—Me dijiste que si alguna vez necesitaba…
—¡Por amor de Dios! —Sylvie lo hizo entrar a toda prisa, y en sus ojos azules brillaba la sorpresa y la comprensión por igual. Las noticias sobre Fritz la abatieron—. ¡Oh, Dios, no! ¿Crees que ellos…?
—Ha estado años llamándoles gángsteres, Sylvie. Y cerdos, y animales, y monos viciosos.
—¡Pobre Fritz! —Se dejó caer sobre el sofá—. ¡Menudo bocazas! —Permaneció con la mirada perdida un buen rato, y al cabo se acurrucó en los brazos de Willi y lloró—. Gracias a Dios que al menos tú estás a salvo —dijo finalmente con un suspiro, apretándole el brazo—. A nadie se le ocurrirá buscarte aquí. Quédate el tiempo que quieras. —«Para siempre», pareció decir su voz doliente—. Te haré un té y te prepararé un buen baño caliente. ¿Qué te parece? —Willi detectó piedad en la mirada de Sylvie, como si la mujer intentara compensar que sus compatriotas arios anduvieran pisoteando a los demás allí fuera. Un baño era algo que Willi no podía rechazar.
Metido en el agua caliente, con todos los músculos del cuerpo doloridos, Willi se estremeció cuando Sylvie, con el pelo rubio suelto sobre los hombros, entró sin llamar. Sin mediar palabra, se arrodilló junto a la bañera y empezó a enjabonarle el pecho con un trapo.
—Nunca había reparado en lo fuerte que eres. Qué hombros tan anchos.
—Siempre estuviste demasiado enamorada de Fritz. —Sonrió, levantándole la mano para apartársela.
—Y tú —suspiró ella— siempre estuviste demasiado enamorado de Vicki. — Escurrió el trapo y se levantó—. Y ahora estás demasiado enamorado de su hermana. —Sylvie vio que se quedaba inmóvil—. No hay por qué avergonzarse, Willi. —Se echó el pelo hacia atrás—. Ava es ahora la madre de los niños. Si los dos sentís algo el uno por el otro, pues bueno, entonces —abrió la puerta—, felicidades.
Willi se quedó dormido como un muerto sobre el sofá. Hasta que un fuerte timbrazo casi lo mata del susto.
—Tranquilízate. —Sylvie salió de su dormitorio poniéndose un salto de cama—. Los guardias de asalto no se molestan en llamar a los timbres.
Eran Rudolf Kreisler, el director de Fritz, y su oronda esposa, Millic, encorvados bajo el peso de media docena de maletas. Willi los había visto la otra noche en el Baile de la Prensa. La mujer se había emborrachado como un pavo de Navidad, y bailado claque descalza sin ninguna vergüenza. La alegría se había esfumado ya, su cara regordeta no tenía color y la mujer estaba completamente cabizbaja.
—Llevamos horas conduciendo para asegurarnos de que nadie nos siguiera. —Kreisler se enjugó la frente empapada.
Ayer detuvieron a los dos directores Ullstein. La empresa está llena de células nazis. Se han apoderado de ella. Los hermanos serán expulsados. Vamos a coger un vuelo para Praga por la tarde, pero… bueno… ellos siempre aparecen de noche, ya sabes.
—Perdónanos —dijo Millie con voz áspera.
—Dadme vuestros abrigos. —Sylvie alargó los brazos—. Os dije que estaría aquí, y aquí estoy.
En aquella primera semana del nuevo «Tercer Reich» llegó y partió más gente de la casa de Sylvie que de la estación del Zoo. Estudiantes universitarios, profesores de la Escuela Bauhaus, un violonchelista de la Filarmónica, su peluquera… Todos huían. Y todos tenían algo que cuchichear para aumentar el creciente tesoro de historias de terror. Cuentos espeluznantes de mazmorras en bodegas, de torturas, de cuerpos entregados a las familias en féretros sellados. Willi no tenía ningún problema en creérselo todo; ni el más mínimo problema.
Como si estuviera poseído, Willi había llegado a convencerse ya de que sólo él podía salvar al país; de que el contenido de aquellas cajas guardadas en los almacenes del Reichstag era el único elixir lo bastante poderoso para despertar a Alemania de su sonambulismo demoníaco. Si Ullstein ya no podía publicar la historia, alguien lo haría. En alguna parte, de alguna manera. Él se aseguraría de que así fuera. Pero el Reichstag seguía cerrado a cal y canto. El hasta entonces Parlamento había sido disuelto por Hitler el día que llegó al poder. Los nazis habían tomado las riendas del poder, aunque todavía no tenían una mayoría legislativa. Convencido de que terminaría por «aniquilar» toda oposición. —¡Un pueblo! ¡Un partido! ¡Un führer!—, Hitler había convocado nuevas elecciones para el 5 de marzo. Willi tenía que entrar en el edificio antes de esa fecha. Sabía que entrar era, por supuesto, la parte fácil; volver a salir, con todas aquellas pesadas cajas, era un verdadero desafío.
Uno de los huéspedes de paso en la casa de Sylvie, un físico joven y vital que se marchaba a Norteamérica, empezó a hacer conjeturas sobre que los nazis sabían a la perfección que jamás podrían ganar unas elecciones libres. La mayoría de los alemanes seguían oponiéndose a ellos; los sindicatos resistirían; todas las garantías constitucionales —libertad de prensa, derecho de reunión— seguían estando protegidas por la ley. No, estaba convencido de que los nazis necesitaban algún plan más maquiavélico para hacerse con todo el poder antes del 5 de marzo.
—Digamos que alguien dispara una bala —especuló durante la cena—. Cualquier atentado contra la vida de Hitler, aunque no fuera real (bastaría con que lo pareciera), sería todo el pretexto que necesitarían para declarar un estado de excepción. Para derogar la constitución y anular las libertades civiles. Para suspender la libertad de prensa e ilegalizar a la oposición. ¡Pam, pam, pam! Una reacción en cadena que acarrearía un monstruosa concentración de poder.
Willi escuchaba al señor Oppenheimer de forma morbosa. Si su teoría resultaba acertada, mayor razón para hacer lo que fuera necesario… antes de que realmente fuera demasiado tarde.
Willi estuvo acechando el Reichstag varios días. Moviéndose entre las fuentes y las estatuas de la Plaza de la República, estudió desde diversos ángulos la descomunal escalinata y las grandes rampas para carruajes que conducían hasta las puertas delanteras. Desde el Tiergarten, estudió las fachadas neorrenacentistas y la imponente cúpula de cristal que dejaba pasar la luz que iluminaba a los legisladores. Desde Dorotheen Strasse, memorizó las hileras de ventanas metidas en nichos y las torres con capiteles que se elevaban en cada una de las cuatro esquinas. Era una construcción monumental. Bismarck lo había hecho construir en la década de 1890. Scheidemann había declarado la república desde sus balcones en 1918. Y, ahora, Hitler estaba decidido a convertirlo en un mausoleo.
Desde las gélidas orillas del río Spree, escudriñó las entradas de servicio tiznadas de hollín, quién entraba, quién salía, con qué frecuencia, cuántas veces… Todo lo cual quedaba anotado rápidamente en su libreta. Las medidas de seguridad se mantenían en estado de alerta, según pudo ver. Con las sesiones suspendidas, el Reichstag sólo mantenía abierta la entrada Cinco, situada en la lejana ala norte del edificio. Los visitantes, el personal e incluso los miembros del Parlamento eran cuidadosamente registrados antes de entrar. Con la puntualidad de un reloj suizo, todas las tardes a las siete un vigilante hacía una ronda, asegurándose de que todas las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas. Aquel lugar era como una fortaleza. Aunque al terminar el tercer día, a Willi ya se le había ocurrido un plan básico.
La noche caía, y detrás de él un viento gélido levantaba pequeñas olas espumosas en el río. En Sommer Strasse, el control para acceder a las entradas de servicio estaba sumido en densas sombras. Iba a necesitar un camión. Había observado que algunos entraban y salían con regularidad. Todas las mañanas a las ocho, un camión amarillo de correos; todas las mañanas a las nueve, una camioneta negra de la basura; los lunes a las diez, el camión de reparto de la ropa blanca, que volvía otra vez a las nueve de la noche. Lo que tenía que averiguar era dónde estaban exactamente aquellos almacenes; necesitaba un plano de la planta del edificio. Tomó nota mental de que al día siguiente lo primero que haría sería ir a la biblioteca, tras lo cual, por fin, se permitió huir del viento de febrero.
A lo largo del dique del Spree apenas había un alma que se atreviera a desafiar el frío, así que fue un alivio encontrar un autobús cerca del monumento a Bismarck. Estaba mirando por la ventanilla, mientras intentaba calentarse las heladas manos, cuando ante su vista apareció un quiosco de prensa. Prendida con chinchetas bajo unos focos deslumbrantes, una mirada sombría e hipnótica saltó desde una docena de portadas de prensa. «¡Gustave, el Rey de la Mística, acribillado a balazos en el Tiergarten!». A Willi se le cerró la boca del estómago. Willi se percató de que aquella foto publicitaria tan cursi era la misma que le había dado cuando se separaron. Dedicada: «Al Inspektor–Detektiv Kraus, un verdadero héroe alemán».
—Cuando muera, ¿quién sabe? —había dicho Gustave—, quizá tenga algún valor. —Por la expresión de sus ojos, era evidente que Gustave sabía que estaba desahuciado. Esa vez había visto el futuro.
La victoria del diablo.
Las mesas de la principal sala de lectura de la Biblioteca Pública de Prusia formaban unos mareantes círculos concéntricos. Cuando Willi llegó a la mañana siguiente, veinte minutos después de la hora de apertura, el lugar estaba prácticamente lleno. Sacó en préstamo los planos del Reichstag y se sentó en la única silla que pudo encontrar, protegiendo nerviosamente su libreta de la vista de los vecinos mientras trazaba un boceto de las plantas del edificio. Habiendo comprobado que nadie miraba ni siquiera en su dirección, se encontró pensando, ya relajado, que probablemente aquél fuera el lugar más seguro de Berlín. Respiró hondo, y cuando a mediodía dio por terminado su trabajo, en su cabeza se agolpaban infinidad de posibilidades. Resultó que los almacenes del Reichstag estaban justo enfrente del cuarto de la ropa blanca.
Cuando salió por las viejas puertas de bronce, le sorprendió descubrir que nevaba copiosamente. Las famosas hileras de tilos del Unter den Linden, la esplendorosa estatua de Federico el Grande, todo estaba cubierto por un manto blanco. Ya demasiado tarde, reparó en la multitud congregada delante de la biblioteca para escuchar un discurso del nuevo ministro de Información: periodistas, cámaras de noticiarios cinematográficos, oficiales nazis y un destacamento entero de Camisas Pardas se estaban convirtiendo en muñecos de nieve mientras Josef Goebbels declaraba la guerra a la «decadencia cultural».
«Esta grandiosa Biblioteca Estatal —vociferaba el hombrecillo, esforzándose en proteger de la nieve su sombrero Fedora de ala ancha—, fundada por nuestros antepasados hace cuatrocientos años, será expurgada ¡de arriba abajo! Todas las mentiras, toda la porquería pornográfica, toda la degenerada propaganda judía serán arrojadas a las llamas!».
¿A las llamas?, se preguntó Willi. ¿Qué estaban planeando hacer, quemar la biblioteca? Con un escalofrío, recordó la predicción del Gran Gustave referente a un gran incendio para ese mes de febrero y del que, cual ave Fénix, surgiría una Nueva Alemania grandiosa. ¿Podría ser aquello a lo que se refería? Las reflexiones de Willi se interrumpieron bruscamente cuando, ni a tres metros de él, divisó un par de grandes dientes de conejo y dos ojos diabólicos que se clavaban en él.
Lo habían puesto en libertad.
Los lunáticos gobernaban el manicomio.
—¡Detenedlo! —Mengele lo señaló con el dedo—. ¡Ese es el judío que robó mis investigaciones!
Actúa, pensó Willi, lanzándose en la única dirección que podía, directamente entre el tráfico que se dirigía al oeste. Eso es lo único que le preocupa al maníaco ese: su trabajo. Se oyó el agudo silbido de un silbato. Curioso; eso mismo es lo que Ava dice de mí. Esquivando como una flecha un autobús y varias motos, consiguió llegar a la mediana central, donde los tilos cubiertos de nieve se entrelazaban encima de su cabeza. Cuando se atrevió a darse la vuelta, se sintió avergonzado al verse perseguido por lo que serían unos treinta Camisas Pardas. Tomando aire, saltó delante de Federico el Grande a los carriles que se dirigían al este. El Unter den Linden ya estaba cubierto por varios centímetros de nieve, y a mitad de la calzada sus pies salieron volando y cayó violentamente sobre su trasero. Conmocionado, levantó la vista y vio que se le venía encima un camión, tocando el claxon como un loco. El camionero pisó los frenos a fondo, derrapó y fue a detenerse unos metros más allá.
El conductor bajó la ventanilla. «¡Burro!».
En el otro lado de la calle resonó un coro entero: «¡Deténganlo! ¡Al ladrón!».
El hombre abrió la portezuela del camión.
—¿Con que un ladrón, eh? —y se lanzó volando hacia Willi. Pero en cuanto sus pies tocaron el suelo, perdió el equilibrio y Willi reemprendió la huida.
Delante del Palacio de la Opera, una docena de silbatos aullaron en una especie de coro infernal. La gente se quedaba mirando fijamente a través de la cortina de nieve, intentando adivinar quién era el villano. Una vieja lo agarró del brazo, un chaval le tiró algo… pero, entre resbalones y deslizamientos, consiguió llegar al Puente del Palacio. 1.a hermosa avenida parecía una fotografía cómica donde todas las deidades de mármol aparecían cubiertas con unas togas de nieve. Media docena de hombres uniformados limpiaban sus aceras con unos escobones de tamaño industrial, y cuando se dieron cuenta de que Willi huía de los Camisas Pardas, se hicieron a un lado para dejarlo pasar. Ya al otro lado del Spree, vio que los barrenderos cerraban filas de nuevo, fingiendo no darse cuenta de que estaban entorpeciendo la persecución de los Camisas Pardas. ¡Benditos seáis, empleados del servicio de limpieza!
Propulsado por el puro miedo, pasó prácticamente patinando junto al palacio de los káiseres, recordando que, de niño, tenía la costumbre de ir a observar a los generales que pasaban ostentosamente por aquellas grandiosas entradas con sus botas hasta las rodillas y sus cascos con plumas. En ese momento, las grandes puertas de hierro estaban cerradas con llave y oxidadas y los primos del káiser eran sacados a empujones de sus elegantes casas de cristal. El mundo se había vuelto del revés… varias veces ya, en su corta vida.
La nevada se hacía más intensa por momentos y era imposible ver. Todos los movimientos hacia delante exigían una concentración absoluta, como si aquello fuera un campo de minas. Los silbatos volvieron a acercarse, igual que los gritos de «¡Deténganlo!». Lo único que faltaba eran antorchas y perros, pensó Willi, mirando con los ojos entrecerrados hacia una mancha amarilla que se movía delante de él, porque entonces yo ya sería como el monstruo de Frankenstein.