Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Echó un vistazo alrededor para ver quiénes componían la partida de caza. Reconoció a Rushemar y Solaban, lo cual no le sorprendió. Cabía esperar la presencia de los consejeros del jefe, aquellos a quienes Joharran siempre recurría. En cambio, se preguntó qué hacía allí Brukeval. Pero si pertenecía a la Novena Caverna, ¿qué había de raro en que cazara con ellos? Más aún la asombró ver a Portula, la amiga de Marona. Pero cuando la mujer vio a Ayla, se ruborizó, la miró fijamente por un momento y se dio media vuelta.
–No creo que Portula esperara verte con esa ropa –comentó Marthona a Ayla en voz baja.
El sol ascendía por la gran bóveda azul, y los cazadores se apresuraron a ponerse en marcha, dejando atrás a quienes no participaban en la cacería. Mientras se dirigían hacia el Río, el tibio sol disipó el ambiente lúgubre creado por la ceremonia, y la conversación, mantenida en poco más que un susurro hasta entonces, adquirió un tono más normal. Hablaban de la cacería con seriedad y mostrándose seguros de sí mismos. El resultado de su misión no podía garantizarse pero el ritual se había consagrado al espíritu del ciervo gigante –y al del bisonte, por si acaso– y había centrado la atención de todos en la cacería, y la fantasmal aparición surgida en la pared del Campo de Reunión había reforzado los lazos espirituales entre el mundo material y el más allá.
Ayla notó en el aire la humedad de una bruma matutina que se levantaba cerca del agua. Echó un vistazo a un lado y contuvo la respiración ante la inesperada belleza de un momentáneo fenómeno natural. Las ramas y las hojas y los tallos de hierba, iluminados por un rayo de sol, chispearon con el fulgor de todos los colores del arco iris, originado por la refracción de la luz del sol a través de los prismas formados por las pequeñas gotas de rocío. Incluso la simétrica perfección de una telaraña, cuyos pegajosos hilos tenían como objetivo capturar a las presas, había atrapado en su lugar las radiantes gotas de humedad condensada.
–Mira, Jondalar –dijo señalándole aquel espectáculo.
También Folara y Willamar se detuvieron.
–Yo tomaría eso como un buen augurio –declaró el maestro de comercio con una amplia sonrisa antes de reanudar la marcha.
Allí donde el Río se ensanchaba, el agua borbollaba y brincaba sobre el lecho sembrado de guijarros pero, ante rocas grandes, se separaba y las rodeaba, incapaz de atraerlas a aquella danza de resplandecientes ondas y corriente rápida. Los cazadores empezaron a vadear el Río, saltando de piedra en piedra en la parte central, más profunda. Algunas de las piedras más grandes las había arrastrado el agua tiempo atrás en alguna riada; otras habían sido colocadas allí en fecha más reciente para llenar los huecos dejados por la naturaleza. Mientras Ayla seguía a los Otros, sus pensamientos se dirigieron hacia la inminente cacería.
–¿Qué ocurre, Ayla? –preguntó Jondalar frunciendo el entrecejo preocupado.
–Nada –contestó ella–. Voy a volver atrás para traer a los caballos. Os alcanzaré antes de que los cazadores lleguen a Roca de los Dos Ríos. Aunque no los utilicemos para cazar, los caballos nos ayudarán a traer las piezas cobradas.
Jondalar asintió con la cabeza.
–Buena idea. Te acompañaré –dijo él. Volviéndose hacia Willamar, preguntó–: ¿Puedes decirle a Joharran que hemos regresado a por los caballos? No tardaremos.
–Vamos, Lobo –ordenó Ayla cuando se encaminaron de vuelta a la Novena Caverna.
Pero Jondalar eligió otro camino distinto. Tras cruzar el Campo de Reunión, en lugar de tomar por la empinada cuesta que ascendía hasta Río Abajo y, más allá de los salientes de piedra, hasta la Novena Caverna, guio a Ayla por otro sendero menos usado y parcialmente cubierto de hierba que discurría por la orilla derecha del Río frente a los refugios. Según las curvas del cauce a través de las tierras de aluvión, el sendero quedaba unas veces a un lado de un herboso campo situado entre el saliente de roca y el Río, y otras veces junto al porche de piedra delantero.
A lo largo del recorrido había varios desvíos de acceso a los refugios, y Ayla recordó haber tomado por uno de ellos para ir a orinar después de la larga reunión acerca del clan. Incitada por ese recuerdo, sintió necesidad de volver allí; con el embarazo tenía que hacer aguas con mayor frecuencia. Lobo olfateó su orina, que al parecer últimamente le despertaba más interés; Ayla se preguntó si el animal percibiría que estaba encinta.
Viéndolos volver, algunos los saludaban o hacían señas. Jondalar tenía la certeza de que sentían curiosidad por conocer el motivo de su regreso, pero no se molestó en dar explicaciones. Pronto se enterarían. Cuando llegaron al final de la sucesión de precipicios, torcieron hacia el Valle del Bosque, y Ayla silbó. Lobo echó a correr.
–¿Crees que sabe que vamos a buscar a Whinney y Corredor? –preguntó Ayla.
–No lo dudes –respondió Jondalar–. No deja de asombrarme lo que parece saber.
–¡Ahí vienen! –exclamó Ayla rebosante de felicidad.
Cayó en la cuenta de que no veía a los caballos desde hacía más de un día, y los había echado de menos. Whinney resopló al ver a Ayla y fue derecha a ella con la cabeza en alto, pero la agachó sobre su hombro mientras ella le abrazaba el cuello. Corredor lanzó un sonoro relincho y avanzó a brincos hacia Jondalar con la cola levantada y el cuello arqueado, y luego puso a su alcance los puntos donde más le complacía que le rascaran.
–Me parece que también ellos nos han echado de menos –comentó Ayla.
Después de rascarles y acariciarles a modo de saludo, y de rozarse los hocicos Lobo y los caballos, Ayla propuso subir a la caverna en busca de las mantas de montar y el arnés de Whinney para la angarilla.
–Yo iré –se ofreció Jondalar–. Mejor será que nos pongamos en marcha cuanto antes si queremos cazar hoy, y arriba todo el mundo hará preguntas. Será más fácil que sea yo quien les diga que tenemos prisa. Si se lo dices tú, quizá alguien te interprete mal, ya que en realidad aún no te conocen.
–Y, en realidad, yo aún no los conozco a ellos –convino Ayla–. Sí, es buena idea. Trae también los canastos y un cuenco de agua para Lobo. Quizá también necesitemos las pieles de dormir. A saber dónde pasaremos la noche... ¡Ah!, y acuérdate del cabestro de Whinney.
Alcanzaron a la partida de caza a la altura de Roca de los Dos Ríos. Habían cabalgado hasta allí por la orilla del Río, chapoteando por el agua después de vadear por el Paso.
–Empezaba a pensar que no llegaríais antes de que comenzáramos –dijo Kareja–. He pasado un momento por la caverna a recoger un disfraz para ti, Ayla.
La joven le dio las gracias, pese a que continuaba sin saber qué era un disfraz y cómo se usaba.
En la confluencia de Dos Ríos, la partida de caza se adentró en el Valle de la Hierba. Kimeran y algunos más de la Segunda y Séptima Cavernas, que se sumaban en ese momento al grupo y que, por tanto, no habían asistido a la ceremonia en el Campo de Reunión, los habían aguardado río arriba. Cuando los demás cazadores les dieron alcance, se detuvieron para planear la estrategia. Ayla y Jondalar desmontaron de los caballos y se acercaron para escuchar.
–… Thefona informó que desde hacía dos días los bisontes se desplazaban hacia el norte –decía Manvelar–. Daba la impresión de que hoy se hallarían en una buena posición, pero cambiaron de dirección y enfilaron hacia el este, apartándose del cerco. Thefona es una de nuestras mejores vigías. Su vista alcanza más allá que la de cualquier otro, y lleva ya un tiempo observando a esa manada. Creo que no tardarán en situarse en una posición que nos permita acorralarlos en el cerco, pero probablemente no será hoy. Por eso pensamos que tenemos mejores opciones con los megaceros. Han abrevado aguas arriba, no muy lejos de aquí, y ahora están comiendo las hojas de los arbustos cercanos a la hierba alta.
–¿Cuántos hay? –preguntó Joharran.
–Tres hembras maduras, un añojo, cuatro ciervos jóvenes moteados y un macho con una cornamenta considerable –contestó Thefona–. Una típica manada pequeña.
–Esperaba capturar a varios animales, pero no quería llevarme la manada entera –comentó Joharran–. Por eso prefería los bisontes, que viajan en rebaños más numerosos.
–Excepto el megacero y el reno, casi ninguna variedad de ciervo viaja siquiera en manada –explicó Thefona–. Les gustan los árboles y los sitios boscosos, donde es más fácil esconderse. Rara vez se ve a muchos juntos. Siempre van unos cuantos animales jóvenes o un par de hembras y las crías, salvo durante la temporada en que se reúnen los machos y las hembras.
Ayla tenía la certeza de que Joharran ya sabía todo eso, pero Thefona era joven y estaba orgullosa de los conocimientos adquiridos en su papel de vigía. Joharran la había dejado exponer su información sin interrumpirla.
–En mi opinión, deberíamos dejar vivos al macho y al menos a una de las hembras, y a la cría si estamos seguros de que es de esa hembra –propuso Joharran.
Ayla consideró que era una decisión acertada. Una vez más quedó impresionada por Joharran y lo observó con atención. Era casi una cabeza más bajo que Jondalar, pero su constitución robusta y musculosa ponía de manifiesto que pocos hombres lo igualaban en fuerza. Sabía llevar sobre sus hombros el peso de una caverna numerosa y a veces difícil de controlar; irradiaba seguridad en sí mismo. Brun, el jefe de su clan, lo habría comprendido, pensó Ayla. También él había sido un buen jefe…, a diferencia de Broud.
En su mayoría, los jefes zelandonii que había conocido parecían aptos para el puesto que ocupaban. Las cavernas solían elegir bien a sus jefes, pero si Joharran no hubiera cumplido las expectativas, la caverna sencillamente hubiera optado por otro jefe más competente. Sin formalidades, dado que no existían normas para deponer a un jefe, simplemente habría perdido a sus seguidores.
Pero Broud no había sido elegido. Estaba destinado a ser el sucesor del jefe desde su nacimiento. Puesto que había nacido de la compañera de un jefe, se creía que tendría recuerdos de cómo se gobernaba. Y quizá fuera así, pero en distintas proporciones. Ciertas cualidades que podían contribuir al desarrollo de unas dotes de mando, tales como el orgullo, la autoridad y la capacidad de imponer respeto se daban en Broud de manera exagerada. El orgullo de Brun se basaba en las hazañas de su clan, lo cual le granjeaba también respeto, y dirigía bien porque prestaba atención a los demás antes de tomar una decisión; el orgullo de Broud era desmesurado, y le gustaba decir a la gente qué debía hacer, pero no escuchaba los consejos de otros más experimentados y exigía respeto sólo por sus propias proezas. Aunque Brun había tratado de ayudarlo, Broud nunca sería la clase de jefe que aquél había sido.
Cuando se disolvía la reunión, Ayla habló en voz baja a Jondalar.
–Me gustaría adelantarme a caballo y ver si consigo localizar a los bisontes. ¿Crees que Joharran se ofenderá si pregunto a Thefona dónde los vio por última vez?
–No, no lo creo, pero ¿por qué no se lo mencionas antes a él? –sugirió Jondalar.
Se aproximaron los dos al jefe, y cuando Ayla le contó su plan, Joharran dijo que él se disponía a preguntar a Thefona eso mismo.
–¿Crees que podrías localizar a esos bisontes? –preguntó él.
–No lo sé, pero no están muy lejos, según parece –contestó Ayla–, y Whinney corre mucho más deprisa que una persona.
–Pero yo pensaba que querías cazar a los megaceros con nosotros.
–Y así es, pero creo que puedo adelantarme para reconocer el terreno y volver a tiempo de reunirme con vosotros donde están los ciervos gigantes.
–Bueno, no me importaría saber dónde se encuentran esos bisontes –dijo Joharran–. Vamos a preguntar a Thefona.
–Me parece que acompañaré a Ayla –propuso Jondalar–. Aún no conoce bien la región. Quizá no entienda las indicaciones de Thefona.
–Adelantaos, pero confío en que regreséis a tiempo –dijo Joharran–. Me gustaría ver esos lanzavenablos vuestros en acción. Si hacen la mitad de lo que habéis dicho, podrían cambiar mucho las cosas.
Después de hablar con Thefona, Ayla y Jondalar partieron al galope con Lobo detrás mientras los demás cazadores seguían Río de la Hierba arriba. El territorio zelandonii constituía un espectacular panorama esculpido en alto relieve, con escarpados precipicios, anchas cuencas fluviales, montes ondulados y mesetas elevadas. En algunos sitios, los ríos atravesaban sinuosamente campos y praderas flanqueados de árboles; en otros, corrían al pie de altas paredes rocosas. Los habitantes de la región, habituados a ese variado paisaje, se movían por él con comodidad, y ello implicaba trepar por empinadas laderas, escalar paredes casi verticales, vadear ríos brincando sobre piedras resbaladizas o remontarlos nadando contra corriente, caminar en fila india entre un precipicio y un cauce de impetuosas aguas o desplegarse en una llanura.
Los cazadores de dividieron en pequeños grupos a medida que avanzaban a través de la hierba del campo abierto del valle, alta casi hasta la cintura pero todavía verde. Joharran permanecía atento al regreso de su hermano y el peculiar séquito de éste –la forastera, los dos caballos y el lobo–, esperando que llegaran a tiempo de participar en la cacería, aunque sabía que el resultado no sería muy diferente. Con tantos cazadores y tan pocos animales, sin duda, capturarían a los que les interesaban.
Era ya mediodía cuando se avistó al macho con sus prodigiosas astas, y los cazadores pararon para estudiar el despliegue. Joharran oyó ruido de cascos y volvió la cabeza. Jondalar y Ayla regresaban justo en el momento oportuno.
–¡Los hemos encontrado! –susurró Jondalar con entusiasmo cuando desmontaron. Lo habría anunciado a voz en grito si no hubiera advertido la proximidad del ciervo gigante–. Y han cambiado otra vez de dirección. Van hacia el cerco. Estoy seguro de que podríamos obligarlos a dirigirse hacia allí más deprisa.
–Pero ¿a qué distancia están de aquí? –preguntó Joharran–. Los demás no tenemos caballos; hemos de ir a pie.
–A no mucha distancia –contestó Ayla–. El cerco lo hizo la Tercera Caverna. No está demasiado lejos de aquí. Podríais llegar sin grandes problemas. Si prefieres cazar los bisontes, Joharran, ahora puedes hacerlo.
–En realidad, hermano mayor, podrías cazar tanto a los unos como a los otros –insistió Jondalar.
–Ahora estamos aquí, y un ciervo a la vista vale mucho más que dos bisontes en un cerco lejano –declaró Joharran–. Pero si acabamos pronto, podemos ir luego a por los bisontes. ¿Y bien? ¿Queréis participar en la cacería?