Malm comenzaba realmente a remontar el vuelo.
El director general de la policía se levantó violentamente y se dirigió con rápidos pasos hacia una de las pesadas cortinas de la ventana.
—Nadie se ha de meter en lo que yo digo —replicó irritado—, y si digo cabeza de moro, es que es cabeza de moro. Si hay que corregir algo, lo corregiré yo mismo.
«Otra vez a tirar de las cortinas —pensó Malm con resignación—; y espero que esta vez se le caiga todo encima.»
Llamaron a la puerta.
Entraron Martin Beck y Gunvald Larsson. Martin Beck no era ningún alfeñique, pero, comparado con Gunvald Larsson, parecía totalmente inofensivo.
Gunvald Larsson contempló la escena y exclamó:
—¡Hombre, llegamos a tiempo! Por nosotros, no se priven. —Y, volviéndose hacia Malm, le dijo—:
—¿Le has contado aquello de los burdeles?
Malm asintió y dijo:
—Pero no le pareció gracioso; dijo que eso era porque los decoraban así.
—¿Le dijiste cómo se pone la polla cuando te tiras a una de sus putas? ¿Que se pone a rayas?
—No —contestó Malm—, no se lo dije. ¡Eres tan vulgar, Larsson!
—¿A rayas, de verdad? —preguntó el hombre de las cortinas.
—Seguro, igual que un anuncio de peluquería.
El director general de la policía estalló en una carcajada y se sentó en su escritorio, mientras se apretaba con ambas manos el estómago.
—No tienes ningún sentido del humor, Stig —se quejó Gunvald Larsson dirigiéndose a Malm.
—No, eso es absolutamente cierto —jadeó el director general.
—Malm, tendrías que hacer un cursillo de perfeccionamiento en el arte del humor —dijo Gunvald Larsson.
—¿Los hay? —preguntó Malm.
—Hombre, claro, en la universidad —contestó Gunvald Larsson mirando significativamente a Martin Beck, que no parecía entender gran cosa de aquella extraña conversación.
El director general de la policía se había recompuesto y exigió:
—Ahora quiero saberlo todo sobre esa bomba.
—Desde el principio trabajamos según la teoría de Gunvald y valiéndonos de sus recientes experiencias —explicó Martin Beck—, y parecía que eso era lo correcto. ULAG todavía no había operado nunca en Europa, y, además, parecía que recientemente había pasado a dar golpes en las grandes ciudades, a pesar del gran despliegue policial que en ellas se concentra. Además, nuestro honorable huésped es una pieza codiciada para toda clase de organizaciones terroristas.
—¿Toda clase?
—Sí, se sabe que muchos grupos de liberación y de izquierdas están en contra suya por sus posiciones reaccionarias, de la misma manera que los elementos de derechas le consideran un simple provocador. Igualmente, los grupos pacifistas, que lo señalan como una amenaza para la paz mundial. Es de ese tipo de políticos a los que teme todo el mundo, no sólo como persona, sino por lo que representa. Todo esto podía seducir a ULAG: una persona peligrosa y despreciada en todas partes, excepto en ciertos círculos de Estados Unidos. Cuando fue nombrado candidato a la presidencia, hace unos años, parece ser que mucha gente votó prácticamente a cualquier otro candidato por miedo a dónde pudieran conducirles las ideas de política internacional de este hombre, por ejemplo en forma de confrontación entre las superpotencias y China. En cuanto a Oriente Medio, siempre ha apoyado la ayuda americana a Israel; ha sido siempre uno de los más activos «halcones» en la guerra del Vietnam, y no existe ninguna duda de que trabajó para la junta fascista chilena, responsable del asesinato de Allende, del comandante en jefe y de miles de otras personas. Lo que se le puede considerar como bueno es que tiene un cierto valor moral y que es un hombre cultivado y tiene una presencia simpática.
—Yo creía que tú eras apolítico —dijo el director general de la policía.
—Y lo soy; sólo estoy citando hechos, a los que habría que añadir que, a pesar del desmoronamiento de la administración Nixon, él ha conservado su puesto político, tanto en el senado como en su ciudad natal y a nivel federal.
Martin Beck miró a Gunvald Larsson, que asintió.
—Y ahora llegamos al atentado —dijo Martin Beck—. Muy pronto tuvimos la impresión de que ULAG o alguna organización similar, por ejemplo alguno de los grupos palestinos ilegales, podían dar un golpe. Ya que el atentado de junio, del que tan cerca estuvo Gunvald, se llevó a cabo completamente, a pesar de unas medidas de seguridad extremas, poco a poco nos convencimos de que aquí se emplearía el mismo
modus operandi,
como tú, Malm, sueles decir, venga o no venga a cuento. Para el grupo central de las operaciones escogimos a cinco policías de lo criminal con experiencia, es decir, a Benny Skacke y a mí mismo, de Västberga, a Gunvald Larsson y a Einar Rönn, de la sección de delitos violentos, junto con un extraordinario administrador y crítico, Fredrik Melander, de la sección de robos. Los cinco hicimos, cada uno por su lado, un cálculo sobre el lugar idóneo para un atentado con explosivos contra el coche del senador y buena parte de la escolta, y llegamos al mismo punto exactamente.
—¿En Norrtull?
—Exacto; a no ser que cambiáramos el rumbo del cortejo, en cuyo caso probablemente hubiera pasado sobre otras bombas, que, dicho sea entre paréntesis, todavía no hemos podido localizar, y no se hubiera ganado nada. Por eso, nos dispusimos a tomar medidas de dos clases.
Martin Beck empezó a notar que se le secaba la garganta. Miró a Gunvald Larsson, que en seguida tomó el hilo.
—Después del atentado del cinco de junio, llegué a dos conclusiones: la una era que las bombas no se podían descubrir ni rastrear con detectores. Pero más importante fue que quien hizo estallar la bomba se encontraba muy lejos del lugar, al menos fuera del radio de visión, y que no tenía colaboradores que le mantuvieran informado por radio de onda corta acerca del punto exacto en el que se encontraba el coche blindado. ¿Cómo podían saber, entonces, en qué momento había que hacer explotar la carga? La respuesta es muy sencilla: esa persona estaba escuchando el programa ordinario de la radio, que, al igual que la televisión, retransmitía en directo el reportaje de la llegada del presidente y de su traslado desde el aeropuerto al palacio. El resto de la información lo obtuvo de la radio de la policía, que emitía con toda normalidad. De esta manera pudo ver con sus propios ojos dónde se encontraba la comitiva, y podía comprobarlo también escuchando la radio.
Gunvald Larsson se aclaró la garganta, pero Martin Beck no mostró ninguna intención de retomar la palabra, así que Gunvald Larsson prosiguió:
—A partir de estas... digamos teorías, tomamos una serie de medidas. Lo primero fue tener una larga y complicada conversación con el director de la radio, que por fin se avino a no retransmitir los acontecimientos en directo, sino darlos en diferido con quince minutos de diferencia. El público vería y oiría una transmisión en diferido, pero con una mínima diferencia. Llamaron a un par de técnicos, y opusieron toda clase de dificultades y de complicaciones hasta que también entraron en el asunto. Después hablamos también con los reporteros que comentarían el programa, y dijeron que a ellos les era completamente indiferente.
En aquel momento, Martin Beck se mostró dispuesto para continuar las explicaciones.
—A todas esas personas se les pidió absoluto silencio y discreción. En cuanto al silencio de la radio policial, hablé con el jefe de la policía de aquí, de Estocolmo, y con los jefes de los distritos vecinos, y, a pesar de que algunos eran reacios a esa medida, al final accedieron todos.
Gunvald Larsson le interrumpió y dijo:
—La misión más difícil se la encomendamos a Einar Rönn. Norrtull es una zona normalmente de mucho tráfico, y se trataba de remodelar rápidamente toda aquella zona, a la vez que se hacía lo que se podía para aminorar el efecto de la explosión y del subsiguiente y mucho más peligroso escape de gas con explosión.
Gunvald Larsson hizo una pausa, y luego dijo:
—No ha sido nada fácil, en la medida en que todo tenía que quedar listo en menos de quince minutos. Rönn ha contado con treinta policías, de los cuales la mitad eran mujeres, en la calle Dannemora; además, ha dispuesto de dos coches con altavoces, dos coches de bomberos y un gran número de camiones con sacos de arena, colchonetas y material de aislamiento ignífugo.
—¿Y no ha habido ningún herido?
—No.
—¿Y daños materiales?
—Algunos cristales de ventanas y, naturalmente, la conducción de gas, que tardará un tiempo en quedar reparada.
—Ha hecho un buen trabajo este Rönn —dijo el director general—. ¿Dónde está ahora?
—Yo diría que está en casa durmiendo —contestó Gunvald Larsson.
—¿Por qué ha cambiado de coche el primer ministro sin que se nos hubiera informado? —terció Malm.
—¿O sea que no sabes ni siquiera eso? —exclamó Gunvald Larsson.
—He observado el cambio desde el helicóptero —dijo Malm muy tieso.
—¡Ah, claro!
—Simplemente, queríamos que el senador y él pasaran por el punto crítico cada uno de por sí —dijo Martin Beck.
Malm no contestó. Gunvald Larsson miró su reloj y dijo:
—Dentro de treinta y tres minutos comienza la ceremonia en la iglesia de Riddarholm; desde luego, eso ya es cosa de Möller, pero me gustaría estar cerca.
—Por cierto, y hablando de Möller... —dijo el director general de la policía—. ¿Le ha visto alguno de vosotros?
—No —dijo Martin Beck—, a pesar de que le hemos estado buscando.
—¿Para qué?
—Para un asunto especial —contestó Gunvald Larsson.
—¿Qué riesgo creéis que existe todavía para un nuevo atentado con bomba? —preguntó el director general.
—Muy pequeño —respondió Martin Beck—, pero eso no obsta para que continuemos la vigilancia con todos nuestros efectivos.
—Podríamos decir que ya hemos superado la primera etapa —dijo Gunvald Larsson—. La que viene ahora puede ser bastante más difícil.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Malm.
Desde luego, aquél era el tipo indicado para la coordinación.
—Pues echarles el guante a los terroristas —dijo Gunvald Larsson.
Aquel jardín de flores era realmente gigantesco; era la corona de flores más enorme que Martin Beck y Gunvald Larsson habían visto en su vida, y probablemente era también la hecha con peor gusto. La composición de colores daba una impresión sorprendente, aunque obedecía a un orden lógico. Desde lejos parecía un descomunal salvavidas pintado por algún modernista loco de atar.
Estaba distribuida en cuatro secciones, dos compuestas de claveles blancos, rojos y azules, o más bien turquesa, y otras dos secciones, alternas, con margaritas amarillas y azules. En los bordes, entre los colores de barras y estrellas y los de la bandera sueca, se mezclaban las cinco clases de flores, y aquí y allá habían metido hojas verdes, que ya empezaban a colgar hacia afuera. La circunferencia interior de la corona estaba formada por ramas de pino plateadas, y, como reborde para la circunferencia exterior, había hojas de laurel artísticamente trenzadas.
Los creadores de coronas de las dos empresas de floristería que habían recibido el encargo de confeccionar aquel engendro habían hecho seguramente lo que habían podido, y no se les podía echar en cara aquella curiosa composición, ya que el mismísimo y muy honorable huésped había dado instrucciones exactas sobre su construcción.
En la parte superior de la corona había un escudo dorado con un águila calva sujeta, y tras el emblema sobresalían las banderas americana y sueca en forma de V. De la parte inferior colgaba una cinta azul celeste tornasolada, con un texto genial en letras doradas: «A la Memoria de un Gran Hombre, Su Majestad El Rey Gustavo VI Adolfo de Suecia, de los Corazones del Pueblo de los Estados Unidos».
La cinta era muy ancha, y debía de haberle costado mucho esfuerzo y pintura de purpurina al rotulista, escribir aquel elegante homenaje.
La corona descansaba sobre la plataforma de un camión que se hallaba estacionado en la acera sur de la desembocadura de la calle Tryckeri.
Los cuatro oficiales del navío americano llevaban ya media hora de pie ante el palacio de Stenbock, esperando el momento de realizar su labor como porteadores de la corona. Lo más seguro era que se estuvieran helando, pero al menos estaban al abrigo del viento del noreste, que arrastraba consigo ráfagas de aguanieve.
Martin Beck y Gunvald Larsson, que acababan de llegar, se habían situado en la escalera del tribunal de Svea y el viento les azotaba en la cara. Después de haber contemplado atónitos aquel fenómeno que descansaba sobre la plataforma del camión, se dedicaron a examinar los alrededores.
Riddarholmen, que es una pequeña isla con una decena de edificios estatales y públicos, constituía la parte esencial de la Ciudadela entre los puentes. El ferrocarril y el angosto canal de Riddargolm la separaban de la Ciudad Vieja, y, a no ser que se llegase a ella en barca, sólo existían tres accesos: se podía ir por el arcén del puente sobre el ferrocarril o subir por la escalera de Hebbe, procedente del puerto de Munkbro, mas para alcanzar el montículo en automóvil sólo existía la posibilidad de llegar cruzando el puente de Riddarhus sobre el ferrocarril y el canal.
Esos tres puntos estaban cerrados. Para Eric Möller y su grupo especial, había sido muy sencillo cerrar la zona y comprobar que en ella no se encontrase ninguna persona ajena a la ceremonia. A lo largo de todo el día habían estado vigilando que sólo se acercaran allí las personas que trabajaban en los diversos organismos y oficinas, y no dejaron pasar a nadie más a través de las barreras.
Los manifestantes y los curiosos tuvieron que permanecer al otro lado del puente, en la plaza de Riddarhus.
Diez minutos antes de la hora prevista para la llegada del cortejo, Eric Möller había enviado a dos hombres al interior de la iglesia, ordenándoles:
—Id a ver, no vaya a ser que por un descuido se hayan colado algunos japoneses con la cámara colgando ante la barriga y se vayan a quedar ahí embobados durante la ceremonia.
Esos dos hombres del comando especial eran Karl Kristiansson y el auxiliar de homicidios Aldor Gustavsson. Kristiansson era increíblemente perezoso de natural, y Gustavsson un joven garboso y despreocupado, que tenía un alto concepto de sí mismo.
Gustavsson se apostó en el interior del portal y encendió un cigarrillo, mientras Kristiansson se arrastraba por dentro contemplando aquel ambiente sacrosanto. Se acordó de cómo le fastidiaba cuando iba al colegio y le obligaban a visitar museos y otros lugares históricos, en los que no solamente se moría de aburrimiento, sino que además le exigían que escribiera redacciones sobre sus experiencias. También recordó que no había entrado en una iglesia desde el día de su Confirmación.