Los papeles póstumos del club Pickwick (110 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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52. Que comprende una seria mudanza en la familia de Weller y la prematura caída del rubicundo naso Mr. Stiggins

Considerando que, en atención a la delicadeza, debía abstenerse de presentar a Bob Sawyer y a Ben Allen al joven matrimonio hasta tanto que estuvieran convenientemente preparados para esperarles, y deseando ahorrar todas las emociones posibles a Arabella, propuso Mr. Pickwick que él y Sam se apeasen poco antes de llegar a Jorge y el Buitre y que los dos jóvenes se alojaran por el momento en cualquiera otra parte. Aviniéronse a esto fácilmente, y la indicación fue atendida al punto: Mr. Ben Allen y Mr. Bob Sawyer fueron a buscar acomodo en una retirada taberna situada en los más remotos confines del Borough, tras de cuya puerta aparecieron en otro tiempo sus nombres con frecuencia a la cabeza de una larga y compleja serie de cálculos marcados con tiza.

—¡Dios querido, Mr. Weller! —dijo la linda doncellita al ver entrar a Sam.

—¡Ojalá fuera yo querido, adorada mía! —replicó Sam, quedándose un poco atrás para evitar que les oyera su amo—. ¡Qué criatura tan rica es usted, María!

—¡Por Dios, Mr. Weller; qué tonterías está usted diciendo! —dijo María—. ¡Oh, nada, nada, Mr. Weller!

—¿Nada de qué, querida mía? —dijo Sam.

—Nada de eso —replicó la linda doncellita—. ¡Por Dios, váyase!

Reconviniéndole de esta suerte, empujó a Sam la linda doncellita contra la pared, quejándose de que le hubiera desencajado el sombrero y desordenado la cabellera.

—Y oiga, además, lo que tengo que decirle —añadió María—: hay una carta que le está esperando hace cuatro días; no hacía ni media hora que usted se había marchado cuando llegó, y en el sobre pone «urgente».

—¿Dónde está, amor mío?—preguntó Sam.

—Yo la guardé por consideración a usted. Si no, se pierde seguramente—respondió María—. Aquí está, tómela. No se lo merece usted...

Dicho esto, y al cabo de unas cuantas monerías, recelos y seguridades acerca del cuidado con que la había conservado, sacó la muchacha la carta, que llevaba oculta bajo el más lindo canesú de muselina, y se la entregó a Sam, que besó la misiva con devota galantería.

—¡Bendito sea Dios! —dijo la doncella, arreglándose el corpiño y fingiéndose inocente—. ¡Qué amor le ha entrado por ella de pronto!

Sólo respondió a esto Mr. Weller con un guiño de indescriptible significación, y, sentándose junto a María al pie de una ventana, abrió la carta y echó una ojeada por su texto.

—¡Caramba! —exclamó Sam—. ¡Qué es esto!

—No será nada grave, ¿verdad! —dijo María, mirando por encima del hombro de Sam.

—¡Benditos sean esos ojos! —dijo Sam, levantando los suyos.

—No se ocupe de mis ojos; lo que tiene que hacer es leer la carta —dijo la linda doncellita.

Y al decir esto hizo un movimiento con los ojos tan bello y picaresco, que era imposible resistir.

Reparó Sam las fuerzas con un beso y leyó lo siguiente:

«MARQUES GRAN

Por Dorken.

Miércoles.

»Mi querido Sammie:

»Siento mucho tener el gusto de ser el portador de malas noticias tu madrastra cojió un catarro a consecuencia de quedarse imprudentemente sentada mucho tiempo en la hierba mojada por la Ilubia ollendo á un pastor que no pudo marcharse hasta muy de noche por que se había llenado de aguardiente y de agua y no pudo pararse hasta estar un poco fresco y pasaron muchas horas para eso el médico dice que si ella hubiera tomado la bebida caliente después en lugar de antes puede que no le hubiera pasado nada se le engrasaron las ruedas en seguida y se hizo todo lo que pudo inventarse para hacerla marchar tu padre tubo esperanzas de que ubiera dado la vuelta como siempre pero estaba ya cerca del recodo tomó mal el camino y rodó cuesta abajo con una belocidad que no puedes figurártela a pesar de que la droga se le puso inmediatamente por el médico no sirvió de nada porque pagó la última puerta veinte minutos antes de las seis de ayer tarde abiendo echo el viaje en mucho menos tiempo que el ordinario quizás debido en parte a llebar poco equipaje en el camino tu padre dice que si quieres venir a berme Sammy será un gran favor porque estoy muy solo Samivel o b quiere que se escriba así lo cual que yo sé que no está bien y como ay tantas cosas que arreglar está seguro de que tu amo no se opondrá Samy porque le conozco vien así que le manda sus afectos con los cuales van los mios y soy Samivel infernalmente tuyo.

Antonio Veller

—¡Qué carta tan incomprensible! —dijo Sam—. ¡Quién sabe lo que quiere decir! No está escrita por mi padre, salvo la firma, en letras de imprenta; ésa es suya.

—Puede que le haya pedido a alguien que se la escriba y la haya firmado él luego —dijo la linda doncellita.

—Aguarde un minuto—dijo Sam, pasando la vista otra vez por la carta y parándose aquí y allí para reflexionar—. Ha acertado usted. El que la ha escrito estaba contando todo lo referente a la desgracia, y se conoce que mi padre se puso a mirar lo que escribía y lo ha echado todo a perder metiendo su remo. Eso es lo que ha pasado. Tiene usted razón, María, querida mía.

Satisfecho acerca de este punto, leyó Sam la carta una vez más, y, pareciendo formarse una idea clara de su contenido, al fin exclamó con aire pensativo, doblando la epístola:

—¡De manera que se murió la pobre mujer! Lo siento. No era mala, y si la hubiera dejado sola ese pastor... Lo siento mucho.

Pronunció Mr. Weller estas palabras con tan serio talante, que la linda doncellita bajó los ojos y se puso muy triste.

—Pero, en fin—dijo Sam, guardando la carta en su bolsillo, suspirando ligeramente—, tenía que ser... y fue, como dijo la vieja cuando se casó con el lacayo. No se puede evitar, ¿verdad, María?

Movió la cabeza María y suspiró también.

—Tengo que ver al emperador para pedirle licencia —dijo Sam.

María suspiró otra vez. ¡Era tan conmovedora la carta!...

—¡Adiós! —dijo Sam.

—¡Adiós! —respondió la linda doncellita, volviendo a otro lado la cabeza.

—Bueno, nos daremos las manos, ¿no? —dijo Sam.

Tendió la linda doncellita una de sus manos, que no por pertenecer a una criada dejaba de ser muy pequeñita, y se levantó para salir.

—No tardaré en volver—dijo Sam.

—Siempre anda usted por ahí —dijo María, haciendo oscilar ligeramente su cabeza—. No bien ha venido, Mr. Weller, ya se va otra vez.

Atrajo Mr. Weller más hacia sí a la doméstica belleza, y empeñóse en un cuchicheo que no hiciera más que empezar cuando la muchacha miró a su alrededor y le entregó de nuevo sus ojos. Al separarse, no tuvo ella más remedio que marchar a su cuarto, para arreglarse el sombrero y los rizos antes de presentarse a su ama; y al alejarse con propósito de cumplir esta ceremonia preparatoria, dedicó a Sam innumerables sonrisas, asomándose por el pasamanos de la escalera.

—No estaré fuera más que uno o dos días a lo más, sir—dijo Sam al comunicar a Mr. Pickwick la nueva de la desgracia de su padre.

—Todo lo que sea necesario, Sam —replicó Mí. Pickwick—. Tienes plena autorización mía.

Inclinóse Sam.

—Dirás a tu padre, Sam, que si puedo serle útil en algo en su actual situación, estoy dispuesto a prestarle toda la ayuda que me sea posible —dijo Mr. Pickwick.

—Gracias, sir—repuso Sam—. Así se lo diré, sir.

Y al cabo de varias frases de interés y afectos mutuos separáronse amo y criado.

Eran las siete en punto cuando Samuel Weller, apeándose de la diligencia que pasa por Dorking, encontrábase a unos pocos cientos de yardas de El Marqués de Granby. Era un anochecer triste y frío. La estrecha calle aparecía lúgubre y tétrica y el caobeño semblante del noble y galante marqués parecía asumir una expresión más triste y melancólica que de costumbre y rechinaba fúnebremente mecido por el viento. Estaban echados los visillos y entornadas las contraventanas; ni uno se veía de los que constituían habitualmente el grupo que junto a la puerta pululaba; el lugar estaba silencioso y desolado.

Como no viera a nadie a quien interrogar acerca de las cuestiones preliminares, entró Sam sin hacer ruido, miró a su alrededor y no tardó en reconocer a su padre a lo lejos.

El viudo se hallaba sentado junto a una mesa redonda en la pequeña trastienda de la taberna, fumando una pipa y con los ojos inmóviles, fijos en la lumbre. El funeral habíase verificado indudablemente aquel día, porque en su sombrero, que aún conservaba en la cabeza, veíase una cinta de yarda y media que caía negligentemente sobre el respaldo de la silla. Mr. Weller se hallaba en una actitud de abstracción contemplativa. No obstante haberle llamado Sam varias veces por su nombre, continuó fumando, con la faz inmóvil y tranquila, y sólo despertó de su ensimismamiento al recibir una palmada de su hijo en el hombro.

—Sammy—dijo Mr. Weller—, bien venido seas.

—Le he llamado media docena de veces —dijo Sam, colgando su sombrero en la percha—; pero usted no me oyó.

—No, Sammy—replicó Mr. Weller sin dejar de mirar al fuego con aire pensativo—. Estaba recordando, Sammy.

—¿Recordando qué? —preguntó Sam, acercando al hogar su silla.

—Estaba recordando, Sammy—replicó el viejo Weller—, cosas de ella.

Sacudió entonces su cabeza Mr. Weller, dirigiendo sus ojos hacia el cementerio de Dorking, dando así muda explicación de sus palabras relativas a la difunta señora Weller.

—Estaba pensando, Sammy —dijo Mr. Weller, mirando a su hijo con gran fijeza por encima de su pipa, cual si quisiera darle a entender que, aunque la declaración se le antojase extraordinaria e increíble, hacíala serenamente y en perfecta conciencia—. Estaba pensando, Sammy, que, después de todo, siento mucho que se haya marchado.

—Bien, y así debe ser —replicó Sam.

Asintió Mr. Weller, y, clavando de nuevo sus ojos en el fuego, envolvióse en una nube de humo y quedó profundamente ensimismado.

—Es que me dijo unas cosas muy sentidas —dijo Mr. Weller, disipando el humo con la mano, después de un largo silencio.

—¿Qué observaciones? —preguntó Sam.

—Las que me hizo cuando se puso mala—replicó el viejo.

—¿Cuáles fueron?

—Pues algo parecido a esto: «Weller», dijo, «comprendo que no he hecho por ti lo que debía haber hecho; eres un hombre muy bondadoso, y yo debía haber dado más felicidad a tu hogar. Ahora empiezo a ver, dijo, «demasiado tarde, que, si una mujer casada quiere ser religiosa, ha de empezar por cumplir los deberes de su casa y hacer a los suyos alegres y felices. Y si va a la iglesia, o a la capilla, o adonde sea, a ciertas horas, ha de tener mucho cuidado de no convertir esto en excusa de su pereza o de su regalo. Yo he hecho esto», dijo «y he gastado mi tiempo y mi dinero en aquellos que procedían aún peor que yo; pero yo espero que, cuando me vaya, Weller, pensarás en mí como yo era antes de conocer a esa gente y como yo era realmente por mi natural». «Susana», dije yo, «yo estaba muy tierno con esto, Samivel; no te lo negaré, hijo mío». «Susana», dije yo, «tú has sido para mí una buena esposa, a pesar de todo; no tienes que decirme nada; tranquilízate, querida, y ya vivirás para ver aún cómo le aplasto la cabeza a este Stiggins». Sonrió al oír esto, Samivel —dijo el viejo, ahogando un suspiro en la pipa—; pero murió al fin.

—Bien —dijo Sam, aventurándose a ofrecer un pequeño consuelo, después de tres o cuatro minutos que empleó el viejo en mover la cabeza pausadamente de un lado a otro y en fumar solemnemente—, bien, padre; todos hemos de pasar por eso un día u otro.

—Así es, Sammy—dijo el anciano Mr. Weller.

—Hay una providencia en todo ello—dijo Sam.

—Ya lo creo que la hay—replicó su padre con grave ademán de aprobación—. ¿Qué seria de los empresarios sin ella, Sammy?

Perdido en el inmenso campo de conjeturas que abriera esta reflexión, abandonó el anciano Weller su pipa en la mesa y atizó el fuego con gesto meditabundo.

Mientras el viejo permanecía absorto, una vivaracha y enlutada cocinera, a la que desde hacía rato oíase trastear por la taberna, deslizóse en la estancia y, dirigiendo a Sam innumerables gestos amistosos, fue a colocarse silenciosamente tras el respaldo de la silla del padre y dio a conocer su presencia por una ligera tosecilla; tosecilla que, por pasar inadvertida, fue seguida de otra más fuerte.

—¡Hola! —dijo el anciano Weller, mirando en derredor, dejando el hurgón y retirando su silla apresuradamente—.¿Qué se le ocurre ahora?

—Tome una taza de té, alma de Dios —replicó, zalamera, la vivaracha hembra.

—No quiero —replicó Mr. Weller, un tanto enojado—. Quisiera verla... —pero se contuvo Mr. Weller a tiempo y añadió por lo bajo—: En otra ocasión.

—¡Oh, pobre, pobre! ¡Cómo se cambia con la adversidad! —dijo la señora, mirando al techo.

—Eso y el doctor es lo único que ha de hacerme cambiar —musitó Mr. Weller.

—En verdad que no he visto hombre de más malas pulgas —dijo la vivaracha hembra.

—No le importe. Todo es por mi bien, que es la reflexión con que se consolaba el estudiantillo siempre que le pegaban —repuso el anciano.

Movió la cabeza la vivaracha mujer con aire compasivo, y, apelando a Sam, le dijo que si no convenía con ella en que su padre debía hacer un esfuerzo por animarse y no entregarse a tan honda tribulación.

—Ya ve usted, Mr. Samuel —dijo la vivaracha mujer—, que, como le decía ayer, va a encontrarse muy solo, y no puede esperar otra cosa; por eso no tiene más remedio que hacer de tripas corazón. Aquí todos le compadecemos por su desgracia y estamos dispuestos a hacerlo todo por él; y después de todo, no hay situación en la vida, Mr. Samuel, que no tenga arreglo. Eso es lo que me dijo a mí una persona de mucho seso cuando murió mi marido.

Tapándose la boca con la mano, tosió de nuevo la mujer y miró con ternura al anciano Mr. Weller.

—Como no necesito para nada en este momento la conversación de usted, señora, ¿tiene usted la bondad de retirarse? —dijo Mr. Weller con voz firme y grave.

—Bien, Mr. Weller —dijo la vivaracha mujer—. Bien sabe Dios que sólo le digo a usted esto por afecto.

—Seguramente, señora—replicó Mr. Weller—. Samivel: acompaña a esta señora a la puerta y ciérrala en cuanto haya salido.

No desoyó esta indicación la vivaracha mujer, porque dejó la estancia al punto y dio un portazo al salir; después de lo cual, desplomándose Mr. Weller padre sobre la silla, sudando copiosamente, dijo:

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