La charla duró todavía unas dos horas y todos tuvieron puntos de vista que exponer.
Martin Beck quedó muy satisfecho al terminar. Era un buen grupo, aparte de las opiniones particulares de algunos sobre los demás. A menudo tenía que explicar las cosas dos veces, lo cual, como de costumbre, hacía que echara de menos a Kollberg.
Skacke pidió la lista de todos los que habían llamado durante este tiempo. Era una lista nutrida:
El director general de la policía, el jefe de la policía de Estocolmo, el comandante en jefe, el jefe del estado mayor del ejército, el ayudante del rey, el director de la radio, el jefe administrativo Malm, el ministro de Justicia, el portavoz del Partido Moderado, el jefe de la policía de orden público, diez periódicos diferentes, el embajador de Estados Unidos, el jefe de policía de Märsta, el secretario del presidente del gobierno, el jefe de las fuerzas de vigilancia del Parlamento, Lennart Kollberg, Aasa Torell, el fiscal general del Estado, y Rhea Nielsen, más once ciudadanos anónimos.
Martin Beck observó la lista con preocupación y suspiró profundamente. Seguro que habría jaleo, de alguna forma o de muchas formas. Resiguió la larga lista con el dedo, se acercó al teléfono y marcó el número de Rhea.
—¡Hola! —dijo ella con naturalidad—. ¿Molesto?
—Tú no molestas nunca.
—¿Vendrás esta noche a casa?
—Sí, pero seguramente bastante tarde.
—¿Cómo de tarde?
—A las diez, a las once, algo por el estilo.
—¿Has comido hoy? —inquirió ella.
Martin Beck no contestó.
—¿Nada, verdad? Acuérdate de que acordamos decir siempre la verdad.
—Tienes razón, como casi siempre.
—Pues ven a casa; si puedes, llámame media hora antes. No quiero que te mueras de hambre antes de que aterrice ese zopenco.
—De acuerdo, un beso.
—Un beso.
Después se repartieron las llamadas, de las que unas eran rápidas y poco importantes, y otras largas y complicadas.
Gunvald Larsson habló con Malm:
—¿Qué quieres?
—Parece ser que Beck intenta cargarnos la responsabilidad de traer un montón de policías de provincias aquí. El jefe de la policía de orden público me ha llamado sobre este asunto hace un par de horas.
—¿Y qué?
—Nosotros aquí, desde la DGP, sólo queremos indicar que no os podéis mezclar en una serie de crímenes en la periferia que todavía no se han cometido.
—¿Eso hacemos?
—El jefe considera la cuestión de la responsabilidad como muy importante. Si se cometen crímenes en otros lugares, no será culpa nuestra. La DGP no tiene nada que ver con el asunto.
—Es curiosísimo —dijo Gunvald Larsson—, Si yo perteneciera a la DGP, me encargaría de que se tomasen medidas preventivas. ¿Qué es lo que hacéis en realidad en la DGP, a qué creéis que debéis dedicaros?
—La responsabilidad no es nuestra, sino del gobierno.
—Está bien, entonces llamaré al ministro.
—¿Qué?
—Has oído perfectamente lo que he dicho. Adiós.
Gunvald Larsson nunca había hablado antes con un miembro del gobierno. Tampoco le había interesado nunca, pero marcó el número del ministerio de Justicia con cierto placer.
Le dieron línea en seguida y pronto tuvo al ministro de Justicia al otro lado del hilo.
—Buenos días —dijo—, me llamo Larsson y soy policía. Tomo parte en el asunto de la protección durante la visita senatorial.
—Buenos días. He oído hablar de usted.
—Pues resulta que se ha iniciado una discusión, a mi modo de ver nada divertida y bastante inútil, sobre quién es el responsable de que el próximo jueves y viernes no haya guardias en lugares como por ejemplo Enköping y Norrtälje.
—¿Y...?
—Pensaba solicitar una respuesta a esta pregunta, para que no haga falta desgañitarse contra todos los posibles idiotas que decidan hablar sobre este tema.
—Bien, la responsabilidad es única y exclusivamente del gobierno. No se puede señalar a ninguna otra persona en particular, ni siquiera a los que propusieron y llevaron adelante la invitación al visitante. Personalmente, yo voy a dar instrucciones a la dirección general de la policía a fin de que hagan todo lo que esté en su mano para reforzar la prevención de delitos en las provincias en las que el personal sea escaso.
—Perfecto —dijo Gunvald Larsson—; eso era lo que quería oír. Adiós.
—Un momento —le atajó el ministro de Justicia—, yo mismo he llamado hace un rato para saber cómo están las cosas en lo referente a la seguridad.
—Creemos que bien —contestó Gunvald Larsson—; trabajamos siguiendo un plan minucioso, pero flexible.
—Perfecto.
«Parecía verdaderamente un hombre sensato», pensó Gunvald Larsson. Pero el ministro de Justicia tenía fama de ser una honrosa excepción entre los políticos de carrera que dirigían Suecia en su largo e irrefrenable declive.
Así transcurrió el día, entre conversaciones abundantes y a menudo insignificantes. Las bandejas de carpetas entraban y salían, formando una auténtica corriente.
Hacia las diez de la noche, Gunvald Larsson recibió una carpeta, cuyo contenido le hizo permanecer durante media hora en silencio y con la cabeza entre las manos.
Skacke y Martin Beck seguían allí, pero pensaban marcharse pronto a casa, y Gunvald Larsson no quería fastidiarles la noche, por lo que decidió no decir nada sobre el contenido de aquella carpeta hasta el día siguiente. Después cambió de parecer y se la entregó a Martin Beck sin hacer ningún comentario, y éste la metió, impasible, en su portafolios.
Aquella noche, Martin llegó a la casa de la calle Tule pasadas las once y veinte.
La jornada de trabajo había terminado con una larguísima reunión con el jefe de la policía de orden público. Lo que tenían que decirse era importante y exigía concentración. ¿Cómo disponer aquella cantidad ingente de policías uniformados? ¿Cómo acuartelarlos, trasladarlos y distribuirlos? ¿Dónde tendrían que estar situados en cada momento? ¿Cómo tratar a los manifestantes?
El jefe de las fuerzas de orden público era un buen administrativo, pero lo mejor de él era su visión serena de las cuestiones delicadas del momento. Una de ellas era, precisamente, el problema de los manifestantes. Todo parecía indicar que Eric Möller pensaba montar algún número especial y que estaba dispuesto a dirigirse a los máximos responsables de la burocracia para que se tuvieran en cuenta sus puntos de vista. Por eso, Martin Beck quería tener soluciones claras y redondas, con las que poder evitar la puesta en práctica de los inventos de la SÄPO.
Personalmente no creía que fuera posible evitar que el impopular visitante viera, oyera y notara que muchas personas del país estaban en contra de él y que consideraban su visita una inconveniencia. Eran demasiadas las cosas en las que había estado mezclado aquel hombre, cosas demasiado recientes y frescas en la memoria de todos: la guerra de Vietnam, la intervención en Camboya, el genocidio en Chile, para citar sólo algunos ejemplos.
El jefe de las fuerzas de orden público comprendía estos puntos de vista. Otros, en cambio, no comprendían nada, como por ejemplo Stig Malm, que consideraba que había que cerrar al tráfico las carreteras y acordonar el trayecto al paso del cortejo, de tal manera que el senador no tuviera necesidad de ver ni un solo manifestante, ni siquiera un cartel o una pancarta.
El último informe tendencioso de Eric Möller señalaba que los manifestantes serían muy numerosos y que vendría gente de todos los rincones del país para tener la oportunidad de expresar su opinión. Hasta ahí habían llegado las averiguaciones de sus sabuesos.
No cabían dudas al respecto; era absurdo pensar que absolutamente todas las acciones del servicio secreto fuesen tonterías o simples hostigamientos contra la izquierda.
La preocupación de Martin Beck y del jefe de las fuerzas de orden público era la de que los manifestantes pudieran expresar sus puntos de vista con total libertad y a sus anchas, pero que los grupos más radicales no tuvieran oportunidad de atravesar el cordón policial y detener la comitiva o alzar barricadas en las calles. El jefe de las fuerzas de orden público consideró que podría cumplir ese encargo. Tras algunas dudas, pasaron a la siguiente cuestión: que la policía uniformada, bajo ningún concepto, utilizase la violencia, a no ser en un caso extremo. Los hombres que incumplieran dicha disposición recibirían un castigo disciplinario y en caso necesario serían procesados.
Martin Beck intentó durante un rato sustituir la palabra «procesado» por «cesado», pero finalmente se vio obligado a rendirse.
Abrió la puerta de la calle con su propia llave. Luego subió dos escalones y llamó a la puerta, que estaba cerrada. Hizo unas señales convenidas y esperó. Ella tenía llave para entrar en su piso, pero él no podía entrar en el de ella. Martin Beck no creía necesitarlas, pues nada tenía que hacer allí si ella no estaba. Y cuando ella estaba en casa, casi siempre dejaba la puerta sin cerrar.
Al cabo de medio minuto llegó ella brincando y descalza, y abrió la puerta. Estaba especialmente atractiva, y sólo llevaba una blusa azul gris muy ancha, que le llegaba hasta media pierna.
—¡Puñeta! —exclamó—. Me has dejado poco tiempo. Tengo una cosa que ha de estar media hora en el horno.
No había podido llamarla antes de terminar la discusión con el jefe de las fuerzas de orden público, y lo había hecho por fin hacía sólo diez minutos. Después había pedido que le acompañaran en un coche patrulla, ya que el servicio de taxis, como siempre, estaba colapsado.
—¡Jesús, cómo vienes! —exclamó ella—. ¿No comprendes que hay que comer de vez en cuando? —Le miró fijamente y añadió—: ¿Quieres que nos bañemos? Yo creo que lo necesitas.
Rhea había hecho construir en el sótano una sauna para los inquilinos, un año antes. Cuando la quería utilizar sólo ella, se limitaba a colocar un cartelito en la puerta del sótano.
Martin Beck se cambió y se puso un albornoz viejo que guardaba en el armario del dormitorio, mientras ella bajaba y ponía en marcha la sauna. Era una instalación perfecta, seca y muy caliente.
Son mayoría los que suelen sentarse en silencio en la sauna, pero Rhea no tenía esa costumbre y preguntó:
—¿Cómo va tu extraño trabajo?
—Creo que bien, pero...
—¿Pero qué?
—Es difícil saberlo con seguridad; nunca he hecho una cosa parecida.
—¡Mira que invitar a ese malnacido! —exclamó Rhea—. A los socialdemócratas se les caerá la cara de vergüenza.
—Parece que ese hombre no es muy popular.
—¿Popular? Será una lástima que le salvéis el pellejo.
—¿En serio?
—No, no es en serio, pues la violencia casi nunca es una solución acertada, aunque a veces sí.
—¿Cuándo?
—En guerras de liberación que han durado años. Vietnam, por ejemplo. ¿Qué puede hacer la gente? Han de luchar. Y ahora llega el vencedor, ¿qué falta para que venga? ¿Una semana?
—¡Qué va, ni eso! Llega el jueves próximo.
—¿Saldrá por radio o por televisión?
—En las dos.
—Bajaré a la calle Köpman, a ver esa desgracia.
—¿No vas a manifestarte?
—A lo mejor tendría que ir —contestó ella, desabrida—. Quizá empiece a ser un poco mayor para ir a las manifestaciones. Hace unos años era distinto.
—¿Has oído hablar alguna vez de algo llamado ULAG?
—He leído algo en los periódicos; no está muy claro qué defienden o qué atacan. ¿Crees que se disponen a hacer algo aquí?
—Hay una posibilidad.
—Parecen peligrosos.
—Por lo visto.
—¿Tienes bastante?
El termómetro se acercaba a los cien grados. Echó un par de cazos de agua sobre las piedras y del techo bajó un calor agradable. Salieron y se ducharon; después se frotaron mutuamente.
Cuando volvieron a subir al piso, salía de la cocina un perfume lleno de sugerencias.
—Me parece que ya está. ¿Podrás poner la mesa?
Más o menos, era de lo único que se sentía capaz, aparte de comer.
La cena era buenísima y él comió como hacía tiempo que no lo hacía. Luego permaneció callado, con su copa de vino en la mano. Ella le miró y dijo:
—Pareces rendido. Acuéstate.
Martin Beck estaba realmente rendido. Aquella jornada de incesantes llamadas telefónicas y de reuniones ininterrumpidas le había agotado, pero por alguna razón no quiso acostarse en seguida. Se sentía demasiado a gusto en aquella cocina, entre ristras de ajos, manojos de ajenjo, tomillo y serba. Al cabo de un rato dijo:
—¿Rhea?
—¿Sí?
—¿Crees que hice mal al aceptar ese trabajo?
Ella meditó durante largo rato antes de contestar:
—Eso precisaría un análisis complicado.
—Pues hazlo —dijo, y bostezó.
—Tal como yo lo veo, para empezar ha sido un error garrafal del gobierno invitar a ese payaso reaccionario; Estados Unidos lleva mucho tiempo siendo la amenaza constante para la paz; no es el único país en este aspecto, porque hay estados como Israel, por ejemplo. Pero Estados Unidos es el más grande y el más peligroso. Aquí en Suecia llevamos varias décadas con gobiernos pseudosocialistas que proclaman nuestra neutralidad, que es a todas luces falsa. Todo el tiempo, incluso mucho antes de la guerra fría, nuestra política exterior la han conformado personas con posturas negativas hacia el socialismo y favorables al capitalismo occidental. El famoso Dag Hammarskjöld, del que tanto se habló en su día, era una de esas personas. Su misión principal en el ministerio de Asuntos Exteriores fue dar forma a las bases sobre las que descansaría la toma de postura política del país. Al parecer, consideró que el enemigo natural de Suecia era el Soviet socialista, y que por consiguiente nuestro mejor aliado tenía que ser Estados Unidos. Dado que el gobierno socialdemócrata hace en realidad negocios públicos y privados en defensa de intereses capitalistas, aunque ha logrado convencer a la gente de que representa una especie de socialismo, resulta que durante toda su existencia lo que ha hecho ha sido combatir el auténtico socialismo. Ha puesto el dispositivo de inteligencia sueco al servicio de los americanos. Por ejemplo, combatió el movimiento de Vietnam hasta que se vio que no se podía seguir engañando a la gente en ese punto; si recuerdas el asunto Catalina, comprenderás lo que quiero decir.
El asunto Catalina había sido una de las maniobras de confusión más misteriosas del régimen. Unos aviones suecos habían espiado en aguas jurisdiccionales soviéticas por cuenta de los americanos. Los rusos habían abatido dos de ellos y el gobierno, valiéndose de las más pérfidas mentiras, había logrado crear un ambiente de claro anticomunismo que estuvo a punto de conseguir su propósito, es decir, la incorporación de Suecia al gran pacto antisocialista, la OTAN.