Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Empezaba a comprender que la ropa y las alhajas que usaba la gente, así como los tatuajes faciales, los caracterizaban e identificaban. El traje de Shevoran, pese a la profusa ornamentación, le había parecido en su conjunto equilibrado y bello. La sorprendió, no obstante, oír decir a Marthona que lo había creado un anciano.
–La ropa de Shevoran debe de haber requerido mucho trabajo. ¿Por qué empleó un anciano tanto tiempo en hacerla? –preguntó.
Jondalar sonrió.
–Porque el oficio de ese hombre consistía en diseñar ropa ceremonial y funeraria –aclaró–. A eso se dedica un confeccionador de patrones.
–Ese anciano no hizo el traje ceremonial de Shevoran; sólo dio las pautas para hacerlo –explicó Marthona–. Son tantos los aspectos incluidos en la elaboración que se necesita una pericia especial y una visión artística para combinarlos de una manera atractiva. Pero luego encarga a otros la confección misma de la ropa. Varias personas colaboraron estrechamente con él durante muchos años, y su equipo estaba muy solicitado. Ahora es una de esas personas la que diseña los trajes, pero aún no ha alcanzado la maestría de su predecesor.
–Pero ¿por qué ese anciano o cualquier otra persona confeccionó ese traje, y no se lo hizo el propio Shevoran?
–Fue un intercambio –dijo Jondalar–. Comercio.
Ayla frunció el entrecejo. Era evidente que no acababa de entenderlo.
–Pensaba que la gente comerciaba con otros campamentos o cavernas. No sabía que hubiera esa clase de intercambios entre personas de la misma caverna.
–¿Por qué no iba a haberlos? –terció Willamar–. Shevoran hacía lanzas. Era conocido por la buena calidad de sus lanzas, pero no podía representar a su plena satisfacción todos los elementos y símbolos que deseaba incluir en su traje ceremonial. Así que ofreció veinte de sus mejores lanzas a cambio de ese traje, que era para él un bien muy preciado.
–Fue uno de los últimos que hizo el anciano –añadió Marthona–. Cuando la vista ya no le permitió seguir ejerciendo su oficio, se desprendió de las lanzas de Shevoran, una por una, a cambio de cosas que necesitaba, pero se guardó la mejor. Ahora sus huesos descansan en terreno sagrado, pero se llevó la lanza consigo al mundo de los espíritus. Esa lanza llevaba grabados su propio abelán y el de Shevoran.
–Cuando un hacedor de lanzas queda muy satisfecho de su trabajo –explicó Jondalar–, a veces incluye su propio símbolo, grabado o pintado, junto con el abelán de la persona para quien ha hecho la lanza.
Ayla había aprendido durante la cacería que determinadas marcas hechas en las lanzas tenían una gran importancia. Sabía que cada lanza llevaba la marca de su dueño para evitar cualquier duda en cuanto a quién había matado a uno u otro animal. Ella entonces aún no sabía que esa marca se llamaba «abelán», ni que tuviera tal trascendencia para los zelandonii. Había visto que una discusión quedaba zanjada gracias a las marcas. En un mismo animal habían aparecido dos lanzas, pero sólo una afectaba a un órgano vital.
Aparte de la marca simbólica del dueño de la lanza, los cazadores hablaban también de los distintos hacedores de lanzas. Al parecer, siempre sabían quién había hecho cada lanza, llevara o no su marca. El estilo de la lanza y los adornos revelaban la identidad del hacedor.
–¿Cuál es tu abelán, Jondalar? –preguntó Ayla.
–Nada concreto, una simple marca. Algo así –dijo él. Alisó el polvo seco del suelo ante él y, con un dedo, trazó dos líneas, paralelas en un primer tramo, pero convergentes en un mismo punto al final. Una raya corta unía las dos líneas cerca del ángulo que formaban–. Siempre he pensado que el día en que nací, a la Zelandoni no se le ocurrió nada mejor. –Miró a la Primera y sonrió–. O quizá sea la cola de un armiño, blanca con una punta negra. Siempre me han gustado las colas de los armiños. ¿Crees que mi abelán podría ser un armiño?
–Bueno, tu tótem es un León Cavernario –afirmó Ayla–, como lo es el mío. En mi opinión, tu abelán puede ser lo que tú quieras. ¿Por qué no un armiño? Los armiños no son más que pequeñas comadrejas, pero se ponen preciosos en invierno, totalmente blancos salvo por los ojos y la punta de la cola. En realidad, su pelaje pardo del verano tampoco es feo –reflexionó por un momento y, finalmente, preguntó–: ¿Cuál es el abelán de Shevoran?
–He visto una de sus lanzas cerca de su lugar de reposo –dijo Jondalar–. La traeré para enseñártelo.
Al instante regresó con la lanza y mostró a Ayla la marca simbólica de Shevoran. Era una representación estilizada de un muflón, un carnero montés con grandes cuernos curvos.
–Tendría que llevarme esa lanza –comentó la Zelandoni–. La necesitaremos para hacer una copia de su abelán.
–¿Para qué necesitaréis una copia? –quiso saber Ayla.
–El mismo símbolo que identificaba sus lanzas, ropa y demás posesiones será la marca que grabaremos en el poste de su tumba –dijo Jondalar.
Mientras regresaban a sus moradas, Ayla meditó sobre todo lo dicho en la conversación y extrajo sus propias conclusiones. Aunque el objeto símbolo, el elandon, estaba oculto, la marca simbólica, el abelán, representado en ese objeto no sólo era conocido por la persona a quien simbolizaba, sino por todo el mundo. Poseía cierto poder, en especial para aquel a quien pertenecía, pero no para alguien que pretendiera usarlo indebidamente. Era demasiado conocido. El verdadero poder se derivaba de lo desconocido, lo esotérico.
A la mañana siguiente, Joharran llamó con los nudillos al poste situado junto a la entrada de la vivienda de Marthona. Jondalar apartó la cortina y se sorprendió al ver a su hermano.
–¿No vas a la reunión esta mañana? –preguntó.
–Sí, claro que voy; pero antes quería hablar contigo y con Ayla.
–Pasa, pues.
Joharran entró y dejó caer de nuevo la pesada cortina. Marthona y Willamar salieron de su dormitorio y lo saludaron afectuosamente. Ayla estaba echando los restos del desayuno en el cuenco de madera de Lobo. Alzó la mirada y sonrió.
–Joharran quiere hablar con nosotros –anunció Jondalar mirando a Ayla.
–Sólo será un momento, pero sigo pensando en esas armas vuestras para disparar lanzas. Si unos cuantos de nosotros hubiéramos sido capaces de arrojar la lanza desde tan lejos como tú, Jondalar, quizá habríamos abatido aquel bisonte antes de que pisoteara a Shevoran. Ya es demasiado tarde para ayudarlo, pero desearía que los demás cazadores se beneficiaran de esa medida de seguridad. ¿Estaríais dispuestos, tú y Ayla, a enseñarnos a hacer y a manejar esos lanzadores?
Jondalar sonrió.
–Naturalmente. Ésa era mi intención desde el principio. Estaba impaciente por mostraros el funcionamiento para que todos os dierais cuenta de las ventajas.
Todos los ocupantes de la morada de Marthona, excepto Folara, acompañaron a Joharran al área de reunión, próxima al extremo sur del enorme refugio. Cuando llegaron, ya se había congregado allí un buen número de gente. Habían salido mensajeros para convocar a los zelandonia de las cavernas que habían participado en la cacería a aquella reunión para hablar sobre la ceremonia funeraria. Además de la guía espiritual de la Novena Caverna, se encontraban presentes los zelandonia de la Decimocuarta, la Undécima, la Tercera, la Segunda y la Séptima. La mayoría de aquellos a quienes se atribuía autoridad acudieron también, así como otros que simplemente estaban interesados.
–El espíritu del Bisonte ha reclamado a uno de los nuestros a cambio de uno de los suyos –declaró la corpulenta donier–. Es un sacrificio que debemos aceptar si la Madre nos lo exige.
Recorrió con la mirada a quienes tenía alrededor, que asentían con la cabeza. Su imponente presencia nunca se ponía tan de manifiesto como cuando se hallaba con otros zelandonia. En tales ocasiones saltaba a la vista que era la Primera Entre Quienes Sirven a la Madre.
Ya avanzada la reunión, dos de los zelandonia entraron en discrepancia acerca de un detalle menor, y la Primera permitió que la discusión siguiera su curso. Sin darse cuenta, Joharran dejó de atender a la conversación sobre el entierro de Shevoran y empezó a plantearse dónde situar los blancos de tiro para el adiestramiento. Tras hablar con Ayla y Jondalar, había decidido animar a sus cazadores a construirse lanzavenablos y comenzar a practicar incluso antes de partir hacia la Reunión de Verano. Quería que desarrollaran habilidad suficiente con la nueva arma de Jondalar lo antes posible. Pero no empezarían ese mismo día. Ése era un día en el que no se utilizarían armas. Era el día en que el espíritu de Shevoran, su elán, sería guiado al otro mundo.
La Zelandoni también tenía la mente puesta en otras reflexiones pese a que, en apariencia, consideraba con toda seriedad los puntos de vista expuestos. Había estado pensando en Thonolan desde que Jondalar le dio la piedra con la faceta opalescente que había traído de la tumba de las estepas del este donde yacía su hermano menor, pero aguardaba el momento oportuno para plantear la cuestión.
Sabía que Jondalar y Ayla tendrían que intervenir en el proceso, y entrar en contacto con el otro mundo intimidaba bajo cualquier circunstancia, en especial a aquellos que no se habían preparado para esa clase de experiencias; de hecho, entrañaba peligros incluso para quienes sí estaban preparados. Resultaba más seguro cuando había mucha gente alrededor para proporcionar ayuda y apoyo a quienes establecían contacto directamente.
Puesto que Shevoran había muerto en una cacería en la que participaba la mayoría de las cavernas vecinas, su entierro tendría que ser una gran ceremonia que incluiría a la comunidad en pleno y pediría protección para todos sus miembros. Pensó que sería, pues, una excelente ocasión para tratar de adentrarse más en el mundo de los espíritus en busca de la fuerza vital de Thonolan. Miró a Ayla y se preguntó cómo reaccionaría la forastera. La joven sorprendía sin cesar a la donier con sus conocimientos, su capacidad e incluso su encomiable actitud.
La vieja donier se había sentido halagada cuando Ayla acudió a ella para preguntarle si podría haber hecho algo más por Shevoran, sobre todo teniendo en cuenta la destreza que había demostrado. Por otra parte, había sido un asombroso acierto por parte de Ayla sugerir a Jondalar que se llevara una piedra de la sepultura de su hermano, considerando que desconocía las prácticas de los zelandonii. La piedra que había rodado hasta Jondalar era sin duda única. Parecía normal y corriente hasta que uno le daba la vuelta y veía aquella faceta de una opalescencia azulada con puntos de intenso color rojo.
«Ese azul opalescente es incuestionablemente un aspecto de la claridad, pensó Zelandoni. Y el rojo es el color de la vida, el más importante de los Cinco Colores Sagrados de la Madre. Esa pequeña piedra es, sin duda, un objeto de poder. Algo deberemos hacer con ella después de utilizarla.»
Estaba escuchando sólo a medias la discusión cuando se le ocurrió que la singular piedra de la tumba de Thonolan era en cierto modo como una piedra sustituta. Con ella, la Madre podría localizar el elán de Thonolan. El sitio mejor y más seguro para dejarla sería una grieta de una cueva sagrada, cerca de las piedras sustitutas de su familia. La donier sabía dónde estaban casi todas las piedras sustitutas de la Novena Caverna, y muchas de las de otras cavernas. Incluso conocía los lugares donde se hallaban escondidos algunos auténticos elandones, además del suyo.
En más de una ocasión insólitas circunstancias la habían obligado a intervenir y asumir las funciones de una madre, incluida la responsabilidad sobre los elandones de algunos niños, y había tenido que ocultar los objetos símbolo de algunas personas que, por razones físicas o mentales, eran incapaces de esconderlos por sí mismos. Jamás hablaba de ellos, y por nada del mundo intentaría sacar provecho de esa información. Era muy consciente de los peligros, tanto para sí misma como para la persona a quien el elandon representaba.
Ayla también dejó vagar su pensamiento. No conocía las costumbres funerarias de los zelandonii y le interesaban mucho, pero la discusión en curso, que parecía interminable, estaba fuera de su alcance. Ni siquiera había oído nunca algunas de las palabras esotéricas que empleaban. Abstrayéndose, pensó en las cosas que había aprendido.
Le habían explicado que normalmente se sepultaba a los muertos en terreno sagrado, pero los campos de enterramiento cambiaban al alcanzarse determinado número de tumbas. Demasiados espíritus congregados en un mismo sitio podían llegar a tener mucho poder. Aquellos que morían simultáneamente o tenían una relación muy estrecha podían permanecer juntos, pero no había un único campo de enterramiento. En vez de eso, se enterraba a los muertos en reducidas áreas dispersas por las inmediaciones.
Fuera cual fuese el lugar escogido, la zona de enterramiento se delimitaba mediante postes clavados en tierra alrededor de las tumbas a cortos intervalos y en la cabecera de cada tumba. Los postes llevaban grabados o pintados los abelanes de las personas allí enterradas, símbolos que advertían del peligro de entrar en el recinto. Los espíritus de los muertos sin un cuerpo donde habitar podían rondar dentro de los límites marcados, pero no les estaba permitido ir más allá de la empalizada. Los zelandonia exorcizaban esa cerca para impedir que los espíritus incapaces de encontrar el camino hacia el otro mundo cruzaran esa línea divisoria y robaran el cuerpo de alguien que siguiera aún entre los vivos.
Sin una poderosa protección, aquellos que penetraban en el espacio cercado corrían serios riesgos. Los espíritus comenzaban a congregarse incluso antes de que se diera sepultura a un cadáver y, como era sabido, en alguna ocasión habían intentado apoderarse del cuerpo de un ser vivo entablando batalla con el verdadero espíritu de la persona para someterlo. Ello se ponía de manifiesto por los drásticos cambios de conducta de esa persona, que de pronto actuaba de una manera impropia de ella, veía cosas que nadie más veía, gritaba sin motivo aparente, se comportaba de modo violento o parecía ensimismada e incapaz de comprender el mundo que la rodeaba.
Transcurridos muchos años, cuando los postes se desplomaban por sí solos o se pudrían hasta mezclarse con la tierra, y la vegetación cubría las tumbas y regeneraba el campo de enterramiento, aquel terreno ya no se consideraba sagrado, ni peligroso. Se decía entonces que la Gran Madre Tierra había reclamado lo que le pertenecía y devuelto el lugar a sus hijos.
Ayla y todos aquellos otros que también estaban absortos en sus meditaciones atendieron de inmediato nuevamente a la conversación al oír la voz de la Primera. Como los zelandonia en desacuerdo no eran capaces de resolver sus diferencias, la poderosa donier optó por intervenir. En su decisión conciliaba todos los puntos de vista, y la expuso de modo que pareciese la única solución viable. A continuación se abordó la cuestión de las medidas preventivas necesarias para proteger de las almas perdidas y errantes a quienes trasladaran el cadáver de Shevoran hasta el campo de enterramiento sagrado.