Los papeles póstumos del club Pickwick (19 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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El viejo Wardle, sin sombrero y con sus ropas destrozadas, estaba a su lado, y a los pies de ambos hallábanse desparramados los restos del carruaje. Los postillones, que habían conseguido cortar los tirantes, desfigurados por el lodo y maltrechos por la larga caminata a caballo, permanecían junto a los caballos. A cien yardas de distancia estaba el otro coche, que había parado al oír el estrépito. Los postillones, con gestos que descomponían sus fisonomías, observaban el siniestro montados a caballo, y Mr. Jingle, desde la ventanilla de su coche, contemplaba la catástrofe con visible satisfacción. Rompía el día, y a la luz lívida del amanecer veíase perfectamente la curiosa escena.

—¿Qué —gritó el desvergonzado Jingle—, no hay ningún herido...? El anciano... pesos enormes... peligroso trabajo.

—¡Es usted un canalla! —bramó Mr. Wardle.

—¡Ja, ja! —replicó Jingle.

Y con guiño malicioso y un ademán con el pulgar hacia el interior del coche, añadió:

—Señores... ella está muy bien... les saluda... suplica no se molesten... afectos a Tuppy.. ¿Quieren subir a la trasera?... Arread, muchachos.

Adoptaron los postillones sus posturas de marcha y partió el coche, mientras que Mr. Jingle agitaba burlonamente un blanco pañuelo en la ventanilla del coche.

Ninguno de los incidentes ocurridos, ni siquiera el vuelco, habían perturbado la calma y ecuanimidad de Mr. Pickwick. Mas la villanía de pedir dinero prestado a su fiel amigo y de pronunciar luego su nombre en la abreviatura de «Tuppy» eran hechos que llegaban a colmar su aguante. Se hizo anhelosa su respiración y enrojeció su faz hasta los mismos lentes, al decir pausada y sentenciosamente:

—Si encuentro alguna vez a ese hombre, yo...

—Sí, sí —interrumpió Mr. Wardle—; todo eso está muy bien; pero mientras quedamos aquí hablando, toman en Londres la licencia y se casan.

Calló Mr. Pickwick, embotelló su venganza y la taponó con un corcho.

—¿Cuánto hay de aquí al próximo cambio? —preguntó Mr. Wardle a uno de los postillones.

—Seis millas; ¿verdad, Tomás?

—Quizá más.

—Quizá más de seis millas, sir.

—No hay más remedio —dijo Mr. Wardle—; tenemos que andarlas, Pickwick.

—No hay más remedio —replicó este gran hombre.

Y echando por delante a uno de los postillones a caballo, para mandar preparar nuevo coche y caballos, y dejando al otro al cuidado del carruaje destrozado, Mr. Pickwick y Mr. Wardle emprendieron vigorosamente la caminata, arrollándose las bufandas y calándose sus sombreros para guarnecerse en lo posible del diluvio, que tras breve tregua empezaba a caer torrencialmente.

10. En el que se aclaran todas las dudas, si alguna existiera, acerca del desinterés de Mr. Jingle

Hay en Londres algunas viejas posadas que fueron un tiempo cuarteles generales de célebres diligencias por los días en que dichos carruajes efectuaban sus jornadas según normas mucho más graves y solemnes que aquellas por que se rigen en la actualidad; pero tan venidas a menos, que son ahora no mucho más que paradores y centros consignatarios para los carromatos de la campiña. En vano buscaría el lector estas antiguas hosterías entre las de La Cruz de Oro, La Vaca o El Toro, que alzan sus pomposas enseñas en las remozadas calles de Londres. Al querer apearse en cualquiera de esos viejos mesones, tendría que dirigir sus pasos hacia los barrios más ignotos de la ciudad, y en tal o cual apartado rincón podría hallar alguna que aún se mantiene con sombría audacia entre las modernas construcciones que la rodean.

En el Borough, especialmente, quedan aún como media docena de esas viejas posadas que conservan intactos sus rasgos exteriores y que han logrado escapar tanto al rabioso prurito del ornato público como a las asechanzas de la privada especulación. Grandes, extrañas, destartaladas son estas mansiones arcaicas, llenas de galerías, escaleras y pasadizos, bastante extensas y bastante antiguas para suministrar materiales para mil historias de fantasmas, suponiendo que la fatalidad nos pusiera en el trance lamentable de tener que inventar alguna y que el mundo durase hasta agotar las innumerables leyendas veraces relacionadas con el Puente de Londres y con la adyacente barriada de la ribera de Surrey.

En el patio de una de estas posadas —nada menos que en la de El Ciervo Blanco— ocupábase un hombre en quitar con un cepillo las cazcarrias de un par de botas, en la mañana siguiente al día en que se desarrollaron los sucesos narrados en el último capítulo. Vestía un tosco chaleco rayado, con negras mangas de burdo tejido y botones de azulado vidrio, corto pantalón de paño pardo y polainas de paño también. Arrollado a su cuello tenía un pañuelo de color rojo subido, anudado al desgaire, y un viejo sombrero blanco caído hacia un lado de su cabeza. Tenía ante sí dos filas de botas; formaban en una las limpias, y las sucias en otra; y al colocar en la primera un nuevo par, descansaba en su faena y contemplaba el resultado con visible satisfacción.

No se advertía en el patio el bullicio y movimiento característicos de una gran posada. Tres o cuatro carros, en los que se amontonaban géneros de diversas clases bajo el amplio toldo, cuya altura no era menor que la de un segundo piso de una casa de dimensiones corrientes, estaban situados bajo un extenso cobertizo que se extendía de un extremo a otro del patio; otro carromato veíase a la intemperie: parecía dispuesto a emprender su jornada aquella misma mañana. Una doble fila de dormitorios, que se abrían a otras tantas galerías de viejas y oscuras balaustradas, corrían a ambos lados del gran patio, y una doble serie de campanillas, correspondientes a los dormitorios, resguardadas de la lluvia por un tejadillo, colgaban de la pared del pasadizo que conducía al bar y al café. Dos o tres tílburis y otras tantas sillas de posta reposaban en varios sitios con las varas en alto, y el grave y macizo paso de un caballo de cargao el arrastrar de una cadena hacia el confín del patio anunciaba a todo aquel a quien pudiera importar hallarse la cuadra en aquella dirección. Con decir que unos cuantos muchachos de blusa dormían a pierna suelta sobre los montones que formaban los pesados aparejos, sacos de lana y otros bultos que yacían desparramados sobre la paja, hemos completado la descripción del patio de la posada El Ciervo Blanco, de la High Street, en el Borough.

Un fuerte campanillazo fue seguido de la aparición de una elegante camarera en la galería de los dormitorios. Después de llamar la muchacha a una de las puertas y de recibir una orden desde dentro, se asomó a la balaustrada.

—¡Sam!

—¡Hola! —replicó el hombre del sombrero blanco. —El número veintidós pide sus botas.

—Pregunte al número veintidós si las desea ahora mismo o si quiere esperar hasta que se las lleven —fue la respuesta que se le dio.

—Vamos, no sea usted flojo, Sam —dijo la muchacha en tono cariñoso—; el señor quiere sus botas ahora mismo.

—Bueno; es usted una linda muchachita para un cuerpo de coro —dijo el limpiabotas—. Mire estas botas... once pares, y un zapato del número seis, que tiene una pierna de palo. Al del par número once hay que llamarle a las ocho y media, y al del zapato, a las nueve. ¿Quién es ese número veintidós para que haya que saltar a los demás? No, no; turno riguroso, como decía Jacobo Kaetch al ahorcar a un hombre: «Lamento hacerle esperar, sir; estoy con usted en seguida».

Y diciendo esto, el del sombrero blanco comenzó a limpiar una bota con gran asiduidad.

Se oyó otro campanillazo, y la vieja posadera de El Ciervo Blanco apareció en la opuesta galería.

—Sam —gritó la posadera—. ¿Dónde está ese holgazán, perezoso...? Pero Sam... ¡Ah!, ¿está usted ahí? ¿Por qué no contestaba usted?

—No hubiera estado bien contestar antes de que usted llamase —replicó Sam con ceñudo gesto.

—Limpie en seguida los zapatos del diecisiete y llévelos al gabinete reservado del primer piso.

Echó al montón la posadera un par de zapatos y desapareció.

—Número cinco —dijo Sam cogiendo los zapatos y apuntando en las suelas el número con un trozo de yeso—. Zapatos de señora y gabinete reservado. Me parece que ésa no ha venido en carro.

—Vino esta mañana temprano —dijo la muchacha, que aún permanecía inclinada sobre la barandilla— con un caballero, en un coche, y él es el que pide sus botas, y lo que debía usted hacer era limpiarlas; ahí está la cosa.

—¿Por qué no me lo ha dicho usted antes? —replicó Sam, indignado, tomando del montón las mencionadas botas—. Yo pensaba que sería uno de estos señores de tres peniques. ¡Gabinete reservado... y una señora además! Pues si es un caballero, lo menos que puede valer es un chelín por día, y los recados aparte.

Estimulado por esta reflexión, empezó Mr. Samuel a cepillar con tanto afán, que en pocos minutos botas y zapatos, con un pulimento tan brillante que hubiera causado envidia a los manes del simpático Mr. Warren (porque en El Ciervo Blanco se usaba la pasta Day Martin), llegaban a la puerta del cinco.

—Adelante —dijo una voz de hombre en respuesta a la llamada de Sam.

Marcó Sam su más fina cortesía y hallóse en la presencia de una señora y un caballero que estaban almorzando. Después de depositar con profunda oficiosidad una bota al lado de cada pie del caballero y un zapato al lado de cada uno de los de la señora, retiróse hacia la puerta.

—Botas —dijo el caballero.

—Sir —dijo Sam cerrando la puerta y posando una mano en el picaporte.

—¿Sabe usted... cómo se llama... Doctor's Commons?

—Sí, sir.

—¿Dónde está?

—Plaza de la Iglesia de San Pablo, sir; arco bajo en el paso de los coches; librería a un lado, un hotel en el otro y dos ujieres en medio para las licencias.

—¿Licencias de matrimonio? —dijo el caballero.

—Licencias de matrimonios —replicó Sam—. Dos mozos de mandil blanco... se llevan la mano al sombrero al entrar usted... ¿Licencia, sir, licencia? Gentuza, tanto ellos como sus amos, sir...; lo mismo que los procuradores de la Audiencia; palabra.

—¿Y qué es lo que hacen? —preguntó el caballero.

—¡Lo que hacen! ¡Se apoderan de usted, sir! Y no es esto lo peor. Le meten en la cabeza a los viejos lo que ellos ni siquiera soñaban. Mi padre, sir, era cochero. Era viudo y bastante gordo para atreverse a cualquier cosa... descomunalmente gordo. Muere su mujer y le deja cuatrocientas libras. Pues allá que se va a los Doctor's Commons a buscar un hombre de leyes para sacar el parné... muy elegante... botas altas... flor en el ojal... sombrero de ala ancha... bufanda gris... todo un caballero. Pasa el arco pensando en cómo debía invertir el dinero... viene el ujier; le saluda... «¿Licencia, sir, licencia?» «¿Qué es eso?», dice mi padre. «Licencia, sir», dice el ujier. «¿Qué licencia?», dice mi padre. «Licencia de matrimonio», dice el ujier. «Vaya una cosa», dice mi padre; «nunca he pensado en eso». «Usted necesita una, sir», dice el ujier. Mi padre se detiene y piensa un momento. «No», dice, «quia; soy ya viejo, y además demasiado gordo». «Eso no importa nada, sir», dice el ujier. «¿Cree usted que no?», dice mi padre. «Ni lo más mínimo», dice el ujier; «el lunes casamos a un caballero doble que usted.» «¡Ah!, ¿sí?», dice mi padre. «Ya lo creo», dice el ujier; «si es usted un nene a su lado...; por aquí, sir..., por aquí.» Y mi padre le sigue como va un mono domesticado detrás del organillo hasta un pequeño despacho interior donde hay un individuo sentado entre papeles sucios y cajas de lata, haciendo que hacemos. «Tenga la bondad de sentarse mientras que le hago el affidávit, sir», dice el procurador. «Gracias, sir», dice mi padre, y se sienta y empieza a mirar a todas partes con la boca abierta y a fijarse en los nombres que hay en las cajas. «¿Cuál es su nombre, sir?», dice el procurador. «Antonio Weller», dice mi padre. «¿Parroquia?», dice el procurador. «Belle Savage», dice mi padre, porque acostumbraba parar en ese sitio y no sabía nada de parroquias. «¿Y cuál es el nombre de la señora?», dice el procurador. Mi padre se quedó de una pieza. «¿Yo qué sé?», dice. «¡No lo sabe! », dice el procurador. «Sé lo mismo que usted», dice mi padre. «¿No puede ponerse el nombre después?» «¡Imposible!», dice el procurador. «Muy bien», dice mi padre, después de meditar un momento; «ponga usted señora Clarke.» «¿Qué, Clarke?», dice el procurador, mojando la pluma en el tintero. «Susana Clarke, Marquesa de Granbi, de Dorking», dice mi padre; «estoy seguro de que me aceptará si se lo propongo...; nunca le dije nada, pero me aceptará, lo sé». Se extendió la licencia y ella le aceptó; y es más: aún le tiene en su poder, y aún no he visto ni una de las cuatrocientas libras; mala suerte. Perdóneme, sir —dijo Sam al concluir—; pero cuando hablo de estos abusos me dejo ir lo mismo que una carretilla con el eje engrasado.

Dicho lo cual, y después de callarse un momento, por si se le necesitaba para algo más, abandonó Sam la estancia.

—Las nueve y media... tiempo justo... salgo en seguida —dijo el caballero, al que no será necesario presentar como a Mr. Jingle.

—El tiempo ¿para qué...? —dijo la solterona con aire de coquetería.

—La licencia, ángel querido... avisar a la iglesia... llamarla mía mañana —dijo Mr. Jingle estrujando la mano de la solterona.

—¡La licencia! —dijo Raquel ruborizándose.

—La licencia —replicó Mr. Jingle—.

—A escape, en posta, por la licencia;

—a escape, a escape, ya estoy aquí.

—¡Cómo corre usted! —dijo Raquel.

—Correr... nada es eso para lo que correrán las horas, los días, las semanas, los meses, los años, cuando estemos unidos... correr... volarán, relámpagos... como el agua... vapor... cien caballos... como nada.

—¿No podríamos... no podríamos casarnos antes de mañana por la mañana? —preguntó Raquel.

—Imposible... no puede ser... aviso a la iglesia... dejar hoy la licencia... ceremonia mañana.

—Me aterra el que mi hermano llegara a descubrirnos —dijo Raquel.

—Descubrirnos... tonta... reventados con el vuelco... precaución extremada... tomamos el coche... vinimos al Borough... último sitio en que ha de buscarnos... ¡ah, ah!... Magnífica idea.

—No se retrase mucho —dijo con ternura la solterona mientras que Mr. Jingle se calaba el pellizcado sombrero.

—¡Retrasarme!... ¡Dulce tormento!...

Y acercándose Mr. Jingle a la solterona con ademán juguetón, imprimió en sus labios un casto beso y salió del gabinete bailoteando.

—¡Hombre adorado! —dijo la dama al cerrarse la puerta.

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