Los Sonambulos (37 page)

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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

BOOK: Los Sonambulos
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Un autobús de dos pisos se había detenido en la esquina. Había que dar gracias a Dios por el transporte público. Subió de un salto, sonriendo sin convicción al conductor e intentando no jadear demasiado ostensiblemente mientras buscaba algunas monedas sueltas. Un delicioso instante de alivio lo inundó cuando sonó el timbre y arrancaron con una sacudida. Pero sólo fue un momento. A través de la intensa nevada, Willi se percató de que el autobús se movía con más lentitud que los peatones. El coro de «¡Detengan al ladrón!» se hizo más intenso. El conductor le lanzó una mirada y se levantó para bloquear la puerta. Willi se lanzó hacia la escalera de caracol. El piso superior estaba lleno de nieve. Las fuertes pisadas del conductor resonaron detrás de él. El tipo tendría dos veces su tamaño, consideró Willi, mirando con atención por uno de los laterales del autobús. El grupo de Camisas Pardas casi los había alcanzado. «¡Papá!». Willi juró que había oído a sus hijos; si pudiera estar con ellos… El enorme conductor se le estaba acercando, echando vaho por la nariz. Un tranvía amarillo pasó entonces a toda velocidad en dirección al este, y justo cuando un brazo grueso estaba a punto de agarrarlo, Willi saltó por encima del barandal.

—¡Allí! —oyó decir—. ¡Se ha escapado!

Tras aterrizar con un ruido sordo sobre su espalda, se agarró desesperadamente donde pudo, mientras el tranvía se alejaba a toda velocidad y llegaba a Konigs Strasse después de doblar varias esquinas. Willi tenía toda la cara llena de nieve. Demasiado aterrorizado para moverse, se limitó a permanecer tumbado, mirando con los ojos entornados los edificios que pasaban como una exhalación y los cegadores destellos eléctricos de los cables, rezando para ser invisible, no caerse y no acabar electrocutado. Poco a poco se fue dando cuenta de que los chillones silbatos se habían extinguido, así que se sacudió la nieve y levantó la cabeza. Vio que la gente estaba demasiado concentrada en abrirse paso a través de la ventisca para preocuparse de él. Con la mayor discreción posible, bajó cuidadosamente a la calzada, se limpió el sombrero y se unió con paso firme a todas las demás personas que pasaban junto al rojo ayuntamiento. ¡Dios bendito! Había estado demasiado cerca. Y con los planos del Reichstag en su libreta.

Al llegar a la Alexanderplatz, fue un alivio perderse entre la masa de sombreros y hombros nevados que pasaba por delante de los almacenes Tietz. No había un solo hueso de su cuerpo que no aullara: «Estás demasiado viejo para esto, Willi. Ya es hora de que representes la edad que tienes, como te dijo Ava». Al oír un rugido amplificado detrás de él, se giró y sintió un dolor en todo el cuello. Tres motocicletas con sidecar se dirigían estruendosamente hacia Konigs Strasse; la columna vertebral se le agarrotó cuando se dio cuenta de que Mengele iba en la primera, puesto en pie mientras escudriñaba la calle a diestro y siniestro. Un golpe de mala suerte hizo que sus ojos negros fueran a cruzarse directamente con los de Willi. Los dos dientes espaciados hicieron aparición.

—¡Alto! ¡Es un ladrón!

Y no se le ocurre otra forma de llamarme, pensó Willi, echando chispas.

Comprendió que sólo había un camino: por debajo del globo de cristal con el nombre comercial y a través de las puertas giratorias de Tietz. Qué familiar le resultó el descomunal vestíbulo, el campanilleo de sus ascensores y el ruidoso gentío. La de veces que había entrado allí, de niño, cogido de la mano de su madre, y de adulto, de la de su esposa y sus hijos. Y la de veces que había oído a su suegro ensalzar a su legendario fundador judío, Hermann Tietz. Cómo se había reído todo el mundo en
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904 de sus planes para construir un paraíso minorista en una destartalada Alexanderplatz. «No necesito un lugar», citaba incansablemente Max. «El lugar lo hago yo». Y Hermann lo había hecho. Los almacenes más prósperos de Alemania, los más imponentes, por fuera y por dentro. Los grandiosos techos abovedados; las columnatas de mármol; los sofás tapizados para descansar los pies cansados y la bruñida caoba donde se exponían las interminables mercancías de primera calidad a precios económicos. Berlín, como rezaba el anuncio, no sería Berlín sin Tietz.

Al instante vio que era la Semana Blanca. Otro de los milagros publicitarios de los almacenes —las gigantescas rebajas de febrero en ropa blanca—, todo el atrio de cinco plantas de altura transformado en el país de las hadas, con sus candelabros y galerías adornados con festones más blancos que la nieve que caía fuera. Willi bajó la cabeza y se mezcló con la multitud. Las traqueteantes escaleras mecánicas de madera parecían utilizar todas sus fuerzas para elevar a las hordas de
Hausfraus
cargadas con las bolsas de sus compras. Al mirar a su alrededor, Willi se percató de que era uno de los pocos hombres del lugar. Metió aun más la cabeza entre los hombros. Y ya estaba a punto de alcanzar el tumulto encubridor de la Liquidación de ropa de hogar del entresuelo, cuando su espalda se encogió.

—¡Detengan al ladrón! —Mengele, escoltado por dos hombres de las SS, se dirigía hacia la escalera mecánica.

Al abrirse paso a empujones entre un par de señoronas, sintió que un bolso le golpeaba en la cabeza. «¡En los años que llevo comprando aquí jamás me había pasado algo igual!». El vengativo alarido le taladró los oídos. Después de dejar atrás la Lencería de mujer en la segunda planta y la Ropa de invierno de caballeros en la tercera, una resistencia parecida abortó su avance. Puñetazos, patadas… aunque era evidente que sus perseguidores no tenían mejor suerte contra aquellas dientas, porque cuando llegó al Mundo de los niños en la cuarta planta, ya casi no oía a Mengele. Por desgracia, dos vigilantes uniformados de los almacenes sí que lo oyeron, y se sumaron a la persecución. El sudor le empapaba la espalda, la frente y el cuello, y empezaba a sentirse como un zorro en un seto: Tietz sólo tenía seis plantas.

Cuando salió corriendo de los peldaños de madera móviles a los pasillos atestados de Menaje de cocina de la quinta planta, una antigua voz interior le gritó: «¡Escóndete! Métete de cabeza debajo de los cestos de la cubertería de plata o de aquellas mesas atestadas de sartenes de hierro. Ocúltate entre los paños de cocina o los montones de las nuevas e increíbles cafeteras eléctricas. Donde sea… pero ¡desaparece!». Aunque algo más en su interior se sublevó. ¿Por qué habría de hacerlo? Una ira furiosa se apoderó de él a toda máquina. ¿Por qué tenía que esconderse? ¿Qué era lo que había hecho? Había momentos en la vida —observó la pared llena de brillantes cuchillos de cocina— en que un hombre tenía que adoptar una postura. ¿No? Cogiendo la mayor hoja que vio —un cuchillo de carnicero de un metro de largo—, se juró en el acto que si tenía que morir, se llevaría a Mengele con él. «Escóndete de los vigilantes, espera a que llegue el bastardo, y de un golpe rápido… arráncale la cabeza. ¡Por Putzi! ¡Por los ochocientos cincuenta!». Bañado en sudor, apretó el cuchillo e imaginó la sangre de Mengele rociando la pirámide de ensaladeras de madera, y su cabeza rebotando por la escalera mecánica abajo. Se lo merecía. ¿No? ¿No se lo merecían todos? Menudo placer le proporcionaría ver sus asquerosos cuerpos sacudiéndose espasmódicamente sobre el suelo. ¿Verdad que sí?

Aunque, cuando aparecieron los vigilantes elevándose en dirección a él, Willi sintió que estaba dando marcha atrás lentamente. Si consigues escapar, le preguntó su conciencia, ¿serías capaz de vivir contigo mismo, Willi? ¿Si caes tan bajo como para asesinar a sangre fría? ¿Ni siquiera un miserable como Mengele se merece justicia, como cualquier criminal?

Así que dejó caer el cuchillo y se lanzó de nuevo hacia la escalera mecánica, mientras la voz de Mengele le volvía a llegar alta y clara: «¡Detengan al ladrón!». Los guardias de los almacenes estaban a sólo unas cuantas personas por detrás cuando entró como una flecha oblicuamente en Muebles del hogar, sexta planta. Fin del trayecto. El y Vicki habían comprado allí su dormitorio; todavía podía verla sentada en el colchón, palpándolo con sus manos blancas y suaves. «Me encanta, Willi. Dormiremos muy bien». Y su madre hacía retapizar sus sillones allí. «¡Tan buenos como nuevos!». ¿Dónde demonios se hallaba la escalera de incendios? Los pasillos estaban atestados de mujeres de grandes caderas que se negaban a ceder un centímetro: «¿Cómo se atreve?» «¡Menudos modales!». Los vigilantes se estaban acercando. «Seguridad de Tietz, ¡déjennos pasar!». Si no hacía algo, caerían sobre él enseguida. Entonces se subió de un salto a una mesa de café, de allí a una otomana y después a una cama de dos plazas y un sofá para dos, atajando diagonalmente a través de los pasillos. Los vendedores intentaban detenerlo: «¡Señor, eso está terminantemente prohibido!». Los clientes gritaban: «¡Está borracho!». Los de seguridad maldecían, viendo que los dejaba atrás. Pero cuando pasó dando traspié por una hilera de espejos de dormitorio, los múltiples reflejos le dejaron incuestionablemente claro que los vigilantes de Tietz no se habían rendido y que Mengele y sus hombres de las SS también estaban ya en la planta.

Lamentó haberse desecho del cuchillo. La salida de incendios, sí que es la había, estaba totalmente tapada por las montañas de tocadores, estanterías, mesitas de noche y lámparas de lectura. Cuánta relajación por parte de la dirección. ¡Podía morir alguien! Al doblar una esquina, se encontró perdido en el territorio de las alfombras persas que, colgadas a cientos en expositores, mostraban sus delicados dibujos y sus colores deslumbrantes. Si pudiera encontrar una que fuera mágica y salir volando… Pero el destino tenía otros designios.

Justo delante de él, divisó una inmensa figura metida en un poncho mexicano y un pendiente de oro que colgaba de una cabeza de pelo rubio y rasgos marcados.

—¿Inspektor? —Kai estaba parado junto a la caja registradora sujetando un recibo, con una larga alfombra persa enrollada sobre los hombros. Pareció darse cuenta de inmediato del apuro de Willi, porque lo dejó pasar, dio un paso hacia fuera y bloqueó el pasillo. Jadeando, Willi se volvió en el momento preciso en que Kai levantaba la alfombra con un brazo y, con toda la decisión de un teutón primitivo, la lanzaba por el aire como si fuera un arpón, golpeaba al primer vigilante, lanzándolo contra los que iban detrás, y enviaba a todos, Mengele incluido, rodando por el suelo como unos pichones ensartados en una brocheta. Con una furia parecida, Kai agarró a Willi del brazo y lo arrastró hasta la salida de incendios.

—Me debe treinta y cinco marcos —gritó Kai mientras bajaban en volandas los escalones—. ¡Esa alfombra era para mi madre!

Treinta y cinco, pensó Willi.

Otra ganga de Tietz.

Capítulo 31

U
n trueno retumbó por todo Berlín, y los violentos fogonazos de unos relámpagos encendieron los estrechos callejones detrás de la Alexanderplatz. Parecía que la ciudad estuviera bajo un fuego de artillería. Willi levantó las manos para protegerse la cara del intenso viento; la ventisca no había hecho más que empeorar, si es que eso era posible. Aúneme la nieve cegadora era un precio pequeño que había que pagar por la alegría de la libertad. Una pequeña molestia, gruñó para sus adentros Willi, comparada con lo que está sintiendo el resto de mí.

—Nos hacemos viejos, ¿eh, Inspektor? —Kai lo vio cojear mientras huían por la nevada Kieber Strasse, ya a varias manzanas de Tietz. Menuda suerte que el muchacho se conociera todas las escaleras traseras y los armarios de limpieza de los almacenes. Les había llevado veinte minutos, pero habían dado esquinazo a aquellos hijos de puta. Era la una y media ya, vio Willi en su reloj, y no había parado de correr desde que saliera de la biblioteca a las doce.

—No te haces idea, Kai.

Aquel salto sobre el tranvía habría sido pan comido con la edad de Kai, pero entonces sintió que tenía aplastados todos los cartílagos del cuerpo. Aunque, a pesar del dolor, casi no podía dejar de reírse. Mengele debía de haberse cagado en los pantalones al saber que Willi había escapado. Fuera como fuese —seguía sintiendo el duro contorno de su libreta en el bolsillo del pecho—, iba a sacar del Reichstag aquella preciada «investigación», la iba a sacar de su puñetero país y la iba a publicar en todos los periódicos del mundo.

¡Mira que llamarlo ladrón!

—Kai… — Agarró al muchacho del poncho, todavía intentando recuperar el resuello—. Tengo que pedirte algo… Tengo un trabajo en ciernes. Uno realmente importante. Y necesito a alguien en quien confiar.

—¿Tiene relación con que esos Camisas Pardas lo persiguieran?

—Sí. —Willi se limpió la nieve de la cara—. Absolutamente.

—Entonces, cuente conmigo, Inspektor.

El tiempo de aquel febrero era brutal. Tormentas de nieve, heladas, un frío glacial… Escondido de noche en casa de Sylvie, durante el día Willi se forzaba implacablemente en estudiar los planos de planta del Reichstag y en elaborar su estrategia. Envuelto en la calidez de su BMW, seguía la ruta del camión de la ropa blanca, observando cómo todas las mañanas a las diez, en la entrada de servicio del sudoeste, dos empleados uniformados bajaban los sacos de servilletas y manteles del restaurante del Reichstag, que mantenía su actividad incluso durante los descansos parlamentarios. Después de salir a Sommer Strasse por la puerta de servicio del lado sur, el camión se dirigía al norte, cruzaba el puente de Louisen Strasse y proseguía su camino hasta llegar a Lavanderías Unidas, en Invalieden Strasse; un trayecto de veinte minutos, dependiendo del tráfico. Otro camión regresaba por la noche al Reichstag con los fardos de ropa limpia, cruzando el puente de la Louisen Strasse entre las nueve menos veinte y las nueve menos diez, también dependiendo del tráfico.

En su tercer día en la calle, Willi reparó en un pequeño
Liefenvagen
negro de la marca Opel varios coches por detrás de él, e instintivamente se aferró al volante. ¿Podía ser el mismo que había visto el día anterior con los neumáticos de banda blanca de repuesto en los estribos? Conocía aquel modelo bastante bien: la policía de Berlín los utilizaba como vehículos camuflados. Había conducido uno en un viaje a Oranienburg no hacía mucho, con Gunther. ¿Lo estaría siguiendo alguien?, se preguntó de repente, enjugándose el sudor de la frente. Sabía que en caso de necesidad podía dejarlo atrás con facilidad, pues la velocidad máxima del Opel era sólo de ochenta y cinco kilómetros por hora. Pero lo último que necesitaba era que alguien lo siguiera. Aunque al mirar de nuevo por el retrovisor, no vio el pequeño coche negro por ninguna parte. Sólo son nervios, decidió, paranoia. Por supuesto, y recordó el morboso chiste que a su primo Kurt tanto le gustaba contar: que estés paranoico no significa que no te esté siguiendo alguien realmente.

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