Los papeles póstumos del club Pickwick (31 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Sí —replicó Mr. Pickwick en el mismo tono—; pero no es tan grave el insulto como el de aparecer en presencia mía en chaqueta verde con faldones de dos pulgadas.

—Sir —dijo Mr. Tupman—, es usted un insolente.

—¡Sir —dijo Mr. Pickwick—, usted es otro!

Mr. Tupman avanzó dos pasos y contempló airado a Mr. Pickwick. Éste devolvió la mirada concentrada en los focos de sus lentes, y exhaló un atrevido reto. Mr. Snodgrass y Mr. Winkle les miraban petrificados al contemplar escena tal entre tales hombres.

—Sir —dijo Mr. Tupman, tras breve pausa, en voz de bajo profundo—, me ha llamado usted viejo.

—Sí —dijo Mr. Pickwick.

—Y gordo.

—Me reitero en mis palabras.

—E insolente.

—¡Lo es usted!

Siguió un espantoso silencio.

—Mi adhesión a su persona, sir —dijo Mr. Tupman hablando con él, trémulo de emoción, y remangándose los brazos entre tanto—, es grande... muy grande... pero de esa persona tengo que tomar venganza inmediata.

—¡Vamos, sir! —replicó Mr. Pickwick.

Estimulado por la naturaleza excitante del diálogo, el heroico caballero cayó en una actitud de absoluta parálisis, que interpretaron los dos espectadores como deliberada postura de defensa.

—¡Ea! —exclamó Mr. Snodgrass, recobrando al punto el habla de que le despojara la estupefacción experimentada y arrojándose entre los dos con riesgo inminente de recibir en cada sien un puñetazo—. ¡Qué es eso! ¡Mr. Pickwick, con los ojos del mundo entero fijos en usted! ¡Mr. Tupman! ¡Usted, que con nosotros participa del brillo de su nombre inmortal! ¡Qué vergüenza, caballeros, qué vergüenza!

El rictus pasajero de la ira que contrajera el claro rostro de Mr. Pickwick fue disipándose gradualmente ante las palabras de su amigo, como los trazos de un lápiz de plombagina bajo la influencia del caucho de la India. El semblante de Mr. Pickwick había recobrado su benigna expresión habitual antes de que Mr. Snodgrass concluyera su admonición.

—Me he precipitado —dijo Mr. Pickwick—, me he precipitado mucho. Tupman, venga esa mano.

Disipáronse las oscuras sombras que envolvían el rostro de Mr. Tupman al estrechar calurosamente la mano de su amigo.

—Yo también me he precipitado —dijo.

—No, no —interrumpió Mr. Pickwick—; la culpa ha sido mía. ¿Llevará usted la chaqueta de terciopelo verde?

—No, no —replicó Mr. Tupman.

—Por complacerme, la llevará —insistió Mr. Pickwick.

—Bueno, bueno, la llevaré —replicó Mr. Tupman.

Convínose, por tanto, que Mr. Tupman, Mr. Winkle y Mr. Snodgrass irían disfrazados. De esta manera, impulsado Mr. Pickwick por el calor de sus buenos sentimientos, otorgó su autorización para un extremo que repugnaba a su propio criterio. Una muestra más patente de su amigable carácter no pudiera haberse concebido, aun cuando los sucesos reseñados en las anteriores páginas hubiesen sido una pura ficción.

Mr. Leo Hunter no había exagerado los recursos de Mr. Salomón Lucas. Era extenso su guardarropa —muy extenso—; tal vez no respondiese de modo estricto a las normas clásicas, ni brillase por su novedad, ni contuviese un solo vestido que obedeciese a la moda de ninguna época, pero todo se, hallaba más o menos guarnecido de lentejuelas, y ¿qué puede haber más lindo que las lentejuelas? Podrá objetarse que no son adecuadas a la luz del día, pero nadie negará que brillarían grandemente con la luz artificial; y es indudable que si la gente se empeña en dar bailes de trajes a la luz del día y no presentan los atavíos tan hermoso aspecto como por la noche, sólo es imputable la culpa a aquellos que dan los bailes de trajes y en modo alguno a las lentejuelas. Tal era el concluyente argumento de Mr. Salomón Lucas; argumento que, influyendo sobre Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y Mr. Winkle, les decidió a aceptar las vestiduras que el gusto y la experiencia del comerciante les señaló como apropiadas a la ocasión.

Se alquiló un carruaje en Las Armas de la Ciudad para los pickwickianos, y en el mismo sitio se preparó un cabriolé para conducir a Mr. Pott y a su señora a la finca de la señora Leo Hunter; finca que Mr. Pott, en prueba de reconocimiento por haber recibido invitación, ya había vaticinado en
La Gaceta de Eatanswill
«había de ser escenario de encantadores y deliciosos episodios —ofuscante resplandor de talento y belleza, espléndido y pródigo ejemplo de hospitalidad—, y, sobre todo, de un brillo inusitado, tamizado por el más exquisito gusto; y un lujo armónico de recatados tonos, en comparación de cuya fiesta el fausto legendario de Las mil y una noches resultaría empañado y de matices tan oscuros y mezquinos como debía hallarse el pensamiento de la vil e inhumana criatura que pretendía deslustrar con el veneno de su envidia los suntuosos preparativos llevados a cabo por la virtuosa y distinguida señora a quien se ofrecía aquel humilde tributo de admiración». Esta última frase era un rasgo de emponzoñado sarcasmo contra El Independiente, que, como consecuencia de no haber sido invitado, dedicárase durante cuatro números al mísero empeño de deslucir la fiesta, utilizando sus más gruesos tipos y escribiendo los adjetivos todos con letras mayúsculas.

Vino la mañana: fue un grato espectáculo contemplar a Mr. Tupman en completo atavío de bandolero, con una cazadora ceñidísima que sentaba sobre su espalda y hombros lo mismo que un acerico; la parte superior de sus piernas, embutidas en cortos calzones de terciopelo, y envueltas las pantorrillas en los complicados vendajes a que son muy aficionados todos los bandidos. Era delicioso ver su abierto e ingenuo semblante, con sus mostachos enhiestos y ennegrecidos con corcho quemado, asomado a un cuello de camisa bien abierto, y observar el sombrero de color de azúcar tostada, adornado con cintas de todos colores, que se veía precisado a llevar sobre sus rodillas, ya que no podía existir techado carruaje que admitiese semejante artefacto sobre la cabeza de un hombre. Igualmente humorístico y agradable era el aspecto de Mr. Snodgrass, con levita y pechera de satén azul, pantalones de seda, calzas de lo mismo y griego yelmo en su cabeza, el cual, como todo el mundo sabe (y si no, allí estaba Mr. Lucas para asegurarlo), fue el indumento auténtico usado por todos los trovadores desde sus primeros tiempos hasta que desaparecieron del haz de la tierra. Todo esto era encantador, pero era nada comparado con el entusiasmo y vocerío de la plebe cuando partió el coche siguiendo al cabriolé de Mr. Pott, que partió a su vez de la puerta de Mr. Pott, la cual se abrió para dar salida al gran Pott disfrazado de justicia ruso, con su tremendo látigo en su mano, emblema significativo del severo e incontrastable poder de
La Gaceta de Eatanswill
y de los tremendos latigazos que habría de descargar sobre sus ofensores.

—¡Bravo! —gritaron Mr. Tupman y Mr. Snodgrass al contemplar la ambulante alegoría.

—¡Bravo! —dejó oír Mr. Pickwick desde el pasillo.

—¡Viva... viva Pott! —clamó la multitud.

En medio de estos vítores sonreía Mr. Pott con plácida y cortés dignidad, que denotaba la conciencia de su poder y del modo de ejercerlo, mientras subía al cabriolé.

A poco salió de la casa la señora Pott, que se hubiera asemejado mucho a Apolo de no haber vestido una bata: iba del brazo de Mr. Winkle, el cual, con su chaqueta de rojo pálido, no pudiera tomarse sino como un sportsman, a no ser por la semejanza que presentaba con un correo oficial. Por último, salió Mr. Pickwick, a quien aplaudieron los chiquillos más estrepitosamente que a nadie, tal vez por estimar que sus pantalones y polainas ofrecían alguna remembranza de las edades remotas. Ambos vehículos dirigiéronse a la finca de la señora Leo Hunter. Mr. Weller, que asistía en calidad de paje, ocupaba la trasera del coche que conducía a su amo.

Todos los hombres, mujeres, muchachos, chicas y chiquillos que se apelmazaban para contemplar a los invitados en sus fantásticos trajes gritaron con delicia y éxtasis cuando Mr. Pickwick, llevando al bandido cogido de un brazo y al trovador del otro, cruzó la entrada solemnemente. Nunca se había producido escándalo igual de gritos y voces como el que se oyó al pretender Mr. Tupman colocar sobre su cabeza el sombrero de azúcar tostada, para entrar en el jardín en la debida guisa.

Los preparativos excedían a toda ponderación; cumplían de modo absoluto los anuncios proféticos de Pott en relación con
Las mil y una noches
, y oponían contradicción enérgica a las malignas insinuaciones del reptil El Independiente. La finca, que ocupaba un acre y cuarto, se hallaba llena de gente. Nunca se viera congregación tan brillante de belleza, elegancia y literatura. Allí estaba la señorita que «hacía» la poesía en La Gaceta de Eatanswill, vestida de sultana, dando su brazo al joven que «hacía» también la revista del departamento y que presentaba un fidelísimo atavío de mariscal de campo si se exceptúan las botas. Discurrían por doquier genios de esta categoría, con cuya sociedad podían honrarse bastante todas las personas razonables. Pero había además media docena de leones de Londres —autores, verdaderos autores, que habían escrito libros enteros y dádolos a la estampa luego—, y aquí podríais verles paseando, lo mismo que hombres vulgares, sonriendo y charlando, charlando acerca de las mayores tonterías, con la caritativa intención, sin duda, de hacerse inteligibles al común de las gentes que les rodeaban. Había además una banda de música compuesta de individuos que llevaban gorros de papel de estraza; cuatro cantores con trajes de su país y bastante sucios por cierto. Y ante todo y sobre todo, allí estaba la señora Leo Hunter disfrazada de Minerva, recibiendo a la concurrencia y rebosando de alegría y orgullo ante el hecho de haber logrado reunir tan relevantes individualidades.

—Mr. Pickwick, señora —dijo un criado al acercarse este caballero a la diosa presidenta con el sombrero en la mano y con el bandido cogido de uno de sus brazos y el trovador del otro.

—¡Qué! ¡Dónde! —exclamó la señora Leo Hunter irguiéndose y afectando un rapto de sorpresa.

—Aquí —dijo Mr. Pickwick.

—¿Es posible que tenga yo la alegría de contemplar al propio Mr. Pickwick? —exclamó la señora Leo Hunter.

—El mismo, señora —replicó Mr. Pickwick, haciendo una profunda reverencia—. Permítame que presente a mis amigos... Mr. Tupman... Mr. Winkle... Mr. Snodgrass... a la autora de
Oda a la rana expirante
.

Muy pocos, sólo aquellos que lo hayan intentado alguna vez, conocen la suprema dificultad que entraña marcar una reverencia cuando se viste una chaqueta estrecha de verde terciopelo y un alto sombrero coronado de plumas o pechero azul de satén, o se llevan las piernas aprisionadas en ceñidas vendas, o en botas altas que no se han hecho a la medida del que las usa y que se le han colocado sin parar mientes en las dimensiones relativas de la prenda y del sujeto. No se vieron jamás contorsiones como las que sufrió la persona de Mr. Tupman al esforzarse en aparecer desembarazado y airoso, ni caprichosas posturas comparables a las que mostraron sus disfrazados amigos.

—Mr. Pickwick —dijo la señora Leo Hunter—, tiene usted que prometerme no moverse de mi lado en todo el día. Hay aquí miles de personas a las que quiero presentarle.

—Es usted muy amable, señora —dijo Mr. Pickwick.

—En primer lugar, aquí están mis pequeñas; casi las había olvidado —dijo Minerva, señalando con negligencia a una pareja de señoritas bastante desarrolladas, de las cuales una podría tener veinte años y uno o dos más la otra, y que vestían trajes muy juveniles, no se sabe si para que pareciesen más jóvenes o para hacer más joven a su mamá.

Acerca de esto nada nos indica Mr. Pickwick.

—Son muy lindas —dijo Mr. Pickwick cuando se alejaban los pimpollos después de la presentación.

—Se parecen mucho a su mamá, sir —opinó majestuosamente Mr. Pott.

—¡Oh, pícaro! —exclamó la señora Leo Hunter, golpeando jocosamente el brazo del editor con su abanico. (¡Minerva con abanico!)

—Vaya, mi querida señora Hunter —dijo Mr. Pott, que solía practicar la adulación en La Caverna—, bien sabe usted que cuando figuró su retrato el año pasado en la Exposición de la Academia Real todo el mundo preguntó si era usted o su hija menor; porque estaban ustedes tan parecidas que no había modo de distinguirlas.

—Bien; si así fue, no necesitamos que usted lo repita delante de extraños —dijo la señora Leo Hunter, obsequiando con otro golpecito amistoso al león durmiente de
La Gaceta de Eatanswill.

—Conde, conde —gritó la señora Leo Hunter a un bigotudo individuo de uniforme extranjero que por allí pasaba.

—¡Ah! ¿Me llama usted? —dijo el conde volviéndose.

—Quiero presentar a dos ilustres personalidades —dijo la señora Leo Hunter—. Mr. Pickwick, tengo el gusto de presentarle al conde Smorltork —y murmuró apresuradamente a Mr. Pickwick—, el famoso extranjero... reúne materiales para su gran obra sobre Inglaterra... ¡ejem...! el conde Smorltork, Mr. Pickwick.

Mr. Pickwick saludó al conde con la reverencia que merece un grande hombre, y el conde sacó un paquete de papeletas.

—¿Cómo dice usted, señora Hunter? —preguntó el conde, sonriendo graciosamente a la encantadora señora Leo Hunter—. Pig Vig o Big Vig, dice usted... abogado... ¿eh? Ya... eso es. Big Vig.

Y se disponía el conde a anotar a Mr. Pickwick en sus tarjetas como a un caballero de levita larga que derivaba su nombre de la profesión a que pertenecía, cuando la señora Leo Hunter intervino.

—No, no, conde —dijo la señora—, Pickwick.

—¡Ah, ah, sí! —replicó el conde—. Peek, nombre de pila; Weeks, apellido. Bien, muy bien. Peek Weeks. ¿Cómo está usted, Weeks?

—Perfectamente, gracias —replicó Mr. Pickwick con su habitual afabilidad—. ¿Lleva usted mucho tiempo en Inglaterra?

—Mucho... mucho tiempo... quince días... más.

—¿Hace mucho que está usted en esta comarca?

—Una semana.

—Tendrá usted mucho trabajo —dijo sonriendo Mr. Pickwick— para reunir en ese tiempo tantos materiales como necesita.

—¡Bah! Todos están ya coleccionados —dijo el conde.

—¿Es posible? —dijo Mr. Pickwick.

—Aquí están —dijo el conde, dándose en la frente una significativa palmada—. Un libro grande en casa... lleno de notas... Música, pintura, ciencias, poesía, política, de todo.

—La palabra política, sir —dijo Mr. Pickwick—, entraña en sí un difícil estudio de considerable extensión.

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