—Sieg Heil!
Las puertas que daban acceso al bufé se abrieron de golpe, y cerdos asados enteros y piernas de cordero rodeados de montañas de
Sauerkraut
, el famoso chucrut, y patatas, empezaron a circular por doquier. Vino y cerveza para todos.
Willi observaba desde un escondite de ensueño: detrás de un espejo falso que daba a la cocina. Tenía delante un tablero de interruptores que correspondían a una veintena de micrófonos escondidos, lo que le permitía conectar o desconectar prácticamente cualquier conversación eme se desarrollara en cubierta. Dicho sistema de espionaje avanzado, aparentemente instalado para él, era de hecho propiedad exclusiva de Gustave; el medio por el que el Rey de la Mística conseguía reunir los chismes de los que luego se servía para sus exhibiciones de «telepatía».
—Pero ¿dónde demonios ha estado? —Willi subió el volumen del micrófono, especialmente interesado en la conversación que Gustave mantenía con varios de los médicos del instituto. El que hablaba no era otro que Oscar «Judíos–damm» Schumann, el genio de la traumatología—. Temíamos que hubiera sido abducido por unos marcianos o algo parecido.
A raíz de la detención de Gustave, se habían desatado las especulaciones. El Maestro estaba enfermo; el Maestro había muerto; el Maestro se había hecho la cirugía estética… Al final, y con la ayuda de Fritz desde Ullstein Press, en la prensa habían empezado a aparecer algunas fotos del Maestro en las que se le veía disfrutar de la soledad de su retiro en un monasterio de los Cárpatos.
Necesitaba recargar un poco mis pilas espirituales —contestó Gustave en un medio susurro—. Mire, Schumann… usted y sus amigos quédense por aquí después de que la gente se haya ido a casa, ¿de acuerdo? Tengo algunas exquisiteces superespeciales que no querrán perderse.
Con una satisfacción sublime, Willi observó que como muestra de agradecimiento el cirujano le echaba el brazo al Gran Gustave por encima de los hombros.
Una banda de música hizo aparición, y empezaron a sonar canciones populares y desenfrenadas polkas. Era una noche que la gente de Spandau tardaría en olvidar… pese a que al día siguiente había que levantarse para ir a trabajar. Y exactamente a las once, la banda recogió sus bártulos. Achispados, los ciudadanos de Spandau empezaron a despedirse, dándole las gracias a Gustave un millón de veces. A eso de la medianoche ya no quedaba nadie salvo los seis médicos del Instituto para la Higiene Racial, impacientes por descubrir qué golosinas de Thurseblot les reservaba Gustave.
Después de haberse estudiado a fondo los respectivos expedientes, Willi los conocía a todos de memoria. Junto a Schumann, con la nariz larga y unas cejas pobladas, estaba Theodor Mollbaecker, especialista en las infecciones de los tejidos blandos y destacado defensor de la utilización de las sulfamidas antibacterianas. A su lado se hallaba Wolfgang Heink, neurólogo especializado en los trastornos de las extremidades inferiores. Aquel gordo tan borracho que apenas se sostenía en pie era Sigmund Wilderbrunn, el principal defensor de los métodos de esterilización. El bajito con un tupé de mala calidad era Horst Knapperbusch, endocrino y el más importante teórico de los efectos de los rayos X sobre las glándulas genitales. Y por último, pero no por ello menos importante, el señor Dientes de Conejo, Josef —cuyo apellido Willi ya sabía que era Mengele—, experto en las diferencias raciales de la estructura corporal, a la sazón centrado casi exclusivamente en los rasgos genéticos de los gemelos y los enanos. De no haber preferido Gustave un enfoque más sutil, Willi los habría esposado a los seis inmediatamente.
—No saben el honor que es para mí tener como huéspedes a unos científicos tan apreciados. Gustave levantó una mano en señal de bienvenida—. Por favor, camaradas… acompáñenme a mi suite privada. ¡Vamos! Llevo esperando toda la noche para darles esta sorpresa. —Willi vio a los médicos seguir a Gustave como patitos ansiosos, llenos sin duda de fantasías de pechugonas fraüleins hechizadas. Al cabo de diez minutos, Gustave le avisó por el teléfono interior para que bajara, y al entrar en la suite poco iluminada, Willi sintió un nudo en la garganta que se la atenazó como un tornillo de banco. Los seis médicos estaban tumbados en el suelo como muertos, sumidos en un profundo trance hipnótico.
Los motores del El Tercer Ojo rugieron al arrancar río arriba hacia Sachsenhausen. Durante el trayecto, Gustave ordenó a Oscar Schumann que se levantara, lo siguiera y utilizara el radiotransmisor que le entregaba.
—Va a ordenar a todos los guardias de la Isla del Manicomio que se dirijan inmediatamente al embarcadero. Cuando lleguemos, subirán a bordo de este yate para unirse a la fiesta en calidad de invitados míos. —En efecto, cuando atracaron, los doce guardias de las SS, con las calaveras y las tibias cruzadas brillando a la luz de la luna, estaban esperando ansiosamente. A medida que fueron brincando a bordo, los soldados del coro del ejército de Potsdam —sustituidos ya los esmóquines por los uniformes— los detuvieron uno a uno.
A Willi le escocieron las lágrimas en los ojos.
Tenía hasta la última rata.
El problema en ese momento era la atención médica de quienes estaban encerrados en la granja de cerdos. Willi sabía que, si efectivamente se había realizado el traslado de aquellos noventa y cinco a la mañana siguiente de su incursión, habría allí cientos de personas. Todo cuanto podía hacer era ayudarlos a llegar al Centro Médico de Brandeburgo. Cómo se las arreglarían los médicos de allí para atender de golpe a tanta gente moribunda era harina de otro costal.
La luna de la Thurseblot proyectaba unas largas sombras cuando partió al frente de veinticinco soldados por la pasarela.
Un fotógrafo y un equipo de filmación los seguían a corta distancia. Recorrieron a toda prisa los campos de maleza que les llegaba a la cintura, hacia los barracones. Pero Willi se percató de que, pese al viento que soplaba del sur, el aire nocturno era demasiado fresco, demasiado dulzón. Mayor fue la sorpresa cuando llegaron a la granja de cerdos y se encontraron la verja abierta de par en par. Las largas y miserables casuchas del interior estaban vacías. Willi se apoyó en una puerta para sujetarse. ¿Cómo era posible? ¿Adónde podían haberse llevado a tanta gente enferma de muerte? Sólo habían pasado dos semanas. Una espantosa sensación fluyó por sus venas. A paso rápido primero, luego al trote y más tarde corriendo, condujo al destacamento de nuevo a través del canal hasta la Isla de la Muerte. En un claro rodeado por una hierba medio aplastada, se distinguían sin posibilidad de error tres nuevas y enormes trincheras que habían sido cubiertas recientemente con tierra negra.
EL OCASO DE LOS DIOSES
N
o se encontró a ningún prisionero vivo. Sus cabezas afeitadas y rostros demacrados flotaban acusadoramente ante los ojos de Willi. Pero ¡por amor de Dios!, tenía que reconocer que no lo había hecho tan mal. Había derrotado a aquellos bastardos; acabado con toda aquella repugnante operación; detenido a toda la asquerosa manada de médicos, a los guardianes, y, lo más importante, había conseguido pruebas. Dos docenas de cajas con muestras, dos archivadores llenos de informes, películas, fotos. Todo el infierno de Sachsenhausen era ya historia grabada. Sólo tenía que hacer que el mundo lo supiera.
Mientras regresaban navegando por el Havel, no vio ninguna razón para impedir que Gustave despertara a los malignos científicos de su inconsciencia hipnótica y se enfrentara a ellos con furia.
—Usted, Schumann. —La cara del Maestro temblaba—. Y usted, Mengele. —Gustave levantó un tarro que contenía cerebros humanos—. Tanto que tenían que ofrecer al mundo… ¿cómo han sido capaces?
Pero incluso esposados, aquellos perros se negaban a ser humildes.
—Felizmente, nuestro trabajo es en gran parte para el mundo. —Schumann puso los ojos en blanco, como si se estuviera aburriendo— . No exactamente «su» mundo. En doce meses, hemos aprendido más de lo aprenden la mayoría de los científicos en toda una vida.
—¡Tanto sufrimiento! ¡Tanta muerte! ¿Qué es lo que les da derecho a actuar como si fueran Dios?
Mengele se rió abiertamente, enseñando los dientes.
—¿Creen que pueden detenernos? Construiremos más Sachsenhausen y más grandes, ya lo verá. Y más eficientes. Por toda Europa. Y el momento está más cerca de lo que cree, Gustave. Nosotros, los alemanes, llevamos demasiado tiempo siendo blandos.
Después de atracar en Spandau, Willi sintió el pecho henchido de orgullo cuando envió a todo el lote de depravados en un camión militar a la cárcel de Moabit y sus famosos e inexpugnables muros. ¡Ojalá que nunca más sean un azote para la humanidad!, rezó Willi. Lo más difícil fue decidir qué hacer con todas las pruebas. Por un lado, se sintió inclinado a echárselas encima a Von Schleicher. «Aquí tiene, ¡enséñeselo al mundo!». Pero sabía que una cantidad así de material prácticamente lo abrumaría, a menos que fuera cotejado y resumido previamente. El lugar lógico para trabajar era la Dirección General de la Policía, sólo que no se atrevió a llevarlas allí. Se las habría llevado a su piso, de tener suficiente espacio. Pero las llevó a casa de Fritz. Qué discordantes resultaban los vehículos militares salpicados de barro delante de la elegante casa de cristal de su amigo.
—¿Qué es esto, una invasión? —dijo Fritz, riéndose, cuando los vio. Pero en cuanto se enteró del contenido, utilizó su brazo bueno para ayudar a arrastrar las cajas adentro.
Los dos hombres estuvieron sentados durante día y medio en el blanco sofá de Fritz, bajo las pinturas de Klee y Modigliani, ordenando el horrible material. Cuando se dieron cuenta de que era demasiado para ellos dos, avisaron a Gunther para que fuera a ayudarlos. Aunque ni siquiera con los tres seleccionando y clasificando todo el material fueron capaces más que de reconstruir parte de la situación. Aquellos científicos locos se habían puesto las botas en Sachsenhausen.
En doce meses, habían esterilizado a la fuerza a centenares de personas. Vasectomías, castraciones, ovariectomías, ligaduras de trompas, radiaciones… Se había hecho un estudio comparativo de todas las pruebas. El resultado: la radiación por rayos X, las deseadas «ondas» del futuro, se habían revelado demasiado lentas, costosas y dolorosas para ser utilizadas en un programa de esterilización masivo. Para los varones, la castración quirúrgica era el método más efectivo, barato y rápido. En cuanto a las hembras, los resultados seguían «sometidos a investigación». Varios cientos de cautivos más habían sido infectados con todo tipo de enfermedades, desde el botulismo hasta el tifus, y después se les habían administrado medicamentos para probar su eficacia. Conclusión: la sulfonamida, en la que Theodor Mollbaecker había depositado tantas esperanzas, no demostró una especial eficacia antibacteriana. Josef Mengele, señor Dientes de Conejo, había sido el director de los experimentos más terribles. Obsesionado por el papel de la genética en la herencia, había anestesiado al menos a cuatro parejas de gemelos y a cinco de enanos, y luego procedido a diseccionarlos en vida, fotografiando y filmando sus órganos. El trabajo de Oscar Schumann había sido el que había arrojado unos resultados más importantes. De veinticinco trasplantes de piernas y brazos realizados a lo largo de dos meses, casi siete habían acabado en éxito. En el futuro, los trasplantes de huesos, afirmaba Schumann, serían algo rutinario.
Por lo que pudieron calcular, al menos ochocientas cincuenta personas, entre hombres, mujeres e incluso niños, habían sido sometidas a experimentos médicos en Sachsenhausen. No había sobrevivido ni uno, y todas sus muertes habían sido registradas. «Víctima del tifus», «Fallecido a causa de quemaduras radiactivas». Una factura encontrada en el cajón de una mesa indicaba que en la semana siguiente se esperaban dos transportes más de setenta internos de manicomios.
Fritz era absolutamente partidario de cubrir las primeras planas de los periódicos con todo aquello y llamarlo por su nombre: el mayor crimen de la historia de Alemania.
—Haremos que el Partido Nazi caiga en desgracia en veinticuatro horas —insistía—. ¡Ochocientas cincuenta personas torturadas y asesinadas!
Pero Willi no podía hacer eso. Como condición previa para utilizar la guarnición de Potsdam, Von Schleicher le había hecho prometer que todas las pruebas sobre los crímenes de los médicos de las SS irían a parar directamente a sus manos.
El viernes por la tarde, él y Fritz entregaron personalmente en la Cancillería del Reich un informe de diez páginas y una caja llena de pruebas. Después de leer detenidamente las hojas y de ver el contenido de varios tarros, Von Schleicher palideció.
—Es absolutamente inconcebible. Supera todo lo imaginable.
—Es evidente que no —dijo Willi.
—Lléveselo todo a Von Hindenburg —exigió Fritz—. Y haga que firme un decreto presidencial. ¡Que ¡legalice a los nazis!
Von Schelicher tuvo que apoyarse en la mesa.
No puedo hacer eso. Von Papen ha intoxicado tanto al Viejo en mi contra que en este preciso momento no se me permite ni acercarme al Palacio Presidencial. No, en ese aspecto estoy maniatado.
¿Maniatado? A Willi se le cayó el alma a los pies. ¿Von Schleicher?
—Seguro que algo de esta magnitud…
—Escúchenme los dos. —La cara del canciller adquirió una rigidez de máscara mortuoria—. Si algo he aprendido en este maldito oficio es que la política es oportunismo. Quiero todo lo que me han traído aquí. ¿Lo entienden? No se dejen nada. Y cuando llegue el momento adecuado, les aseguro… que el hacha caerá.
—¿Quién sabe? —Fritz intentó reunir algo de optimismo cuando salían de la cancillería—. A lo mejor esta vez el hombre sabe realmente lo que se hace. Vamos, te invito a comer.
Pero Willi había perdido el apetito.
Más tarde, esa misma noche, Fritz no tenía nada mejor que hacer que darle la lata a Willi sobre una mujer.
—¿Te acuerdas, Willi… la que te dije que era perfecta para ti? Pues no te lo vas a creer. Me acabo de dar de bruces con ella en la Ku–damm. Irá mañana por la noche al Baile de la Prensa invitada por mí. Tú también tienes que venir. ¿Me lo prometes? ¿Tienes frac y corbata blanca?
Willi tenía tantas ganas de ir al Baile de la Prensa como de ir al dentista, pero a la noche siguiente se puso obedientemente unos calcetines largos de etiqueta y los sujetó a las pantorrillas con las ligas. Mientras se ponía los pantalones mil rayas de seda, vio por la ventana que fuera hacía un frío glacial. El viento hacía entrechocar violentamente los cables del tendido eléctrico de los tranvías. Ahora que había superado la pulmonía, cerrado Sachsenhausen y llevado todas las pruebas a la Cancillería del Reich, lo que realmente necesitaba era dormir un poco, pensó mientras se ponía los mocasines de charol con lazos. Extrañaba a sus hijos. También a Putzi. Al coger la ridícula camisa de enormes puños franceses del armario, se maldijo por haber accedido a ir al sarao.