Herrgott Nöjd continuaba en su puesto. Estaba helado y de bastante mal humor, pero había logrado tener un aspecto apacible. Definitivamente, aquello no era Anderslöv y los campos ondulados de Söderslätt.
Desde la acera opuesta se le acercó, muy compuesto, un policía de uniforme y se detuvo ante él; luego preguntó ceremonioso:
—¿Qué tal por aquí?
—Bien —dijo Nöjd—. ¿Satisfecho?
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—En autobús.
—¿Podría identificarse?
Nöjd sacó su placa de identificación y el policía la contempló un buen rato, mientras iba enrojeciendo lentamente. Era un típico representante del cuerpo de policía de Estocolmo: rubio, con patillas, alto y con ojos azules.
—Ya llegan —dijo Nöjd en voz baja—; yo creo que vale más que vuelvas a tu puesto.
El agente se cuadró y volvió a atravesar la calle con paso marcial.
En el apartamento de dos habitaciones de la calle Kapell, a Reinhard Heydt le pareció que todo encajaba perfectamente. Él y Levallois permanecían en la central de operaciones, como ellos lo llamaban. Tenían los dos televisores en marcha, al igual que los aparatos de radio. Todos transmitían lo mismo: la primera visita en muchos años de un político americano de relieve a aquel país. Sólo una cosa estaba fastidiando a Heydt, que inquirió:
—¿Por qué no se oye la radio de la policía?
—Porque ya no emite más, y los coches tampoco.
—¿Puede deberse a un fallo de nuestro equipo?
—Imposible —dijo Levallois.
Reinhard Heydt recordó; aquello de la señal Q debía de significar silencio, pero no tenía aquella señal en su lista. Seguramente se trataba de una medida muy poco frecuente.
Levallois lo repasó todo por enésima vez, y ya era imposible saber cuántas veces lo había controlado todo. Probó también otras frecuencias, y por fin meneó la cabeza y dijo:
—Totalmente imposible. Simplemente, mantienen silencio por radio.
Heydt se rió para sus adentros. Levallois le miró interrogante.
—¡Fantástico! —exclamó Heydt—, La policía intenta engañarnos no utilizando su radio. ¿Has visto los policías de esta ciudad?
—Ni uno.
—Por eso no entiendes de qué me río. Lo único que les falta es decir: «oink, oink».
Echó un vistazo a las pantallas de televisión. La comitiva pasaba en aquel momento por delante de los almacenes OBS de Rotebro. La radio resaltó el hecho y añadió que la hilera de manifestantes se hacía más densa.
El locutor de televisión no decía demasiadas cosas, excepto cuando las cámaras tomaban panorámicas de la policía y el público a lo largo del carril oriental de la autopista.
Quinientos metros por delante de la escolta avanzaba un coche de la policía, y otro cerraba la comitiva a igual distancia.
Gunvald Larsson miró a través del parabrisas.
—Ahí —dijo—, ahí tenemos uno de los helicópteros.
—Sí —constató Martin Beck.
—¿No tenían que situarse sobre la plaza de Sergel?
—Sí, pero hay tiempo. A ver si adivinas quién va sentado en ese aparato.
—¡El senador! —exclamó Gunvald Larsson—. ¡Hubiera sido genial! Recogerle en Arlanda y soltarlo en el tejado del Parlamento...
—Ni él ni el gobierno lo han querido. Bueno, ¿quién va en el helicóptero?
Gunvald Larsson se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Malm. Le dije que era la posición ideal desde el punto de vista de la coordinación, y picó en seguida. Viene directamente desde Arlanda.
—Malm, claro —dijo Gunvald Larsson—; ése está loco por los helicópteros.
A Reinhard Heydt le pareció que la cosa empezaba a resultar divertida. Vio el jaleo entre los manifestantes de Haga y sabía que se acercaba el momento.
Levallois estaba muy serio; miraba sus instrumentos y sus conexiones, pero sin tocar nada.
La radio y la televisión coincidían plenamente:
«La comitiva pasa ahora por las verjas de la puerta sur de Haga» —decía la voz de la radio—. «Todo el camino está flanqueado por un hervidero de manifestantes; los megáfonos transmiten consignas sin parar. En la Audiencia de Haga, la cosa es aún peor.»
Por la radio se oían claramente los slogans.
Heydt contempló las pantallas de televisión y pudo constatar lo mismo; el griterío de consignas se oía menos por televisión, y el reportero se esmeraba en no hacer ninguna referencia a ellas. En cambio, dijo:
«En estos momentos, el Pontiac especialmente diseñado y blindado del senador cruza el patio de Caballerizas, donde el gobierno ofrecerá una cena de gala esta noche.»
El momento crucial estaba muy próximo.
«En estos instantes, el automóvil con el senador y el primer ministro abandona Solna y cruza el límite de Estocolmo.»
Muy, muy cerca del momento.
Levallois señaló la cajita negra con el botón blanco; él sostenía entre sus dedos dos cables listos para cortocircuitar, por si Heydt caía fulminado o se hacía daño en los dedos; el francés era muy cauteloso y era evidente que no le gustaba dejar ningún cabo suelto.
Reinhard Heydt dejó descansar su dedo índice sobre el botón blanco, mientras seguía mirando las imágenes televisivas.
Tan sólo unos segundos. Vio un Porsche blanco y negro y pensó: «Ahí se va un bonito coche a la mierda».
¡Ahora!
Apretó el botón en el preciso instante..., pero no sucedió nada. Levallois cortocircuito en seguida los dos cables, pero siguió sin ocurrir nada.
Las imágenes televisivas mostraban la comitiva pasando por Norrtull y torciendo en la embocadura de la calle Svea. Luego cambiaron a una cámara fija que mostró las imágenes desde el cruce de las calles Oden y Svea, con grandes cantidades de manifestantes y curiosos tras un espeso muro de policías.
Heydt se fijó en un policía con sombrero de safari y botas, y pensó que se trataba de un agente secreto.
Luego dijo con mucha tranquilidad:
—Hemos fallado, la bomba no ha explotado; se ve que no es nuestro día. —Soltó una carcajada y añadió—: Señor senador, le regalo la vida para que haga con ella lo que le dé la gana.
Levallois meneó la cabeza. Llevaba puestos dos enormes auriculares.
—No —dijo—, la carga ha explotado cuando has apretado el botón, exactamente como tenía que ser. Todavía oigo ruido de tierra o de cascotes, o lo que sea.
—¡Pero esto es imposible! —exclamó Heydt.
Por la televisión se veía el coche blindado que pasaba por delante de la Biblioteca Nacional, e inmediatamente después ante un gran edificio gris, que sabía que era la Escuela Superior de Comercio.
Los manifestantes estaban tan apiñados como podían, pero los policías parecían muy tranquilos, y nadie intentaba abrirse camino a través del cordón policial. Por ningún lado se veía una pistola empuñada o una porra en alto.
—¡Curioso! —dijo Levallois.
—¡Imposible! —exclamó Heydt—. Yo he apretado el botón en la precisa décima de segundo, ¿qué ha pasado?
—No lo sé —confesó Levallois.
Reinhard Heydt apretó el detonante en la décima de segundo precisa para que no dañara a nadie. El comando dinamitero de ULAG hizo volar exactamente dos mil noventa y un sacos de arena y una montaña de material aislante de fibra de vidrio. La única víctima relacionada con alguna persona fue el sombrero de Einar Rönn, que salió volando y no se encontró nunca más.
Rönn había hecho colocar en la calle Dannemora veinticinco camiones, un camión de reparaciones del servicio de gas, tres ambulancias, dos coches con altavoces, más un camión cuba y un camión escalera del cuerpo de bomberos. Mandaba, además, a treinta hombres y mujeres escogidos, en su mayor parte pertenecientes a las fuerzas de orden público, todos provistos de cascos protectores y la mitad de ellos con altavoces portátiles.
Cuando la comitiva hubo pasado, dispuso de doce a quince minutos para tapar el lugar de la calle bajo el cual se suponía que quizá habría de estallar una bomba. Además, tuvo que cerrar todos los accesos al lugar y conseguir que la gente de los alrededores se mantuviera a una distancia prudente.
Los coches de bomberos y las ambulancias continuaban en la calle Dannemora. Doce minutos era muy poco tiempo para todas estas cosas, pero afortunadamente ese tiempo se alargó hasta los catorce minutos y treinta segundos.
A Rönn no le ajustaba el casco a la medida de su cabeza, y por eso no se lo puso hasta el último instante, dejando su sombrero distraídamente sobre uno de los sacos de arena.
Uno de los camiones no logró depositar su carga de arena porque el motor de arranque le falló, pero eso tuvo poca importancia. Lo único que produjo la bomba fue un gigantesco surtidor de arena y pedacitos blancos de fibra de vidrio, aparte de una interrupción del servicio de gas, que tardó varias horas en ser subsanada provisionalmente.
Y en el instante en que la explosión hizo vibrar varias manzanas como si se tratara de un terremoto auténtico, el desagradable senador estaba en el Parlamento bebiendo Ramlösa, mientras Cara de Piedra mostraba por primera vez un aspecto ligeramente humano al sacarse el cigarro de la boca, dejarlo en el borde de una mesa y atizarse un trago largo de whisky de la petaca que llevaba escondida; luego, colocó de nuevo el cigarro en su sitio y volvió a tener el aspecto de antes.
El senador lanzó una mirada a su guardaespaldas y dijo a modo de aclaración:
—Ray está intentando dejar de fumar, y por eso no lo enciende nunca.
Se abrió la puerta.
—Y aquí tenemos al ministro de Asuntos Exteriores y al ministro de Comercio —anunció el jefe del gobierno con naturalidad.
La puerta volvió a abrirse, pero esa vez eran Martin Beck y Gunvald Larsson los que entraron. El jefe del gobierno los miró con ingratitud y dijo:
—Gracias, pero aquí no les necesitamos.
—De nada —dijo Gunvald Larsson—; sólo estamos buscando a SÄPO-Möller.
—¿Eric Möller? Tampoco tiene nada que hacer aquí. Pregunten a sus hombres, que están pululando por toda la casa. ¿Qué ha sido ese estruendo que se ha oído hace un momento?
—Un atentado frustrado contra el coche blindado.
—¿Una bomba?
—Sí, más o menos.
—Ocúpense de que detengan inmediatamente al responsable.
—¡Magníficas instrucciones! —exclamó Gunvald Larsson cuando se dirigían al ascensor.
—Me ha recordado la manera de hablar de Malm —dijo Martin Beck.
Bajaron en el mismo ascensor que C-H Hermansson, que tenía las mejillas coloradas y la mirada aturdida.
—¿Qué, ya es hora de irse a casa? —dijo Gunvald Larsson.
—Oh, sí, y de quedarse hasta el domingo por la mañana.
Preguntaron a varios de los agentes de Möller y todos respondieron:
—Seguro que está en alguna parte, por aquí cerca, pero nunca se sabe dónde.
Reinhard Heydt no comprendía qué había sucedido, ni siquiera cuando leyó los periódicos del viernes. No era el único en extrañarse. El director general de la policía y Stig Malm llamaron inmediatamente a Gunvald Larsson y Martin Beck a su presencia. Rönn pensaba que ya había hecho lo suyo y se marchó a su casa de la calle Vittangi, en Vällingby, donde Unda y Mats se habían enzarzado en una disputa a pleno pulmón sobre si los copos de trigo eran más nutritivos que los de avena o viceversa, pero, como querían a Rönn como esposo y como padre, y como vieron su aspecto cansado, cesaron repentinamente en su alboroto.
—¡Hola, papá! —exclamó Mats—. ¿Qué tal ha ido?
—Bien, pero mi sombrero se fue a paseo.
—Mañana te compraré otro —dijo Unda.
Rönn prefería comprarse los sombreros personalmente, pero optó por callarse en lugar de protestar.
Todos miraron la cama, y él se echó en ella sin sacarse siquiera los zapatos. Su mujer y su hijo le ayudaron a desvestirse.
—No te quejarás, ¿verdad? Te busqué un buen padre.
—El mejor —dijo Mats.
Rönn oyó estos comentarios, pero no logró reaccionar porque se quedó dormido como un tronco.
Durmió profundamente y sin soñar.
Al día siguiente, cuando se despertó, se le ocurrió pensar en una liebre asada con carbón de leña y en arenque fermentado; luego fue a la cocina, donde se cocía un desayuno de arroz con leche.
Un poco más tarde cogió el metro hacia Kungsholmen y tomó un tren que le condujo a Fridhemsplan.
Gunvald Larsson y Martin Beck fueron llamados en seguida a presencia de Poncio Pilatos; desde la llegada del senador al Parlamento había pasado solamente media hora.
El silencio de la radio policial se había roto, y la central de alarmas estaba desbordada de llamadas.
Otro que quedó desbordado, pero de improperios, fue Stig Malm.
—Sí, eres realmente un experto en coordinación bien curioso —dijo el director general de la policía—; yo podía haberme quedado en mi casa de campo mientras todo ocurría... y, por cierto, ¿qué ha ocurrido?
—No lo sé muy bien —confesó Malm. Le temblaban visiblemente los puños, y empezó a decir—: Mi querido...
—No quiero que me llamen «mi querido», soy el máximo jefe ejecutivo de la policía del país, y exijo estar informado de todo lo que pasa dentro del cuerpo, ¿me has oído? ¡Todo! Y precisamente ahora, a ti, que eres el jefe de la operación conjunta, te pregunto: ¿qué ha pasado?
—Ya te he dicho que no lo sé muy bien —dijo Malm.
—¡Un jefe de coordinación que no sabe nada...! —tronó el director general de la policía—. ¡Fantástico! ¿Qué sabes, pues? ¿Tampoco te enteras cuando te limpias el culo?
—Sí, pero...
Suponiendo que Malm fuera a decir algo, el otro le interrumpió en seguida.
—No comprendo por qué el jefe de las fuerzas de orden público, y Beck y Larsson y Packe, o Macke o como se llame, no han encontrado un momento para venir y entregarme un informe, o aunque sólo fuera telefonear aquí...
—La centralita no pasa ninguna llamada aquí a no ser que llame tu mujer... —replicó Malm insinuante; parecía haberse repuesto un poco, pero continuaba sin ser él mismo, su mismísimo yo, como decía él a veces.
—Bueno, a ver, explícame esto del atentado.
—Realmente, no sé nada sobre este asunto, pero parece ser que Beck y Larsson vienen hacia aquí.
—¿Parece ser? ¡Un experto en coordinación que no sabe nada! ¿Y quién va a ser aquí la cabeza de moro?
«El mismo de siempre», pensó Malm. Luego dijo:
—Nuestro hombre no se llama Macke, sino Skacke, y se dice cabeza de turco. Aparte de esto, sublime es una palabra que realmente significa trascendente.