Los papeles póstumos del club Pickwick (16 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Caía la tarde. Isabela y Emilita habían salido a pasear con Mr. Trundle; la sorda anciana dormía en su sillón; los ronquidos del chico gordo llegaban desde la cocina, dejando oír un son bajo y monótono; las vivarachas doncellas se holgaban a la puerta, disfrutando de la plácida noche al mismo tiempo que insinuaban flirteos incipientes con ciertos mozos afectos a la granja; y allí estaba la interesante pareja abandonada de todos, sin cuidarse de nadie y sólo pensando en sí mismos; allí estaban sentados, como un par de guantes, de gamuza cuidadosamente doblados..., estrechamente ligados el uno al otro.

—He olvidado mis flores —dijo la solterona.

—Riéguelas ahora —dijo Mr. Tupman con persuasivo acento.

—Va usted a enfriarse con el aire de la noche —arguyó la solterona afectuosamente.

—No, no —dijo Mr. Tupman levantándose—; me hará bien. Permítame que le acompañe.

La señora se detuvo un momento para ajustar el cabestrillo que sostenía el brazo del caballero, y, tomando su brazo derecho, le condujo al jardín.

Al extremo de éste había un cenador cuajado de madreselvas, jazmines y plantas trepadoras; era uno de esos dulces retiros que los hombres disponen con objeto de que se acomoden las arañas.

La solterona se proveyó de una regadera que había en un rincón, y se disponía a salir del cenador. Detúvola Mr. Tupman y la hizo sentar junto a sí.

—¡Miss Wardle! —dijo el caballero.

La dama empezó a temblar, y algunos guijarros que habíanse colado en la amplia regadera empezaron a chocar, produciendo un ruido parecido al del sonajero de un niño.

—¡Miss Wardle —dijo Mr. Tupman—, es usted un ángel!

—¡Mr. Tupman! —exclamó Raquel tiñéndose de un rojo tan vivo como el de la regadera.

—Lo sé demasiado —dijo el elocuente pickwickiano.

—A todas las mujeres nos llaman ángeles —murmuró la señora bromeando.

—Entonces, ¿qué puede usted ser o a qué puedo compararla? —replicó Mr. Tupman—. ¿Dónde está la mujer que pueda parecerse a usted? ¿Dónde que no sea aquí podría yo encontrar tan raro conjunto de bondad y belleza? ¿Dónde podría yo buscar...? ¡Oh!

Calló Mr. Tupman y apretó la mano que empuñaba el asa de la feliz regadera.

La dama volvió la cabeza.

—¡Los hombres son tan embusteros! —murmuró dulcemente.

—Lo son, lo son —exclamó Mr. Tupman—, pero no todos. Uno hay, por lo menos, que no varía jamás...; hay un ser que se daría por muy contento dedicando a la felicidad de usted su existencia entera..., que sólo vive en sus ojos..., que sólo respira con su sonrisa..., que sólo soportaría por usted la pesada carga de la vida.

—¿Y podría hallarse a un ser semejante? —dijo la dama.

—Puede encontrarse —atajó con fuego Mr. Tupman—. Está encontrado. Está aquí, Miss Wardle.

Y antes de que la dama se diera cuenta de la intención estaba Mr. Tupman arrodillado a sus pies.

—Levántese, Mr. Tupman —dijo Raquel.

—¡Jamás! —respondió el caballero enérgicamente—. ¡Oh, Raquel!

Tomó Mr. Tupman la mano inerte de la señora, y cayó al suelo la regadera al oprimir el caballero aquélla con sus labios.

—¡Oh, Raquel, diga que me ama!

—Mr. Tupman —dijo la solterona moviendo la cabeza maliciosamente—, me faltan las palabras; pero... no me es usted completamente indiferente.

No bien oyó Mr. Tupman esta declaración, se entregó a todas las expansiones que su entusiasmo le sugería, y que, según hemos oído decir (pues nosotros no estamos muy versados en tales asuntos), son naturales en tales circunstancias. Irguióse el caballero y, rodeando con su brazo el cuello de la dama, estampó en sus labios numerosos besos, que después de una resistencia y de una lucha, que eran obligadas, recibió ella con tan perfecta aquiescencia, que no sabemos cuántos más le hubiera regalado Mr. Tupman de no haber la señora experimentado un ligero sobresalto y exclamado en tono de espanto:

—¡Mr. Tupman, se nos mira!... ¡Estamos descubiertos!

Mr. Tupman miró a su alrededor. Allí estaba el chico gordo completamente inmóvil contemplando el cenador con sus grandes ojos redondos, sin que el más experto fisonomista pudiera advertir en su rostro ni el asombro, ni la curiosidad, ni ninguna otra de las sensaciones que agitan el pecho humano. Mr. Tupman miró al chico gordo, y el chico gordo miró a Mr. Tupman; y cuanto más observaba Mr. Tupman la patente inexpresión de la cara del muchacho, más se convencía de que ni sabía ni había oído nada de lo ocurrido. Tranquilizado con estas impresiones, dijo con gran aplomo:

—¿Qué busca usted aquí, sir?

—La cena está dispuesta, sir —se le respondió sin vacilar.

—¿Acaba usted de llegar, sir? —le interrogó Mr. Tupman con mirada penetrante.

—En este momento —replicó el chico gordo.

Mr. Tupman le miró nuevamente con severidad; mas no se dibujó un guiño en sus ojos ni un gesto en su faz.

Tomó Mr. Tupman el brazo de la dama y se dirigieron a la casa, seguidos del chico gordo.

—No se ha enterado de nada —murmuró el caballero.

—De nada —dijo la solterona.

Detrás de la pareja oyóse un sonido comparable al de una carcajada mal contenida. Mr. Tupman se volvió rápidamente. No, no podía haber sido el muchacho; no se advertía en su rostro signo de burla ni de ningún otro sentimiento.

—Debe de haber estado profundamente dormido —murmuró Mr. Tupman.

—Es indudable —replicó la solterona.

Ambos rieron de muy buena gana.

Pero se equivocaba Mr. Tupman: el chico gordo, por una vez, no se había dormido. Estaba despierto, para hacerse cargo de lo que había pasado.

Transcurrió la cena sin que se hiciera el menor intento de una conversación general. La anciana estaba acostada; Isabela Wardle se dedicaba exclusivamente a Mr. Trundle; las atenciones de la solterona se reservaban para Mr. Tupman, y los pensamientos de Emilita parecían complacerse en algún objeto distante... tal vez girasen en torno del ausente Mr. Snodgrass.

Dio el reloj las once, las doce, la una, y los caballeros no acababan de llegar. En todas las caras pintábase la consternación. ¿Se habrían extraviado o les habrían robado? ¿Debería enviarse con linternas a varios hombres en todas las direcciones que podrían seguir para el regreso, o estarían...? ¡Ah!, allí estaban ya. ¿Qué sería lo que les había hecho retrasarse? ¡Oían además una voz extraña! ¿A quién podría pertenecer? Precipitáronse a la cocina, donde los excursionistas estaban confortándose, y al punto obtuvieron una explicación más que suficiente de las circunstancias verdaderas del caso.

Mr. Pickwick, con sus manos en los bolsillos y con su sombrero completamente caído sobre el ojo derecho, apoyábase en un banco, balanceando su cabeza y emitiendo una serie ininterrumpida de las más melifluas y bondadosas sonrisas, sin que ni remotamente fuera ostensible la causa que las producía. Mr. Wardle, con el rostro encendido, oprimía la mano de un caballero desconocido, murmurándole las seguridades de una amistad eterna; Mr. Winkle, sostenido a duras penas contra el reloj de pared, dedicábase a amenazar con desfallecido acento al primero de la familia que se atreviese a sugerir la conveniencia de retirarse a descansar, y Mr. Snodgrass se había desplomado sobre una silla y mostraba en su rostro expresivo la más desdichada y mísera tristeza que puede concebir la mente humana.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntaron las tres señoras.

—No ha ocurrido nada —replicó Mr. Pickwick—. Nosotros... nosotros estamos... perfectamente. Digo, Wardle, estamos perfectamente, ¿no es verdad?

—Eso creo yo —replicó el cordial huésped—. Queridas mías, aquí está mi amigo Mr. Jingle... amigo de Mr. Pickwick. Mr. Jingle, venga usted.

—¿Le ha ocurrido algo a Mr. Snodgrass, sir? —inquirió Emilita, anhelante.

—No le ha ocurrido nada, señora —replicó el intruso—. Comida de
cricket...
partido glorioso... canciones admirables... viejo Porto... tinto... muy bien... vino, señora... vino...

—No ha sido el vino —murmuró Mr. Snodgrass con voz desmayada—; ha sido el salmón.—(En tales casos todo tiene la culpa menos el vino.)

—¿No sería mejor que se fueran a la cama? —insinuó Emma—. Dos de los muchachos subirán con los caballeros.

—Yo no me voy a la cama —dijo Mr. Winkle resueltamente.

—No habrá muchacho que me lleve a mí —declaró Mr. Pickwick con gran firmeza, y continuó sonriendo como antes.

—¡Hurra! —exclamó Mr. Winkle desfallecido.

—¡Hurra! —contestó Mr. Pickwick quitándose el sombrero, tirándolo al suelo y arrojando violentamente sus lentes en medio de la cocina...

Ante este rasgo festivo se echó a reír con toda su alma.

—Que nos den... otra... botella —exclamó Mr. Winkle, empezando en tono alto y terminando en otro débil.

Inclinó hacia el pecho su cabeza, y musitando su invencible resolución de no irse a la cama, manifestando una contrariedad sanguinaria por no haber «concluido con el viejo Tupman» por la mañana, se quedó dormido. En tal estado fue transportado a su habitación por dos jóvenes gigantescos y bajo la personal vigilancia del chico gordo, a cuyo cuidado y protección confió Mr. Snodgrass poco después su persona. Mr. Pickwick aceptó el brazo que le tendiera Mr. Tupman y desapareció tranquilamente, sonriendo más que nunca. Mr. Wardle, después de despedirse de toda su familia tan entrañablemente como si estuviera a punto de ser ejecutado, otorgó a Mr. Trundle el honor de conducirle escaleras arriba, y se retiró con el vano empeño de aparecer solemne y grave.

—¡Qué escena tan grotesca! —dijo la solterona.

—¡Muy... desagradable! —añadieron las dos muchachas.

—¡Terrible..., terrible! —dijo Jingle con rostro severo, no obstante llevar a sus compañeros más de botella y media de ventaja—. ¡Horrendo espectáculo!

—¡Qué hombre tan encantador! —murmuró la solterona a Mr. Tupman.

—¡Y guapo! —opinó Emilia Wardle.

—¡Oh, ya lo creo! —observó la solterona.

Mr. Tupman recordó a la viuda de Rochester y experimentó una gran turbación. La conversación que sostuviera media hora antes no había sido bastante para calmar su ánimo inquieto. Era el nuevo visitante sumamente dicharachero, y el número de sus anécdotas sólo comparable a su inagotable galantería. Notó Mr. Tupman que la popularidad de Jingle aumentaba, en tanto que la suya propia iba quedando en la sombra. Así que su risa era forzada y fingido su buen humor; y cuando al fin ocultó entre las sábanas sus sienes dolientes, pensó con horrible complacencia en la satisfacción que le produciría tener la cabeza de Jingle entre el colchón de plumas y la armadura de la cama.

El infatigable intruso se levantó temprano a la mañana siguiente, y aunque sus compañeros continuaban en el lecho, fatigados por la disipación de la noche precedente, se empleó con verdadero éxito en promover la hilaridad en la mesa durante el almuerzo. Tan afortunados fueron sus rasgos, que hasta la sorda vieja se empeñó en que se le repitieran por la trompetilla una o dos de las más graciosas cuchufletas del intruso, y hasta llegó a decir a la solterona que Jingle era un muchacho muy picaruelo; apreciación que compartían con ella todas las presentes.

Acostumbraba la vieja solazarse un rato en el cenador en las mañanas hermosas del verano, en aquel mismo cenador en que ya se nos ha mostrado Mr. Tupman. El paseo se llevaba a efecto con arreglo al siguiente ritual: primero el chico gordo tomaba de una percha que había junto a la habitación de la anciana una negra cofia de satén, un chal de algodón y un grueso bastón con un puño muy grande; la anciana, después de ponerse la cofia y el chal con todo detenimiento, apoyándose en el bastón con una mano y en el hombro del muchacho con la otra, caminaba despacio hacia el cenador, donde el chico la dejaba gozar durante media hora del fresco de la mañana, volviendo por ella al cabo de este tiempo para restituirla a la casa.

Era la anciana muy metódica y muy aficionada a la regularidad; y habiéndose efectuado esta ceremonia durante tres veranos sucesivos sin la más pequeña modificación, recibió aquella mañana gran sorpresa al ver que el muchacho, en vez de dejarla en el cenador, sólo se apartó unos cuantos pasos y volvió hacia ella con aire de malicia y profundo sigilo.

Era medrosa la anciana, como casi todas las viejas, y su impresión primera fue la de que el rollizo muchacho se proponía ocasionarle algún daño con el intento de apoderarse de sus monedas. Sintió anhelos de gritar pidiendo socorro, mas la edad y los achaques habíanla privado largo tiempo hacía el poder de gritar; atisbó, sin embargo, los movimientos del muchacho con intenso terror, que no disminuyó, ni mucho menos, al acercársele el mozo y gritarle al oído, en un tono de agitación que a ella le parecía de amenaza:

—¡Mi ama!

En aquel momento acertó Mr. Jingle, que paseaba por el jardín, a pasar junto al cenador. Oyó el grito de «mi ama», y se paró para ver si pescaba más. Tres razones tenía para proceder de esa suerte. En primer lugar, sentía la curiosidad de todo el que está ocioso; en segundo, no conocía el escrúpulo, y en tercero y último, se hallaba oculto tras unos arbustos en flor. Allí se estacionó, disponiéndose a escuchar.

—¡Mi ama! —gritó el muchacho.

—Vamos a ver, José —dijo temblando la vieja—. Yo he sido buena para ti, José. Siempre se te ha tratado cariñosamente. Nunca has tenido mucho que hacer, y se te ha dado de comer bastante bien.

Estas últimas palabras constituían una eficaz invocación a los más tiernos sentimientos del muchacho. Pareció conmoverse al replicar con énfasis:

—Ya sé que tengo bastante.

—Pues entonces, ¿qué es lo que deseas ahora? —dijo la anciana, cobrando ánimos.

—Quiero hacer que usted se estremezca —replicó el muchacho.

Esto pareció a la vieja una muestra de gratitud reveladora de una gran sed de sangre; y como la vieja no acertaba a descubrir los medios que habían de conducirle a este resultado, tornaron sus primeros temores.

—¿Qué dirá usted que vi anoche en este mismo cenador? —preguntó el muchacho.

—¡Dios mío!, ¿qué? —exclamó la anciana, alarmada por la solemne actitud del corpulento muchacho.

—Ese señor..., el del brazo herido..., una de besos y abrazos...

—¿A quién, José? No será a ninguna de las criadas, supongo.

—Peor que eso —murmuró el chico al oído de la señora.

—¿A ninguna de mis nietas?

—Peor que eso.

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