase en una vasta estancia, ventilada y agradable, situada al extremo de una escalera de mano bien asegurada. Era el presidente el probo Mr. Antonio Humm, antiguo bombero, maestro de escuela en la actualidad y a veces predicador callejero, y el secretario era Mr. Jonás Mudge, dueño de una cerería, dechado de entusiasmo y desinterés, que vendía té a los socios. Antes de comenzar el acto, sentáronse las señoras en unos bancos y permanecieron bebiendo té mientras lo tuvieron por conveniente. Una gran caja de madera estaba colocada ostentosamente sobre el verde tapete de la mesa social, tras de la cual se hallaba el secretario prodigando graciosas sonrisas de reconocimiento cada vez que engrosaba la vena de cobre que en la caja se ocultaba.

En esta ocasión las mujeres bebieron té en cantidad alarmante, con gran horror del viejo Weller, el cual, desdeñando todas las señas significativas de Sam, miraba a todas partes con mal disimulado asombro.

—Sammy —murmuró Mr. Weller—: si alguna de éstas no necesita mañana que le den unos golpes, dejo de ser tu padre; me apuesto cualquier cosa. Porque lo que es esta vieja que está a mi lado se va a ahogar en té.

—Estáte quieto, si puedes —murmuró Sam.

—Sam —dijo Mr. Weller por lo bajo, un momento después, denotando profunda agitación—: acuérdate de lo que te digo, hijo mío. Si ese secretario sigue así cinco minutos más, se va a hinchar de tostadas y de agua.

—Bueno, déjale, si es su gusto —replicó Sam—; eso a ti no te importa nada.

—Es que si esto dura mucho, Sammy —dijo Mr. Weller, siempre en voz baja—, me veré en la obligación, como persona humanitaria, de levantarme y dar un toque de atención. En el antepenúltimo banco hay una muchacha que se ha bebido nueve tazas y media, y se está hinchando a ojos vistas.

No hay para qué dudar de que Mr. Weller hubiera llevado a cabo sus filantrópicas intenciones si el estrépito que produjeron las tazas al ser abandonadas sobre los platillos no hubiera anunciado, por fortuna, el fin de esta primera formalidad del té. Levantado el servicio, fue transportada la mesa de tapete verde al centro de la estancia, e inició la ceremonia de la tarde un enfático hombrecito, calvo y con pantalones cortos de paño pardo, que, irrumpiendo bruscamente por la escalera, a riesgo inminente de romperse las dos piernecillas embutidas en los cortos pantalones, dijo:

—Señoras y señores: voy a poner en la presidencia a nuestro excelente hermano Mr. Antonio Humm.

Agitaron las señoras una selecta colección de pañuelos al oír esta proposición, y el impetuoso hombrecillo colocó literalmente a Mr. Humm en el sillón, tomándole por los hombros y metiéndole en el artefacto de caoba que representara en tiempos este artículo de menaje. Renovóse la ondulación de pañuelos, y Mr. Humm, que era un atildado señor, de pálido rostro, perennemente sudoroso, saludó humildemente, con gran admiración de las hembras, y ocupó su asiento de modo ceremonioso. Suplicóse el silencio por el hombrecito de pantalones cortos; y Mr. Humm se levantó y dijo que, con licencia de sus hermanos y hermanas de la Sección Brick Lane, allí presentes, iba a darse lectura por el secretario del parte del Comité de la Sección Brick Lane, proposición que fue acogida con una nueva demostración de pañuelos.

El secretario, después de estornudar expresivamente y de toser, lo cual conmueve a toda asamblea, siempre que va a realizarse algún acto, y de haberse cerciorado de que estaba en regla, leyó el siguiente documento:

Parte del Comité de la Sección de Brick Lane de la Gran Asociación Ebenezer de Templaza:

Nuestro Comité ha proseguido durante el mes pasado su labor meritoria, y tiene el placer inefable de comunicar los siguientes nuevos casos de adhesión a la Templanza:

  • H. Walker, sastre, esposa y dos niños. Cuando se hallaba en mejor situación, confiesa haber tenido el hábito constante de beber cerveza; dice que no está seguro de si era dos veces por semana lo que gustó durante veinte años de "nariz de perro", bebida que nuestro Comité ha llegado a averiguar se compone de cerveza caliente, azúcar, ginebra y nuez moscada.
    (Se oye un gruñido y decir "¡Así es!", a una vieja.) Ahora se halla de más y sin dinero; no puede decir si fue la cerveza (Aprobación.) o la pérdida de su mano derecha lo que le ha traído a su actual situación, mas juzga probable que, de no haber bebido más que agua en su vida, sus compañeros de trabajo nunca le hubieran herido con una aguja mohosa, ocasionándole tal accidente. (Tremendos aplausos.) Sólo puede beber agua fresca y nunca tiene sed. (Grandes aplausos.)
  • Isabel Martín, viuda, con un hijo y un ojo. Trabaja de mandadera y lavandera por el día; nunca tuvo más que un ojo, pero sabe que su madre bebió de firme, y no le extrañaría que ésa fuera la causa de su defecto.
    (Atronadores aplausos.) Considera que, de haberse abstenido la última de los licores, tal vez pudiera ella tener ahora sus dos ojos. (Tremendos aplausos.) Acostumbraba pedir en cada casa dieciocho peniques, una pinta de cerveza y un vaso de aguardiente; mas desde que pertenece a la Sección Brick Lane pide siempre tres chelines y medio. (Esta circunstancia interesante fue recibida con una ovación ensordecedora.)
  • Enrique Beller, jefe de comedor durante muchos años en varias sociedades, bebía habitualmente gran cantidad de vino extranjero; puede que alguna vez se llevara a su casa una o dos botellas, no lo sabe a ciencia cierta, pero sí sabe que se bebía el contenido. Se siente decaído y melancólico, febril con frecuencia y tiene una sed constante; cree que se debe esto al vino que acostumbraba beber.
    (Aplausos.) Se encuentra sin trabajo ahora, y ni por casualidad bebe una gota de vino extranjero. (Palmas estrepitosas.)
  • Tomás Buston, ex proveedor de cordilla para los gatos de la casa del alcalde, de los jefes de policía y de varios miembros del Consejo General.
    (El nombre de este señor despierta expectación profunda.) Tiene una pierna de palo; considera excesivamente costoso llevar una pierna de palo para andar sobre las piedras; se servía de piernas de palo de segunda mano y bebe un vaso de agua y ginebra caliente todas las noches, algunas veces dos. (Suspiros profundos.) Observa que las piernas de palo de segunda mano se rajan y pudren rápidamente; está firmemente persuadido de que la constitución de esas piernas se halla minada por la ginebra. (Prolongada ovación.) Ahora compra piernas de palo nuevas y bebe sólo agua y té muy claro. Las piernas nuevas duran el doble que las otras y atribuye esto solamente a sus hábitos de templanza. (Ovación triunfal.)

Antonio Humm propone que la asamblea se obsequie con un cántico. Con el fin de proporcionar un regocijo moral y racional, el hermano Mordlin ha adaptado los hermosos versos de «¿Quién no conoce al gallardo barquero?» a la música del centésimo salmo, e invita a todos a que canten con él.
(Grandes aplausos.) Aprovecha la oportunidad para expresar la firme convicción que abrigaba de que el difunto Mr. Dibdin, reconociendo los horrores de sus primeros años, había escrito aquel canto para encarecer las ventajas de la abstinencia. Era un canto a la templanza. (Trombas de aplausos.) La pulcritud del atavío del joven, su destreza como remero y el envidiable estado mental, que le permitía, según las bellas palabras del poeta,
deslizarse, sin pensar en nada, concitábanse para demostrar que aquel hombre no bebía más que agua.
(Aplausos.) ¡Oh, qué virtuosa alegría le embarga! (Aplausos arrebatadores.) ¿Y cuál es la recompensa del mancebo? Mediten en esto los jóvenes presentes:

Las muchachas acuden en tropel a la barca.

(Entusiasmo loco, que comparten las damas.) ¡Qué ejemplo tan brillante! Las doncellas se agolpan en torno del joven barquero y le estimulan a seguir la mansa corriente de la templanza. ¿Mas sólo las doncellas de clase humilde eran las que le mimaban, consolaban y alentaban? ¡No!

Él era el barquero preferido de las bellas damas.

(Inmensa ovación.) El sexo débil, como un solo hombre (pidió indulgencia), como una sola mujer, se entusiasma con el joven barquero y desvíase con disgusto del bebedor. (Aplausos.) Los hermanos de la Sección Brick Lane eran los barqueros. (Aplausos y risas.) Aquella sala era su barca; el auditorio, las doncellas, y él, Antonio Humm, aunque indigno, era «primer remero». (Ovación delirante.)

—¿Qué entiendes por sexo débil, Sammy? —preguntó Mr. Weller por lo bajo.

—Las mujeres —dijo Sam en el mismo tono.

—Y dices bien, Sammy —repuso Mr. Weller—: débil debe de ser el sexo, bien débil, cuando se deja sopapear por un individuo como él.

Algunos otros comentarios del indignado viejo fueron interrumpidos bruscamente por el anuncio del cántico, que Mr. Antonio Humm recitó, pareado por pareado, con el fin de que se enterasen aquellos que desconocían la leyenda. Aún continuaba el canto, cuando desapareció el hombrecito de los pantalones cortos, que volvió a los pocos momentos de acabarse el canto y murmuró a Mr. Antonio Humm algunas palabras, con gesto de gran solemnidad.

—Amigos míos —dijo Mr. Humm, levantando la mano en ademán deprecatorio, para que guardaran silencio ciertas señoras gordas que ocupaban la segunda fila—; amigos míos: un delegado de la Sección Dorking, de nuestra sociedad, el hermano Stiggins, espera abajo.

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