—Absolutamente —dijo Martin Beck—; sobre ese punto somos inflexibles.
—Supongo que eres consciente de que tienes unos cuantos superiores.
—No precisamente ahora —dijo Martin Beck—; no me considero subordinado a nadie en esta cuestión.
—Veo que los señores se muestran muy firmes en su posición —dijo Möller con semblante inexpresivo—, pero ya vendrán otros tiempos, y a lo mejor muy pronto.
Y Eric Möller salió sin despedirse.
—¿Qué creéis que hará ahora? —preguntó Benny Skacke.
Gunvald Larsson se encogió de hombros.
—Seguro que se va derecho a la DGP, y a hablar con Malm y con el director general de la policía. Después, ya veremos.
No tuvieron que esperar demasiado.
Al cabo de un cuarto de hora sonó el teléfono; contestó Skacke.
—El jefe administrativo —dijo, con la mano sobre el auricular.
Gunvald Larsson contestó al teléfono.
—Aquí Malm. Eric Möller acaba de estar aquí, y dice que le parece que os guaseáis de sus puntos de vista.
—Möller puede irse a tomar viento —replicó Gunvald Larsson—. ¿Y qué le ha parecido la cosa al gordito?
—¿El jefe? Está en su casa de campo; se marchó anoche.
El chalet de recreo del director general de la policía se encontraba en una reserva natural, lo cual se le antojaba a todo el mundo un tanto extraño e incluso ridículo.
—¿Está allí de fiesta? —preguntó Gunvald Larsson, atónito—, ¿precisamente ahora?
—Sí; ayer estaba muy cansado y enfadado. Dijo que quería meditar sobre todo este asunto en paz y tranquilidad. Su responsabilidad es enorme.
—Tócame los cojones —dijo Gunvald Larsson.
—¡Oye, qué lenguaje más desagradable, Larsson! En fin, en cualquier caso, el jefe no estaba del todo centrado.
—¿Y la tomó contigo?
Hubo silencio durante un rato y luego Malm dijo:
—Sí.
—¿Probaste lo que te dije de los burdeles, lo de las rayas de colores?
—Sí, pero ni siquiera se rió.
—Se lo habrás contado mal —dijo Gunvald Larsson.
Martin Beck y Skacke escuchaban lo que decía Gunvald Larsson con una cierta extrañeza.
—Es posible —admitió Malm—. Lo que quería decir es que, en realidad, Eric Möller es oficialmente el jefe de seguridad del país y no se puede tomar a broma lo que él dice.
—¿Que no? Para mí es como si no dijera nada.
—Personalmente, me parece que habéis adoptado una postura errónea.
—¿Eso crees? Pero esto es asunto nuestro, ¿no?
—Sea lo que sea, él va a dirigirse ahora al gobierno; he creído que era mi deber hacéroslo saber, en mi condición de experto coordinador dentro de este grupo.
—Perfecto —dijo Gunvald Larsson—; te has comportado brillantemente, gracias.
Y colgó. Los otros le miraban interrogantes.
—El director general de la policía está en su finca de recreo y medita sobre sus responsabilidades, probablemente con un helicóptero de la policía aparcado delante de su barraca, y Möller ha salido pitando a hablar con el gobierno.
—Mmm —dijo Martin Beck.
—¿Qué era eso de las rayas de colores? —preguntó Skacke.
—Demasiado tonto para repetirlo y demasiado largo para explicarlo —replicó Gunvald Larsson lacónicamente—. Tendríamos que marcharnos si queremos llegar a tiempo —le dijo a Martin Beck.
Martin Beck asintió y se puso la chaqueta. Al salir, Martin Beck dijo a Melander:
—¿Has mirado el plan de protección personal de Möller?
—Acabo de verlo.
—¿Y?
Melander mordisqueó la boquilla de su pipa.
—Parece muy bien meditado —contestó.
—Algo es algo —dijo Gunvald Larsson—, pero en tu lugar yo me lo volvería a leer.
—Ya lo pensaba hacer —repuso Melander.
Cuando dos horas después llamó Stig Malm, Benny Skacke estaba solo en el despacho. Melander se encontraba en el lavabo y Rönn había salido a hacer un recado.
—Inspector Skacke.
—Aquí el jefe administrativo Malm. Quiero hablar con Beck o con Larsson.
—Están reunidos.
—¿Dónde?
—Eso no se lo puedo decir.
—¿No sabes dónde están?
—Sí, lo sé —dijo Skacke orgulloso—, pero no puedo hablar de ello.
—Jovencito —murmuró Malm con rabia—, debo recordarte tu posición y, además, que estás en mi sección.
—No en este momento —replicó Skacke.
No había dudas sobre su confianza en sí mismo.
—¿Dónde están Beck y Larsson?
—No lo diré.
—¿No hay nadie más con quien pueda hablar? ¿Einar Rönn, por ejemplo?
—No, ha salido a hacer un recado.
—¿Qué clase de recado?
—Tampoco puedo hablar sobre eso —dijo Skacke—, lo lamento.
—Espera para lamentarlo que se te presente una verdadera ocasión —recomendó Malm agudamente—; a lo mejor será muy pronto.
Luego colgó. Skacke hizo una mueca y también colgó. El teléfono volvió a sonar.
—Inspector Skacke.
—Ya lo sé —dijo Malm fríamente—. ¿Crees que podrás tomar un recado y transmitírselo a Beck cuando regrese?
—Naturalmente —contestó Skacke obsequioso.
—He recibido las siguientes informaciones directamente desde el gobierno —explicó Malm muy orgulloso—. El jefe de seguridad se ha dirigido al ministro de Justicia y ha apelado contra una decisión tomada por Beck esta mañana. El ministro le ha remitido inmediatamente a la dirección del grupo especial otra vez, y ha dicho que no quería inmiscuirse en las medidas policiales. El comisario Möller ha ido entonces, directamente, a ver al jefe del gobierno, quien primero ha tenido algunas dudas pero, después de hablar con el ministro de Justicia, ha llegado a la misma conclusión que éste. ¿Comprendido?
—Desde luego —dijo Skacke.
—Y en cuanto Beck o Larsson regresen, quiero hablar con ellos sobre otra cosa. Por vuestra cuenta podéis ir pensando cómo hay que dirigirse a los superiores. Adiós.
Martin Beck y Gunvald Larsson no regresaron hasta muy avanzada la tarde. Parecían modestamente satisfechos de lo que habían hecho. Rönn ya no regresó durante el resto del día. Tenía una misión especial que precisaba su tiempo.
Los telefonazos y los visitantes entraron a chorro.
El ayudante del rey comunicó que Su Majestad había decidido salir al patio de Logaard, delante de palacio, para recibir al senador cuando éste subiera por la escalera norte.
Martin Beck señaló que esta nueva idea no facilitaba los dispositivos de seguridad, especialmente la protección a distancia, pero el ayudante respondió lacónicamente que el rey no tenía miedo.
Alrededor de las cinco aterrizó un visitante insospechado; la puerta se abrió violentamente y entró como una exhalación Bulldozer Olsson con la cabeza gacha, casi como un toro cuando llega a la arena. Tenía el aspecto de siempre: traje arrugado azul violeta, camisa rosa y corbata de fantasía.
Melander no movió ni un dedo, pero Gunvald Larsson pegó un brinco como un muelle repentinamente aflojado y luego preguntó atónito:
—¿Qué coño haces tú aquí?
—El jefe administrativo Malm, de la DGP, me ha rogado que viniera cuando tuviera un momento —explicó Bulldozer llanamente—. Dice que podría surgir algún problema jurídico en el que necesitarais ayuda.
Avanzó hacia el mapa, lo examinó un momento, juntó las manos y de repente gritó:
—¿Qué tal os va, muchachos?
Incluso Martin Beck había acudido, atraído por el alboroto, y miró con disgusto al visitante, pero su voz fue muy plácida cuando dijo:
—Todo parece seguir su curso, y no han surgido cuestiones jurídicas especialmente relevantes, pero resulta tranquilizador saber que nos podemos dirigir a ti si surgiera algún problema.
—Perfecto —dijo Bulldozer—, perfecto.
—¿Dónde está Werner Roos? —preguntó Gunvald Larsson con malicia.
—En Canberra, Australia, o sea que espero que aparezca en cualquier momento. El único problema es que me voy a quedar sin la mitad del personal de la brigada de atracos el jueves y el viernes. Y todo ¿por qué? Pues porque vosotros habéis decidido ocuparlos con vuestras organizaciones de defensa y protección. Serán días duros, señores, recuerden mis palabras, pero ya nos arreglaremos; ya estamos acostumbrados, la verdad.
Miró a su alrededor y exclamó alegremente:
—¡Suerte, chicos!
Luego abrió la puerta y desapareció antes de que ninguno de los presentes pudiera siquiera saludar con la cabeza.
—¡Mierda! —exclamó Gunvald Larsson—. Sólo Malm es capaz de ser tan burro como para enviarnos también a Bulldozer.
—No necesitamos echar mano de él —dijo Martin Beck desinteresado.
Excepto el recado de palacio, todo parecía ajustarse al programa previsto.
La prensa publicaría todo el programa, incluso el recorrido del cortejo. Lo único que nadie podía conocer era, como de costumbre, lo que se había tratado en la conversación entre los altos políticos y las conclusiones a las que se había llegado. Con toda seguridad cabía esperar un frío e inútil comunicado cuando todo hubiera sido ya decidido.
La radio y la televisión emitirían en directo la llegada del alto dignatario, al igual que la comitiva hasta la ciudad, la colocación de la corona de flores y el encuentro con el rey.
Todo parecía claro, sencillo y bien dispuesto.
El Museo del Ejército de Estocolmo estaba en la calle Riddar, en el barrio de Östermalm. Se encontraba dentro de un viejo cuartel, atrincherado tras un gran patio lleno de antiguas piezas de artillería cuidadosamente conservadas que ocupaban toda la manzana entre la calle Sibylle y la calle Artillen. El edificio más próximo era poco bélico; era la iglesia de Hedvig Eleonora, que, a pesar de su gran cúpula, no era de las obras arquitectónicas más notables de la ciudad ni ofrecía especial interés.
Por aquel entonces tampoco ofrecía ya gran interés el propio Museo del Ejército, especialmente desde que habían decidido trasladar una parte del servicio de información al edificio, ocultándolo tras la fachada del inofensivo museo.
Martin Beck tenía prisa, y además se había vuelto perezoso con los años. No había sido capaz de aguantar la cola telefónica para pedir un taxi, sino que se había hecho llevar al lugar en un coche patrulla. Los auxiliares de policía del coche no pertenecían al desprestigiado distrito de Östermalm, que de vez en cuando llamaba la atención con sus redadas descomunales y con la frecuente puesta en práctica de la abominable ley sobre el derecho policial a arrestar a la gente sin ningún motivo. Ambos eran jóvenes y educados, e incluso uno de ellos bajó y se cuadró cuando llegaron. Martin Beck estuvo dudando un momento sobre si aquel saludo estaba destinado a él o a los silenciosos recuerdos bélicos que les rodeaban.
El corazón del museo era una gran sala con viejos cañones y diversos mosquetones antiguos, pero el jefe de la comisión nacional de homicidios no había ido allí movido por interés con respecto a aquellas viejas armas.
En un despacho diminuto, había un hombre gordo sentado ante un escritorio estudiando un problema de ajedrez. Era un caso difícil, jaque mate en cinco jugadas, y de vez en cuando hacía anotaciones en una libreta y luego las tachaba. Podía sospecharse que no era aquello precisamente lo que tenía que hacer, porque sobre la mesa había también una pistola desmontada, y junto a su sillón había una caja de madera llena de armas de fuego, algunas de las cuales llevaban un cartelito atado con un cordel, aunque en su mayor parte no contuvieran ninguna información escrita.
El hombre del problema de ajedrez era Lennart Kollberg, el hombre más cercano a Martin Beck durante muchos años duros. Se había despedido de la policía aproximadamente un año antes, y su renuncia había ocasionado no poco desorden y confusión, además de dar lugar a comentarios muy desagradables.
Uno de los mejores criminalistas del país, un hombre con puesto y destino fijo, había abandonado la policía porque no podía soportar seguir siendo policía. Aquello no tenía buen aspecto, y Stig Malm había correteado como un perro de caza con la lengua colgando por los pasillos de Västberga y de Kungsholmen, para intentar conseguir la efectividad de la orden del director general de la policía en el sentido de que aquello no trascendiera.
Naturalmente, trascendió de todos modos, aunque en los periódicos no se extrañaron de que un veterano policía dimitiera o al menos se extrañaron tanto como si un reportero deportivo harto de viajar, de sobornos y de bebida, decidiera mandarlo todo a paseo y dedicarse a sus hijos o a contemplar la televisión. Para Martin Beck había sido personalmente una desgracia, pero probablemente no tan grande como para no poder superarla. Continuaban viéndose de forma privada, aunque no con gran frecuencia, si bien de vez en cuando trasegaban unas copas en el piso de Kollberg, en la calle Skärmarbrink, o en el de Martin Beck en la calle Köpman.
—Hola —dijo Kollberg.
Le alegraba aquella visita, pero no demostró ningún entusiasmo especial.
Martin Beck no dijo nada y se limitó a dar a su viejo compañero una palmada en la espalda.
—Esto es muy interesante —dijo Kollberg, indicando la caja con la cabeza—. Hay un montón de pistolas y revólveres —prosiguió— que provienen de distritos policiales diversos. Muchos vinieron a entregar viejos pistolones antiquísimos cuando el gobierno promulgó la nueva ley sobre posesión de armas. Pero, claro, los que las entregaron voluntariamente eran aquellos que no pensaban disparar contra nada en su vida. Ni siquiera existen municiones para muchas de ellas, aunque los coleccionistas dicen que las pueden conseguir, incluso para las provistas de percutor exterior. Al parecer, hay en Alemania un tipo muy mañoso que fabrica toda clase de munición para cualquier arma.
Martin Beck contempló el contenido de la caja, en la que parecía haber un poco de todo.
—Aquí no hay nadie que haya tenido ganas de entretenerse en revisar todo esto y catalogarlo decentemente —dijo Kollberg—. Y a alguien le pareció que yo encajaba bien en este trabajo, a pesar de que la mitad de la dirección general de la policía me tilda de comunista.
El que le había escogido para aquella tarea había acertado, porque Kollberg era un tipo sistemático.
Señaló la pistola desarmada y dijo:
—Mira ésta, por ejemplo. Una automática rusa Nagant, once milímetros y vieja como el mundo. Conseguí desmontarla, pero no sé cómo demonios puedo volverla a montar. Y aquí... —revolvió entre el contenido de la caja y extrajo un gigantesco Colt bastante viejo—. ¿Has visto qué fantástico Peacemaker? Es perfecto. Uno como éste era el que tenía Aasa Torell debajo de la almohada después de que mataran a Stenström; lo tenía cargado y sin seguro, por si acaso.