Los papeles póstumos del club Pickwick (30 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»—¡Ah! —dijo Tomás.

»—¿Desea usted algo más, sir? —preguntó la viuda bastante intrigada por la actitud de Tomás.

»—Sí —dijo Tomás—. Señora mía, ¿tiene usted la bondad de sentarse un momento?

»Miróle la viuda asombrada; pero se sentó, y también lo hizo Tomás, colocándose a su lado. Yo no sé lo que ocurrió, caballeros; en realidad, decía mi tío que Tomás Smart le había dicho que no podía decir cómo había sido; pero el caso fue que la palma de la mano de Tomás se posó en el revés de la de la viuda, conservando esta posición mientras hablaba.

»—Mi querida señora —dijo Tomás Smart (él siempre había cultivado con fortuna los modales amistosos)—, mi querida señora: usted merece un marido inmejorable; lo merece usted, sin duda.

»—¡Por Dios, sir! —dijo la viuda, presa de gran confusión; la iniciación del diálogo lo justificaba, por lo insólito y sorprendente, y lo abonaba el hecho de no haber visto a aquel hombre en su vida—. ¡Por Dios, sir!

»—Desprecio la lisonja, mi querida señora —dijo Tomás Smart—. Usted merece un marido admirable, y quienquiera que sea, ha de ser un hombre muy feliz.

»Según decía Tomás, sus ojos vagaban inconscientemente de la cara de la viuda a los objetos que le rodeaban.

»Miróle la viuda más intrigada que nunca, e hizo ademán de levantarse. Tomás oprimió su mano suavemente, como para detenerla, y ella permaneció en su sitio. Las viudas, caballeros, no son, por lo común, muy tímidas, como mi tío solía decir.

»—No sé cómo agradecerle, sir, el buen concepto en que me tiene —dijo medio sonriendo la vivaracha posadera—; y si me caso otra vez...

»—Si —dijo Tomás, mirándola maliciosamente con el rabillo izquierdo de su ojo derecho—, si se casa otra vez...

»—Bueno —dijo la viuda, riendo esta vez francamente—. Cuando me case espero tener un marido tan bueno como el que usted me pinta.

»—Jinkins, por ejemplo —dijo Tomás.

»—¡Por Dios, sir! —exclamó la viuda.

»—¡Oh!, no me diga usted nada —dijo Tomás—; le conozco.

»—Estoy segura de que nadie que le conozca sabe nada malo de él —dijo la viuda, reprimiéndose ante el aire misterioso con que hablaba Tomás.

»—¡Hum! —murmuró Tomás Smart.

»La viuda empezó a pensar en que llegaba la hora de las lágrimas, por lo cual sacó su pañuelo y preguntó si era que Tomás quería insultarle; si creía él propio de un caballero difamar a otro a sus espaldas; porque si tenía algo que decir, ¿por qué no se lo decía al caballero cara a cara en vez de aterrar a una pobre mujer débil?; y así sucesivamente.

»—Se lo voy a decir a él inmediatamente —dijo Tomás—; sólo quería que usted lo oyera antes.

»—¿Qué es ello? —preguntó la viuda, mirando con fijeza a Tomás.

»—Se va usted a quedar estupefacta —dijo Tomás, llevándose la mano al bolsillo.

»—Si es que no tiene dinero —dijo la viuda—, ya lo sé, y no tiene usted que molestarse en decírmelo.

»—¡Bah!, qué tontería; eso no es nada —dijo Tomás Smart—. Yo no tengo dinero tampoco. No es eso.

»—¡Oh!, pero, ¿qué puede ser? —exclamó la pobre viuda.

»—No se asuste —dijo Tomás Smart. Sacó la carta con parsimonia y la desdobló—. ¿No va usted a gritar? —dijo Tomás con aire dubitativo.

»—No, no —replicó la viuda— déjeme que la vea.

»—¿No se desmayará usted ni hará ninguna de esas simplezas? —dijo Tomás.

»—No, no —respondió la viuda en seguida.

»—Y no eche a correr para decírselo —dijo Tomás—, porque eso ya lo haré yo por usted; más vale que usted no se moleste.

»—Bien, bien —dijo la viuda—; déjeme verla.

»—Inmediatamente —replicó Tomás Smart.

»Y con estas palabras puso la carta en manos de la viuda.

»Caballeros: he oído decir a mi tío que, según Tomás Smart, las lamentaciones de la viuda al conocer la verdad hubieran atravesado un corazón de piedra. Cierto que el corazón de Tomás era tierno, pero se conmovió profundamente. La viuda empezó a moverse de acá para allá, y cruzó sus manos anonadada.

»—¡Oh, qué decepción y qué villanía de hombre! —dijo la viuda.

»—Espantosa, mi querida señora; pero serénese usted —dijo Tomás Smart.

»—¡Oh!, no puedo serenarme —gritó la viuda—. ¡Nunca podré hallar otro a quien ame tanto!

»—¡Oh, sí; le encontrará usted, alma mía! —dijo Tomás Smart, dejando asomar a sus ojos grandes lagrimones, en señal de compasión hacia la infortunada viuda.

»Tomás Smart, en la efusión de su piedad, había rodeado con su brazo el talle de la viuda; y ésta, poseída de indignación, había oprimido la mano de Tomás. La viuda miró a Tomás y le sonrió con los labios. Tomás miró a la viuda y sonrió a través de sus lagrimones.

»No he podido dilucidar, caballeros, si Tomás besó o no besó a la viuda en aquel momento. Solía decirme mi tío que no; mas yo tengo mis dudas sobre ello. Pero, de ustedes para mí, caballeros, yo pienso que la besó.

»De todos modos, el caso fue que Tomás echó al hombre alto de un puntapié media hora después; que se casó con la viuda al mes siguiente; que acostumbraba caminar por la comarca con el blanco cabriolé de encarnadas ruedas y la quimérica yegua corredora, hasta que dejó el negocio, muchos años después; que se trasladó a Francia con su esposa, y que entonces se echó abajo el viejo caserón.

—¿Me permitirá usted preguntarle —dijo el curioso anciano— qué fue de la silla?

—¡Ah! —replicó el tuerto viajante—. Se la oyó crujir mucho en el día de la boda; pero Tomás Smart no pudo decir con seguridad si fue de gusto o de enfermedad corporal. Se inclinaba a pensar lo último, porque el mueble no volvió a usar de la palabra.

—¿Y todos han creído la historia? —dijo el de la cara sucia, volviendo a llenar su pipa.

—Todos menos los enemigos de Tomás —replicó el viajante—. Algunos dijeron que Tomás la había inventado de cabo a rabo; otros, que estaba borracho y se la figuró, y que cogió los otros pantalones por equivocación antes de acostarse. Pero ninguno sabía lo que decía.

—¿Dijo Tomás que era todo verdad?

—Todo.

—¿Y su tío?

—De
pe
a pa.

—Deben de haber sido bien notables los dos —dijo el de la cara sucia.

—Sí que lo fueron —replicó el viajante—; ¡notabilísimos!

15. En el que se hace un fiel retrato de dos distinguidos personajes: una descripción exacta de un almuerzo público en su casa y finca, cuyo almuerzo público da ocasión a que se renueve una antigua amistad y se inicie otro capítulo

La conciencia de Mr. Pickwick le argüía un tanto por el reciente abandono de sus amigos en El Pavo, y ya se disponía a marchar en su busca, en la tercera mañana posterior a la elección, cuando su fiel paje puso en sus manos una tarjeta en la que se leía la siguiente inscripción:

MRS. LEO HUNTER

La Caverna,
Eatanswill

—Espera un personaje —dijo Sam en tono epigramático.

—¿Pregunta por mí el personaje? —inquirió Mr. Pickwick.

—Le busca a usted exclusivamente, y a nadie más, como dijo el secretario particular del Diablo cuando fue a buscar al doctor Fausto.

—¿Es él un caballero? —dijo Mr. Pickwick.

—Si no lo es, es una magnífica imitación —replicó Mr. Weller.

—Pero esta tarjeta es de una señora —dijo Mr. Pickwick.

—Sin embargo, me la ha dado un caballero —replicó Sam—, y espera en la sala... Dijo que esperaría todo el día con tal de verle.

Al oír Mr. Pickwick esta determinación, bajó a la sala, donde se hallaba sentado un caballero de grave talante, que, al verle, dijo con profundo respeto:

—Mr. Pickwick, ¿supongo...?

—El mismo.

—Permítame el honor de tomar su mano. Permítame, sir, estrechársela —dijo el grave caballero.

—Desde luego —dijo Mr. Pickwick.

Estrechó el desconocido la mano que se le tendía y prosiguió:

—Ha llegado a nuestros oídos la fama de usted, sir. El ruido de su discusión arqueológica ha llegado a oídos de la señora Leo Hunter.... mi esposa, sir; yo soy Mr. Leo Hunter.

Detúvose el desconocido como si esperara que Mr. Pickwick se sobrecogiera ante la revelación; mas observando que permanecía en calma, continuó:

—Mi esposa, sir, la señora Leo Hunter, se enorgullece de contar entre sus amigos a todos los que se han hecho célebres por sus obras y su talento. Permítame, sir, colocar en lugar preeminente de la lista el nombre de Mr. Pickwick y el de sus compañeros del Club que toma su nombre de usted.

—Me complacerá en extremo contraer la amistad de tal señora, sir —replicó Mr. Pickwick.

—La contraerá usted, sir —dijo el hombre grave—. Mañana por la mañana, sir, damos un almuerzo público, una
féte champétre
a muchos de los que se han hecho célebres por sus obras y su talento. Conceda a la señora Leo Hunter la alegría de ver a ustedes en La Caverna.

—Con mucho gusto —replicó Mr. Pickwick.

—La señora Leo Hunter celebra muchos de estos almuerzos, sir —continuó el nuevo amigo—, fiestas de razón, sir, y efusiones de alma, según los ha llamado alguien que escribió un soneto a la señora Leo Hunter en sus almuerzos, con gran originalidad.

—¿Era ése célebre por sus obras y por su talento? —preguntó Mr. Pickwick.

—Lo era, sir —replicó el hombre grave—; todos los amigos de la señora Leo Hunter lo son; su ambición se cifra, sir, en no tener otra clase de amigos.

—Es una ambición nobilísima —dijo Mr. Pickwick.

—Cuando yo dé cuenta a la señora Leo Hunter de que tal observación ha salido de sus labios, sir, se sentirá orgullosa —dijo el hombre grave—. Hay un caballero entre los que le acompañan que ha producido algunos hermosos poemitas, según creo, sir.

—Mi amigo Snodgrass tiene un gran sentido poético —replicó Mr. Pickwick.

—También la señora Leo Hunter. Está loca por la poesía, sir. La adora; puedo decir que su alma entera y su pensamiento viven en ella y son sus hermanos. Ha producido algunos trozos deliciosos, sir. Tiene usted que conocer su
Oda a la rana expirante
, sir.

—Me parece que no —dijo Mr. Pickwick.

—Me choca mucho, sir —dijo Mr. Leo Hunter—. Produjo enorme sensación. Llevaba por firma una L y ocho estrellas y apareció por primera vez en una revista femenina. Empezaba:

—¡Cómo podría mirarte

—sobre tu vientre agobiada

—sin que la pena en mis ojos

—furtivamente temblara...!

—¡Cómo verte palpitante

—sobre ese tronco por cama,

—sin que un sollozo del pecho

—se escape, expirante rana...!

—Dicen que tus enemigos

—en forma de chicos andan

—con griterío salvaje

—dándote en los charcos caza.

—¡Soberbio! —dijo Mr. Pickwick.

—Hermoso —dijo Mr. Leo Hunter—; es tan sencilla...

—Mucho —dijo Mr. Pickwick.

—La estrofa siguiente es aún más conmovedora. ¿Quiere usted que se la diga?

—Se lo suplico —dijo Mr. Pickwick.

—Dice así —dijo el hombre grave, más grave aún:

—¡Y con feroz alegría,

—sin que tu dolor te valga,

—con un perro te persiguen,

—pobre, moribunda rana!

—Admirablemente dicho —dijo Mr. Pickwick.

—Es una filigrana, sir —dijo Mr. Leo Hunter—; pero ya se la oirá usted a la señora Leo Hunter. Sólo ella la declama como se merece. Ella la dirá, disfrazada, sir, mañana por la mañana.

—¡Disfrazada!

—De Minerva. Pero había olvidado... es un almuerzo de trajes.

—¡Ay, Dios mío! —dijo Mr. Pickwick, mirándose a sí mismo—. No me será posible...

—¡Sí le será, sir, sí le será! —exclamó Mr. Leo Hunter—. Salomón Lucas, el judío de la calle Alta, tiene miles de disfraces. Considere, sir, cuántos personajes puede usted elegir. Platón, Zenón, Epicuro, Pitágoras... Todos fundadores de clubes.

—Ya lo sé —dijo Mr. Pickwick—; pero como no puedo competir con esos grandes personajes, tengo que renunciar a la presunción de usar sus vestiduras.

El hombre grave meditó profundamente unos segundos, y luego dijo:

—Pensándolo bien, sir, no sé si tal vez causaría mayor placer a la señora Leo Hunter que sus invitados vieran a un personaje tan célebre como usted en su indumento habitual mejor que en uno fingido. Yo me aventuro a prometerle que será una excepción, sir...; sí, me atreveré a hacerlo, contando con la autorización de la señora Leo Hunter.

—En ese caso —dijo Mr. Pickwick—, tendré mucho gusto en asistir.

—Pero estoy dilapidando su tiempo, sir —dijo el hombre grave, recapacitando súbitamente—. Sé el valor que para usted tiene. No quiero entretenerle. Entonces, puedo decir a la señora Leo Hunter que puede esperar confiadamente a usted y a sus distinguidos amigos. Buenos días, sir; estoy orgulloso de haber visto a tan eminente personaje... No se mueva, sir; no me diga nada.

Y sin dar lugar a que Mr. Pickwick le opusiera objeción o negativa, salió gravemente Mr. Leo Hunter.

Tomó Mr. Pickwick su sombrero y dirigióse a El Pavo, adonde, antes que él, había llevado Mr. Winkle la noticia del baile de trajes.

—La señora Pott va —fueron las primeras palabras con que éste saludó a su maestro.

—¿Va? —dijo Mr. Pickwick.

—De Apolo —replicó Mr. Winkle—. Sólo que Pott se opone a la túnica.

—Tiene razón. Tiene mucha razón —dijo Mr. Pickwick con énfasis.

—Sí ...; por lo cual ella piensa llevar una bata de satén blanco con lentejuelas de oro.

—Pues nadie va a saber de qué va vestida, ¿verdad? —indicó Mr. Snodgrass.

—Ya lo creo que lo sabrán —replicó indignado Mr. Winkle—. Ya verán la lira.

—Es verdad; me olvidaba de eso —dijo Mr. Snodgrass.

—Yo iré de bandido —interrumpió Mr. Tupman.

—¡Cómo! —dijo Mr. Pickwick con ademán de sorpresa.

—De bandido —repitió Mr. Tupman dulcemente.

—No querrá usted decir —dijo Mr. Pickwick, mirando a su amigo con solemne dureza—, no querrá usted decir, Mr. Tupman, que intenta ponerse una chaqueta verde con faldones de dos pulgadas.

—Tal es mi proyecto, sir —repitió Mr. Tupman con empeño—. ¿Y por qué no, sir?

—Porque, sir... —dijo Mr. Pickwick grandemente enojado—. Porque es usted demasiado viejo, sir.

—¡Demasiado viejo! —exclamó Mr. Tupman.

—Y por si aún cupiera otra objeción —continuó Mr. Pickwick—, es usted demasiado gordo.

—Sir —dijo Mr. Tupman, a cuyo semblante asomaba un rojo arrebol—, eso es un insulto.

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