Rhea Nielsen comprobó con una rápida ojeada que Martin Beck todavía estaba despierto. Luego dijo:
—Hace unos días me hablaste de la Weserübung. No soy ninguna experta en ajedrez ni en operaciones navales complicadas, ni sé nada de navegación, pero no soy tan tonta como para no ver que el mando de la marina alemana hizo un buen trabajo... ¿Cómo se llamaba aquel almirante?
—Raeder.
—Justo; leí sus memorias, que tú me regalaste el año pasado. Parece que fue una persona de grandes cualidades, valentía personal entre otras, pero...
—¿Pero qué?
—Te olvidas de una cosa referente a la Weserübung: que fueron franceses y polacos los que tomaron Narvik y destruyeron las instalaciones de agua pesada, ya que los ingleses habían atacado a la flota alemana.
—Hirieron al cazador, le dejaron sin su fuente de energía.
—Sí, sí —dijo ella irritada—. Lo cierto es que el general alemán, que se llamaba Dietl, quedó en una situación desesperada. Tuvo que retirarse a las montañas y pidió permiso a Hitler para capitular, pero los ferrocarriles suecos le suministraron material y refuerzos para que pudiera arreglárselas. Este es también un bonito ejemplo de la neutralidad sueca. El gobierno sueco sabía que Hitler no tenía ninguna intención de invadir Suecia, porque la consideraba una nación amiga. De todos modos, había muchos cretinos, dentro del gobierno, de la policía y del ejército, que deseaban que Suecia entrase en guerra al lado de Alemania con el señuelo del terror socialista. Pero tan pronto Rusia aplastó a los nazis en Stalingrado y fue notorio que Hitler perdería la guerra, las simpatías de Suecia se decantaron hacia Estados Unidos. Y así ha sido desde entonces. La socialdemocracia sueca ha estado engañando a las masas, durante decenios, con falsa propaganda; en realidad, lo que hacen es representar los intereses capitalistas y los cuatro cabecillas que se supone que controlan a la mayor parte de los trabajadores. Es un crimen contra el pueblo, en realidad un crimen contra cada individuo en particular de los que viven en este país. Y ahora incluso han logrado que la policía en bloque participe en este crimen. Sí, ya sé que tú y tu comisión de homicidios no tomáis parte en la brutalidad policial ni efectuáis persecuciones políticas, pero comprendo perfectamente a tu amigo, el que lo dejó.
—Kollberg.
—Por cierto, es un tipo fantástico, y su mujer también me gusta. Quiero decir que creo que hizo una buena cosa. Él vio que la policía como organización cree que los terroristas pertenecen fundamentalmente a dos clases: los socialistas y los otros, los que brotan de la sociedad de clases. Actuó de acuerdo con su conciencia y sus convicciones.
—Yo creo que se equivocó, pues si todos los buenos policías lo dejan, porque cargan con las culpas de los demás, entonces sólo quedarán los idiotas y la escoria. De eso ya hemos hablado antes.
—Tú y yo hemos hablado de casi todo antes, ¿te has dado cuenta?
Él asintió.
—Pero me has hecho una pregunta concreta y ahora tengo que contestarla; sólo quería aclarar primero algunos conceptos. Sí, cariño, yo creo que has hecho mal. ¿Qué habría pasado si hubieras dicho que no?
—Recibí una orden directa.
—¿Y si hubieras desobedecido la orden?
Martin Beck se encogió de hombros. Estaba muy cansado, pero la conversación le interesaba.
—Seguramente me hubieran suspendido, pero sinceramente no lo creo; le hubieran dado el trabajo a otro y ya está.
—¿A quién?
—Seguramente a Stig Malm, el jefe administrativo, el que se supone que es mi jefe y superior más inmediato.
—¿Y lo hubiera hecho peor que tú? Sí, yo creo que sí. En fin, pero insisto en que, visto de repente y sin pensarlo demasiado, tenías que haberte negado. Es decir, eso es lo que yo siento, y los sentimientos son difíciles de analizar. Seguramente lo que siento es que nuestro gobierno, que se pretende representante del pueblo, invite a un reaccionario con mala fama, que incluso estuvo a punto de ser presidente hace un tiempo; si lo hubiera sido, ahora tendríamos a lo mejor una guerra mundial en marcha, y a pesar de ello se le recibe como a un huésped respetable. Nuestro gobierno, con su presidente a la cabeza, se sentarán a conversar amablemente con él sobre la depresión y los precios del petróleo, y se asegurarán de que la buena y vieja Suecia continúe siendo la fiel antorcha contra el comunismo, como ha sido siempre. Le invitarán a una cena pantagruélica, en la que podrá saludar a la oposición, que defiende exactamente los mismos intereses capitalistas que nuestro gobierno, sólo que disfrazados con sutilezas. Y luego almorzará con nuestro rey títere. Y todo el tiempo va a estar tan protegido que probablemente no llegará a ver un solo manifestante ni sabrá que existe la más mínima oposición, a no ser que se lo diga la SÄPO o la CIA. Lo único que advertirá es que Calle Hermansson no irá a la cena de gala.
—Ahí te equivocas. Todos los manifestantes estarán a la vista.
—A no ser que el gobierno se sienta molesto y te desautorice, claro está. ¿Qué puedes hacer si el jefe del gobierno llama y ordena que todos los manifestantes sean encerrados en el estadio de Raasunda y que permanezcan allí?
—Entonces sí que lo mandaría todo a hacer puñetas.
Ella le miró largamente; estaba con la barbilla apoyada en la rodilla y las manos entrelazadas alrededor del tobillo. Tenía el cabello alborotado por la sauna y la ducha, y sus rasgos irregulares reflejaban preocupación. A él le pareció hermosa.
Por fin, ella dijo:
—Me gustas Martin, pero tienes un trabajo que es una mierda. ¿Qué clase de gente es la que tú detienes por asesinato y otras desgracias? Por ejemplo, ese último, un pobre trabajador que intentó defenderse de un cerdo capitalista que le había truncado la vida... ¿qué pena le caerá?
—Doce años, me parece.
—Doce años... —dijo ella—; bueno, quizá los vale para él.
Parecía disgustada, pero entonces cambió de tema, como solía.
—Los chicos están con Sara, en el piso de arriba, o sea que puedes dormir sin que se te sienten sobre el estómago; a lo mejor lo haré yo cuando vaya a acostarme.
Eso ocurría con frecuencia cuando ella se acostaba y él ya dormía. Y volvió a cambiar de tema nuevamente:
—Espero que seas consciente de que ese visitante honorable que llega tiene decenas de miles de vidas sobre su conciencia. Fue una de las fuerzas más activas que forzaron el bombardeo estratégico del Vietnam, y también se mostró activo durante la guerra de Corea, pues animaba a McArthur cuando ése quería bombardear China con armas nucleares.
Martin Beck asintió.
—Ya lo sé —dijo, y luego bostezó.
—Ve y acuéstate —ordenó ella—. Te daré el desayuno cuando te despiertes. ¿A qué hora quieres que te despierte?
—A las siete.
—Bueno.
Martin Beck fue a acostarse y se durmió en seguida.
Rhea trasteó en la cocina un rato; luego fue a la habitación y le besó en la frente, pero él ni se movió.
En el piso hacía calor y Rhea se quitó la bata, se instaló en su sillón favorito y leyó un rato. Tenía dificultades para dormirse y solía permanecer despierta hasta altas horas de la madrugada. El insomnio es un problema irritante que frecuentemente conduce a un temperamento inestable y humor imprevisible. Tiempo atrás había intentado combatir esas dificultades a base de vino tinto, pero después hizo de la necesidad una virtud y leía numerosos tratados soporíferos y cosas por el estilo.
Rhea Nielsen era curiosa, a menudo de forma irrefrenable. Después de leer un párrafo sobre análisis de personalidad, que había escrito ella misma años atrás, miró a su alrededor y vio el portafolios de Martin Beck.
Sin encomendarse a nadie lo abrió y empezó a examinar los papeles que contenía, con todo detalle y vivo interés. Por fin abrió la carpeta que Gunvald Larsson había entregado a Martin Beck justo antes de marcharse.
Examinó largo rato el contenido, con una tensa atención, no exenta de sorpresa. Al cabo de largo tiempo lo metió todo otra vez en su sitio y fue a acostarse. Pasó por encima de la barriga de Martin Beck, pero éste dormía tan profundamente que no se despertó. Luego se tumbó muy pegada a él, con la cara vuelta hacia la de él.
Martin Beck había supuesto que habría complicaciones, y éstas surgieron al día siguiente.
Eric Möller entró y depositó un montón de fotocopias sobre la mesa de Melander.
—Aquí está nuestro plan de protección cuerpo a cuerpo —dijo—. Claro y conciso. Utilizaremos a cuatrocientas personas, lo cual quiere decir que haré venir unos cuantos hombres de provincias y de...
Melander fumaba tranquilamente de su pipa mientras esperaba la continuación.
—...y de otros lugares.
—¿De qué otros lugares?
Möller no respondió; lo que hizo fue preguntar:
—¿Está Beck aquí?
Melander señaló en silencio con la boquilla de su pipa.
Martin Beck, Gunvald Larsson y Skacke se encontraban en la habitación. Habían estado hablando de algo, pero enmudecieron cuando entró el jefe de la SÄPO; Martin Beck y Gunvald Larsson saludaron con un movimiento de cabeza, y Skacke pronunció un tímido «Hola».
Möller, como de costumbre, venía sin aliento; se sentó en un sillón, se apoyó en el brazo del mismo y se secó el sudor de la frente con un pañuelo impoluto.
—Ha surgido una nueva dificultad, aunque no imprevista —explicó.
—¿Sí? —dijo Martin Beck.
Möller sacó un peine e intentó poner cierto orden en su coronilla de cabello rojo indomable, sin ningún resultado aparente. Después tomó de nuevo la palabra:
—Resulta que hemos recibido informes seguros de nuestros países vecinos, particularmente de Noruega y Dinamarca, diciendo que podemos esperar miles de manifestantes organizados procedentes de allí. Muchos vendrán en tren, pero fundamentalmente en autobuses alquilados, y, naturalmente, en coches particulares.
—¡Vaya!
—He venido para hacer una proposición seria —dijo Möller.
—¡Ajá!
—Quiero solicitar permiso para detener esos medios de transporte en la frontera y hacerles regresar a sus lugares de procedencia.
Gunvald Larsson no se había pronunciado todavía. Dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y exclamó en voz muy alta:
—¡No!
—Quiero ese permiso —insistió Möller imperturbable.
—Y ya has oído la respuesta —dijo Martin Beck.
—Yo creía que el jefe de esto eras tú.
—Opino lo mismo que Gunvald.
—Me parece que no acabáis de comprender la situación —protestó el jefe de la SÄPO—. ¡Dios sabe con cuántos manifestantes propios tenemos que contar!
—Pues si lo sabe —dijo Gunvald Larsson— te has equivocado de lugar; la iglesia está más abajo, en la calle Hantverk.
—Seguro que varios miles —continuó Möller sin pestañear—. Los suficientes para tener ocupado a cada uno de los policías que estén de servicio. En Noruega, y sobre todo, en Dinamarca, existen grandes movimientos comunistas juveniles, organizados como grupos de liberación nacional y de otros tipos. La verdad es que no podremos hacer frente a tanta gente.
—Yo creo que sí —replicó Martin Beck—. El jefe de las fuerzas de orden público no está asustado.
—Yo tampoco me asusto —dijo Möller—; en realidad no me asusto nunca, pero quiero que esto funcione a la perfección. Hacemos todo lo que podemos para proteger al senador y no quiero que se vea rodeado por elementos fanáticos y peligrosos sociales de tres países. Aparte de esto, no me gusta la planificación de las fuerzas de orden público. ¿Quién garantiza que vayan a funcionar?
—Nosotros —dijo Martin Beck—. Tu misión, por lo que sé, consiste en garantizar la protección cercana, cuerpo a cuerpo.
Möller no pudo contenerse y aflojó un punto su cinturón.
—Ya lo sé —dijo—. El planteamiento es claro, lo acabo de dejar sobre la mesa de Melander. Es posible que tenga necesidad de un comando especial para esa ceremonia de la corona de flores, porque piensa apearse del coche blindado y por lo tanto quedará muy expuesto. No habrá dificultades, en el peor de los casos supongo que me podréis prestar algunos hombres.
—Ése sí que será el peor momento —dijo Gunvald Larsson.
—Pero esa otra cuestión es más importante —insistió Möller—, Yo he hecho una proposición formal y habéis contestado que no sin ninguna razón.
—Te podemos proporcionar varias razones —dijo Martin Beck—, No hay ningún inconveniente.
Miró a Gunvald Larsson, y éste dijo:
—En primer lugar, tus ideas chocan de frente contra nuestra concepción del derecho de manifestación. Manifestarse es perfectamente legal.
—Si se hace pacíficamente, sí.
—En la mayor parte de las manifestaciones que no han resultado pacíficas, ha sido porque la violencia la ha provocado la propia policía. En varias ocasiones, la policía ha sido la única que se ha conducido con violencia.
—Eso no es verdad —protestó Möller con la calma aparente del embustero.
«Tenía que haber sido político», pensó Martin Beck.
—Habíamos pensado que esta vez no fuera así —dijo Martin Beck—. Y tu plan tiene otro punto básico erróneo.
—¿Sí? ¿Cuál?
—El tratado de cooperación entre los estados nórdicos contempla entre otras cosas el derecho de los ciudadanos de los diversos estados a moverse con toda libertad por Escandinavia. Este derecho forma parte de la libertad de circular sin pasaporte. Impedir que un grupo de manifestantes de Dinamarca, por ejemplo, entren en el país atenta contra la cooperación nórdica y es una transgresión de la convención del Consejo Nórdico. Probablemente no hará falta que te recuerde que Suecia ha firmado esa convención.
—Cooperación escandinava... ¡bah! —exclamó Möller—. Y luego construimos una central nuclear que está prácticamente tocando a Copenhague, sin consultar a los daneses. La semana pasada estuve allí para comprobar que, desde la estación Sur de Nordhav, se puede ver la central de Barsebäck con todo detalle sin ayuda de prismáticos.
—¿Y eso te parece mal? —preguntó Gunvald Larsson con calma.
—No es asunto mío tener opinión sobre este particular —replicó el jefe del servicio secreto—; sólo se me ha ocurrido citarlo después de oír a Beck invocar la cooperación escandinava.
Se levantó y se situó delante de Martin Beck; su barriga casi le tocaba.
—¿O sea que contestáis que no? Es la última vez que lo pregunto.