—He visto a Aasa varias veces este verano —dijo Martin Beck—, Está en la comisaría de Märsta.
—¿Con Märsta-Pärsta? —preguntó Kollberg con una risita.
—Ella y Benny hicieron un buen trabajo con el crimen de Rotebro.
—¿El crimen de Rotebro?
—¿No lees los periódicos?
—Sí, pero no tan a fondo —dijo Kollberg—. ¿Benny? Cada vez que oigo hablar de ese pollo me acuerdo de que realmente me salvó la vida, aunque, si no se hubiera comportado como un idiota minutos antes, no hubiera hecho falta que salvase la vida de nadie.
—Benny es eficiente —afirmó Martin Beck—, y Aasa se ha convertido en un buen policía.
—Sí, los caminos del Señor son inescrutables —dijo Kollberg, que, a pesar de haber abandonado la iglesia estatal varios años antes, pronunciaba frecuentemente citas religiosas—. Fíjate, yo siempre creí que te arreglarías con Aasa; era una bonita solución por un lado, y hubiera sido, además, una buena esposa. Además, tú estabas enamorado de ella, aunque no quisieras admitirlo. Y para colmo, es una monada de chica.
Martin Beck sonrió y meneó la cabeza. Kollberg dijo:
—Por cierto, ¿qué pasó aquella vez en Malmö, cuando yo encargué su habitación para que fuese contigua a la tuya?
—Probablemente no lo llegarás a saber nunca —dijo Martin Beck—, A propósito, ¿cómo está Gun?
—Perfectamente; le encanta el trabajo que tiene y está cada día más guapa, y a mí me encanta quedarme de vez en cuando para ocuparme de los chicos. Incluso me ha enseñado a cocinar... quiero decir mejor que antes —añadió con un guiño.
De repente, se abalanzó sobre la pistola desmontada que tenía delante y exclamó:
—¡Ahora lo veo! Es esta chaveta, ¿has visto alguna vez una cosa parecida? Sabía que acabaría por encontrarla; esta pieza es el punto clave de todo el mecanismo.
Montó la pistola en un momento, abrió una libreta, escribió una ficha de registro y guardó la pistola, después de haberle atado una etiqueta a la culata.
Martin Beck no se sorprendió, pues aquélla era la actitud normal de Kollberg.
—Aasa Torell —dijo Kollberg pensativo—. Hubierais formado una buena pareja.
—¿A ti te gustaría estar casado con una policía y pasarte el tiempo libre hablando del trabajo? Y además, con una mujer policía que pretende hacer carrera y es ambiciosa, y está completamente ocupada con las posibilidades de la mujer dentro del cuerpo policial.
Kollberg pareció meditar sobre el particular, hizo un gesto típico, suspiró con un ronquido y encogió sus gruesos hombros.
—Tal vez tengas razón —admitió—; la otra es mejor para ti, quiero decir Rhea.
—Puedes poner la mano en el fuego —aseguró Martin Beck.
—Pero habla tanto... —dijo Kollberg—; además, tiene los hombros demasiado anchos y me parece que tiene las caderas demasiado estrechas. Por cierto, ¿se tiñe el pelo?
Y de pronto se calló, pensando que quizá estuviera hiriendo inútilmente a su viejo amigo.
Pero Martin Beck sonrió y repuso:
—Conozco a otras que hablan por los codos y que son muy anchas de hombros, incluso gordas.
Kollberg pescó una pistola grande, automática, de la caja, la sopesó en la mano y dijo:
—Aquí tenemos un cacharro que le iría bien a Gunvald Larsson, una SIG 210, de nueve milímetros. Se puede incluso cromar por un par de miles.
—Ya tiene una muy parecida.
—La Master, sí, pero no la utiliza nunca. Imagínate andar por ahí llevando esto.
Accionó la corredera de la pistola y expulsó un casquillo de latón reluciente.
—¡Vaya descuido! —exclamó sacudiendo la cabeza.
Kollberg sacó el cargador, que estaba vacío, dejó la pistola sobre el problema de ajedrez y preguntó:
—¿Qué quieres? Porque supongo que no has venido para hablar de mujeres.
—Pensaba si querrías hacer un pequeño trabajo especial.
—¿Retribuido?
—Sí, qué coño, tengo un buen presupuesto, casi sin límites.
—¿Para qué?
—Para la protección de ese senador americano que viene aquí el jueves. Yo dirijo la organización.
—¿Tú?
—Prácticamente me vi obligado.
—¿Y qué tengo que hacer yo?
—Simplemente leerte estos papeles, y luego una cosa especial, altamente confidencial. Míralo y dime si encuentras algo mal.
—¿No está ya bastante mal lo de invitar a ese tipo?
Martin Beck no respondió a esa pregunta; se limitó a insistir:
—¿Querrás?
Kollberg sopesó el montón de fotocopias; después preguntó:
—¿Qué prisa hay?
—Lo antes posible.
—Sí —dijo Kollberg—, dicen que el dinero no huele, y no veo por qué la pasta de la policía ha de oler peor que la de cualquier otro, pero necesitaré toda la noche, por lo menos. ¿Qué es esa otra cosa tan confidencial?
—Esto —contestó Martin Beck. Se sacó un papelito del bolsillo de la chaqueta y dijo—: De esto no hay ni siquiera copia.
—Está bien —dijo Kollberg—; estaré aquí mañana, a la misma hora.
—Eres más puntual que un recaudador de impuestos —dijo Kollberg el martes por la mañana.
Martin Beck estaba de pie detrás de su silla y observaba con curiosidad una pistolita de dos cañones que el otro estaba catalogando.
—Un Derringer —explicó Kollberg.
—No creía que los hubiera en Suecia.
—Seguramente es de alguien que lo trajo de Estados Unidos hace muchos años. Es viejo, pero es el original, fabricado en 1881, y seguramente no ha sido utilizado jamás, ni siquiera para probarlo.
—¿Y bien?
—Lo he leído todo; dos veces. Me ha ocupado toda la noche.
Martin Beck extrajo un sobre fino y alargado del bolsillo y se lo entregó; Kollberg lo abrió y silbó para sí mismo.
—Sí, la noche ha valido la pena. Será para el café de la Opera, probablemente esta misma noche.
—¿Has encontrado algo?
—Nada, en realidad. Es un buen plan, pero...
—¿Sí?
—Pero si hay que decirle algo a Möller, habría que advertirle acerca de los dos momentos difíciles en los que debe pensar. Uno es cuando ese imbécil esté en el patio de Logaard junto al rey; y luego, aunque quizá no sea tan difícil, cuando el senador y el presidente del gobierno coloquen la corona.
—¿Qué más?
—Nada más, como ya te he dicho, aunque este asunto secreto me parece un poco fantasioso. ¿No sería mejor disfrazar a Gunvald Larsson de árbol navideño con estrellitas y la bandera americana en la copa, colocarlo en la explanada de Svea y dejarlo ya hasta Navidad?
Kollberg colocó los papeles en un montón delante de Martin Beck, con lo más importante encima; luego sacó un revólver diminuto de la caja y dijo:
—Lo digo porque así la gente podría irse acostumbrando a su imagen fea y llena de adornos, como diría el jefe administrativo Malm.
—¿Algo más?
—Sí, dile a Einar Rönn que procure no volver a expresarse por escrito, y que si no hay más remedio haga lo posible para que nadie lo lea; de lo contrario, no le van a dar jamás el ascenso.
—Mmm —murmuró Martin Beck.
—Esto es una preciosidad —dijo Kollberg—, un revólver de señora niquelado, de esos que solían llevar las fulanas americanas en el bolso o en el liguero a principios de siglo, o antes.
Martin Beck contempló sin demasiado interés el arma niquelada, mientras metía los papeles en su portafolios.
—A lo mejor se puede acertar con él un melón a veinte centímetros, con la condición de no moverlo demasiado —explicó Kollberg, y desmontó la pequeña arma con un sólo movimiento.
—Tengo que marcharme —dijo Martin Beck—. Gracias por la ayuda.
—Estamos en paz —replicó Kollberg—, Saluda a Rhea, si te apetece. A los demás, lo mejor será que ni me nombres; te lo agradecería.
—Adiós.
—Que te diviertas —dijo Lennart Kollberg, alargando el brazo para alcanzar una de las fichas de registro.
Al transcurrir los años, más de uno se había preguntado qué valores eran los que hacían que Martin Beck fuera un buen policía. La pregunta se la hacían tanto sus superiores como sus subordinados, y la cuestión surgía más a causa de la envidia que de la admiración.
A los envidiosos les gustaba señalar que tenía pocos casos en los que trabajar, y que los que le caían eran fáciles. Eso era cierto, ya que las misiones que se le encomendaban eran menos, comparadas con las que tenían que resolver ciertos departamentos de la policía de Estocolmo. Las secciones de estupefacientes, de robos y de delitos violentos, por ejemplo, tenían un apretado programa de trabajo y el porcentaje de casos resueltos era bastante bajo. Muchas denuncias no llegaban siquiera a ser investigadas, sino que más o menos se archivaban. El jefe de la policía local, y en última instancia la propia dirección general de la policía, ofrecían siempre la misma explicación, es decir, que todo se debía a la falta de personal.
Algo había de eso, pero no era toda la verdad del asunto. La verdad no se quería admitir y consistía en que era más importante tener buenos policías que muchos.
En realidad, no podía haber quejas en cuanto a los efectivos policiales por su cantidad; en cambio, había mucho que decir sobre la formación personal de cada policía en concreto, tanto en sus aspectos psicológicos como éticos. El reclutamiento se solía hacer en períodos de coyuntura y se hacía mal, en parte porque el cuerpo se nutría sobre todo de parados de las zonas menos pobladas. A menudo eran hombres que desconocían por completo la dinámica de una gran ciudad; muchos de ellos se sentían desplazados y lo compensaban en forma de violencia o de simple abuso de autoridad. Muchos abandonaban la profesión y otros solicitaban plazas en pueblos lo más alejados posible de la gran ciudad.
Aparte de eso, en realidad no era fácil ser policía en Estocolmo, donde algunas bandas de delincuentes y sindicatos organizados dominaban la situación, la droga circulaba alegremente y muchas situaciones conflictivas desencadenaban absurdas expresiones de violencia por ambos lados. Además, el director general de la policía, apoyado por bastante gente, intentaba transformar el viejo cuerpo policial, que tenía facetas buenas pero también bastantes defectos, de una organización en su origen civil en una fuerza paramilitar de control centralizado, con recursos técnicos terroríficos que no se sabía muy bien para qué se iban a utilizar.
Detrás de todo esto había en el gobierno un partido que se llamaba socialdemócrata, pero que con los años había llegado a no ser ni socialista ni democrático, si es que alguna vez lo había sido, y cuyo nombre era un débil velo tras el que se ocultaba un poder estatal fuertemente capitalista.
El oficio de policía es en gran parte triste y poco entusiasmante, y muchos de los que lo ejercían inspiraban automáticamente antipatía e impopularidad.
La comisión nacional de homicidios era una excepción, con su antigua y a menudo exagerada aureola de cosa misteriosa y romántica.
Pero Martin Beck había recorrido un largo camino y había sido un buen policía desde el principio, cuando patrullaba por el distrito policial de Jakob, unos treinta años atrás. Siempre había tenido facilidad para hablar con la gente; muchos problemas eran fáciles de solucionar mediante el humor y la inteligencia, y ya en aquella época se había alegrado de que no le reclutasen los militares, como les había ocurrido a muchos de sus compañeros. Seis años de servicio de patrulla no le habían dejado malos recuerdos, y las ocasiones en las que se había visto obligado a utilizar la violencia habían sido contadas.
Más adelante había pasado a ser funcionario, y de vez en cuando había tenido que aguantar a estúpidos superiores, pero lo había soportado, al igual que algunas disposiciones disciplinarias completamente incomprensibles, sin mayor daño para su espíritu.
Tenía, como casi todo el mundo, un cierto interés por hacer carrera, pero había sido inflexible en un punto: él se sentía hombre de campo, de calle, y quería trabajar en contacto con la gente y con sus ambientes. El temor a encerrarse en un despacho, inundado de papeles y sometido a constantes llamadas telefónicas, y para colmo tediosas reuniones, había motivado probablemente su tardanza en ascender dentro del escalafón.
Pero desde que en 1950 le nombraron auxiliar de homicidios había tenido suerte y pronto llegó a integrarse en la comisión nacional de homicidios. El trabajo allí le interesó enseguida, pues había iniciado por su cuenta estudios de criminología y psicología, y había tenido la suerte de contar siempre con jefes comprensivos y buenos compañeros de trabajo. Su habilidad para hablar con la gente la había ido cultivando y desarrollando hasta el punto de que se le consideraba como uno de los mejores jefes de interrogatorio de toda la policía.
A pesar de que él mismo daba pruebas constantes de brillantez y de un gran poder de deducción, éstas no eran condiciones que él exigiera a ninguno de sus colaboradores. Si alguien le hubiera preguntado qué era lo que consideraba más importante en su oficio, con toda seguridad hubiera respondido que la sistemática, el sentido común y el sentido del deber, por este orden.
Incluso pensando exactamente lo mismo que Lennart Kollberg en lo tocante al papel que la policía debía tener en la sociedad, él jamás daría el paso de abandonar la profesión. Además, tenía extraordinariamente desarrollado el sentido del deber, lo que con frecuencia le hacía verse a sí mismo como un pobre diablo y a sentirse deprimido. Durante los últimos años había mejorado en este sentido, pero no era en absoluto hombre jactancioso ni tenía ninguna intención de llegar a serlo.
Sus depresiones obedecían últimamente a que se veía como un alto funcionario en una sociedad en la que parecía que jamás iba a mejorar nada. En cambio, él no sufría del mismo modo que Lennart Kollberg la decadencia colectiva del cuerpo de policía, porque no veía esa decadencia como cosa propia. Desde luego, se cometían innumerables equivocaciones y tropelías, pero ni él ni su sección se hacían responsables de tales cosas.
A las muchas cualidades que hacían de Martin Beck un buen policía habría que añadir una sólida conciencia, buena memoria, una constancia que a menudo desembocaba en una tozudez de muía, y una buena capacidad de coordinación. Otro detalle era que siempre procuraba tener tiempo para todo lo que de alguna forma afectara a su trabajo; a veces, eso se manifestaba en pequeñeces que resultaban irrelevantes, pero de vez en cuando una tontería proporcionaba pistas importantes en una u otra dirección.