Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Jondalar reparó en cómo observaba la gente a Ayla y oyó mencionar su nombre en las conversaciones de fondo. De pronto escuchó decir a un hombre:
–Una mujer de notable belleza la que Jondalar ha traído a casa.
–Era de esperar que trajera a una mujer hermosa –respondió una voz femenina–. Pero, además de belleza, tiene valor y una voluntad férrea. Me gustaría conocerla mejor.
Jondalar volvió a mirar a Ayla; era realmente bella, cualquiera que fuera la indumentaria que llevara. Pocas mujeres podían lucir tan excepcional figura, y menos aún mujeres de su edad, que normalmente habían tenido uno o dos hijos y habían perdido el tono muscular de la juventud. Pocas se pondrían un conjunto tan ceñido aunque fuera apropiado hacerlo. En su mayoría preferirían ropa más holgada, más cómoda, que disimulara mejor las formas. Se relajó y sonrió, recordando el paseo a caballo de esa tarde y el alto en la meseta y pensando en lo afortunado que era.
Marona y sus tres cómplices, todavía riendo, habían regresado a la habitación para recomponer los estragos sufridos por la pintura de sus caras. Tenían planeado aparecer más tarde, ataviadas con sus mejores y más adecuadas galas, seguras de que la suya sería una gran entrada.
Marona se había cambiado la falda taparrabos por otra larga y elegante de una piel muy flexible, unida a una sobrefalda con fleco que le envolvía cintura y caderas, pero llevaba la misma túnica corta y ornamentada. Portula ya antes lucía su falda y sayo preferidos. Lorava sólo tenía allí la túnica corta, pero las otras mujeres le habían prestado una larga sobrefalda con flecos y varios collares y pulseras, y luego le habían pintado la cara con un grado de elaboración nuevo para ella. Wylopa, riendo mientras se quitaba la camisa y los calzones de hombre, se había puesto sus propios calzones, sumamente ornados y teñidos de un rojo anaranjado, y su túnica, de un color más intenso y con flecos oscuros.
Una vez preparadas, salieron de la vivienda y se encaminaron juntas a la terraza delantera. Pero la gente, al advertir la presencia de Marona y sus amigas, les volvió la espalda con toda deliberación y les hizo caso omiso. Los zelandonii no eran un pueblo cruel. Se habían reído de la forastera únicamente por la sorpresa que les había causado la idea de que una mujer adulta llevara la ropa interior de invierno de un muchacho y un cinturón de pubertad. Pero la mayoría de ellos desaprobaba aquella broma de mal gusto. Era un descrédito para todos ellos, ya que ofrecía una imagen de falta de cortesía y hospitalidad. Ayla era su invitada, y muy probablemente se convertiría en una de los suyos. Además, la dignidad con que había sobrellevado la situación demostraba su entereza, y todos se enorgullecían de ella.
Las cuatro mujeres vieron un numeroso grupo en torno a alguien, y cuando varias personas se apartaron, tuvieron ocasión de comprobar que era Ayla quien se hallaba en el centro, vestida aún con la ropa que le habían dado. «¡Ni siquiera se había cambiado!», pensó Marona, atónita. Estaba convencida de que alguna mujer de la familia de Jondalar proporcionaría a la recién llegada algo más apropiado que ponerse, y eso en caso de que se atreviera a aparecer de nuevo. Pero sus planes para ridiculizar a la extraña mujer con la que Jondalar había vuelto, tras dejarla a ella plantada sin nada más que una promesa vacía, habían acabado poniéndola a ella en evidencia, mostrándola ante todos como una persona rencorosa y mezquina.
La cruel broma de Marona se había vuelto contra ella, y estaba furiosa. Había convencido a sus amigas para que la ayudaran, prometiéndoles que serían el centro de atención, que destacarían por encima de las demás. En cambio, parecía que todos hablaban de la mujer de Jondalar. Incluso su extraño acento, debido al cual Lorava había tenido que sofocar sus carcajadas y Wylopa había tenido problemas para entenderla, era considerado por todos exótico y encantador.
Era Ayla quien recibía toda la atención, y las tres amigas de Marona se arrepentían de haberse dejado persuadir. Portula en particular se había mostrado muy reacia a ayudarla. Sólo había accedido porque Marona, famosa por su habilidad para hacer intrincados dibujos faciales, le había prometido que le pintaría la cara. Por otra parte, Ayla no le había causado mala impresión. Era cordial, y ahora no cabía duda de que estaba entablando amistad… con todos los demás.
¿Por qué no se habían dado cuenta antes de que la ropa de chico realzaba la belleza de la recién llegada? Pero las cuatro mujeres habían visto lo que esperaban ver: el simbolismo, no la realidad. Ninguna de ellas se habría imaginado a sí misma exhibiéndose en público con tal indumentaria, pero a Ayla eso le traía sin cuidado. Carecía de sensibilidad emocional o cultural respecto a aquellas prendas y lo que representaban. Para ella sencillamente eran una ropa cómoda. Tan pronto como superó el desconcierto inicial provocado por las risas, se olvidó de ello. Y al olvidarse ella se olvidaron también todos los demás.
Un enorme bloque de piedra caliza con la cara superior relativamente plana se alzaba en la terraza frente al gran refugio. Se había desprendido del borde del saliente hacía tanto tiempo que nadie recordaba desde cuándo estaba allí. Solía usarse cuando alguien deseaba reclamar la atención de quienes se congregaban en las inmediaciones porque, de pie sobre ella, una persona quedaba a cierta altura por encima de los demás.
Cuando Joharran saltó a la Piedra de los Oradores, la multitud empezó a sumirse en un silencio de expectación. Tendió la mano a Ayla para ayudarla a subir y luego a Jondalar para invitarlo a colocarse junto a ella. Lobo se encaramó a la piedra de un brinco sin que lo invitaran y se situó entre la mujer y el hombre de la única manada que había conocido en su vida. Juntos sobre la piedra, por encima de los demás, el hombre alto y apuesto, la mujer bella y exótica y el lobo enorme y magnífico ofrecían una imponente imagen. Marthona y la Zelandoni, una al lado de la otra, contemplaron al trío y luego cruzaron una breve mirada, cada una absorta en pensamientos que habrían sido difíciles de expresar con palabras.
Joharran permaneció inmóvil, aguardando a que todos se dieran cuenta de que habían subido a la piedra y callaran. Observando a los presentes, tuvo la certeza de que se encontraba allí la Novena Caverna al completo. No faltaba una sola persona. Luego reconoció a varios miembros de cavernas cercanas. Comprendió que la reunión había atraído a mucha más gente de la que preveía.
A la izquierda se hallaba la mayoría de la Tercera Caverna y, junto a ellos, la Decimocuarta Caverna. Al fondo, a la derecha, se agrupaba mucha gente de la Undécima. Había incluso unos cuantos de la Segunda Caverna y algunos de sus parientes de la Séptima, situada al otro lado del valle que las separaba. Repartidos entre el resto, Joharran vio a unas pocas personas de la Vigésimo novena y hasta a un par de la Quinta. Todas las cavernas de la vecindad estaban representadas, y algunos se habían desplazado desde bastante lejos.
«La voz ha corrido deprisa, pensó. Deben de haberse enviado mensajeros. Quizá ni siquiera sea necesario celebrar una segunda reunión para la comunidad más amplia. Todo el mundo está presente, según parece. Tendría que haberlo supuesto. Y también todas las cavernas situadas río arriba a lo largo del camino deben de haberlos visto llegar. Al fin y al cabo, Jondalar y Ayla viajaban en dirección sur sobre los lomos de los caballos. Puede que este año venga mucha más gente a la Reunión de Verano. Tal vez convenga planear una gran cacería antes de partir, para colaborar en el abastecimiento de provisiones.»
Cuando captó la atención de todos, esperó un instante más, que dedicó a poner en orden sus ideas.
–Como jefe de la Novena Caverna de los zelandonii, yo, Joharran, deseo tomar la palabra –empezó finalmente, y entre la multitud se desvanecieron las últimas voces–. Veo que esta noche contamos con un gran número de visitantes, y en nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, tengo el placer de daros a todos la bienvenida a esta reunión para celebrar el regreso de mi hermano, Jondalar, tras su largo viaje. Damos gracias a la Madre, que ha velado por él cuando sus pies hollaban tierras desconocidas y guiado sus pasos errantes de vuelta a casa.
Entre la concurrencia se oyeron algunas voces. Joharran se interrumpió, y Ayla vio arrugarse su frente en aquella expresión familiar que tan a menudo asomaba al rostro de Jondalar. Sintió por él el mismo cálido afecto que la primera vez que advirtió en él ese gesto común de los dos hermanos.
–Como probablemente ya sabéis casi todos –prosiguió Joharran–, el hermano que emprendió el viaje con Jondalar no regresará. Thonolan camina ahora por el otro mundo. La Madre ha reclamado la presencia ante Ella de uno de sus favoritos. –Bajó la vista por un momento.
Como otras veces, esa referencia resultó chocante a Ayla. No se interpretaba necesariamente como buena suerte el hecho de tener tanto talento, tantos dones, de ser amado por la Madre hasta el punto de que Ella lo considerara uno de sus favoritos. A veces la Madre echaba de menos a sus favoritos y reclamaba su presencia ante Ella antes de tiempo, cuando eran aún jóvenes.
–Pero Jondalar no ha vuelto solo –continuó Joharran, y sonrió a Ayla–. Supongo que a pocos sorprende la noticia de que mi hermano ha conocido a una mujer durante su viaje.
Entre la gente se produjeron risas ahogadas y sonrisas de complicidad.
–Aun así no esperaba ni siquiera de Jondalar que encontrara a una mujer tan excepcional, debo admitirlo.
Ayla se ruborizó cuando el significado de aquellas palabras quedó claro. En esta ocasión su vergüenza no se debía a las risas burlonas, sino al halago de Joharran.
–Una presentación formal a cada uno de los aquí presente podría llevarnos días, en especial si todos decidieran incluir su lista completa de títulos y lazos. –Joharran volvió a sonreír, y mucha gente respondió con gestos de asentimiento y miradas de comprensión–. Además, sería imposible que nuestra invitada se acordara luego de todos. Hemos decidido, pues, hacer una presentación general, y dejar que más adelante cada uno de vosotros se presente personalmente cuando tenga la oportunidad. –Joharran se volvió y sonrió a la mujer que estaba a su lado en la piedra elevada. Luego miró al hombre alto y rubio y su expresión se tornó más seria–. Jondalar de la Novena Caverna de los zelandonii, maestro tallador de pedernal; hijo de Marthona, ex jefa de la Novena Caverna; nacido en el Hogar de Dalanar, jefe y fundador de los lanzadonii; hermano de Joharran, jefe de la Novena Caverna, ha regresado después de cinco años de largo y penoso viaje. Ha traído consigo a una mujer de una tierra tan lejana que han necesitado un año entero para realizar el viaje hasta aquí. –El jefe de la Novena Caverna cogió las manos de Ayla entre las suyas–. En nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, presento a todos los zelandonii a Ayla de los Mamutoi, miembro del Campamento del León, hija del Hogar del Mamut, elegida por el espíritu del León Cavernario y protegida por el espíritu del Oso Cavernario. –En este punto sonrió–, y como hemos visto, amiga de caballos y de Lobo.
Jondalar estaba convencido de que el lobo había sonreído, como si supiera que lo presentaban a él.
«Ayla de los Mamutoi», pensó Ayla, recordando los tiempos en que era «Ayla de Nadie». Sintió una honda gratitud hacia Talut y Nezzie y el resto del Campamento del León por darle un lugar de pertenencia. Pugnó por contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Los echaba de menos a todos.
Joharran soltó una de las manos de Ayla y, sosteniendo la otra, se volvió de cara a las cavernas reunidas.
–Os pido que deis la bienvenida a esta mujer que ha recorrido tan larga distancia con Jondalar, que le deis la bienvenida a esta tierra de los zelandonii, los Hijos de la Gran Madre Tierra. Mostradle la hospitalidad y el respeto con que los zelandonii honran a sus invitados, en particular a una de las bendecidas por Doni. Hacedle saber el valor que concedemos a nuestros visitantes.
Hubo miradas de soslayo en dirección a Marona y sus amigas. La broma ya no tenía gracia para nadie. Ahora les tocaba a ellas sentirse abochornadas, y al menos Portula se puso roja como la grana cuando alzó la vista y miró a la forastera, de pie sobre la Piedra de los Oradores vestida con el cinturón de la pubertad y la ropa interior propios de un muchacho. Ignoraba que la ropa que le ofrecían era inapropiada. Carecía de importancia. Su manera de llevarla había convertido aquellas prendas en un atuendo totalmente digno.
A continuación Ayla, asaltada por la necesidad de hacer algo, dio un corto paso al frente.
–En el nombre de Mut, Gran Madre de Todos, a quien conocéis como Doni, yo os saludo, zelandonii, Hijos de esta hermosa tierra, Hijos de la Gran Madre Tierra, y agradezco vuestra bienvenida. También deseo expresaros mi gratitud por acoger entre vosotros a mis amigos animales, por permitir que Lobo se quede conmigo dentro de una morada. –Lobo la miró al oír su nombre–. Y por proporcionar un espacio a los caballos, Whinney y Corredor.
Entre la concurrencia se produjo una inmediata reacción de sorpresa y sobresalto. Si bien tenía un acento bastante marcado, no fue su manera de hablar lo que dejó atónita a la gente. En el ambiente de formalidad de las presentaciones, Ayla pronunció el nombre de su yegua tal como llamaba a Whinney en un principio, y los presentes quedaron estupefactos por el sonido que había surgido de su boca. Ayla había reproducido con tal perfección el relincho de un caballo que por un momento la gente pensó que en efecto procedía de un caballo. No era la primera vez que Ayla sorprendía a los demás con su capacidad para imitar las voces de los animales, tanto la del caballo como las de otros.
Ayla no guardaba recuerdo alguno de la lengua que había conocido en su infancia, ni de ningún otro aspecto de su vida anterior al clan, excepto unos cuantos sueños muy vagos y un profundo miedo a los terremotos. Pero Ayla y los de su clase sentían una compulsión inherente, un impulso genético casi tan intenso como el hambre, respecto al lenguaje verbal. Cuando vivía sola en el valle tras separarse del clan y antes de aprender nuevamente a hablar gracias a Jondalar, desarrolló por sí misma verbalizaciones a las que atribuía un significado, una lengua que sólo ella –y Whinney y Corredor en cierta medida– comprendía.
Ayla poseía una aptitud natural para articular sonidos, y a falta de un lenguaje verbal y viviendo sola sin oír más voces que las de los animales, empezó a imitarlos. La lengua personal que creó era una combinación de los sonidos infantiles que su hijo había comenzado a emitir antes de que la obligaran a abandonarlo, las pocas palabras habladas por el clan y la imitación onomatopéyica de los sonidos propios de los animales, incluidos los trinos de los pájaros. Con el tiempo y la práctica, imitaba sus sonidos con tal exactitud que ni siquiera los animales notaban la diferencia.