El podía haber evitado aquello, podía haber salvado a la nación. Y al mundo.
Pero había fracasado.
Sylvie lo estaba esperando cuando regresó, tambaleándose, pasada la medianoche.
—Tienes que marcharte, Willi. A primera hora de la mañana. Y puedes considerarte afortunado.
Aunque, al cabo de unos minutos, se enteró de que lo de irse se había convertido en algo más fácil de decir que de hacer. Según la radio, las fronteras de Alemania habían sido cerradas y no se permitía entrar ni salir a nadie sin un visado especial de la policía, en virtud del nuevo «Decreto para la protección del pueblo y el Estado», recién promulgado «por nuestro Führer».
—Nuestro Führer, así es como lo llaman ahora en la radio —dijo Sylvie, retorciéndose las manos.
El Partido Comunista y el Socialdemócrata quedaban ¡legalizados; y sus publicaciones, confiscadas. Se suspendían los sindicatos. La prensa quedaba sometida a una estricta normativa de estado de emergencia. Las libertades de expresión y reunión quedaban restringidas. Willi cayó en la cuenta de que la teoría de la reacción en cadena del señor Oppenheimer se había revelado absolutamente correcta. Una sensación extraña hizo que se le erizaran los pelos de la nuca. Igual que la profecía del Gran Gustave… un incendio que devastaría la Casa de Alemania aquel mes de febrero. ¿Sería posible que hubiera sido planeado hacía meses?
Los judíos —la voz del locutor subió de tono— tampoco quedarían impunes, toda vez que era evidente que se habían beneficiado de aquel delito contra el pueblo alemán. Que también ellos fueran parte del pueblo alemán y de qué manera podrían haberse beneficiado del incendio del Reichstag, fueron cuestiones que se pasaron por alto. Así que el primer día de abril empezaría un boicot a escala nacional contra todos los negocios y servicios profesionales de los judíos. Cualquier alemán que frecuentara una tienda judía o acudiera a un médico judío, un abogado judío, un dentista judío, un contable judío, un sastre judío, etcétera, sería considerado un traidor a la patria. Además, la Biblioteca Estatal Prusiana y la Universidad de Berlín verían expurgados sus fondos de todos los escritores judíos y otros pensadores no alemanes que durante una generación hubieran estado contaminando las mentes de los jóvenes, entre los que se incluían degenerados tan licenciosos como Heinrich Heine, Albert Einstein, Sigmund Freud, Thomas Mann, Máximo Gorki, Víctor Hugo, Émile Zola, André Gide, André Malraux, H.G Wells, Aldous Huxley, George Bernard Shaw, Ernest Hemingway, Sinclair Lewis, Helen Keller…
Sylvie apagó la radio.
—Voy a buscar alguna manera de sacarte de esta pesadilla. —Cogió su agenda y empezó a estudiarla detenidamente.
Willi estaba tumbado en el sofá, demasiado agotado para moverse. Se sentía igual que después del funeral de Vicki. Igual que después del de su padre, durante la semana ritual de luto, cuando, sentados en el salón, al mirar todos los objetos que había visto durante toda su vida, se había dado cuenta de que nada le resultaba familiar. Que el mundo entero se había deslizado bajo sus pies, como un corrimiento de tierras.
Oyó que Sylvie colgaba finalmente el teléfono:
—Muy bien, he encontrado algo. —Los labios de Sylvie se estaban moviendo, pero Willi apenas era capaz de comprender—. Mi antigua amiga del colegio Trude vive en la frontera de Bélgica. Hace años que no la veo, pero es de absoluta confianza. Dice que puede pasarte, pero que tendrías que ir rápidamente. Las cosas podrían endurecerse por momentos.
Willi cerró los ojos. Durante dos mil años sus antepasados habían sido forzados al exilio, a vagar de país en país, de continente en continente, sin más pertenencias a sus espaldas que la ropa. Le había llegado el turno a él. ¿Por qué había imaginado que ese día jamás llegaría? No en Alemania, no a él, a Un Inspektor–Detektiv condecorado con la Cruz de Hierro de Primera Clase. Por suerte, había vaciado sus cuentas bancarias. Pero ¿y si no bastaba con eso?
—¿Cuánto quiere, Sylvie?
—¿Querer? Ya te lo he dicho, Willi, es una vieja amiga. Además, su marido es un empresario fabulosamente próspero. Probablemente te tendrá preparado un festín.
En todo aquello había algo que parecía demasiado fácil, pensó mientras conducía rápidamente por las tranquilas calles de Wilmersdorf y llegaba a la residencial Grunewald. La casa de Fritz fue aumentando de tamaño, claramente visible en lo alto de la colina, y sus largas y curvilíneas paredes de cristal refulgieron en el amanecer. Por última vez dejó que su 320 se desbocara por la Autopista Avus, poniéndose al máximo de su potencia… 120… 130… 140… mientras su corazón latía enloquecidamente. Pero al aminorar la marcha para dejar Berlín vía Potsdam, la desesperanza retornó. Nadie iba a arriesgar su vida para ayudar a un perfecto extraño a pasar subrepticiamente una frontera cerrada a cambio de nada. Si es que conseguía llegar tan lejos.
Aunque toda Alemania, de Berlín a Hannover, de Münster a Dortmund y a lo largo del Rin, estaba libre de controles y registros, lo único que le impedía avanzar eran los recuerdos. Aferrado al volante, con la mandíbula apretada y la mente a la deriva, no paraba de ver imágenes que cruzaban rápidamente las cortinas de nubes blancas, haciendo que le escocieran los ojos. A su madre, sentada junto a la ventana embarazada de su hermana pequeña, mientras observaba cómo jugaba en la calle y le lanzaba un beso. A Vicki al despertarse, estirando aquel largo cuello blanco y bostezando. A los niños en el momento de salir con paso cansino hacia el colegio, con las carteras de piel atadas con correas a las espaldas, el mayor insistiendo en sujetar la mano del pequeño para cruzar la calle. Antes incluso de que se diera cuenta, el sol se estaba poniendo. Y había llegado al pequeño pueblo fronterizo de Aachen.
Había llegado el momento de la prueba de fuego. ¿Cómo iba a hacerle pasar la frontera cerrada la amiga de toda confianza de Sylvie? Se imaginó siendo conducido a través del campo tétrico y vacío, solo e intranquilo. Y siendo atracado para quitarle todo lo que llevaba encima.
Y recibiendo un tiro en la nuca.
Pero, como le había prometido Sylvie, la casa de su amiga estaba en la frontera.
Literalmente. Erigida encima mismo.
—En cuanto des un paso fuera de aquella puerta trasera, Willi,
voilá,
eres hombre libre. Coge el autobús hasta la estación de ferrocarril y, en menos de dos horas, estás en Bruselas.
Asombroso. Un paso, y la libertad.
Sin casa. Sin Estado. Sin raíces.
Aunque con vida. Con amor. Con familia.
—Ve a lavarte y cena algo primero. Debes de estar hambriento.
Sylvie había estado en lo cierto en cuanto a la generosidad de Trude, si bien era evidente que ignoraba la difícil situación económica de su amiga. La casa, pese a parecer bastante bien amueblada, mostraba un considerable deterioro. Las alfombras estaban raídas. Trude llevaba coderas en el jersey. Era evidente que la «fabulosa» prosperidad empresarial de su marido se había marchitado con la Gran Depresión, y Trude había sido demasiado orgullosa para decírselo a su antigua amiga del colegio. La cena consistió en una sencilla salchicha con chucrut. Trude se negó a aceptar ni un pfennig.
—Cualquier cosa, con tal de ayudar. —Le sirvió un segundo plato—. Esos nazis hacen que me avergüence de ser humana. —Consultó su reloj—. Deberías irte, cariño. Dentro de un par de minutos pasa un autobús.
Al abrir la puerta posterior, ella le dedicó una sonrisa que parecía decir: «Eres un hombre con suerte, Willi. Lo has conseguido. Cuando muchos jamás lo conseguirán». Willi también sonrió, sabiendo que tenía razón. De pronto recordó algo, metió la mano en el bolsillo y sacó una llave plateada.
—Por tu amabilidad. —Le guiñó un ojo—. Es del pequeño BMW que está delante de la casa.
Se la entregó y cruzó el umbral. La noche había caído y estaba helando. Se sintió completamente desnudo, aunque más despierto que nunca, cuando se abrochó los botones hasta arriba y emprendió el exilio. De todas formas, pensó, mirando por la calle sin luz y luego hacia el cielo, mejor ser un judío errante —vio las estrellas a través de la negrura— que un judío muerto. «He puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición». Una cita del Deuteronomio brotó en su cabeza desde alguna parte de su infancia. «Escoge, pues, la vida —siguió caminando con la barbilla levantada—, para que vivas, tú y tu descendencia».
1945
M
enos de cinco meses después de la caída del milenario Reich de Hitler, Willi sintió un impulso irrefrenable y regresó. Habían pasado doce años, los más oscuros de la historia de la humanidad. Cincuenta millones de muertos. Veinte millones de rusos. Seis millones de judíos. Había leído acerca de la destrucción de las ciudades alemanas, y visto fotos en los periódicos, pero cuando aterrizó en Tempelhof, la primera visión lo dejó sin respiración. ¿Aquello era Berlín?
Una manzana tras otra, una calle tras otra de casas, negocios, colegios e iglesias que no eran más que caparazones huecos. Un kilómetro tras otro de campos desolados, una chimenea aquí y allí, un muro que se levantaba entre los escombros. Se recordó caminando al trabajo durante una huelga de transporte público, imaginando la destrucción que podría acarrear otra guerra. Pero su imaginación le había fallado estrepitosamente.
En su nueva casa, desde la terraza de la quinta planta del edificio de Hayarkon Street que daba a la playa, el Mediterráneo color turquesa prácticamente le lamía la punta de los dedos. Por la parte de atrás, se extendía la blanca ciudad de Tel Aviv, con sus amplios y verdes bulevares donde reinaba el bullicio. Orgullosa y libre. Y aunque Dios sabía que abundaban los problemas en aquella pequeña tierra desértica y calurosa, él llevaba una buena vida. Tenía un buen trabajo como inspector de la policía municipal; un piso de tres habitaciones en un elegante edificio diseñado por un protegido de Erich Mendelsohn; una esposa cariñosa y cuatro hijos maravillosos. Pero había necesitado volver… una última vez. Para verlo por sí mismo. Y para pagar algunas deudas de gratitud, si podía.
Durante el trayecto en coche desde el aeropuerto, la impresión que se llevó fue aún peor que desde el aire. Largas cadenas humanas de mujeres con sucios turbantes trabajaban para limpiar las montañas de escombros, mano a mano, ladrillo a ladrillo, como insectos que intentan reconstruir sus colmenas destruidas. En los edificios sin paredes que parecían casas de muñecas, las familias vivían completamente a la vista de la calle, resguardada su intimidad por unas sucias mantas colgadas. Niños descalzos, pálidos y demacrados, jugaban en carros de combate y baterías antiaéreas carbonizadas. En comparación, la infancia de Willi había sido un sueño. En infinidad de muros derruidos había notas garabateadas con tiza: «Papá, Anna y yo estamos a salvo y vivimos en…».
Tardó dos días, pero por medio de la oficina de correos pudo localizar la dirección de su antigua secretaria. Su hogar en el Berlín Este era una casucha en medio de los escombros construida con postigos de acero y tablones de madera, en uno de cuyos laterales prosperaba a duras penas un diminuto huerto. Conmovida por su aparición, llorando entre los brazos de Willi, su dicha era demasiado grande para tener vergüenza, le confesó.
—¡Ay, Willi!, tuvo mucha suerte de irse cuando lo hizo. —Una vez arriesgó su vida por mí… y ahora quiero ayudarla, Ruta.
Willi le dio dinero suficiente para que se mudara con toda su familia al complejo de viviendas subvencionadas de Siemens, intacto por las bombas y situado en la seguridad del sector norteamericano. La mujer no podía parar de darle las gracias cuando Willi apartó la raída manta y salió de nuevo al sol.
En ese momento, por supuesto, comprendió que había sido afortunado por haberse ido cuando lo hizo. Y por haber huido de Francia en el 38, un año antes de que fuera demasiado tarde. Quizá, si nunca hubiera visto aquellos tarros con cerebros flotando en su interior y los barracones llenos de prisioneros deformes en Sachsenhausen, jamás se habría visto impulsado a deshacer su familia por segunda vez y llevársela a escondidas a una tierra desconocida. Habría acabado como su amigo de la infancia Mathias Goldberg, el genio de los anuncios de neón: cuando estalló la guerra en 1939, fue internado por los franceses en un campo de prisioneros por ser alemán, y de nuevo en 1940 por los invasores alemanes por ser judío. En el 42, marcado con la estrella amarilla, fue «reubicado en el Este» junto a su mujer e hijos, en el atroz reino presidido por el Ángel de la Muerte: Josef Mengele.
El Médico Loco de Auschwitz.
El campo de Sachsenhausen, como había prometido Mengele, sería reconstruido, en efecto, un poco más al norte del río Havel, más grande y mejor equipado que antes. Allí perecieron casi cien mil personas, mientras los vecinos mantenían los ojos, las bocas y las narices cerradas.
Desde la casa de Ruta cogió un taxi hasta Tiergarten Strasse para ver si podía encontrar a Sylvie, pero su pequeña villa había desaparecido y no había ningún aviso con tiza que remitiera a una dirección. Fue al Adlon para ver si podía encontrar a Hans, pero el conserje en jefe había desaparecido en una incursión aérea. El hotel había quedado reducido a cenizas.
Igual que el Kaiserhof, y el Fürstenhof, y el Palace, y el Excelsior.
Ernst Roehm, junto con toda la cúpula de las SA, había sido, por supuesto, aniquilado en la infausta Noche de los Cuchillos Largos, allá en 1934, junto con Kurt von Schleicher y su esposa. Tras un decidido trabajo detectivesco, Willi averiguó que Kai había sido asesinado en Buchenwald con el resto de los Apaches Rojos. Por su parte, Gunther había sido fusilado como desertor en la última semana de la guerra.
La Potsdamer Platz, otrora el corazón comercial frenéticamente palpitante de la ciudad, también había sucumbido, vacías ya sus arterías y desplomados sus muros. El esqueleto de la Haus Vaterland de Kempinski, una vez «el lugar más alegre de Berlín» que giraba y bailaba con un molinillo de neón —doce restaurantes, cincuenta actuaciones de cabaré, las famosas Chicas del Haus Vaterland—, era entonces una maraña de vigas retorcidas que no miraban a ninguna parte: sólo una señal que indicaba la línea divisoria de los sectores ruso y británico.
En el barrio gubernamental, el Palacio Imperial yacía destripado, la cúpula de la catedral había volado, la Puerta de Brandeburgo estaba reducida a cenizas. En el Tiergarten no quedaba un árbol en pie ni una brizna de césped. Aquí y allá, un káiser chamuscado todavía a caballo contemplaba su ciudad. En el lado Oeste, la Tauentzien Strasse, los cines de la Brietscheidplatz, el café Romanisches, la iglesia del Káiser Guillermo… todo eran esqueletos calcinados. En la Alexanderplatz, Wertheim había desaparecido; Tietz era una ruina en sus tres cuartas partes, pero su globo de cristal con el nombre comercial todavía colgaba sobre el que en tiempos había sido un soberbio atrio; de la Dirección General de la Policía no quedaba nada, sólo unas cuantas solitarias entradas que no llevaban a ninguna parte. Los ojos le escocieron cuando se fijó en una leyenda sobre el dintel de una de ellas: «Entrada Seis».