Los papeles póstumos del club Pickwick (118 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
2.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Abajo está Samuel, y dice que si puede usted ver a su padre.

—Desde luego —contestó Mr. Pickwick.

—Gracias, sir —dijo María, dirigiéndose a la puerta de nuevo.

—¿Hace mucho que está ahí Sam? —preguntó Mr. Pickwick.

—¡Oh, no, sir! —replicó María con viveza—. Acaba de llegar. Dice que no va a pedirle a usted más permisos.

Es posible que María se percatara de haber formulado esta advertencia con más calor del que parecía necesario, y no es difícil que observara la benévola sonrisa con que la miró Mr. Pickwick al acabar de hablar. De lo que no hay duda es de que bajó la cabeza y empezó a examinar la punta de su elegante delantal con más atención de la que requerían las circunstancias.

—Dígales que pueden venir en seguida —dijo Mr. Pickwick.

Tranquilizada María en apariencia, partió a escape con el recado.

Dio Mr. Pickwick dos o tres vueltas por la estancia, y frotándose la barbilla con la mano izquierda, pareció quedar absorto en hondos pensamientos.

—Bien, bien —dijo al cabo Mr. Pickwick en tono dulce y melancólico—, es la mejor manera de recompensarle su adhesión y fidelidad. Lo haremos así, en nombre del cielo. Es destino de los viajeros solitarios que aquellos que les rodean se creen nuevos y diferentes afectos y les abandonen. No tengo derecho a esperar que conmigo se proceda de otra manera. No, no —añadió Mr. Pickwick, reanimándose en cierto grado—; sería ingratitud y egoísmo. Yo debo considerar me feliz al encontrar una oportunidad de ayudarle. Y me       siento feliz. Ya lo creo que me siento feliz.

Tan ensimismado estaba Mr. Pickwick con estas reflexiones, que tuvo que repetirse tres o cuatro veces un golpe dado en la puerta para que él lo oyera. Sentándose en seguida, y adoptando su grato aspecto habitual, otorgó la licencia que se le pedía, y entró Sam Weller seguido de su padre.

—Mucho me alegro de verte otra vez, Sam —dijo Mr. Pickwick—. ¿Cómo va, Mr. Weller?

—Tan fuerte; gracias, sir —replicó el viudo—. Usted parece hallarse bien, sir.

—Completamente; gracias—repuso Mr. Pickwick.

—Pues yo quería tener una pequeña conversación con usted, sir —dijo Mr. Weller—. Si pudiera darme unos cinco minutos, sir.

—Ya lo creo—replicó Mr. Pickwick—. Sam: ponle una silla a tu padre.

—Gracias, Samivel, aquí la tengo —dijo Mr. Weller, en tanto que acercaba una silla—. Magnifico día hemos tenido, sir —añadió el viejo, poniendo el sombrero en el suelo al tiempo que se sentaba.

—Admirable realmente —replicó Mr. Pickwick—. Muy propio de la estación.

—El más propio que he visto nunca, sir—repuso Mr. Weller. Aquí el anciano se vio acometido de un violento golpe de tos, terminado el cual comenzó a gesticular y a hacer guiños, entre suplicantes y amenazadores, a su hijo, todos los cuales se abstuvo resueltamente de observar Sam Weller.

Advirtiendo Mr. Pickwick el azoramiento del viejo, simuló hallarse ocupado en cortar las hojas de un libro que a su lado tenía, y aguardó pacientemente que descubriera Mr. Weller el objeto de su visita.

—No he visto en mi vida un chico más inútil que tú, Samivel —dijo Mr. Weller, mirando indignado a su hijo—; no lo he visto en mis días.

—¿Pues qué hace, Mr. Weller? —preguntó Mr. Pickwick.

—Que no quiere empezar, sir —repuso Mr. Weller—. Sabe perfectamente que tengo gran dificultad para explicarme cuando tengo algo importante que decir, y, sin embargo, se queda tan tranquilo viéndome aquí hacerle a usted perder su tiempo y divirtiéndose de verme, en vez de ayudarme, aunque fuera con una sílaba. Ésa no es una conducta filial, Samivel —dijo Mr. Weller, enjugándose la frente—, ni mucho menos.

—Dijo usted que hablaría—replicó Sam—. ¿Cómo había yo de saber que iba usted a hacerse un lío desde el principio?

—Debías haber visto que yo no podía arrancar —contestó su padre—, que estoy mal colocado en la carretera, que voy reculando, que me veo apurado, y, sin embargo, no me echas una mano para ayudarme. Eso es una vergüenza, Samivel.

—La cosa es —dijo Sam, haciendo una ligera inclinación— que el padre ha cogido su dinero.

—Muy bien, Samivel, muy bien —dijo Mr. Weller, moviendo la cabeza con aire satisfecho—; no quise reñirte, Sammy. Muy bien, así se debe empezar. Vamos al asunto. Muy bien, Samivel.

Movió su cabeza Mr. Weller gran número de veces en el paroxismo de su complacencia, y aguardó en actitud expectante que Sam reanudara su peroración.

—Puedes sentarte, Sam —dijo Mr. Pickwick, comprendiendo que la entrevista llevaba trazas de durar más de lo que al principio supusiera.

Inclinóse Sam de nuevo y se sentó; mientras su padre miraba a todos lados, continuó:

—El padre, sir, ha cogido quinientas treinta libras.

—Consolidados reducidos—interrumpió Mr. Weller padre por lo bajo.

—No tiene nada que ver que sean consolidados reducidos o que no lo sean —dijo Sam—; la cantidad es quinientas treinta libras, ¿no es verdad?

—Exactamente, Samivel —replicó Mr. Weller.

—A cuya suma ha añadido por la casa y el negocio...

—Arriendo, clientela, géneros y muebles —intercaló Mr. Weller.

—... Lo que hace—continuó Sam— en total mil ciento ochenta libras.

—¡Ah!, ¿sí? —dijo Mr. Pickwick—. Me alegro mucho de eso. Felicito a usted, Mr. Weller, por haberlo hecho tan bien.

—Espere un poco —dijo Mr. Weller, alzando la mano en ademán suplicante—. Adelante, Sam.

—Este dinero —dijo Sam con cierta vacilación— desea él ponerlo en alguna parte donde sepa que está seguro; yo también lo deseo mucho; si se queda con ello se lo va a prestar a cualquiera, o lo va a invertir en caballos, o va a perder el cuaderno, o va a hacer la momia egipcia en una u otra parte.

—Muy bien, Samivel —observó Mr. Weller, con la misma complacencia que hubiera sentido de haber hecho Sam los mayores elogios de su tacto y previsión—. Muy bien.

—Por cuyas razones—continuó Sam, agarrando nerviosamente el ala de su sombrero—, por cuyas razones lo ha sacado hoy, y viene conmigo a decir, en resumidas cuentas a ofrecer, o en otras palabras...

—... A decir —dijo el anciano Weller impaciente— que esto a mí no me sirve para nada; voy a tomar un coche, y no tengo dónde guardarlo, a menos de que pague al guarda para que tenga cuidado de él, o lo ponga en una de las bolsas del coche, lo que sería una tentación para los pasajeros. Si usted se encargara de ello, yo se lo agradecería mucho. Tal vez —dijo Mr. Weller, acercándose a Mr. Pickwick y murmurándole al oído—, tal vez sirviera, hasta cierto punto, para los gastos de aquella condena. Lo que le digo es que usted se lo guarde hasta que yo se lo pida otra vez.

Diciendo esto, puso Mr. Weller la cartera en manos de Mr. Pickwick, cogió el sombrero y salió de la estancia con una celeridad incomprensible en tan corpulento personaje.

—¡Deténle, Sam! —exclamó impetuosamente Mr. Pickwick—. ¡Atájale, hazle volver al instante! ¡Mr. Weller... oiga... vuelva en seguida!

Advirtiendo Sam que no era posible desobedecer las órdenes de su amo, agarrando a su padre por el brazo cuando ya bajaba la escalera, arrastróle, haciéndole volver a viva fuerza.

—Mi buen amigo —dijo Mr. Pickwick, tomando la mano del viejo—: su honrada confianza me anonada.

—No hay motivo para decir eso, sir —replicó obstinadamente Mr. Weller.

—Le aseguro a usted, mi buen amigo, que tengo más dinero del que pueda nunca necesitar; mucho más de lo que puede gastar en su vida un hombre de mi edad —dijo Mr. Pickwick.

—No hay hombre que sepa lo que puede gastar hasta que hace la prueba —observó Mr. Weller.

—Es posible —dijo Mr. Pickwick—; pero como no tengo intención de meterme en esos experimentos, no es probable que me haga falta. Le suplico a usted que se quede con esto, Mr. Weller.

—Muy bien —dijo Mr. Weller con aire de contrariedad—. Fíjate en lo que digo, Sammy. ¡Con este dinero voy a hacer alguna barbaridad, algo disparatado!

—Más vale que no lo haga —replicó Sam.

Reflexionó Mr. Weller unos momentos y, abrochándose la chaqueta con gran parsimonia, dijo:

—Voy a colocarme en una barrera.

—¡Cómo! —exclamó Sam.

—En una barrera —repitió Mr. Weller, apretando los dientes—; voy a colocarme en una barrera. Despídete de tu padre, Samivel. Voy a consumir en una barrera el resto de mis días.

Tan espantosa era la amenaza, y tan resuelto mostrábase Mr. Weller a ponerla por obra, y tan mortificado parecía por la repulsa de Mr. Pickwick, que, después de reflexionar unos momentos, dijo éste:

—Bien, bien, Mr. Weller; guardaré el dinero. Tal vez pueda emplearlo mejor que usted.

—Pues ahí está la cosa —dijo radiante Mr. Weller—; claro que puede usted, sir

—Pues no hablemos más—dijo Mr. Pickwick, guardando la cartera en su bufete—. Obligadísimo a usted, mi buen amigo. Ahora siéntese. Necesito pedirle una opinión.

El íntimo regocijo ocasionado por el éxito de su visita, que había convulsionado, no sólo el rostro, sino los brazos, las piernas y el cuerpo todo de Mr. Weller, durante la operación de guardar en el bufete su cuaderno, vino a ser reemplazado por la más digna gravedad al escuchar las últimas palabras.

—Sal fuera un momento, Sam. ¿Quieres hacerme el favor? —dijo Mr. Pickwick.

Sam se retiró inmediatamente.

Mr. Weller adoptó un aire de asombro y discreción extraordinarios al comenzar Mr. Pickwick, diciendo:

—¿Usted no es un adepto del matrimonio, me parece, Mr. Weller?

Movió la cabeza Mr. Weller. Manifestóse absolutamente incapaz de articular palabra; el vago presentimiento de alguna taimada viuda triunfante en sus designios sobre Mr. Pickwick vino a interceptarle el habla.

—¿No ha visto usted a una muchacha abajo cuando usted entraba con su hijo? —preguntó Mr. Pickwick.

—Sí, vi a una jovencita —replicó lacónicamente Mr. Weller.

—Vamos a ver. ¿Y qué piensa usted de ella? Sinceramente, Mr. Weller, ¿qué ha pensado usted de ella?

—Pues pienso que está muy gordita y muy bien hecha —dijo Mr. Weller con aire de crítica.

—Lo está —dijo Mr. Pickwick—, lo está. ¿Y qué piensa usted de su modo de ser, por lo que de ella ha visto?

—Muy agradable —repuso Mr. Weller—, muy grato y confortable.

No era fácil de descubrir el verdadero sentido que adscribía Mr. Weller al último adjetivo; mas como por el tono en que hubo de decirlo debía lógicamente colegirse que se trataba de una expresión favorable, quedó tan satisfecho Mr. Pickwick como si lo hubiera comprendido de un modo claro y preciso.

—Me intereso mucho por ella, Mr. Weller —dijo Mr. Pickwick.

Mr. Weller tosió.

—Quiero decir que deseo hacerle todo el bien que pueda —prosiguió Mr. Pickwick—; anhelo su bienestar y prosperidad. ¿Usted me entiende?

—Con toda claridad—replicó Mr. Weller, a pesar de no haber entendido nada.

—Esa joven —dijo Mr. Pickwick— está enamorada de su hijo.

—¡De Samivel Weller! —exclamó el padre.

—Sí —dijo Mr. Pickwick.

—Es natural —dijo Mr. Weller después de una breve reflexión—, natural, pero algo alarmante. Sammy tiene que andar con ojo.

—¿Cómo dice usted?—preguntó Mr. Pickwick.

—Que debe andar con ojo y no decirle a ella una palabra —respondió Mr. Weller—. Mucho ojo, para que no se le vaya a escapar, inocentemente, alguna cosa que pueda acarrear una condena por ruptura de promesa. Nunca se está seguro con ellas, Mr. Pickwick; una vez que se les ha puesto un hombre entre ceja y ceja, no se sabe cómo zafarse de ellas, y en lo que se piensa, ya le han atrapado a uno. Así me casé yo la primera vez, sir, y Sammy fue la consecuencia de la maniobra.

—La verdad es que no me da usted ánimos para concluir de decirle lo que quiero —observó Mr. Pickwick—; pero hay que acabar. No se trata sólo de que esa muchacha está enamorada de su hijo, Mr. Weller, sino de que su hijo de usted está enamorado de ella.

—Bien —dijo Mr. Weller—. ¡Bonita cosa es ésa para que la oiga un padre!

—Les he observado en varias ocasiones —dijo Mr. Pickwick, sin pararse a comentar la última observación de Mr. Weller— y no abrigo ninguna duda sobre ello. En el caso de que yo deseara establecerles de un modo conveniente como marido y mujer, a base de algún pequeño negocio o empleo que les diera para vivir decorosamente, ¿qué pensaría usted de ello, Mr. Weller?

Al principio escuchó Mr. Weller la participación con el rostro duro y adusto con que escuchaba cualquier proposición relacionada con el matrimonio de cualquier persona que le interesara; pero como Mr. Pickwick discutió el punto con él e hizo resaltar el hecho de que María no era viuda, fue poco a poco aviniéndose a razones. Mr. Pickwick tenía una gran influencia sobre él, y el viejo habíase impresionado grandemente por la figura de María, a la que había dedicado, digámoslo francamente, unos cuantos guiños nada paternales. Al cabo dijo que él no pensaba oponerse a las inclinaciones de Mr. Pickwick y que se consideraba feliz rindiéndose a su parecer, oyendo lo cual Mr. Pickwick le tomó alegremente la palabra e hizo entrar de nuevo a Sam.

—Sam —dijo Mr. Pickwick carraspeando—, tu padre y yo hemos hablado un poco de ti.

—De ti, Samivel —dijo Mr. Weller con voz solemne y protectora.

—No estoy tan ciego, Sam, para no haber visto hace mucho tiempo que sientes por la doncella de la señora Winkle algo más que amistad —dijo Mr. Pickwick.

—¿Oyes esto, Samivel, oyes esto, Samivel? —dijo Mr. Weller en el mismo tono judicial de antes.

—Creo que sí —dijo Sam, dirigiéndose a su amo—. Me parece que no hay ningún mal en que un joven se fije en una muchacha que es innegablemente bonita y buena.

—Ciertamente que no —dijo Mr. Pickwick.

—De ninguna manera —asintió Mr. Weller con aire afable, aunque doctoral.

—Lejos de pensar que hay mal en ello —prosiguió Mr. Pickwick—, yo deseo fomentar y ayudar esos propósitos. Con este objeto he hablado un poco con tu padre, y viendo que tu padre es de mi opinión...

—Siempre que la señora no sea viuda —interrumpió Mr. Weller en tono aclaratorio.

—No siendo viuda... —dijo, sonriendo, Mr. Pickwick—, quiero librarte de la sujeción que tu estado actual te impone y mostrar el concepto que me merece tu fidelidad y tus muchas excelentes cualidades, facilitándote que te cases en seguida con la muchacha y que puedas ganar el sustento para ti y tu familia. Tendré orgullo, Sam —dijo Mr. Pickwick, cuya voz, temblorosa unos momentos, había recobrado su firmeza habitual—, tendré orgullo y me consideraré feliz por tomar a mi cuidado el porvenir de tu vida.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
2.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

August by Bernard Beckett
6:59 by Nonye Acholonu, Kelechi Acholonu
Mary Jo Putney by Dearly Beloved
La noche de los tiempos by Antonio Muñoz Molina
Preservation by Wade, Rachael
Amira by Ross, Sofia
A Good Dude by Walker, Keith Thomas