El Baile de la Prensa no era una fiesta cualquiera, sino la auténtica cumbre social de la temporada berlinesa. En los salones de los Jardines del Zoológico, el champán corría a raudales. Las estolas de chinchilla y las plumas de garza le cosquillearon en la nariz cuando se metió a empujones entre las damas de la alta sociedad y las reinas del cine, los ministros y los miembros del Parlamento. Todos aquellos a los que Willi conocía de haber visto su cara alguna vez en los periódicos —incluidos los jefes de las
Ringverein
, las tristemente célebres bandas de criminales de la ciudad— bebían y cotilleaban sin tino.
Finalmente llegó al piso de los palcos reservados, donde Fritz iba a presentarle a aquella supermujer. Había uno para Mosse Press, otro para Bertelsmann, muchos otros para las legaciones extranjeras… ¿Por qué aquel palco tan grande del centro, donde tenía que estar el canciller, estaba vacío? Justo al lado estaba el de los Ullstein, donde los cinco famosos hermanos se encontraban sentados alrededor de una mesa con sus enjoyadas esposas. Acompañándolos estaba Erich Maria Remarque, el autor de
Sin novedad en el frente
, y la
trés élégante
Vicki Baum, famosa por su
Grand Hotel.
Las demás mesas estaban llenas de editores, columnistas y fotógrafos. ¿Dónde estaba Fritz? Al final lo localizó de pie con una rubia alta, cuyo traje escotado dejaba a la vista un físico notablemente musculado.
—¿Un golpe para derrocar a Von Hindenburg? —A Fritz ya se le trabucaban las palabras, y su cicatriz de duelista tenía un brillante tono escarlata—. Essssso es muy divertido. Conozco a Von Schleicher desde hace años, querida. Es astuto como un zorro, pero créeme… no tiene el… ¡Vaya, Willi! —Le echó el brazo por los hombros.
La rubia alta, como Willi reconoció de inmediato, era Leni Riefenstahl, la estrella de las populares películas sobre el ascenso a los Alpes y conocida vividora. ¿Era ella la mujer que Fritz consideraba perfecta para él?
—Conoces a Leni, claro.
—Es una lástima, pero me temo que no —mintió Willi, espantado por la absurda elección de su amigo.
—Pero yo a ti sí. —La musculosa actriz le estrechó la mano con energía—. El gran cazador del
Kinderfresser.
Las fotos de los periódicos no te hicieron justicia. —Sus ojos azules lo estudiaron como si lo hicieran a través de varios lentes—. Ven a mi estudio algún día. Deja que te fotografié. Sacaré tus virtudes de héroe.
—Leni, ignoraba que tuvieras tantos talentos —proclamó Fritz—. ¡Y ahora la fotografía!
—Sólo estoy aprendiendo, Fritzi. Pero tengo un ojo bastante bueno.
Leni le entregó una tarjeta a Willi.
—Por favor —insistió—. Estoy experimentando con algunos nuevos ángulos de cámara fabulosos, y me encantaría probarlos contigo.
Estoy seguro, pensó Willi, asombrado de que aquélla fuera la mujer sobre la que Fritz llevaba meses dándole la tabarra. Pero aún más asombrado se quedó cuando Riefenstahl se marchó, lanzándoles un beso.
—¿No será ella con la que…?
—¿Ella? —Fritz estuvo a punto de caerse de risa—. ¡Caray, Willi! Eso sería como querer emparejarte con Goebbels. No, la mujer que tenía en mente es… —Sus ojos se abrieron como platos y su cicatriz se estiró con evidente placer—. Bueno… viene para aquí en este preciso instante.
Willi se giró. Juraría que conocía aquel par de ojos castaños que se acercaban; la esbelta figura del vestido rosa claro con cuya cola de seda iba barriendo el suelo; aquel hermoso cuello largo y torneado. Entonces comprendió a lo que Fritz se refería cuando le había contado que cierto bellaco quería abalanzarse sobre ella.
—¡Por amor de Dios! —Willi se volvió hacia su amigo, furioso.
—No seas torpe, mentecato. Sólo porque sea la hermana de tu difunta esposa…
—Esta vez sí que te has extralimitado, Fritz —gruñó entre dientes Willi. Pero la oleada de felicidad que sintió a medida que ella se fue acercando le resultó irrefrenable. Cuando Ava llegó hasta ellos, Willi logró aparentar sorpresa—. Ava, ¡por amor de Dios! ¿Qué estás haciendo en Berlín?
—Podría hacerte la misma pregunta. —La mirada de Ava se entristeció. Willi supo, por su mirada a Fritz, que aquel montaje la había dejado tan perpleja como a él. Y que seguía echando chispas porque se hubiera escapado del hospital de París—. Bueno, de todos modos me alegra comprobar que te encuentras mejor, Willi. —Apartó furiosamente a un lado la cola del vestido.
Al percibir que los acontecimientos no se estaban desarrollando según lo previsto, Fritz levantó un dedo como si intentara arreglar la situación, pero de repente todo el salón de baile pareció estremecerse con una descarga eléctrica. Alguna noticia a todas luces sensacional corría entre la multitud, sobresaltándola. Tardó un rato en llegar hasta ellos, y Willi sintió como si le hubieran aplastado la cabeza con un yunque.
—¿Has oído? ¡Von Schleicher y todo su gabinete han sido defenestrados! ¡Lo han obligado a dimitir!
Pero eso era imposible; tenía que tranquilizarse. ¿Von Schleicher liquidado? Era una catástrofe. ¿Y qué pasa con nuestras pruebas?
—¡Cálmate! —La cara de Fritz se entristeció—. Lo primero que haremos mañana por la mañana será ir a la cancillería.
—Mañana es domingo.
—Bueno, ¡pues el lunes!
Willi no creía que pudiera aguantar tanto. La música siguió tocando, y las parejas bailando. Pero aquello era excesivo; no le quedaban fuerzas para fingir. El mundo se tambaleaba bajo sus pies. Y Ava también parecía sentir lo mismo. «Y después de Von Schleicher, ¿quién?», preguntaron sus ojos.
—Vamos. —Willi la agarró por la cintura—. Salgamos de aquí. —Fueron directamente al guardarropa, que estaba abarrotado porque la mitad de la gente se estaba marchando—. A propósito, ¿qué demonios estás haciendo en Berlín? —le susurró él en tensión mientras esperaban en la cola—. Te dije que no vinieras.
—¡Ah, lo decías en serio! ¿Así que estoy a tus órdenes? —Sus ojos destellaron—. También nos dijiste que vendiéramos la casa y el negocio. —¡Chist!
Willi la emprendió de nuevo cuando salieron:
—Es tu padre quien debería haber venido.
—Y lo hizo. —Ava se apretó el cuello para protegerse del viento—. Pero yo vine con él para que no estuviera solo. No tienes derecho a criticarme. No fui yo quien se escapó de un hospital con una pulmonía doble…
—No tuve más remedio, Ava. Había cosas que hacer. Cosas trascendentales.
—¡Ah, sí! Contigo siempre hay cosas que hacer. El trabajo es más importante que la vida, ¿no es así? Tu salud no importa. ¡Ni tu familia!
Willi apenas podía oírla. Lo único que era capaz de entender era que Von Schleicher estaba acabado y que las cajas con las pruebas estaban en su despacho. El viento soplaba enloquecidamente cuando pararon un taxi. Ava se subió y le lanzó una mirada de exasperación. Willi sintió el repentino deseo de cogerla entre sus brazos, abrazarla y besarla. Pero Ava cerró la portezuela de un golpe y lo dejó allí, en medio de la noche helada.
A
primera hora del lunes, Willi y Fritz se encontraron delante de la Cancillería del Reich. La policía estaba situada a lo largo de Wilhelm Strasse, y la multitud atestaba ya las aceras. Todo el mundo sabía que, detrás de aquellas paredes, Von Hindenburg y un puñado de engreídos estaban decidiendo el destino de Alemania.
—¿Qué quieres decir con que no puedo entrar? —le dijo Fritz, atónito, al guardia de la entrada—. Franjo, llevas años viéndome entrar aquí cada semana.
—Lo siento, Herr Fritz. No es decisión mía. Su nombre ya no está en la lista de prensa.
—Eso es imposible. Escribo para el Noticiario de la Mañana. Para el Noticiario de la Noche. Para el Informe Semanal. ¡Soy primo tercero del káiser! Dime al menos si el canciller Von Schleicher sigue en el edificio.
—No, ya no está aquí. Ni sigue siendo el canciller general. Él y sus pertenencias han sido trasladados.
Al oír la noticia, una sensación de náusea se apoderó de Willi.
A toda velocidad, se dirigieron en coche a Lichtenstein Allee, donde Fritz sabía que Von Schleicher tenía un piso. La esposa del general los recibió en la puerta:
—Siento decirles que no va a ver a nadie esta mañana. —La mujer mantenía erguida la cabeza con una severa dignidad.
—Está bien,
Schätzchen.
Esos dos caballeros pueden pasar.
Sentado delante de la chimenea con la chaqueta del esmoquin puesta y el monóculo de plata colgado de un ojo, Von Schleicher apenas se molestó en mirarlos.
—Ese miserable de Von Papen. —Las llamas bailoteaban en el monóculo—. Sabía que no se quedaría satisfecho hasta que se vengara de mí por haberlo despedido el pasado noviembre.
—Herr General… todas aquellas cajas de pruebas que le dejamos…
—Von Hindenburg me juró que jamás cedería ante Hitler. Pero Von Papen cree que puede domar a la bestia.
—Las pruebas —insistió Willi—. ¿Qué se ha hecho de ellas?
—¿Creen realmente que pueden conseguir una coalición más fuerte que la mía? ¡Que lo intenten! Tuve cincuenta y ocho días. Cincuenta y ocho miserables días.
—Por favor, señor… ¿y todas aquellas cajas, todas aquellas fotos y expedientes de Sachsenhausen?
El ex canciller se volvió hacia ellos y se quitó el monóculo. —Ocurrió todo tan deprisa. —Parecía un anciano de cien años—. En una hora estaba fuera. ¿Se pueden creer que me obligaron a que empaquetara mis cosas yo mismo? Yo no tenía ni idea de qué hacer con sus cajas, así que llamé a Eckelmann.
—¿A Eckelmann, el diputado socialista?
—Socialista. ¿Y qué si lo es? Hace treinta años que lo conozco. Elisabeth y yo pasamos un rato de lo más agradable cenando con él en Aschinger la otra noche. En los coñacs me dijo explícitamente: «Kurt, si alguna vez puedo hacer algo por ti…». Así que lo llamé. Como es natural, no le dije lo que contenían, sólo que tenía unas cajas llenas de un material de vital importancia que tenía que ser protegido. Lo arreglamos para que se lo llevaran todo en un camión a su oficina.
—¿A su oficina… en el Reichstag?
—Sí. Allí tienen montones de cosas de las que nadie se preocupa. En los almacenes. Aquello es tan seguro como un banco, se lo aseguro. —Von Schleicher parpadeó varias veces. Se colocó lentamente el monóculo en el ojo y volvió la mirada hacia la chimenea.
Willi se sentía fatal. Fueron inmediatamente en coche hasta el Reichstag, pero el edificio entero estaba acordonado. Intentaron llamar a Eckelmann al trabajo, a casa, pero no obtuvieron respuesta. No podían hacer nada. Fritz no paraba de mascullar: «¿Por qué demonios me han quitado de la lista de prensa de la cancillería?». Camino de su oficina, vieron a pequeños grupos de personas congregadas en torno a los quioscos de prensa. Aquí y allí la gente estallaba en vítores. Fritz se asomó por la ventanilla.
—¿Qué sucede?
—¡Estamos salvados! —gritó una adolescente—. ¡Hitler ha subido al poder!
Fritz se dejó caer de nuevo en el asiento del coche.
—No me sorprende que no figure en la lista de prensa. —Mantuvo la mirada al frente—. Así pues, estamos perdidos. —Se volvió hacia Willi—: Y no sólo nosotros. Toda Europa.
Quizá fuera un error, pensó Willi, lo mismo que había pensado cuando se enteró de que Vicki había muerto. ¿Por qué las tiendas de los judíos estaban levantando entonces sus persianas? Hitler había prometido cientos de veces que el día que llegara al poder rodarían cabezas. ¿Quién habría imaginado que los idiotas fueran alguna vez a entregarle legalmente las cosas, y sin que se derramara una sola gota de sangre?
La gente arramblaba con las ediciones especiales de grandes titulares.
—Quizá no sea tan malo como parece. —Fritz prácticamente le arrancó un ejemplar a un vendedor callejero. Parecía estar rezando cuando recorrió con la vista la primera plana—. Hugenberg… ministro de Finanzas. Von Papen… vicecanciller. Puede que realmente logren sujetar al perro.
—Siempre has dicho que Von Papen era un cabeza de chorlito insustancial.
Cuando llegaron a Leipziger Strasse, incluso el humor negro se desvaneció. Grupos de guardias de asalto deambulaban por las aceras. «¡Hoy Alemania, mañana el mundo!», gritaban, hostigando físicamente a la gente que entraba y salía de Wertheim. Se oyó un estrépito tremendo, y uno de los grandes escaparates se rompió en mil pedazos.
—No es tan malo como parece. —Willi giró el volante para evitar los cristales rotos—. Es peor.
En Koch Strasse, el edificio Ullstein tenía ya el aspecto de un castillo sitiado y los empleados entraban corriendo en busca de refugio.
—Encontraré a Eckelmann como sea —dijo Fritz al salir del coche—. En cuanto lo consiga, te llamo.
Willi se dirigió directamente a Dahlem. Bajo la clara luz invernal, la villa cubierta de hiedra de los Gottman permanecía serena como en un cuadro.
—¡Willi! —Max lo abrazó en cuanto entró—. El país entero se ha vuelto loco. Hitler sale por la radio a cada momento. Deprisa. Estamos escuchando para ver si ahora que tiene el poder se modera, como todo el mundo predice. Ya sabes, si se vuelve más estadista, más conciliador.
Ava, sentada en el sofá con un chal bordado sobre los hombros, pareció inequívocamente menos feliz de ver a Willi.
—Hola —dijo fríamente, encendiendo la radio—. No te esperábamos, por cierto.
—Fuiste extraordinariamente oportuno, Willi —soltó Max, fuera de sí por el nerviosismo. Marañas de venas aparecieron en sus sienes—. Me avisaste para que me marchara justo a tiempo. Conseguí liquidarlo todo: casa, muebles, el negocio, todo a un precio muy razonable, dadas las circunstancias. Sólo Dios sabe adónde irán a parar las propiedades de los judíos mañana.
En la radio sonó un gong: «El nuevo canciller se dirigirá a la nación». Hubo un momento de silencio, y luego… una voz dura y tensa.
¡Alemanes! Una república corrupta ha colgado como una soga alrededor de nuestro cuello durante quince años. Millones de parados. Millones de personas sin hogar. Pero ahora, por fin… ¡he tomado las riendas del poder!
—¡Menuda arrogancia! —balbució Max.
Nunca más la banca internacional, la internacional bolchevique y el contubernio internacional de los piojos judíos volverán a chupar la sangre al pueblo alemán. El día del ajuste de cuentas se acerca. ¡Y yo soy vuestro Führer!
Arrebujándose en el chal, Ava se volvió hacia su padre: