—Voy al cine, a ver películas verdes. Las tomo en raciones limitadas, un par al día, pero me he empeñado en ver todas las películas de Petrus. Probablemente, me volveré frígida a causa de la impresión.
—¿Por qué quieres ver todas sus películas? —inquirió Martin Beck—. ¿Qué crees poder sacar en claro? Para mí fue más que suficiente ver aquel
Amor bajo el sol de medianoche,
o como se llamase.
Aasa se echó a reír.
—Ésa no tiene nada que ver con las demás. Algunas de ellas son realmente mucho mejores desde el punto de vista técnico, de color, calidad de la película y todo eso. Me parece que las vendía en Japón. No resulta nada satisfactorio ver todas esas películas, especialmente para una tía, porque una queda supercabreada.
—Lo comprendo —dijo Martin Beck—; a mí también me cabrea ver cómo exponen a la mujer como un simple objeto sexual y nada más.
—En las horribles películas de Petrus, la mujer es un simple instrumento de placer, o un animal que sólo piensa en pollas gigantescas y en orgasmos interminables. ¡Mierda!
Aasa se empezaba a acalorar, y, a fin de evitar una prolongada exposición sobre la opresión de la mujer y el chauvinismo masculino, Martin Beck dijo:
—No has contestado por qué es tan importante ver todas esas películas.
Aasa se acarició su desordenado cabello oscuro y respondió:
—Sí, verás, observo a los que salen en las películas, y procuro estudiar qué clase de personas son, dónde viven y qué es lo que hacen en realidad. He entrevistado a un par de tipos que salían en varias películas. Uno de ellos es un profesional, trabaja en sex-clubs y se lo toma como un oficio, y le pagaron bien. El otro trabaja en una tienda de artículos para caballero, y lo hizo porque le pareció divertido; a éste apenas le dieron una propina. Tengo una larga lista de gente de la que me pienso ocupar.
Martin Beck asintió pensativo y la miró con una expresión de escepticismo.
—No es porque crea que eso me va a llevar a algún sitio —añadió Aasa—, pero si no tienes nada en contra, continuaré.
—Sigue, sigue, mientras aguantes... —dijo Martin Beck.
—Sólo me falta una por ver —explicó Aasa—,
Confesiones de una enfermera de noche
me parece que se llama. Horrible. Bueno, adiós.
Pasó la semana, y el último día Rhea regresó.
Aquella noche lo celebraron con anguila ahumada, quesos daneses, cerveza Elefant y Krabask, que se trajo de Copenhague.
Rhea charlaba y charlaba sin descanso, hasta que por fin se durmió entre sus brazos. Martin Beck se quedó así un rato y se sintió feliz al volverla a tener a su lado, pero el Krabask se impuso y pronto se durmió él también.
El día siguiente empezaron a ocurrir cosas.
Era el primero de agosto, el santo del día era Per, y caía la lluvia.
Martin Beck se sentía despierto y espabilado, a pesar de una ligera pesadez de cabeza y de que el sabor del queso curado y del Krabask no le habían abandonado completamente, aun después de una intensa limpieza de boca.
Llegó tarde al trabajo; tres semanas eran mucho tiempo de espera, y Rhea se había mostrado muy locuaz contando sus vivencias en la isla danesa, y habían comido de todo y bebido cerveza y aguardiente de tal manera que pronto se durmieron sin tener ocasión de exteriorizar su añoranza. Asunto que abordaron al día siguiente, aprovechando que los niños estaban todavía en Dinamarca y nadie les podía molestar, y permanecieron largo rato sin hacer nada, hasta que Rhea le empujó por fin fuera de la cama ordenándole que pensase en sus responsabilidades y en su obligación de dar buen ejemplo como jefe.
Benny Skacke había estado esperando impacientemente su llegada durante dos horas. Antes de que Martin Beck pudiera sentarse, él ya estaba en su despacho y pateaba el suelo.
—Hola, Benny —dijo Martin Beck—, ¿qué tal estás?
—Bien, creo.
—¿Sigues sospechando de ese escultor de desechos de chatarra?
—No, eso sólo fue al principio —contestó Skacke—, porque vive tan cerca y tiene el patio tan lleno de barras de hierro y tubos y trozos de plancha que pensé que encajaba perfectamente. Por un lado conoce bien a Maud Lundin, y por otro sólo hubiera tenido que cruzar la calle con una de sus barras de hierro o tubos de plomo, y golpear al tío cuando Maud Lundin se marchó al trabajo. La verdad es que lo tenía en bandeja.
—Pero tenía una coartada, ¿no es así?
—Sí, una chica que pasó toda la noche con él y que le acompañó a la ciudad por la mañana, aparte de que es un chico agradable y no tenía nada que ver con Petrus. Su chica parece también sincera, dice que le cuesta dormir y que estuvo leyendo mientras él ya dormía, y dice que durmió como un tronco hasta las diez de la mañana.
Martin Beck contempló divertido la cara apasionada de Skacke.
—¿Qué es lo que has descubierto, pues? —preguntó.
—Pues mira, yo he pasado mucho tiempo allí, en Rotan; he paseado y he observado a mi alrededor y he estado charlando un buen rato con ese escultor. Ayer estuve un momento allí y bebimos cerveza juntos, y me di cuenta de que había aquellas cajas grandes en el garaje de Maud Lundin, y que son de él, porque las usa para embalar sus esculturas cuando las tiene que enviar a alguna exposición. No tiene sitio en su propio garaje, así que Maud Lundin le dejó ponerlas en el suyo. Han estado allí desde el mes de marzo y nadie las ha tocado desde entonces. Entonces se me ocurrió que el tipo que asesinó a Petrus podía muy bien haber llegado a la casa de noche, sin correr el riesgo de que alguien le viera, y haberse ocultado detrás de las cajas esperando que el hombre estuviera solo en la casa.
—Pero luego se fue a campo traviesa para que le viera todo el mundo —observó Martin Beck.
—Sí, eso está claro, pero, si se escondió detrás de las cajas, seguro que fue porque Walter Petrus solía marcharse de allí poco después de Maud Lundin, o sea que tenía que controlar aquel breve tiempo en el que el tío se quedaba solo en la casa, y desde su escondrijo detrás de las cajas podía oír cuándo se marchaba ella.
Martin Beck se rascó la nariz.
—Parece muy plausible —dijo—. ¿Has comprobado si realmente es posible esconderse ahí? ¿No están pegadas a la pared?
Benny Skacke meneó la cabeza.
—No —contestó—, hay un pequeño espacio en el que se cabe justo. Kollberg, por ejemplo, a lo mejor no cabría, con su panza enorme, pero una persona normal sí.
Calló. Las expresiones negativas referidas a Kollberg no solían ser muy bien recibidas por parte de Martin Beck, pero éste no pareció tomárselo a mal. Skacke continuó:
—Miré detrás de las cajas y se había almacenado mucho polvo y arena y tierra suelta en el suelo. ¿No podríamos hacer alguna comprobación allí? ¿Buscar huellas de pisadas con el método del spray, o cribar la arena para ver si encontramos algo?
—Quizá no sea mala idea —dijo Martin Beck—. Voy a pedir que lo hagan inmediatamente.
Cuando Skacke se hubo marchado, Martin Beck llamó y ordenó una inmediata inspección técnica en el garaje de Maud Lundin.
Cuando colgó entró Aasa Torell en su despacho, sin llamar a la puerta.
Parecía muy agitada y jadeante, y por lo menos tan entusiasmada como lo había estado Skacke.
—Siéntate y cálmate —dijo Martin Beck—. ¿Has estado viendo películas pomo otra vez? ¿Qué tal las confesiones de la enfermera de noche?
—¡Asqueroso! Y no estaban nada flojos aquellos pacientes... ¡Todos la mar de tiesos! ¡Ya lo creo!
Martin Beck se rió.
—No, en serio, yo creo que con ésta ya he visto mi última película porno —dijo Aasa—, pero escucha y verás.
Martin Beck apoyó los codos en la mesa y adoptó una postura de oyente, con la barbilla entre las manos.
—¿Te acuerdas de aquella lista de la que te hablé? —preguntó Aasa—. ¿Aquella que hice con los que salían en las películas de Petrus?
Martin Beck asintió y Aasa continuó:
—En algunos de los peores filmes, que tú también viste, esos cortos en blanco y negro con coito sobre un sofá viejo y esas cosas, pues en ellos salía una chica que se llama Kiki Hell. Traté de localizarla y resultó que ya no vive en Suecia, pero conocí a un amigo suyo que me contó varias cosas. Kiki Hell se llama en realidad Kristina Hellström, y hace unos años vivía en Djursholm y en la misma calle que Walter Petrus, ¿qué te parece?
Martin Beck se incorporó y se golpeó la frente.
—¡Hellström! —exclamó—. ¡El jardinero!
—¡Exacto! —dijo Aasa—. Kiki Hellström es la hija del jardinero de Walter Petrus. Todavía no sé todo lo que quisiera sobre ella; parece ser que abandonó Suecia hace un par de años y nadie sabe dónde se encuentra en estos momentos.
—Es indudable que ahí tenemos algo, Aasa. ¿Has traído el coche?
Aasa asintió.
—Está en el aparcamiento. ¿Vamos a Djursholm?
—En el acto —dijo Martin Beck—; seguiremos hablando en el coche.
Ya en el coche, Aasa preguntó:
—¿Crees que pudo ser él?
—Lo que está claro es que tiene razones para odiar bastante a Walter Petrus —dijo Martin Beck—, Si es como yo imagino, Petrus utilizaba a la hija del jardinero en sus películas y su padre debió de ponerse de muy mal humor cuando se enteró. ¿Qué edad tiene la niña?
—Ahora tiene diecinueve años, pero las películas son de hace cuatro años, o sea que sólo tenía quince cuando se hicieron.
Tras unos minutos de silencio, Aasa dijo:
—Imagínate que fuese al revés.
—¿Qué quieres decir?
—Que el padre la animase a hacer las películas para sacarle dinero a Petrus.
—¿Quieres decir vender a su propia hija? Uf, Aasa, se te desborda la fantasía desde que ves esas porquerías en el cine.
Aparcaron junto a la acera y cruzaron la puerta de la verja de la finca de Petrus. No había ninguna célula fotoeléctrica en las barras de las puertas.
Hacia la izquierda, un ancho sendero de grava conducía a un garaje, a lo largo del seto, y a una vivienda pequeña estucada de amarillo. Entre la casita y el garaje había un edificio más bajo, que parecía contener una especie de taller o caseta de herramientas.
—Debe de ser aquí donde vive —dijo Aasa, y echaron a andar hacia la casa amarilla.
El jardín era enorme, y el edificio principal, que habían visto desde la misma verja, quedaba oculto tras los altos árboles.
Hellström pareció oír sus pasos en la grava a través de la puerta abierta de la caseta de las herramientas, porque salió al umbral y se quedó esperándoles.
Parecía tener unos cincuenta años y era alto y robusto. Guardaba silencio, con las piernas abiertas y algo cargado de espaldas. Tenía los ojos azules y entrecerrados, y sus facciones eran acusadas y tristes. Su cabello, oscuro y rizado, estaba salpicado de canas, y las patillas eran totalmente blancas. Llevaba en la mano una garlopa y unas virutas blancas se habían adherido a su mono azul.
—¿Le molestamos, señor Hellström? —dijo Aasa.
El hombre se encogió de hombros y lanzó una mirada a la estancia que tenía detrás.
—No —dijo—, sólo estaba cepillando unos listones; es cosa que puede esperar.
—Sólo queríamos charlar con usted un momento —explicó Martin Beck—; somos de la brigada de homicidios.
—Acaba de pasar un policía por aquí —dijo Hellström—, y no creo que pueda contarles nada más.
Aasa le mostró su placa, pero Hellström dio media vuelta y fue a dejar el cepillo sobre un banco de trabajo que había detrás de la puerta. Aasa se guardó su placa sin que el hombre la hubiera visto.
—No puedo contar gran cosa sobre el director Petrus —dijo—. Apenas le conocía; sólo trabajaba para él.
—¿Tiene usted una hija, verdad? —preguntó Martin Beck.
—Sí, pero ya no vive en casa —respondió Hellström.
Estaba de medio lado, casi dándoles la espalda, y se puso a rebuscar entre las herramientas del banco de trabajo.
—Nos gustaría que nos hablase un poco de ella —dijo Martin Beck—. ¿Podemos ir a algún sitio donde podamos hablar en paz y tranquilidad?
—Podemos entrar en mi casa —propuso Hellström—. Un momento, voy a sacarme ese mono.
Aasa y Martin Beck esperaron mientras el hombre se desabrochaba el mono y lo colgaba de un clavo en la pared. Bajo el mono llevaba téjanos y una camisa negra con las mangas arremangadas. Rodeaba su cintura un ancho cinturón con una hebilla de latón en forma de herradura.
Había terminado de llover, pero todavía caían gruesas gotas a través del ramaje de un gran castaño, delante de la fachada de la casa.
La puerta de la casa estaba abierta; Hellström la abrió y esperó en el descansillo que Aasa Torell y Martin Beck hubieran entrado en el vestíbulo. Después les precedió hacia la salita. La estancia no era muy grande, y por una puerta entreabierta pudieron ver su dormitorio; había también una pequeña cocina, que se veía desde el vestíbulo, pero no parecía haber más habitaciones.
La sala la llenaban un sofá y dos sillones desiguales. En una esquina tenía un televisor de un modelo bastante antiguo, y a lo largo de una de las paredes había una librería, hecha seguramente por el propio Hellström, llena de libros hasta la mitad.
Mientras Aasa se sentaba en el sofá y Hellström desaparecía dentro de la cocina, Martin Beck leyó los lomos de los libros. Había unos cuantos clásicos, entre ellos Dostoievski, Balzac y Strindberg, y, sorprendentemente, mucha poesía, varias antologías y ejemplares de poesía «Folket i Bild», pero también varias ediciones completas de autores como Nils Ferlin, Elmer Diktonius y Edith Södergran.
Hellström abrió el agua de la cocina y al cabo de un rato apareció en el quicio de la puerta mientras se secaba las manos con un trapo de cocina bastante sucio.
—¿Querrán té? —dijo—. Es lo único que puedo ofrecerles. Yo no tomo café, así que no tengo.
—No se moleste por nosotros —contestó Aasa.
—Yo voy a tomar —dijo Hellström.
—En ese caso, también nosotros tomaremos un poco de té —dijo Aasa.
Hellström entró en la cocina y Martin Beck se sentó en uno de los sillones. En el borde del sofá había un libro abierto. Martin Beck le dio la vuelta y miró la cubierta. Era un sermón de Ralf Parland.
El jardinero de Walter Petrus tenía un gusto literario avanzado y exquisito.
Hellström puso tazas, azucarero y un cartón de leche sobre la mesa, fue a la cocina de nuevo y regresó al cabo de un rato con la tetera. Después se sentó en el otro sillón y sacó del bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos aplastado y una caja de cerillas.