Todo el plan estaba organizado ya, tal y como a Martin Beck le pareció. Habría que poner algunos tiradores de precisión con fusiles en los tejados, pero no demasiados. Habría que controlar algunos pisos y algunos altillos a lo largo del recorrido, y habría que visitar a algunas personas, pero eso eran excepciones.
Los especialistas en protección personal de Möller lo tendrían bastante fácil. Según Martin Beck, había puntos más delicados que otros: por ejemplo, la llegada del senador al aeropuerto y su visita al palacio real, quizá también el homenaje al difunto rey, que a instancias del gobierno se había decidido celebrar en la iglesia de Riddarsholm. La tumba de Gustavo VI Adolfo no estaba allí, pero la iglesia era céntrica y resultaba ideal desde el punto de vista de la protección y seguridad; además, la mayor parte de los restantes reyes de Suecia yacían allí, y por tanto el cambio no revestía gran importancia.
Esto seguramente introduciría ligeros cambios en el horario previsto, pero no afectaban en absoluto a la organización.
Proporcionando detalles de cada uno de sus movimientos, los periódicos daban cuenta de todos los actos en los que iba a participar el importante visitante. Incluso se hacía una cierta crítica desde la prensa, pero de momento no se metían con la policía.
A las once y diez, Martin Beck apagó todas las luces de todos los despachos y cerró la puerta del pasillo, aunque notaba la desagradable sensación de que se le olvidaba algo, sin lograr recordar de qué se trataba.
No quería pasar la tarde y la noche solo, por lo que se dirigió a casa de Rhea. Los miércoles por la tarde solía tener una especie de «casa abierta» para sus inquilinos y para otras personas, y él sentía aquel día enormes deseos de charlar con personas cuyos pensamientos no estuviesen permanentemente ocupados en cordones policiales, tiradores especialmente entrenados, helicópteros y bombas inverosímiles. Había pedido un coche de la policía para que le llevase, y le pidió al chófer que le dejara en la calle Frej, que hacía esquina con la casa de Rhea. Su chófer habitual tenía el día libre.
Cuatro minutos después de que Martin Beck abandonase el cuartel general, Gunvald Larsson subía en el ascensor. Abrió el despacho, y, al ir a encender la lámpara de su escritorio, se dio cuenta de que aún estaba caliente. «Beck —pensó—, ¿quién si no?» Él tenía el pelo húmedo y alborotado. Más allá de la ventana se abría un imperio de gamberros, ladrones, atracadores, borrachines y drogadictos en medio de la oscuridad, el frío y la lluvia.
Gunvald Larsson estaba cansado. La noche anterior no había dormido, sino que había permanecido despierto pensando en ULAG, en la cabeza de aquel presidente que voló por los aires y en cosas parecidas. Después no había comido ni cenado y había estado muchas horas trabajando junto con Einar Rönn, la mayor parte del tiempo fuera, ya que éste último necesitaba que le echasen una mano. Gunvald Larsson tenía una constitución formidable, tanto física como mental, pero tampoco podía aguantar impávido aquellos hartones de trabajo.
Allá arriba tenían una cafetera y él guardaba algunos terrones de azúcar y unas bolsitas de té en uno de los cajones de su escritorio. Vertió agua en la cafetera, la enchufó y esperó. Desde muy joven le había parecido que la utilización de bolsitas de té era algo más o menos tan sabroso como meter condones en la cafetera, pero en aquellos momentos no tenía elección.
Cuando le pareció que el té estaba preparado, sacó su taza particular del escritorio; los demás utilizaban siempre vasitos de plástico, o vasos desechables de papel vegetal.
Se sentó ante el escritorio y bebió unos cuantos sorbos bien calientes, a la vez que se metía un par de terrones de azúcar en la boca, los suficientes para neutralizar el calor y equilibrar su sangre desnutrida. Luego cogió todos los papeles que se amontonaban en su bandeja y empezó a leer. Estaba de mal humor, arrugó la frente y se le formó un surco justo encima de la nariz. Al cabo de un rato también se le fueron juntando las rubias cejas.
Estaba convencido de que algo se iba a ir al diablo, pero ¿qué podía ser?
Fue a buscar el plan de protección personal de la SÄPO, que estaba sobre el escritorio de Melander. Era casi ilegible, debido a los cientos de abreviaturas que salpicaban el texto, pero aun así lo fue recorriendo página por página. También consultó las tablas estadísticas adjuntas, y algunos esbozos de panorámicas generales.
Al igual que los demás componentes del grupo unas horas antes, tuvo que admitir que era un plan irreprochable. Eric Möller era un especialista y sus consideraciones acertadas. Además, la protección personal era un reto fácil. El reconocimiento de la zona que Möller llamaba zona sensible, empezaría a la medianoche.
Gunvald Larsson miró el reloj de pared. Eran las doce menos nueve minutos. Buena parte de los cuatrocientos policías de seguridad de los que hablaba el texto iban a empezar a remojarse de un momento a otro.
Apartó los papeles y empezó a pensar en la protección a distancia. El patio de Logaard era un lugar ventajoso en ese sentido, pues el rey y el maldito americano estarían, como si ocuparan un estrado, a la vista de los expertos tiradores apostados en Blasieholmen y en Skeppsholmen, y serían igualmente visibles desde las barcas y desde los embarcaderos cercanos.
Repasó algunos puntos y se sintió más tranquilo; los cinco cerebros de la operación, es decir, él mismo, Beck, Melander, Rönn y Skacke, hicieron todas esas previsiones largo tiempo atrás. El puente que conducía a Skeppsholmen había sido cerrado al tráfico varias horas antes, y se habían controlado rigurosamente todas las casas a lo largo del muelle de Blasieholm, particularmente el Grand Hotel Royal, que tenía muchísimas ventanas.
Gunvald Larsson suspiró y hojeó los montones de papeles; las cloacas y túneles subterráneos bajo el patio de Logaard no eran muy numerosos, y eran fáciles de vigilar por hombres que seguramente llevarían trajes de goma o que no se iban a preocupar demasiado si se les ensuciaba la ropa.
El reloj de la pared marcó exactamente las doce. Miró su propio reloj; el de la pared, como de costumbre, iba con retraso, exactamente un minuto y veinte segundos. Gunvald Larsson se levantó para poner en hora el reloj eléctrico de la pared. Y precisamente en aquel momento llamaron a la puerta.
Los componentes del grupo de trabajo no solían llamar a la puerta; por lo tanto tendría que ser otra persona.
—Entre —dijo Gunvald Larsson.
En la habitación entró una chica, que aparentaba tener entre veintitrés y treinta años. Tras mirar pensativamente a Gunvald Larsson, dijo:
—Hola.
—Hola —contestó Gunvald Larsson, prudente.
Se cruzó de brazos, y se colocó delante de su escritorio, mientras preguntaba:
—¿Ocurre algo?
—Te recuerdo, tú eres Gunvald Larsson, de la sección de delitos violentos.
Él no dijo nada.
—En cambio, tú no sabes quién soy yo.
Gunvald Larsson la observó. Tenía el cabello con mechas cenicientas, ojos azules y rasgos precisos; era bastante alta, quizá un metro setenta y cinco o tal vez más, y relativamente guapa. Iba vestida con sencillez, con una camisa de cuello alto de color gris, pantalones azules muy bien planchados y zapatos bajos. Parecía demasiado tranquila para llevarse algo entre manos, pero él estaba casi seguro de no haberla visto nunca antes. Él se limitó a arrugar la frente y a clavar su mirada azul y cristalina sobre ella.
—Me llamo Ruth Salomonsson —dijo ella a modo de aclaración—, Trabajo en la casa, en la sección de investigación.
—¿Haciendo qué?
—Soy asistente policial —contestó ella—, y ahora mismo estoy de servicio. Es decir, para ser más exacta, ahora tengo un descanso.
Gunvald Larsson se acordó de su té, se dio media vuelta y vació la taza de un solo trago.
—¿Quieres ver mi placa? —preguntó ella.
—Sí.
Ella sacó su placa identificativa del bolsillo posterior derecho y se la tendió.
Gunvald Larsson la estudió atentamente. Veinticinco años; parecía coincidir. Le preguntó:
—¿Qué quieres?
—Sé que estás trabajando en un grupo especial a las órdenes del comisario Martin Beck, del jefe local de policía y del director general de la policía.
—Es suficiente con Beck. ¿Dónde lo has oído?
—¡Hombre! Ya sabes lo mucho que se habla por estos pasillos, y...
—¿Y qué...?
—Sí, pues dicen que estáis buscando a una persona, cuyo nombre no recuerdo, aunque he oído la descripción.
—¿Dónde?
—En el departamento de identificación; tengo un amigo que trabaja allí.
—Si tienes algo que decir, suéltalo —ordenó Gunvald Larsson.
—¿No vas a pedirme que me siente?
—No pensaba hacerlo. ¿De qué se trata?
—Pues hace unas semanas...
—¿Cuándo? —inquirió Gunvald Larsson—. Sólo me interesan los hechos.
Ella le miró con resignación y contestó:
—Pues fue el lunes cuatro de noviembre.
Gunvald Larsson movió la cabeza animándola, y dijo:
—¿Lo ves? ¿Qué pasó el lunes cuatro de noviembre?
—Pues una amiga y yo quedamos para salir e ir a bailar. Fuimos al Amaranten...
Gunvald Larsson la interrumpió.
—¿Amaranten? ¿Se puede bailar allí?
Ella no contestó.
—¿Se baila en el Amaranten? —repitió él.
Ella pareció quedar cortada de repente y sacudió la cabeza.
—¿Qué hicisteis tú y tu amiga, pues?
—Pues... nos sentamos en el bar.
—¿Juntas?
—No.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Conocí a un hombre de negocios danés, que dijo llamarse Jörgensen.
—Bien. ¿Y luego?
—Luego fuimos a mi casa.
—¡Ajá! ¿Y qué pasó allí?
—¿A ti qué te parece?
—Nunca hago conjeturas —dijo Gunvald Larsson—, especialmente en lo referente a la vida privada de los demás.
Ella se mordió los labios.
—Estuvimos juntos —explicó ella con tono retador—; hicimos el amor, para decirlo finamente. Después se marchó y no he vuelto a saber nada más de él.
En la sien derecha de Gunvald Larsson se hinchó una vena. Rodeó la mesa y se sentó. Después asestó un puñetazo tan fuerte sobre la mesa que el reloj eléctrico se paró, naturalmente con un retraso de un minuto y veinte segundos.
—¿Qué clase de broma es ésta? ¿Qué quieres que te diga? ¿Quieres que ponga letreros por todas partes anunciando que la policía proporciona placeres gratis, y que vayan a hacer cola en el Amaranten? ¿Qué horarios haces? ¿Los lunes de siete a once de la noche?
—Debo decir que no me esperaba una reacción tan rígida y anticuada —dijo ella—. Tengo veinticinco años, soy soltera y no tengo hijos, y de momento pienso seguir así.
—¿Veinticinco años?
—Soltera y sin hijos —repitió ella—. ¿No tengo quizá derecho a tener mi propia vida sexual?
—Sí, sí —dijo Gunvald Larsson—, siempre y cuando no me mezcles en ella.
—De eso puedes estar segurísimo.
A Gunvald Larsson no le gustó el tono que empleó para decir eso, y volvió a golpear la mesa con el puño, esta vez con tanta fuerza que le dolió hasta el codo e hizo una mueca.
—¡Polis con faldas que se sientan en los bares a cazar tíos! —exclamó—, ¡Y luego venir aquí a hablar mal de los daneses!
Miró el reloj parado de la pared y luego el suyo.
—Seguro que tu descanso ha terminado —dijo—. ¡Fuera!
—La verdad es que he venido por si podía ser de alguna utilidad —dijo ella—, pero por lo visto no os hace falta.
—A lo mejor no.
—¿O sea que no hace falta que cuente el resto?
—No me interesa la pornografía.
—A mí tampoco —dijo ella.
—A ver, cuéntame el resto, pues.
—Aquel tipo me gustó; era un hombre culto y simpático, atractivo, y estaba muy bien. —Miró fríamente a Gunvald Larsson y añadió—: Incluso extraordinariamente bien. Bueno, pues diez días después llamé al hotel en el que me dijo que vivía.
—¡Ah! —dijo Gunvald Larsson.
—Sí, y el recepcionista me dijo que allí no había ningún huésped con ese nombre, y que tampoco habían tenido a nadie que se llamase así alojado en el hotel.
—Muy interesante. A lo mejor se dedica a viajar y a ir probando chicas policía de diversos países, para alguna especie de informe sexual. Estoy seguro de que será un
best-seller.
¿Te has ocupado de que te reserven una comisión?
—¡Eres completamente imposible! —exclamó ella.
—¿Tú crees? —dijo Gunvald Larsson maliciosamente.
—En cualquier caso, ayer me encontré con mi amiga. Ella también estuvo hablando un rato con él antes de que nos fuéramos a mi casa.
—¿Y dónde vives?
—En la calle Karla, veintisiete.
—Gracias. Si me regalan una agenda en Navidad, me apuntaré tus señas.
Ella empezaba a indignarse, pero seguía obstinada.
—Pero seguramente no me regalarán nada —añadió Gunvald Larsson, suavizando el tono—. Todos los regalos de Navidad me los compro yo.
—Mi amiga ha trabajado varios años en Dinamarca, y dijo que si de verdad era danés, tenía que ser de algún lugar muy raro. Dijo que el danés que hablaba era el que se utilizaba a principios de siglo.
—¿Y qué edad tiene tu amiga?
—Veintiocho.
—¿Y en qué trabaja?
—Enseña lenguas nórdicas en la universidad.
Gunvald Larsson despreciaba muchas cosas de este mundo, entre otras la formación universitaria, pero empezaba ahora a mostrarse pensativo.
—Continúa —dijo.
—Hoy he mirado en el registro de extranjeros y he estado comprobando. Ese nombre tampoco estaba allí.
—¿Cómo dices que se llamaba?
—Reinhard Jörgensen.
Gunvald Larsson se levantó y se dirigió hacia la mesa de Melander.
—¿Y qué aspecto tenía?
—Más o menos igual que tú, sólo que veinte años más joven. Y además llevaba patillas.
—¿Era, por ejemplo, alto como yo?
—Casi, pero seguro que pesaba menos.
—No hay muchos tan altos como yo.
Gunvald Larsson medía un metro noventa y seis sin zapatos.
—Quizá era unos centímetros más bajo.
—¿Y dijo que se llamaba Reinhard?
—Sí.
—¿Tenía algún signo que llamase especialmente la atención?
—No; es decir, estaba muy moreno, excepto...
—¿Excepto...?
—Excepto en los sitios en que los tíos no suelen estar morenos.