La oficina de Hedobald Braxén era tan destartalada como él. Estaba en un lugar céntrico, en la calle David Bagare, pero en una casa cuyo propietario no consentía casi ningún cambio, y tan sólo a regañadientes accedía a que cambiaran una bombilla gastada de algún rellano, y ese proceder había sido siempre el mismo desde que se construyó la casa, muchos años atrás.
Braxén no tenía ni secretaria ni sala de espera, tan sólo una habitación cuyas ventanas estaban increíblemente sucias; tenía un hornillo en el que de vez en cuando preparaba café, es decir, cuando tenía algo de café y no se le habían terminado los vasos de plástico.
Había gente que le llamaba «el abogado del aguardiente», pero se equivocaban, porque las costumbres alcohólicas del Trueno eran inexistentes. Ni siquiera cuando le invitaban, era capaz de beber algo más que una simple cerveza.
En el recinto, que era muy pequeño, había dos gatos y una jaula con un canario gordo y desplumado. La mayor parte del suelo la ocupaba un gran escritorio que era seguramente viejísimo, y tan enorme que mucha gente se preguntaba quién había sido el genio que había sido capaz de pasarlo por la puerta. El Trueno solía decir en broma que lo construyeron al mismo tiempo que la casa, mientras iban cerrando paredes, setenta años atrás. Era una nueva versión del misterio de la habitación cerrada.
Braxén estaba sentado detrás del escritorio, leyendo
Ny dag
mientras su cigarro descansaba en un cenicero repleto de colillas; espiaba a los clientes por encima del borde del periódico, con sus ojos multicolores extraordinariamente vivos.
La mesa estaba cubierta de montones de actas y documentos hasta la altura máxima tolerable.
Nunca se le había ocurrido que viniera más de un cliente a la vez, porque sólo había un sillón para sentarse, y ése estaba repleto y hundido, lleno de carpetas, papeles y periódicos viejos que llegaban hasta los brazos.
Lo de leer el periódico era algo que también hacía en las salas de juicio, para desespero de muchos, pero con gran regocijo de él; a veces, sus propios clientes sacaban provecho de esa costumbre, porque un acusado cuyo abogado mostraba semejante tranquilidad durante el juicio forzosamente había de ser inocente. Aparte de eso, los pliegos de pruebas los tenía el fiscal, que no solía perder el hilo, aunque solía montar en cólera cuando tenía que enfrentarse con los métodos nada ortodoxos del Trueno. Bulldozer Olsson era una de las pocas excepciones a esa regla.
Tras unos minutos, que fue lo que como mínimo tardó, se le iluminó la mirada y exclamó:
—¡Ah, sí, Roberta...!
—Rebecka —dijo la chica.
—Exacto, Rebecka, sí —dijo él.
Braxén apartó el periódico y alzó un gato hasta la mesa en su lugar. Algunos de sus colegas habían intentado expulsarlo del colegio de abogados, alegando entre otras cosas que su oficina no parecía un local de negocios, sino un parque zoológico. Aquellos hermanos de carrera eran de los más refinados y afortunados, al menos en lo referente al dinero, pero normalmente perdían sus juicios o conseguían conciliaciones que se producían por sí solas, mientras que el Trueno ganaba de vez en cuando casos que cualquier otro abogado sueco hubiera considerado perdidos de antemano.
El hecho de que la vista contra Rebecka Lind le hubiera tocado a él por oficio había sido una suerte para ella, al menos momentáneamente.
—Bueno —dijo, acariciando al gato desde el morro hasta el extremo final de la cola—, ganamos el juicio. El contrabandista de corbatas no recurrió
y
es mejor así, pues en el tribunal supremo hay unos juristas medio petrificados que sólo leen la ley según su interpretación literal. Hubiera sido muy difícil convencerles de cuál era la verdad, y de vez en cuando dudo seriamente de que esa palabra forme parte de su terminología.
La miró, y, advirtiendo su mirada interrogante, se apresuró a aclararle:
—Repertorio, vocabulario, palabras, ¿sabes?
El Trueno encendió su cigarro, aspiró y luego sopló produciendo un gigantesco anillo de humo. Después repitió la operación y consiguió meter el nuevo anillo dentro del anterior formando ángulo recto, como si fuera un giróscopo o los anillos de Saturno. Era un número muy espectacular, con el que seguramente hubiera podido exhibirse en un circo. Era una lástima que ciertas prohibiciones estúpidas le impidieran emplearlo en los juicios. Siempre había soñado con colocar un anillo como aureola de gloria alrededor de la cabeza del juez.
Se había dado cuenta de que la chica parecía apurada y le preguntó amablemente:
—¿Qué tal está el chaval?
—Niña, es niña, y se llama Camilla.
—Desde luego, claro —dijo el Trueno.
—Está bien; la he dejado en casa de una amiga mientras venía aquí, porque chilla mucho y se enfada.
—Me acuerdo de que cuando yo era un crío —dijo el Trueno— solíamos brincar entre los témpanos de hielo. En mis tiempos le llamábamos a eso dar brincos, y naturalmente estaba prohibido. Un día llegué a caerme al agua, y desde luego hubo un guardia que lo presenció.
El Trueno hizo otros dos anillos de humo, tan elegantes como los primeros y rozando el más puro perfeccionismo.
—¿Y qué ocurrió? Pues que me llevaron ante un juez policial, que era lo que había entonces, y me pusieron una multa de dos coronas, que era mi asignación de dos meses en aquella época, para no hablar de los bastonazos que me propinó mi padre.
Volvió a observar la mirada de incomprensión de la chica y le dijo:
—Me dieron una paliza, quiero decir; por desgracia, mi educación era un tanto anticuada. —Y prosiguió—: Además, no había ninguna ley que prohibiera dar brincos; como mucho, un par de líneas en las ordenanzas municipales. Aquel día decidí ser jurista antes o después, a pesar de que todos los que me rodeaban decían que no sería capaz.
De repente estalló en una carcajada y exclamó:
—¿Que no sería capaz? ¡Cómo no iba a ser capaz, en un país en el que en el noventa por ciento de los casos sería mejor poner una cazuela agujereada en el sitio del abogado defensor!
El Trueno observó que sus comentarios no producían el menor efecto en su visitante. De la cocinilla sacó un par de Alka-Seltzer y las echó en un vaso de plástico lleno de agua. Luego se tragó la mezcla, y tan sólo un cuarto de minuto más tarde hizo una colosal demostración que encajaba perfectamente con su nombre de batalla.
Sus rasgos reflejaban preocupación. Se inclinó hacia atrás en el sillón de su escritorio, y se apretó un agujero más la hebilla del cinturón.
—El señor abogado debería usar tirantes —dijo la chica.
—Sí —admitió el Trueno—, desde luego, es una idea inteligente y muy acertada.
Cogió una hoja en blanco y escribió cuidadosamente la palabra «tirantes».
Después miró muy serio a la visitante.
—Bueno, Roberta...
—Rebecka —dijo ella.
—Bueno, Rebecka, ¿qué es lo que te preocupa? ¿Ha ocurrido algo?
—Sí, y el señor abogado es la única persona que me ha ayudado en este mundo.
El Trueno encendió su cigarro, que se había apagado durante el ceremonial de las tabletas de Alka-Seltzer. Luego se colocó uno de los gatos sobre las rodillas y lo acarició detrás de las orejas hasta que empezó a ronronear.
No la interrumpió ni una sola vez durante su exposición del asunto. Por fin ella exclamó, desesperada:
—¿Qué tengo que hacer?
—Puedes dirigirte a la asistencia social o a la tutela de menores; ya que no estás casada, seguramente todavía tienes asignado un tutor.
—No —replicó en seguida la chica—, ¡no y mil veces no! Esa gente me persigue como si fuera una bestia. Y mientras Camilla estuvo con ellos, cuando yo estaba detenida, la maltrataron.
—¿La maltrataron?
—Sí, le dieron comida equivocada. Tardó tres semanas en volverle a funcionar normalmente la tripa.
—La mía no ha funcionado jamás normalmente.
—Es por culpa de esos cigarros que fuma y porque come cosas inadecuadas.
—Hum —dijo el Trueno—, no es impensable, pero de todos modos ahora ya soy demasiado viejo para que pueda tener algún sentido dejar algunos vicios. Por ejemplo, he estado casado cuatro veces y he fumado cigarros desde los trece años, con una breve pausa durante la guerra, en que me pasé a la marihuana que traían los soldados americanos; tengo once hijos y dieciséis nietos. En cambio, mi hermano es vegetariano y jamás ha fumado nada, no tiene hijos, y, según las leyes de la lógica tampoco tiene ningún nieto; sin embargo, tiene cáncer de pulmón y se morirá seguramente en menos de seis meses.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Rebecka.
Braxén levantó y apartó el gato, un ejemplar especialmente horrible, salpicado de amarillo, ocre, blanco y negro, y dijo:
—Una larga vida de lucha contra diversas autoridades, y sobre todo con las que tienen más poder que las otras, me ha enseñado que es muy poco frecuente que alguien nos escuche, y mucho menos que te den la razón.
—¿Quién dirige esta mierda de país? —preguntó ella.
—Formalmente es el Parlamento, pero en la práctica es el gobierno, y los desechos, y los capitalistas, y una serie de personas que han sido escogidas porque tienen dinero o bien porque políticamente son capaces de controlar grupos importantes y a los cabecillas sindicales. El jefe máximo, por así decirlo es...
—¿El rey?
—No, el rey no tiene aquí nada que ver; me refiero al jefe del gobierno.
—¿Jefe del gobierno?
—¿No has oído hablar nunca de él?
—No.
—El jefe del gobierno, al que se puede llamar también presidente del gobierno, o primer ministro, o ministro de Estado o lo que quieras; él es el que dirige la política del país.
El Trueno buscó algo encima de su mesa.
—Aquí —dijo—, aquí hay una foto suya en el periódico.
—¡Vaya tipo! ¿Y quién es éste del sombrero de cowboy?
—Un senador americano que pronto vendrá para eso que llaman una visita oficial. Antes era gobernador, precisamente del estado donde nació tu novio.
—Mi marido —corrigió ella.
—Sí, uno nunca sabe qué es lo que ha de decir en estos tiempos —dijo el Trueno y eructó.
—¿Se puede ir a hablar con ese jefe del gobierno? ¿Habla sueco, no?
—Sí, pero será difícil. No recibe a cualquiera sin antes hacer una selección. Pero se le puede hacer llegar un escrito, es decir, enviarle una carta.
—No seré capaz —murmuró ella con resignación.
—Pero yo sí —dijo el Trueno.
De las interioridades de su fantástico escritorio Hedobald Braxén sacó una Underwood antediluviana montada sobre una plancha de madera. Introdujo dos hojas de papel blanco y una de papel carbón entre las dos, en el carrete de la máquina. Luego empezó a escribir con ligereza y mucho cuidado. Cualquiera que le hubiera visto darle a las teclas y al espaciador habría descubierto que había aprendido a escribir en alguna academia muchos años atrás.
—¿No saldrá carísimo esto? —dijo Rebecka Lind insegura.
—Mi idea es la siguiente —explicó el Trueno—: si una persona que es considerada culpable de algún crimen o ha perjudicado a la sociedad tiene derecho a la asistencia jurídica gratuita, no veo por qué una persona que es totalmente inocente tiene que pagar minutas de abogado demasiado elevadas.
Repasó la carta, entregó el original a Rebecka y guardó la copia en una carpeta.
—¿Qué tengo que hacer ahora? —dijo ella.
—Firmar —contestó Braxén—. Mi dirección está en la cabecera de la carta.
Ella firmó con la mano temblorosa, mientras Braxén escribía el sobre.
Después cerró el sobre, le pegó un sello con la imagen del rey sin poderes y le dio la carta.
—Si sales de la portería hacia la derecha y luego tuerces otra vez a la derecha, encontrarás un buzón. Échala allí.
—Gracias —dijo ella.
—Adiós, Ro... Rebecka. ¿Dónde te puedo encontrar?
—Ahora en ningún sitio.
—Pues vuelve aquí. No vengas antes de una semana, porque no creo que recibamos respuesta antes.
Cuando ella hubo cerrado la puerta, Hedobald Braxén volvió a meter la máquina de escribir en su sitio y cogió en sus brazos el gato de las manchas. Miró la fotografía del primer ministro y del senador americano, levantó una pierna y se relajó con aire pensativo.
El hombre alto y rubio ya no se llamaba Heydrich, sino Andrew Black, con pasaporte británico y de profesión hombre de negocios. Llegó a Suecia el quince de octubre y se sirvió del medio más seguro para entrar en el país, es decir, vino desde Copenhague en el hidroplano de Malmö, en cuya estación terminal los controladores de pasaportes, cuando están presentes, suelen entretenerse en beber café y bostezar.
En Malmö sacó billete para el tren de Estocolmo, durmió tranquilamente mientras la lluvia golpeaba las ventanillas de su vagón, llegó a Estocolmo por la mañana y tomó un taxi hasta el piso de seis habitaciones del Söder, que tenía alquilado la empresa tapadera de ULAG para alojar a sus visitantes de negocios. La primera molestia que tuvo que soportar en Suecia fue la larga cola de taxis a la salida de la estación ferroviaria.
Había llegado, pues, sin ningún problema; en ningún lugar tuvo que mostrar más que la cubierta de su pasaporte, no dio su nombre a nadie y tampoco había abierto las maletas, que tenían todas doble fondo y cuyo contenido era altamente interesante. De todos modos, un aduanero normal, sólo pendiente de pescar un poco de aguardiente o de tabaco, no hubiera encontrado nada anormal.
A la hora de comer fue a una especie de bar, donde le llamó la atención que la comida fuese tan mala y tan cara. Luego compró algunos periódicos suecos y regresó a la casa. Al cabo de un rato se dio cuenta de que entendía sorprendentemente bien el idioma.
En realidad se llamaba Reinhard Heydt y era sudafricano, y había crecido en un hogar en el que se hablaban cuatro idiomas: holandés, afrikaans, inglés y danés. Después había aprendido francés y alemán, y se desenvolvía bastante bien en otra media docena de idiomas. Se había educado en un colegio de Inglaterra.
La formación práctica de Heydt era paramilitar; primero había luchado en el Congo y luego había estado con los perdedores en Biafra. También participó en el golpe de Guinea, y, después de una temporada en el servicio de información portugués, había combatido a las guerrillas del Frelimo en Mozambique. Allí le habían reclutado para ULAG.