Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Se despidieron de quienes se hallaban alrededor, pero al volverse para mirar hacia atrás Ayla advirtió que Brukeval lanzaba otra mirada colérica a Charezal. Mientras regresaban a la morada de Marthona, preguntó a Jondalar:
–¿Has visto cómo miraba tu primo a Charezal? Rezumaba odio.
–No me sorprende que se haya ofendido por el comentario de Charezal –dijo Jondalar, a quien el joven tampoco había despertado gran simpatía–. Ya sabes que llamar a alguien «cabeza chata» es un grave insulto, y peor aún llamárselo a la madre de uno. Brukeval ya antes ha sido víctima de esa clase de provocación, sobre todo de pequeño… Los niños pueden ser muy crueles.
Jondalar le contó que años atrás cuando algún niño se proponía zaherir a Brukeval lo llamaba «cabeza chata». Si bien carecía de ese rasgo específico del clan que había dado pie a dicho epíteto –la frente huidiza–, era el único insulto con el que todos tenían casi la total garantía de desatar su ira. Y para el pequeño huérfano que apenas ha conocido a su madre, resultaba aún más injurioso que se refirieran a ella con el término que remitía a la más infame de todas las abominaciones imaginables, un ser medio animal, medio humano.
En la infancia, dada su previsible respuesta emocional, aquellos que lo aventajaban en estatura o edad, con la crueldad despreocupada propia de los niños, lo mortificaban llamándolo «cabeza chata» e «hijo de una abominación». Pero al crecer compensó con una gran fuerza física lo que le faltaba en estatura. Después de unas cuantas peleas con chicos que eran más altos que él pero no podían rivalizar ni remotamente con su fenomenal potencia muscular –y menos cuando a ésta se unía una rabia incontrolada–, los jóvenes empezaron a reprimir sus pullas detestables, como mínimo en su presencia.
–No sé por qué molesta tanto a la gente, pero probablemente sea verdad –comentó Ayla–. Creo que lleva sangre del clan en sus venas. Me recuerda a Echozar, pero en Brukeval hay menos parte del clan. No se le nota tanto…, salvo por esa mirada, que me ha traído a la memoria la forma de mirarme de Broud.
–No estoy muy seguro de que sea una mezcla –dijo Jondalar–. Quizá algún antepasado vino de un lugar lejano; no se me ocurre otra posibilidad de ese superficial parecido con los cabe… con la gente del clan.
–Es primo tuyo. ¿Qué sabes de él?
–En realidad, no sé apenas nada con certeza, pero puedo decirte lo que he oído contar. Según los más viejos de la comunidad, cuando la abuela de Brukeval era muy joven, se vio separada de su gente durante el viaje a una Reunión de Verano que se celebraba muy lejos. Debía someterse a sus Primeros Ritos en esa asamblea. No la encontraron hasta finales del verano. Por lo visto, se comportaba de manera irracional, casi por completo incoherente. Afirmó que había sido atacada por unos animales. Dicen que nunca volvió a recuperarse del todo, pero no vivió mucho más. Al poco tiempo de su regreso, se descubrió que había sido bendecida por la Madre, pese a no haber pasado por los Primeros Ritos. Murió poco después de dar a luz a la madre de Brukeval, o quizá como consecuencia del parto.
–¿Dónde se cree que estuvo? –preguntó Ayla.
–Nadie lo sabe.
Ayla se quedó pensativa con el entrecejo fruncido.
–Debió de encontrar alimento y cobijo mientras estaba ausente.
–Por lo que sé, no volvió muerta de hambre –confirmó Jondalar.
–En cuanto a los animales que la atacaron, ¿dijo de qué clase eran?
–A ese respecto, no he oído contar nada.
–¿Tenía rasguños, mordeduras u otras heridas? –prosiguió Ayla.
–No lo sé.
La mujer se detuvo cuando ya estaban cerca de la zona de viviendas y miró a Jondalar a la tenue luz de la luna creciente y el fuego lejano.
–¿No llaman los zelandonii «animales» a la gente del clan? ¿Dijo algo la abuela de Brukeval sobre los que llamáis «cabezas chatas»?
–Según dicen, su abuela odiaba a los cabezas chatas y echaba a correr gritando si veían uno –contestó él.
–¿Y qué se sabe de la madre de Brukeval? ¿La conociste? ¿Cómo era?
–Yo era muy pequeño, apenas la recuerdo. Era un mujer de baja estatura, con los ojos grandes y hermosos, oscuros como los de Brukeval, parduzcos, pero no castaños; eran más bien de color avellana. La gente decía que los ojos eran su rasgo más agraciado.
–Parduzcos, ¿como los de Guban? –preguntó Ayla.
–Ahora que lo mencionas, diría que sí.
–¿Estás seguro de que la madre de Brukeval no tenía la apariencia física propia del clan, como Echozar y… Rydag?
–Dudo que se la considerara muy atractiva, pero no recuerdo que tuviera las cejas prominentes como Yorga. Nunca se emparejó. Supongo que los hombres no estaban muy interesados en ella.
–¿Cómo quedó embarazada?
Incluso a oscuras, Ayla vio la sonrisa de Jondalar.
–Estás convencida de que se requiere un hombre, ¿verdad? Todos pensaron que había recibido la bendición de la Madre, pero Zolena… Zelandoni me dijo una vez que había sido una de las escasas mujeres bendecidas inmediatamente después de los Primeros Ritos. La gente opina que es una edad muy temprana, pero en ocasiones ocurre.
Ayla movió la cabeza en un gesto de asentimiento y preguntó:
–¿Qué le pasó?
–No lo sé. Según Zelandoni, nunca gozó de buena salud. Si no me equivoco, murió cuando Brukeval era aún muy pequeño. Lo crio la madre de Marona, que era prima de la madre de Brukeval, pero no creo que sintiera mucho cariño por él. Lo acogió por obligación. Marthona cuidaba de él a veces. Recuerdo que jugábamos juntos de niños. Algunos chicos mayores se mofaban de él incluso entonces. Siempre le ha disgustado mucho que lo llamaran «cabeza chata».
–Ahora entiendo por qué se ha enfurecido tanto con Charezal. Pero esa mirada… –Ayla volvió a estremecerse–. En ese momento se parecía a Broud. Por lo que recuerdo, Broud me odiaba, no sé por qué. Sencillamente me odiaba, y por más que yo me esforzara, no podía hacer nada para cambiar esa situación. Aun así, lo intenté por un tiempo. En todo caso, Jondalar, te aseguro que no me gustaría ser blanco del odio de Brukeval.
Lobo los miró en actitud de saludo cuando entraron en la morada de Marthona. Al indicarle Ayla que se marchara «a casa», el animal había ido en busca de las pieles de dormir de Ayla y se había acomodado al lado, hecho un ovillo. Ella sonrió al ver brillar sus ojos a la luz de la única lámpara que Marthona había dejado encendida. El lobo le lamió la cara y la garganta en entusiasta acogida cuando ella se sentó. Luego dio la bienvenida a Jondalar.
–No está acostumbrado a tanta gente –comentó ella.
Cuando el animal regresó junto a Ayla, ella cogió su cabeza entre las manos y fijó la mirada en su ojos resplandecientes.
–¿Qué pasa, Lobo? ¿Demasiados desconocidos a quienes habituarse? Sé cómo te sientes.
–No serán desconocidos por mucho tiempo, Ayla –dijo Jondalar–. Ya te has ganado el afecto de todos.
–De todos menos de Marona y sus amigas –rectificó Ayla irguiéndose para aflojarse los nudos de la suave prenda de piel que le ceñía el torso, concebida como ropa interior de invierno para chicos.
Jondalar seguía molesto por cómo la había tratado Marona, y también ella, al parecer. Lamentaba que Ayla hubiera tenido que pasar por tan ingrata experiencia, más aún considerando que era su primer día allí. Deseaba que encontrara la felicidad entre su gente. Al fin y al cabo, pronto sería una de ellos. Pero estaba orgulloso por el modo en que había manejado la situación.
–Has estado magnífica; has logrado, con tu actitud, poner a Marona en su sitio –dijo–. Todos lo han pensado.
–¿Qué interés tenían esas mujeres en que la gente se riera de mí? Ni me conocen, ni han intentado siquiera conocerme.
–La culpa es mía, Ayla... –contestó Jondalar, interrumpiéndose para desatar los lazos que mantenían sujeta a la pantorrilla la parte superior de su calzado–. Marona tenía sobrados motivos para esperar que yo me presentara en la ceremonia matrimonial de aquel verano. Me marché sin darle explicaciones. Debió de quedarse muy dolida. ¿Cómo te sentirías si tú y todos tus conocidos esperaran que te unieras a alguien y la persona en cuestión no apareciera?
–Muy triste, y enfadada, pero no intentaría hacer daño a otra persona que ni siquiera conozco –respondió Ayla mientras se aflojaba los nudos de la cintura de los calzones–. Cuando se han ofrecido para arreglarme el pelo, me he acordado de Deegie; pero he vuelto a peinármelo yo misma cuando me he mirado en el reflector y he visto lo que habían hecho. Creía haberte oído decir que los zelandonii abogaban por la cortesía y la hospitalidad.
–Y así es –contestó Jondalar–. En su mayoría.
–Pero no todos, no tus antiguas amigas. Quizá deberías decirme de quién más he de protegerme.
–Ayla, no dejes que Marona influya en tu opinión acerca de todos los demás. ¿No sería mejor que te fijaras en las simpatías que te ha mostrado la gran mayoría de la gente? Dales una oportunidad.
–¿Y los que se burlan de los niños huérfanos y los convierten en Brouds?
–Ayla, ésos son los menos –aseguró Jondalar mirándola con cara de preocupación.
Ella exhaló un largo suspiro.
–Sí, tienes razón. Tu madre no es así, ni tu hermana, ni el resto de tu familia. Incluso Brukeval me ha tratado con mucha amabilidad, a pesar de ver esa expresión por última vez cuando Broud ordenó a Goov que me echara una maldición. Perdona, Jondalar. Simplemente estoy cansada. –De pronto tendió los brazos hacia él, escondió el rostro en su cuello y dejó escapar un sollozo–. Quería causar buena impresión a los tuyos y entablar amistades, pero esas mujeres no deseaban mi amistad: sólo simulaban.
–Has causado buena impresión, Ayla. Inmejorable. Marona siempre se ha distinguido por su mal genio, pero estaba convencido de que encontraría a algún otro hombre en mi ausencia. Es muy atractiva. Todos dicen que es la Más Bella del Ramillete, la mujer más deseable de cuantas asisten a cada Reunión de Verano. Imagino que por eso la gente daba por hecha nuestra unión.
–¿Porque tú eres el más apuesto y ella la más hermosa? –preguntó Ayla.
–Supongo –respondió Jondalar notando que le subían los colores y alegrándose de la iluminación escasa–. No sé por qué no está emparejada.
–Dijo que lo estuvo, pero que no duró.
–Lo sé. Pero ¿por qué no ha encontrado a otro? Dudo que de pronto haya olvidado cómo dar placer a un hombre, y no es menos atractiva o deseable que antes.
–En eso quizá te equivoques, Jondalar –dijo Ayla mientras sacaba del calzón una de sus piernas–. Si tú no la quisiste, tal vez los otros hombres decidieron pensárselo mejor. Una mujer dispuesta a ofender a alguien a quien ni siquiera conoce puede ser menos atractiva de lo que tú crees.
Jondalar frunció el entrecejo.
–Espero no ser yo el culpable de eso. Bastante grave es ya haberla dejado en semejante apuro. Lamentaría mucho que por esa razón le hubiera sido imposible encontrar compañero.
–¿Qué te hace pensar eso? –preguntó Ayla mirándolo con expresión de perplejidad.
–¿No has dicho que si yo no la quise, tal vez otros hombres…?
–Tal vez otros hombres se lo pensaran mejor. Si después llegaron a la conclusión de que Marona no era lo que parecía, ¿qué culpa tienes tú?
–Bueno… esto…
–Puedes sentirte culpable por irte sin dar explicaciones –prosiguió Ayla–. Estoy segura de que se quedó dolida y humillada. Pero ha dispuesto de cinco años para encontrar a otro, y dices que se la considera muy deseable. Si no ha encontrado a otro hombre, tú no tienes la culpa.
Jondalar guardó silencio por un momento y, finalmente, asintió con la cabeza.
–Tienes razón –admitió, y continuó desnudándose–. Vamos a dormir. Mañana veremos las cosas con más claridad.
Mientras Ayla se deslizaba entre sus cómodas y cálidas pieles de dormir, la asaltó otra duda.
–Si Marona es tan hábil para «dar placer», me pregunto por qué no tiene hijos.
Jondalar se rio entre dientes.
–Espero que estés en lo cierto en cuanto a la relación entre el don de la Madre y la aparición de los niños. Sería como hablar de dos dones… –Se interrumpió mientras levantaba su lado de las pieles para acostarse–. ¡Pero es verdad! Marona no tiene hijos.
–¡Baja las pieles! ¡Hace frío! –protestó ella con un vibrante susurro.
Jondalar se apresuró a taparse y acercó su cuerpo desnudo al de ella.
–Ése podría ser el motivo por el que no está emparejada –prosiguió–, al menos en parte. Cuando un hombre decide emparejarse, suele querer a una mujer que sea capaz de traer hijos a su hogar. Una mujer puede tener hijos y quedarse en el hogar de su madre o incluso fundar su propio hogar; para un hombre, en cambio, la única manera de tener hijos en su hogar es unirse a una mujer para que ella traiga a sus hijos. Si Marona se emparejó y no tuvo hijos, podría resultar mucho menos deseable.
–Sería una lástima –comentó Ayla con un repentino sentimiento de compasión.
Tener hijos era uno de sus mayores deseos. Había querido un niño suyo desde que vio a Iza dar a luz a Uba, y estaba segura de que lo que había concebido ella era fruto del odio de Broud. Era ese odio lo que lo había inducido a forzarla, y si no la hubiera forzado, no habría empezado a crecer una nueva vida en su interior. Por aquel entonces no lo sabía, naturalmente, pero observando a su hijo con atención llegó a comprenderlo. En el Clan de Brun nunca se había visto un niño como el de Ayla, y puesto que no era exactamente como ella –como los Otros–, pensaron que era un niño deforme del clan. Ayla, sin embargo, veía que era una mezcla. Tenía ciertas características de ella y ciertos rasgos del clan, y en una súbita revelación comprendió que cuando un hombre introducía su órgano en el lugar por el que los niños llegaban al mundo, de algún modo se iniciaba una nueva vida. No era lo que creía el clan. Tampoco lo creía la gente de Jondalar, ni ningún grupo de los Otros. Pero ella estaba convencida de que así era.
Acostada junto a Jondalar, consciente de que llevaba dentro al hijo de él, Ayla sintió lástima por la mujer que lo había perdido y, quizá, no podía tener hijos. ¿Realmente podía echar en cara a Marona su frustración? ¿Cómo se sentiría ella si perdiera a Jondalar? Ante la sola idea casi se le saltaron las lágrimas, y pensando en su buena suerte, la recorrió una oleada de calor.
No obstante, había sido una mala jugada, y podría haber tenido consecuencias mucho peores. Ayla no había podido evitar la indignación, ni pudo prever cómo reaccionaría la gente cuando ella decidió hacer frente a todos. Podrían haberse vuelto contra ella. Aunque Marona le inspirara compasión, no tenía por qué despertarle simpatía. Y, por otro lado, estaba Brukeval. Sus rasgos del clan la habían inducido a mostrarse cordial con él, pero ahora recelaba.