Los papeles póstumos del club Pickwick (109 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Ni más ni menos, sir—dijo Pott, doblando el periódico, casi extenuado por la lectura—. ¡Ésa es la situación!

En aquel momento entraron el posadero y el criado con la comida, con lo cual Mr. Pott llevó sus dedos a los labios, dando a entender que su vida estaba en las manos de Mr. Pickwick y que confiaba en su sigilo. Mr. Bob Sawyer y Mr. Benjamín Allen, que habíanse quedado dormidos de modo irreverente durante la lectura del artículo de
La Gaceta de Eatanswill
y la discusión subsiguiente, despertáronse al solo murmullo de la palabra mágica «comida». Y pusiéronse a comer con un gran apetito, servido por un estómago admirable, con magnífica salud y con un camarero para los tres.

En el curso de la comida y de la sobremesa correspondiente, Mr. Pott, descendiendo por unos minutos a los asuntos domésticos, participó a Mr. Pickwick que, por no probar a su señora el aire de Eatanswill, había ésta emprendido un viaje por diferentes balnearios de moda, con objeto de recobrar la salud y el ánimo quebrantados. Con esto encubría el hecho de que la señora Pott, cumpliendo sus reiteradas amenazas de separación, y en virtud de una transacción negociada por su hermano el teniente y refrendada por Mr. Pott, habíase ido a vivir con el fiel guardia de Corps, contando con la mitad de la renta y los beneficios anuales procedentes de la venta y publicidad de
La Gaceta de Eatanswill
.

En tanto que Mr. Pott se explayaba sobre este y otros asuntos, entreverando la conversación con diversos extractos de sus propias lucubraciones, un malhumorado viajero llamaba desde la ventanilla de una diligencia que se había detenido en la posada para entregar varios paquetes, exigiendo se le dijera si, en el caso de hacer alto para pasar la noche, podía contar con una cama.

—Seguramente, sir—respondió el posadero.

—¿Puedo? —preguntó el viajero, que parecía de natural suspicaz y desconfiado.

—Sin duda, sir—replicó el posadero.

—Bueno —dijo el viajero—. Cochero, yo me quedo aquí. ¡Guardia, mi saco!

Después de despedirse con maneras un tanto bruscas de los demás pasajeros, apeóse del coche. Era un hombre bajo, de hirsuta cabellera cortada en guisa de puercoespín o de cepillo, que se mantenía erecta y firme sobre la cabeza; su aspecto era pomposo y amenazador; sus modales, apremiantes; sus ojos, penetrantes e inquietos, y su conjunto daba la sensación de una gran confianza en sí mismo y de una inconmensurable y consciente superioridad sobre las demás gentes.

Fue introducido el viajero en la habitación que primeramente ocupara el patriótico Mr. Pott. El camarero observó con mudo asombro la singular coincidencia de que, no bien se encendieron las luces, sacó el viajero un periódico que en el sombrero llevaba y empezó a leerlo con la misma expresión de airado desdén que una hora antes advirtiera con profunda extrañeza en los rasgos majestuosos de Pott. También se fijó el criado en que mientras el desprecio de Mr. Pott habíase despertado por un periódico titulado
El Independiente de Eatanswill
, el colérico desdén del recién llegado suscitábase por un periódico cuyo título era
La Gaceta de Eatanswill.

—Que venga el posadero —dijo el recién llegado.

—En seguida, sir—respondió el camarero.

Avisado el posadero, presentóse al punto.

—¿Es usted el posadero? —preguntó el nuevo huésped.

—Sí, sir—contestó el posadero.

—¿No me conoce usted? —interrogó el caballero.

—No tengo el gusto, sir—repuso el posadero.

—Me llamo Slurk —dijo el caballero.

El posadero hizo una ligera inclinación de cabeza.

—¡Slurk, sir! —repitió el caballero altivamente—. ¿No me conoce usted, hombre?

jRascóse la cabeza el posadero, miró al techo, miró al viajero y sonrió ligeramente.

—¿No me conoce usted, hombre? —repitió el viajero en tono adusto.

Hizo el posadero un gran esfuerzo y replicó al fin:

—Bien, sir; no le conozco.

—¡Gran Dios! —dijo el viajero, descargando sobre la mesa el puño cerrado—. ¡Esta es la popularidad!

Avanzó el posadero dos pasos hacia la puerta, y, clavando en él sus ojos el viajero, prosiguió:

—Ésta —dijo el viajero—, ésta es la gratitud con que se pagan tantos años de trabajo y estudio en beneficio de las masas. Me apeo del coche empapado y fatigado; no hay una muchedumbre entusiasta que se agolpe para saludar a su campeón. Las campanas permanecen silenciosas. El nombre no halla eco en sus dormidos pechos. Es demasiado —dijo indignado Mr. Slurk, recorriendo la estancia a grandes pasos—. No hace falta más para hacer hervir la tinta en la pluma de un hombre e inducirle a abandonar la causa para siempre.

—¿Decía usted aguardiente y agua, sir? —dijo el posadero, aventurando la indicación.

—Ron —dijo Mr. Slurk, volviéndose fieramente hacia él—. ¿Hay lumbre en alguna parte?

—Podemos encenderla en seguida, sir —dijo el posadero.

—Que no dará calor bastante hasta que sea la hora de acostarse —objetó Mr. Slurk—. ¿Hay alguien en la cocina?

Ni un alma. Ardía un hermoso fuego. Todos se habían ido y la puerta de la casa se había cerrado ya.

—Beberé mi ron —dijo Mr. Slurk— junto al fuego de la cocina.

Y recogiendo su sombrero y el periódico, echó a andar solemnemente detrás del posadero hacia el humilde lugar, y, acomodándose en un banco junto al fuego, recobró su desdeñoso talante y empezó a leer y a beber con silenciosa dignidad.

El espíritu de la discordia, que debía de rondar por La Cabeza del Moro en aquella ocasión, al pasear su mirada, por mera curiosidad ociosa, por aquellos rincones, acertó a sorprender a Slurk cómodamente sentado al fuego de la cocina y a Pott, un tanto animado por el vino, en otro aposento; esto bastó para que el malicioso diablejo, descendiendo con rapidez inconcebible sobre este último aposento, colárase al punto en la cabeza de Mr. Bob Sawyer y con demoníaca perfidia le sugiriera las siguientes palabras:

—Se nos ha apagado el fuego. Después de la lluvia se nos ha echado encima un frío atroz, ¿verdad?

—Así es, en efecto —replicó, tiritando, Mr. Pickwick.

—No creo que estaría mal echar un cigarro en la cocina. ¿Qué les parece? —dijo Bob Sawyer, aún influido por el mencionado diablejo.

—Pues que sería verdaderamente agradable —respondió Mr. Pickwick—. ¿Qué piensa usted de esto, Mr. Pott?

Asintió inmediatamente Mr. Pott, y los cuatro viajeros, con sus vasos en las manos, trasladáronse a la cocina en procesión, que encabezaba Sam Weller para enseñarles el camino.

Aún estaba leyendo el recién llegado en la cocina; levantó su mirada y se estremeció. Mr. Pott se estremeció.

—¿Qué pasa? —murmuró Mr. Pickwick.

—¡Hombre, ese reptil! —contestó Pott.

—¿Qué reptil? —dijo Mr. Pickwick, mirando a su alrededor, con miedo de pisar una cucaracha gigantesca o alguna araña hidrópica.

—Ese reptil —murmuró Pott, cogiendo del brazo a Mr. Pickwick y señalando al viajero—. ¡Ese reptil de Slurk, el de
El Independiente
!

—Lo mejor será que nos vayamos —murmuró Mr. Pickwick.

—Jamás, sir —respondió Pott, envalentonado por la bebida—. ¡Nunca!

Diciendo esto, Mr. Pott ocupó un banco del lado opuesto, y tomando uno de los numerosos periódicos que llevaba empezó a leer frente a su enemigo.

No hay que decir que Mr. Pott leía
El Independiente
y que Mr. Slurk leía
La Gaceta
, ni que cada uno de los dos manifestaba el desprecio que le merecían los artículos del otro por medio de amargas sonrisas y resoplidos sarcásticos; empezando así, llegaron a expresar sus opiniones en frases tales como «absurdo», «canallesco», «barbaridad», «ridículo», «pérfido», «asqueroso», «repugnante», «inmundo», «cloaca», y otras observaciones críticas de este jaez.

Tanto Mr. Bob Sawyer como Mr. Ben Allen habían presenciado estos síntomas de odio y rivalidad con un placer que añadía singular encanto al que les producían los cigarros, que chupaban con vigor extraordinario. En cuanto el tiroteo fraseológico empezó a remitir, el malicioso Mr. Bob Sawyer, dirigiéndose con gran amabilidad a Slurk, dijo:

—¿Me permite usted que lea ese periódico, sir, luego que haya acabado con él?

—Me parece que va usted a encontrar muy poco que le compense la molestia de leer esta despreciable cosa, sir —respondió Slurk, lanzando a Pott una satánica ojeada.

—Puede usted leer éste ahora mismo —dijo Pott, alzando la cabeza, pálido de rabia y tartamudeando por la misma causa—. ¡Ja, ja! Se distraerá usted con las audacias de este tío.

Las palabras «cosa» y «tío» fueron pronunciadas con énfasis terrorífico, y las caras de ambos editores empezaron a fulminar rayos de desafío.

—Las sandeces de este miserable son asquerosamente desagradables —dijo Pott, simulando dirigirse a Bob Sawyer y mirando de reojo a Slurk.

Echóse a reír Slurk con mucha gana y, doblando el periódico como para descubrir una nueva columna, dijo que aquellas imbecilidades le divertían realmente.

—¡Cuánto desatino dice este tío sinvergüenza! —dijo Pott, pasando del rojo sombra al escarlata.

—¿Ha leído usted alguna vez las atrocidades de este hombre, sir? —preguntó Slurk a Bob Sawyer.

—Nunca —respondió Bob—. ¿Es muy malo?

—¡Oh, grosero, grosero! —repuso Slurk.

—¡Qué atrocidad! ¡Pero hombre, esto es tremendo! —exclamó Pott en esta coyuntura, fingiendo aún hallarse absorbido en la lectura.

—Si quiere usted echar una ojeada a unas cuantas frases maliciosas, insulsas, falsas, traidoras y desordenadas... —dijo Slurk, entregando el periódico a Bob—, tal vez se ría un poco con el estilo gramatical de ese charlatán.

—¿Qué ha dicho usted, sir? —preguntó Mr. Pott, alzando los ojos y temblando de ira.

—¿A usted qué le importa? —respondió Slurk.

—Charlatán sin gramática. ¿Era eso, sir?—dijo Pott.

—Sí, sir, eso era —replicó Slurk—. Y majadero azul, sir, si le parece mejor. ¡ja, ja!

Sin dignarse Mr. Pott contestar al festivo insulto, dobló con toda parsimonia el ejemplar de
El Independiente
, lo aplastó cuidadosamente, lo colocó bajo su bota, lo pisoteó con gran ceremonia y lo arrojó al fuego.

—Ahí está, sir—dijo Pott, retirándose del fuego—, y eso es lo que haría con la víbora que lo produce, si, afortunadamente para él, no me lo vedaran las leyes de mi país.

—¡Lo que haría, sir! —grito Slurk, levantándose—. ¡Pues esas leyes no serían invocadas por él, sir, en caso tal! ¡Lo que haría, sir!

—¡A ver! ¡A ver! —dijo Bob Sawyer.

—Esto es divertidísimo —observó Mr. Ben Allen.

—¡Lo que haría, sir! —repitió Slurk, levantando la voz.

Lanzó Mr. Pott una mirada de desprecio que hubiera dejado seca a un ancla.

—¡Hágalo, sir! —insistió Slurk en tono más elevado aún.

—No quiero, sir—repuso Pott.

—¡Oh! ¿No quiere, no quiere, sir? —dijo Mr. Slurk con retintín burlón—. ¡Ya oyen ustedes, señores: no quiere! No es que tenga miedo, ¡oh no!, es que no quiere. ¡Ja, ja!

—Considero a usted, sir —dijo Mr. Pott excitado por este sarcasmo—, miro a usted como a una víbora. Tengo a usted, sir, por un hombre que se ha colocado más allá de los linderos de la sociedad por lo audaz, abominable y desdichado de su conducta pública. Considero a usted, sir, personal y políticamente, sir, como la más envenenada y perversa de las víboras.

No esperó el indignado independiente el fin de esta calificación personal, y cogiendo su saco de alfombra, que aún estaba repleto de menudencias, blandiólo en el aire al volverse Pott, y, dejándolo caer sobre su cabeza, luego de describir un amplio círculo, fue a darle con el ángulo del bulto, en cuyo interior había un gran cepillo de cabeza, oyéndose en la cocina un fuerte testarazo y cayendo al suelo el agredido.

—¡Señores! —gritó Mr. Pickwick, mientras Pott se levantaba y se apoderaba de la badila—. ¡Señores! ¡Repórtense, por Dios... socorro... Sam... aquí... hagan el favor, señores...! ¡Que los separe alguien!

Con estas incoherentes exclamaciones precipitóse Mr. Pickwick entre los enconados combatientes a tiempo de recibir un golpe de saco por un lado y un badilazo por el otro. No podríamos decir si fue que los representantes de la opinión pública de Eatanswill estaban cegados por el odio, o si —por ser agudos razonadores— comprendían la ventaja de mantener a un tercero entre los dos, que se llevara todos los golpes. Lo cierto es que no prestaron la menor atención a Mr. Pickwick y que, prosiguiendo su duelo con incontrastable ardor, continuaron esgrimiendo el saco y la badila de una manera espantosa. Es evidente que hubiera sufrido Mr. Pickwick no poco daño, a consecuencia de su humanitaria intervención, si Mr. Weller, atraído por los gritos de su amo, no hubiera entrado en aquel momento y, cogiendo un talego de harina, no hubiera suspendido la contienda echándolo sobre la cabeza y hombros del forzudo Pott y sujetándole enérgicamente por los brazos.

—¡Quitadle el saco a ese otro loco! —dijo Sam a Ben Allen y a Bob Sawyer, que no habían hecho más que dar vueltas en torno del grupo con sendas lancetas en sus manos, dispuestos a sangrar al primero que se desmayara—. Suelte eso, criatura, si no quiere que le ahogue ahí dentro.

Atemorizado por estas amenazas y con la lengua fuera, consintióse desarmar el independiente, y, arrebatando Mr. Weller la paleta de manos de Pott, le soltó bajo garantía.

—Váyanse los dos a la cama sin chistar —dijo Sam—, o les meto en el saco y les dejo que luchen, atándolo con una cuerda, como lo haría con otra media docena si se dedican a esos juegos. Y usted, sir, haga el favor de venir por aquí.

Dirigiéndose a su amo, cogióle Sam por un brazo y le hizo salir, mientras que los rivales editores eran conducidos a sus camas por el posadero bajo la vigilancia de Mr. Bob Sawyer y de Mr. Benjamín Allen, no sin que los adversarios rezongaran en el camino sanguinarias amenazas y se emplazaran vagamente para luchar al siguiente día. Mas, pensándolo detenidamente, recapacitaron en que podrían hacerlo mejor por medio de la imprenta, y así, reanudaron en seguida sus mortales hostilidades, y de nuevo conmovieron a todo Eatanswill con sus bravas audacias... de papel.

Quitáronse de en medio en distintos coches al amanecer del día siguiente, antes de que dieran señales de vida los otros viajeros. Y, habiendo aclarado el tiempo, los compañeros de carruaje caminaron de nuevo de cara a Londres.

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