El guardaespaldas del primer ministro se había levantado y miraba atónito el cadáver del jefe del gobierno, que yacía a sus pies. El paraguas continuaba en sus manos.
Se oyeron chillidos de terror entre los miembros de la procesión, mientras fotógrafos y periodistas saltaban por todas partes con Richard Ullholm a la cabeza.
En el momento en el que Martin Beck y Gunvald Larsson llegaban al lugar, apareció Eric Möller procedente de alguna parte. Intentó apartar de allí a todas aquellas personas alarmadas e impresionadas, que empezaban a formar un círculo alrededor del muerto, a la vez que gritaba órdenes a sus hombres más o menos desocupados.
Martin Beck vio a Rebecka Lind, que continuaba agarrada por Kvastmo.
—Suéltala —le dijo.
Kvastmo sostuvo a la chica e intentó protestar, cuando Martin Beck se adelantó y se la arrebató.
—Me la llevo a nuestro coche —dijo Gunvald Larsson, y condujo a Rebecka a través de toda aquella gente sorprendida.
Martin Beck se agachó y recogió el revólver que Cara de Piedra le había hecho soltar a Bo Zachrisson.
Hacía poco que había visto un arma parecida. Se la había enseñado Kollberg en el Museo del Ejército, y recordó lo que Kollberg le había dicho sobre aquel pequeño revólver de señora: «con esto se le puede dar a un melón a veinte centímetros de distancia, siempre que el melón se esté completamente quieto». Martin Beck miró la frente agujereada del jefe del gobierno muerto y pensó que aquello era, más o menos, lo que había logrado hacer Rebecka.
La confusión era total. Los únicos que parecían tomarse las cosas con cierta frialdad eran el senador, su guardaespaldas y los cuatro oficiales de marina, que habían colocado la monstruosa corona a los pies del primer ministro.
Richard Ullholm tenía la cara roja de rabia, y dijo a Eric Möller, que intentaba poner orden en aquel tumulto:
—Esto lo voy a denunciar; es un grave abandono de servicio y hay que denunciarlo al comité disciplinario. Es una falta de servicio escandalosa.
—¡Cierra el pico! —gritó Eric Möller.
Richard Ullholm se puso todavía más colorado, si es que eso era posible, y se volvió hacia Kristiansson, que permanecía en su puesto.
—A ti habrá que denunciarte por abandono de servicio —dijo Ullholm—; os voy a denunciar a todos ante el comité disciplinario.
—Yo no he hecho nada —protestó Kristiansson.
—No, ¡eso, precisamente! —gritó Ullholm—, Ya lo creo que te voy a denunciar.
Martin Beck se volvió hacia Ullholm y dijo:
—Déjate de gritos y haz tu trabajo; haz salir a toda esta gente de aquí, y tú también, Zachrisson.
Después se dirigió a Eric Möller y le dijo:
—Ocúpate tú de todo esto, yo me llevo a la chica a la comisaría.
Eric Möller había logrado apartar a la muchedumbre de las proximidades del cadáver del primer ministro.
El difunto jefe del gobierno estaba tendido de espaldas sobre la mojada escalera de la iglesia. A sus pies tenía la grotesca corona de flores, y al otro lado de la corona se hallaba el senador, con una expresión preocupada en su cara tostada por el sol. El guardaespaldas de la cara de granito estaba detrás de él, todavía con el revólver de vaquero en la mano.
Desde la plaza de Riddarhus se acercaba un ulular de sirenas.
Martin Beck se metió el pequeño y reluciente revólver en el bolsillo y se encaminó hacia el coche, donde Gunvald Larsson esperaba en compañía de Rebecka Lind.
La situación no era completamente nueva para Martin Beck. Él, detrás de su escritorio, y en la silla de enfrente alguien que había matado a otra persona.
Se había encontrado en ella muchas veces; aquello formaba parte de su trabajo.
En cambio, no solía ocurrir que se pudiese hacer un interrogatorio menos de una hora más tarde de cometerse el crimen, del que él mismo y una gran cantidad de policías habían sido testigos, ni los asesinos solían ser chicas de dieciocho años; las preguntas de «cómo», «dónde» y «cuándo» quedaban eliminadas, por consiguiente, y sólo quedaba preguntar «por qué».
Durante todos sus años de policía se había tenido que enfrentar a criminales y a víctimas de todas las clases sociales y de diferentes niveles, pero jamás la víctima había sido una persona del rango y de la importancia del jefe del gobierno de la nación.
Aparte de eso, no recordaba haber tenido nunca nada que ver con un arma homicida de las características de la que había en aquellos momentos sobre su escritorio. Junto al pequeño revólver niquelado había una vieja caja bastante estropeada y llena de munición; era de cartón verde pálido, con las esquinas redondeadas y con una etiqueta cuyo texto era completamente ilegible. En aquella caja había estado guardada la bala que había perforado el cerebro del primer ministro, y la chica había sacado la pequeña caja de su bolso y se la había entregado en el coche, camino de la comisaría.
Gunvald Larsson sólo había estado en la habitación unos instantes; comprendió que aquélla iba a ser una conversación que Martin Beck llevaría mejor a solas, y, después de intercambiar unas miradas de acuerdo con él, le había dejado a solas con Rebecka.
Ella estaba sentada ante Martin Beck, a la expectativa, con la espalda muy tiesa, las manos entrelazadas sobre las rodillas, y la cara todavía infantil, redonda, pálida y expectante. Había negado con la cabeza cuando él le había preguntado si le apetecía comer, beber o fumar.
—Hace unos días intenté ponerme en contacto contigo —dijo Martin Beck.
Ella le miró sorprendida. Al cabo de un rato, preguntó:
—¿Y por qué?
—Le pregunté al abogado Braxén tu dirección, pero no sabía dónde vivías. Desde el juicio de este verano, a veces me he preguntado qué tal te iba, y suponía que lo estarías pasando mal y que tal vez necesitases ayuda.
Rebecka se encogió de hombros.
—Sí —dijo—, pero en cualquier caso ahora es demasiado tarde.
Martin Beck casi se arrepintió de lo que había dicho. La chica tenía razón; era demasiado tarde, y el hecho de que él hubiera hecho un bienintencionado intento para ponerse en contacto con ella no podía suponerle ningún consuelo en su situación actual.
—¿Dónde vives ahora, Rebecka? —le preguntó.
—La semana pasada viví en casa de una amiga; su marido tuvo que irse de viaje unas semanas, y Camilla y yo pudimos vivir allí hasta que él regresó.
—¿Está allí Camilla, ahora?
Ella asintió.
—¿Cree usted que podrá quedarse allí —preguntó ella angustiada—, al menos de momento? Mi amiga no tiene inconveniente en cuidar de ella una temporada.
—Seguro que se puede arreglar —dijo Martin Beck—. ¿Quieres telefonear allí?
—Todavía no; más tarde, si puede ser.
—Sí, claro; y también tienes derecho a llamar a un abogado. ¿Supongo que querrás volver a tener al abogado Braxén, no?
Rebecka volvió a asentir.
—Es el único que conozco —dijo—, y ha sido muy amable conmigo, pero no sé su número de teléfono.
—¿Quieres que venga aquí en seguida?
—No lo sé —contestó ella—, tiene usted que explicarme qué debo hacer; yo no sé cómo es la costumbre.
Martin Beck levantó el auricular y pidió a la centralita que le localizasen al Trueno.
—Él me ayudó a escribir una carta —explicó Rebecka.
—Sí —dijo Martin Beck—, vi la copia en su despacho anteayer. Espero que no tengas nada en contra.
—¿En contra de qué?
—De que leyese tu carta.
—No, ¿por qué iba a estarlo? ¿Entonces también sabe lo que me contestaron? —Y le dirigió una mirada vaga.
—Sí —dijo él—, no fue nada especialmente alentador ni de gran ayuda. ¿Qué hiciste después de recibir la respuesta?
Rebecka levantó los hombros y se miró sus manos. Se quedó un rato callada, antes de contestar:
—Nada. No sabía qué tenía que hacer, no había nadie más a quien preguntar. Yo creí que el que era el jefe máximo del país podría hacer algo, pero si ni siquiera le importaba...
Hizo un pequeño gesto de fatalidad con las manos, y continuó casi en un susurro:
—Ahora no importa, ahora ya no importa nada de nada.
Se la veía tan pequeña, solitaria y rendida que a Martin Beck le entraron ganas de levantarse y acariciarle el cabello reluciente, o de abrazarla y consolarla. Pero se limitó a preguntar:
—¿Dónde has estado viviendo todo el otoño, antes de ir a casa de tu amiga?
—Un poco en cada lado. Durante un tiempo viví en una casa de verano en Vaxholm, donde un amigo nos dejó vivir mientras sus padres estaban en el extranjero. Cuando regresaron, él no se atrevió a dejarnos seguir allí y nos fuimos a casa de su chica y nos dejó una habitación, pero, al cabo de unos días, la casera empezó a protestar y nos tuvimos que marchar otra vez. Bueno, y desde entonces hemos vivido en casa de varios amigos.
—¿No pensaste en dirigirte a la asistencia social? —preguntó Martin Beck—. A lo mejor hubieran podido ayudarte a encontrar una vivienda.
Rebecka sacudió la cabeza.
—No lo creo —dijo—. Lo único que hubieran hecho habría sido echarme encima a los de la protección de menores y me hubieran quitado a Camilla. Yo creo que no se puede confiar en ninguna autoridad de este país; no les importan las personas corrientes que no sean ni ricas ni conocidas, y lo que ellos entienden por ayuda no es lo que yo entiendo por ayuda. Sólo engañan.
Parecía amargada, y a Martin Beck no le pareció oportuno contradecirla, aparte de que no tuvo ocasión; a grandes rasgos, aquella chica tenía toda la razón.
—Mmmm —se contentó con responder.
Llamó el teléfono; la centralita comunicaba que el abogado Braxén no estaba localizable, tanto en su oficina como en la Audiencia, y no tenían manera de encontrar ningún teléfono privado. Martin Beck imaginó que tendría la vivienda junto a la oficina y que sólo utilizaría un teléfono, a no ser que tuviera un número secreto. Pidió a la telefonista que siguiera buscando a Braxén.
—No importa mucho si no le encuentra —dijo Rebecka cuando Martin Beck colgó—. Me parece que esta vez no me podrá ayudar.
—¡Oh, sí! —exclamó Martin Beck—. No te desanimes, Rebecka. De cualquier manera has de tener un defensor, y Braxén es un buen abogado, el mejor que puedas encontrar, pero mientras tanto te tendrás que conformar hablando conmigo. ¿Crees que puedes contarme todo lo que pasó?
—Usted ya lo sabe lo que pasó.
—Sí, pero quiero decir lo que ocurrió antes, porque supongo que lo estuviste pensando durante un tiempo.
—¿Lo de matarle, quiere decir?
—Sí.
Rebecka se quedó en silencio un rato, mirando al suelo. Luego alzó la mirada, que estaba tan llena de desesperación que Martin Beck temió que rompiera a llorar de un momento a otro.
—Jim ha muerto —dijo ella con un hilo de voz.
—¿Cómo...?
Martin Beck se interrumpió cuando ella se agachó en busca de su bolso, que estaba en el suelo junto a su silla, y revolvía su contenido. El se sacó un pañuelo limpio, aunque bastante arrugado, del bolsillo y se lo ofreció por encima de la mesa. La joven le miró sin lágrimas y sacudió la cabeza. Él volvió a guardarse el pañuelo y esperó hasta que ella hubo encontrado lo que buscaba en el bolso.
—Se quitó la vida —dijo ella, y colocó un sobre de avión con reborde a rayas azules, blancas y rojas sobre la mesa—. Puede usted leer la carta de su madre.
Martin Beck extrajo la carta del sobre; era una carta escrita a máquina y consistía en una sola hoja. Estaba escrita en un tono seco y mesurado, y no había nada en aquellas palabras que reflejase que la madre de Jim sintiese alguna conmiseración hacia Rebecka, o dolor por la muerte de su hijo. La carta no expresaba ningún sentimiento en absoluto, y resultaba extremadamente cruel.
Jim había muerto en la cárcel el 22 de octubre, escribía la madre. Había fabricado una soga con la sábana y se había ahorcado en una viga de su celda. Por lo que ella sabía, no había dejado ninguna nota explicativa, ni para sus padres ni para Rebecka ni para nadie. La mujer quería contárselo a Rebecka, ya que sabía que se preocupaba por él y que era madre de una niña que podía ser hija de él, pero le decía que podía dejar de esperarle o de esperar noticias suyas. La señora Cosgrave terminaba la carta diciendo que la forma de morir de Jim, más que la propia muerte en sí, había afectado seriamente a su padre y había empeorado su ya precaria salud. Firmado: Grace W. Cosgrave.
Martin Beck dobló la hoja y la volvió a meter en el sobre. Llevaba matasellos del 11 de noviembre.
—¿Cuándo la recibiste? —preguntó él.
—Ayer por la mañana —dijo Rebecka—, La única dirección que ella tenía era la de los amigos con quienes viví este verano, y la carta estuvo varios días en su casa hasta que me pudieron localizar.
—¿No es una carta muy amable, verdad?
—No.
Rebecka permaneció en silencio mirando la carta, que se hallaba sobre el escritorio delante de ella.
—No creí que la madre de Jim fuera así —dijo—, tan dura; Jim solía hablar mucho de sus padres y parecía que los quería mucho, aunque quizá más a su padre.
Se encogió de hombros y añadió:
—Aunque los padres no necesariamente quieren a sus propios hijos.
Martin Beck comprendió que se refería a sus propios padres, pero también se sintió personalmente aludido. Él tenía un hijo, Rolf, que contaba casi veinte años, y el contacto entre ambos había sido siempre deficiente. Fue después de su divorcio, o, mejor dicho, después de conocer a Rhea, que le había enseñado a ser sincero, no sólo con los demás, sino consigo mismo, cuando se atrevió a reconocer que en realidad no quería a Rolf. Entonces miró la cara amarga y encogida de Rebecka y pensó en qué influencia podía tener en la vida afectiva de su hijo aquella ausencia de sentimientos de ternura por su parte.
Desechó aquellos pensamientos sobre Rolf y dijo a Rebecka:
—¿Fue entonces cuando te decidiste, al recibir la carta?
Ella tardó un poco en responder. Martin Beck imaginó que aquella tardanza era debida más a su deseo de ser exacta en la respuesta que a su inseguridad. Él creía conocerla bien hasta ese punto.
—Sí —dijo ella por fin—, fue entonces cuando me decidí.
—¿De dónde sacaste el revólver?
—Lo he tenido siempre. Me lo dieron hace un par de años, cuando murió mi tía abuela materna; ella me quería y yo solía ir mucho a su casa, de pequeña, así que cuando murió heredé unas cuantas cosas con las que había jugado de niña en su casa; entre esas cosas estaba ese revólver, pero no me acordé de que lo tenía hasta ayer, y ni siquiera me acordaba de que estaba cargado. He hecho tantos traslados que ha estado todo el tiempo metido en el fondo de una maleta.