Los terroristas (35 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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—Y hablaba danés.

—Sí. A mí me pareció bastante auténtico, si no llega a ser porque mi amiga se fijó en su acento.

Gunvald Larsson había cogido un sobre marrón de la mesa de Melander, lo sopesó un instante y sacó luego una fotografía ampliada a dieciocho por veinticuatro. Se la tendió a Ruth Salomonsson y preguntó:

—¿Tenía este aspecto?

—Sí, es él, pero esa foto tiene por lo menos un par de años. —Observó la fotografía más atentamente—. Es de mala calidad —dijo.

—Es una ampliación parcial de una foto de grupo sacada de un negativo bastante pequeño.

—Sea como sea, es él, estoy completamente segura. ¿Cómo se llama en realidad?

—Reinhard Heydt; por lo visto es sudafricano. ¿A qué dijo que se dedicaba?

—Negocios. Compraba y vendía máquinas muy complicadas para no sé qué.

—¿Y tú le conociste el día cuatro por la noche?

—Sí.

—¿Estaba solo?

—Sí.

—¿Cuándo le viste por última vez?

—La mañana siguiente, hacia las seis.

—¿Tenía coche propio?

—Al menos no lo trajo consigo.

—¿Dónde dijo que vivía?

—En el Grand.

—¿Sabes algo más?

—No, nada en absoluto.

—Muy bien; gracias por venir.

—De nada.

—Antes he dicho algunas cosas sin pensar —dijo Gunvald Larsson.

—¿Aquello del placer gratuito? —comentó ella y sonrió.

—No —contestó Gunvald Larsson—; sobre la policía femenina. Creo que nos haría falta tener más.

—Bueno, creo que mi descanso ha terminado definitivamente —dijo ella—. Adiós.

—¡Un momento! —exclamó Gunvald Larsson.

Golpeó la fotografía con las uñas y dijo:

—Ese tipo es peligroso.

—¿Para quién?

—Para todo el mundo, sea quien sea. Conviene que digas algo si le vuelves a ver.

—¿Ha matado a alguien?

—A muchos —dijo Gunvald Larsson—, a demasiados.

Martin Beck pudo pasar por fin una velada agradable. Había unas siete u ocho personas alrededor de la mesa cuando él llegó, y poco antes había conocido a otras tantas.

Entre ellas a un hombre joven llamado Kent y que dos años antes había querido ser policía. Martin Beck no le había visto desde entonces y le preguntó:

—¿Cómo te fue?

—¿En la academia de policía?

—Sí.

—Ingresé, pero al cabo de medio curso me vi obligado a dejarlo. ¡Era un verdadero manicomio!

—¿En qué trabajas ahora?

—En el servicio de limpieza, de basurero. Es mil veces mejor.

Alrededor de la mesa de Rhea, la conversación solía ser fluida y amena, y se saltaba de un tema a otro continuamente.

Martin Beck estuvo casi todo el tiempo callado y un tanto ausente; de vez en cuando tomaba un sorbo de su vaso de vino. Había decidido que no bebería más que vino.

Sólo una vez se tocó el tema del famoso senador. Unos pensaban ir a manifestarse, y otros se contentaban con despotricar contra el gobierno.

Luego, Rhea empezó a hablar sobre la sopa de pescado gascona y sobre los cangrejos de Bretaña, y con eso terminaron todas las discusiones políticas.

El domingo, ella tenía que marcharse a casa de su hermana, que siempre necesitaba ayuda de una forma o de otra.

A la una despidió a todos los huéspedes, excepto a Martin Beck, que ya no podía considerarse un huésped en aquella casa.

—Si no te acuestas en seguida, vas a estar mañana tan deshecho como hoy —le dijo ella.

Rhea también se acostó en seguida, pero al cabo de media hora tuvo que levantarse para ir a la cocina. Martin Beck la oyó traficar con el horno, pero estaba demasiado cansado para empezar a pensar en canapés de jamón gratinados con tomate y queso parmesano, de modo que continuó en la cama.

Al cabo de un rato regresó ella, dio varias vueltas en la cama y luego se acurrucó muy cerca de él. Estaba caliente y su piel muy suave, con su vello rubio y breve y casi transparente.

—¿Martin? —dijo.

—Mmmm.

—Tengo que decirte una cosa, ¿estás despierto?

—Mmm.

Si aquello era una respuesta afirmativa, había que entenderla como incompleta.

—Cuando estuviste aquí el jueves pasado, estabas muy cansado y te dormiste antes que yo, que estuve leyendo una hora o algo así. Pero, verás, como soy tan curiosa abrí tu portafolios y ojeé tus papeles.

—Mmmm.

—Había una carpeta con una fotografía, y también la miré. Era una cara y ponía Reinhard Heydt.

—Mmmm.

—Se me ocurrió una cosa que puede ser importante.

—Mmm.

—Yo vi a ese tipo hace unas tres semanas, un tipo alto y rubio de unos treinta años. Anduvimos juntos por pura casualidad, después de estar contigo en la calle Köpman. Luego fuimos por la calle Bollhus, que es una calle muy estrecha. Él caminaba tan sólo dos pasos detrás de mí, o sea que le dejé pasar. Era un hombre con aspecto de europeo norteño, y probablemente turista, porque llevaba un mapa de Estocolmo en la mano. Y llevaba patillas rubias.

Martin Beck se despertó de repente.

—¿Dijo algo?

—No, nada, sólo pasó por mi lado, pero un par de minutos después le volví a ver; subió a un coche verde con matrícula sueca. No entiendo mucho de coches y no sé de qué marca era. Tenía que haberme fijado mejor en la combinación de letras y números; sé que las letras eran GOZ, pero no recuerdo los números, y ni siquiera estoy segura de haberlos visto bien. Ya sabes que tengo mala memoria para las cifras.

Martin Beck estaba despierto y, antes de que ella pudiera sacar una pierna de la cama, él estaba de pie y desnudo junto al teléfono.

—¡Nuevo récord mundial en huida rápida de la cama de la amada! —observó ella.

Martin Beck marcó el número de Gunvald Larsson en Bollmora. El teléfono sonó doce veces, y no contestó nadie. Colgó y llamó a la central.

—¿Sabéis si está Gunvald Larsson en la casa?

—Pues hace diez minutos todavía estaba.

A Martin Beck no le gustaban los términos como cuartel general, central de operaciones o comando táctico, y pidió que le comunicaran con la sección de delitos violentos. La respuesta llegó enseguida.

—Aquí Larsson.

—Heydt está en la ciudad.

—Sí —dijo Gunvald Larsson—, me acabo de enterar; una de las policías auxiliares de la sección de investigación tuvo el buen gusto de fornicar con él la noche entre el cuatro y el cinco. Parece que está segura de que era él; se hizo pasar por danés. Según ella, era un tipo agradable, que hablaba una especie de escandinavo.

—Yo también tengo un testigo —dijo Martin Beck—: una tía que lo vio en la calle Köpman, en la Ciudad Vieja, hace unas tres semanas; le vio meterse en un coche con matrícula sueca en la bajada de Palacio, y según parece se dirigió hacia el sur.

—Tu testigo —preguntó Gunvald Larsson—...¿es de fiar?

—La persona más de fiar que conozco.

—Sí, ya comprendo.

—Si me envías un coche patrulla, puedo estar contigo dentro de veinte minutos.

—Te lo envío.

Gunvald Larsson guardó silencio un momento.

—¡Maldito cabrón! —dijo—. Ese tío nos lleva ventaja y no nos queda tiempo. ¿Qué vamos a hacer?

—Tenemos que pensar —dijo Martin Beck.

—¿Quieres que avise a Skacke y a Melander?

—No, déjales dormir; alguien tendrá que estar despierto mañana. ¿Cómo te encuentras tú?

—Hace un momento estaba completamente agotado, pero ahora me encuentro mejor.

—Yo igual.

—Vaya —dijo Gunvald Larsson—, me parece que dormiremos poco esta noche.

—Es inevitable —admitió Martin Beck—, Si conseguimos pescar a Heydt, podemos eliminar bastantes riesgos.

—Es posible —dijo Gunvald Larsson—; por lo visto es un tipo muy listo.

Así terminó la conversación. Martin Beck empezó a vestirse.

—¿Era importante? —dijo Rhea.

—Extraordinariamente importante. Adiós y gracias, por lo uno y por lo otro. ¿Nos veremos mañana por la noche? ¿En casa?

—Puedes estar seguro —respondió ella cariñosa.

—Has de ir allí a ver la televisión en color.

Cuando Martin Beck se hubo marchado, ella se acostó y estuvo meditando largamente. Había estado de buen humor un par de minutos antes, pero ahora se sentía deprimida; su psique era así, intuitiva y cambiante.

A Rhea Nielsen no le gustaba la situación, pero por fin se durmió. Su último pensamiento fue una mezcla de calma y de terror. Era horrible dormir sola en aquella cama enorme.

20

Gunvald Larsson y Martin Beck habían consumido las primeras horas de la mañana pensando intensamente, pero por desgracia se veían limitados por sentimientos de inquietud, humillación y cansancio. Ambos se daban cuenta de que ya no eran jóvenes.

Heydt había entrado en el país a pesar de todas las medidas de seguridad rigurosísimas; parecía lógico pensar que el resto del grupo terrorista se hallase también en Estocolmo, y que llevase allí bastante tiempo. No parecía verosímil que Heydt hubiera venido solo.

Sabían bastantes cosas sobre Reinhard Heydt, pero en cambio no tenían la más ligera idea de en qué parte de la ciudad se encontraba, y sólo podía tratar de adivinar qué pensaba hacer.

De todos modos, tenían algunas pistas, al menos dos bastante seguras: el aspecto de Heydt, y el hecho de que dispusiera de un coche verde con matrícula sueca, con las letras GOZ; en cambio, no sabían de qué clase de coche se trataba, ni la marca, y, sobre todo, ya no les quedaba tiempo para hacer nada.

¿De dónde había sacado el coche? ¿Lo habría robado? Eso parecía ser un riesgo innecesario y Heydt no era hombre que se arriesgase inútilmente. En cuanto pudieron, comprobaron la lista de coches robados, pero no coincidía ninguno.

También podía haberlo comprado o alquilado, pero hacer esas comprobaciones les llevaría días, y quizá semanas, y sólo disponían de unas pocas horas, durante las cuales sus despachos pasarían de ser un lugar de trabajo decente a convertirse en la sede del caos y del desorden.

Skacke y Melander llegaron a las siete y escucharon con expresión grave el nuevo aspecto del caso Heydt. Después empezaron a hacer trabajar sus teléfonos, pero ya era demasiado tarde. Por allí empezó a desfilar una cantidad enorme de personas, muchas de las cuales parecía como si se acabaran de dar cuenta de que su presencia en el lugar era indispensable. Llegó el director general de la policía, seguido de cerca por Stig Malm, el jefe local de la policía de Estocolmo, y el jefe de las fuerzas de orden público. Poco después apareció Bulldozer Olsson con su alegre semblante, y luego vino un representante del cuerpo de bomberos, al que nadie había invitado, dos intendentes de la policía, que según todos los indicios sólo venían movidos por la curiosidad, y, como colofón, un secretario de Estado enviado por el gobierno, al parecer con el encargo de observar la operación.

Un rato más tarde, incluso se pudo ver la coronilla de Eric Möller en medio de aquel jolgorio, pero a aquellas horas ya habían perdido todas las esperanzas de poder hacer algo importante.

Gunvald Larsson se dio cuenta muy pronto de que le resultaría totalmente imposible llegar a su casa en Bollmora para ducharse y cambiarse de ropa, y si Martin Beck tenía algún plan en ese sentido o en cualquier otro, todo se vino abajo debido a que, desde las ocho y media y sin interrupción, estuvo hablando por teléfono con un montón de personas, la mayor parte de las cuales tenían una relación bastante remota con la visita del alto dignatario.

En el revuelo general, también entraron dos reporteros criminalistas en el cuartel general, donde intentaban captar noticias. Estos periodistas, según se creía, tenían una opinión favorable sobre la policía, y en la dirección general existía la intención de caerles bien y de lograr su apoyo. El director general con uno de los reporteros a sólo medio metro de distancia, se dirigió a Beck diciéndole:

—¿Dónde está Einar Rönn?

—No lo sé —mintió Martin Beck.

—¿Qué está haciendo?

—Eso tampoco lo sé —dijo Martin Beck, mintiendo todavía más.

Mientras retiraba el codo del armario, se oyó al director general de la policía murmurar para sí:

—Es curioso, es una forma de dar órdenes curiosísima.

Poco después de las diez llamó Rönn y consiguió, tras mucho toma y daca, hablar con Gunvald Larsson.

—Sí, hola, soy Einar.

—¿Está todo preparado?

—Sí, me parece que sí.

—Bien, Einar, ¿estás cansado?

—Sí, eso sí. ¿Y tú?

—Estoy hecho un guiñapo —confesó Gunvald Larsson—, ayer ni me acosté.

—Bueno, yo al menos he dormido dos horas.

—Algo es algo. Y ahora, ten mucho cuidado.

—Sí, y tú también.

Gunvald Larsson no dijo nada sobre Heydt, en parte porque allí había demasiadas personas extrañas que podían oírle, y en parte porque aquella información sólo serviría para que Rönn se pusiera aún más nervioso de lo que ya estaba, suponiendo que lo estuviera.

Gunvald Larsson avanzó como pudo hasta la ventana, dio la espalda a todos los demás y miró hacia el exterior. Lo único que se veía desde allí era el supercuartel general de la policía, en construcción, y un poco de cielo gris y triste.

El tiempo era el que se podía esperar con cero en el termómetro, viento del noroeste y nubes de nieve aproximándose, lo cual no iba a ser nada divertido para la gran cantidad de policías de servicio en el exterior, ni tampoco para los manifestantes.

El jefe de la SÄPO parecía haber tenido razón en un aspecto: durante todo el día habían estado llegando manifestantes de Noruega y aún más de Dinamarca, confundiéndose con los del país y formando todos juntos un muro ininterrumpido desde Norrtull hasta la plaza de Sergel y el edificio del Parlamento en el centro de Estocolmo, centro de reciente construcción, todo él provisional, y absolutamente catastrófico desde el punto de vista del medio ambiente.

A las diez y media, Martin Beck consiguió liberar a sus tres colaboradores más cercanos y les hizo entrar en un despacho contiguo, en el que Gunvald Larsson cerró en seguida las puertas y desconectó todos los teléfonos.

Martin Beck les dirigió un parlamento muy breve:

—Sólo nosotros cuatro sabemos que Reinhard Heydt está en la ciudad, con toda seguridad, y con él por consiguiente un grupo terrorista al completo. ¿A alguien le parece que estos hechos deben hacernos modificar nuestro plan?

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