Los terroristas (42 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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—¿Habías disparado antes con él?

—No, nunca. En realidad no estaba segura de que funcionase. Es que es muy viejo, me parece.

—Sí —dijo Martin Beck—, por lo menos tiene ochenta años.

Martin Beck no sentía un interés especial por las armas y no sabía del tema más de lo necesario. Si Kollberg hubiera estado allí, habría podido explicarles que se trataba de una Harrington and Richardson 32, de acción simple, modelo 1885; también hubiera podido identificar la munición como bala de plomo descubierta en casquillo de latón y baja carga, de la marca Remington, fabricada en el año 1905.

—¿Cómo te las arreglaste para que no te descubrieran? La policía cerró todo Riddarholmen y vigilaron a todos los que entraron.

—Yo sabía que el primer ministro iría allí en co..., en co..., no sé cómo le llaman.

—Comitiva —dijo Martin Beck—; es como una procesión, pero en este caso de coches, uno detrás del otro.

—Sí, junto con ese americano; y leí en el periódico adonde pensaban ir y qué iban a hacer, y pensé que lo mejor era la iglesia. Anoche entré y me escondí; entonces me quedé toda la noche y durante el día hasta que llegaron. No fue difícil esconderse, y me llevé leche por si tenía hambre o sed. En la iglesia entró gente; a lo mejor eran policías, pero no me vieron.

«Los gilipollas escogidos», pensó Martin Beck. Naturalmente, ésos no la vieron.

—¿Eso es todo lo que has comido en todo un día y una noche? —dijo él—. ¿De verdad no quieres comer nada?

—No, gracias, no tengo hambre. Yo no necesito demasiada comida. La mayor parte de la gente de este país come demasiado. Además, tengo dátiles en la bolsa, por si me entra hambre.

—Está bien, pues sólo tienes que decirlo, si necesitas algo.

—Gracias —dijo Rebecka amablemente.

—Me imagino que tampoco has dormido mucho durante las últimas veinticuatro horas.

—No, no mucho; dormí en la iglesia, pero muy poco, quizá una hora como máximo; hacía mucho frío.

—No hace falta que hablemos mucho hoy —dijo Martin Beck—. Podemos continuar mañana, cuando hayas descansado. Si quieres, podemos darte algo para dormir más tarde.

—Yo no tomo nunca pastillas —dijo Rebecka.

—El tiempo se te debe de haber hecho muy largo, tantas horas metida en la iglesia. ¿Qué hacías mientras esperabas?

—Pensaba, sobre todo en Jim. ¡Es tan difícil creer que haya muerto! Pero en cierto modo yo ya sabía que no podría resistir la cárcel; no soportaba estar encerrado.

Hizo una pausa, y prosiguió con la voz agitada:

—Es un castigo inhumano, horrible y humillante. ¿Cómo puede haber gente que decida que otra gente haya de vivir encerrada? Todos deberían tener derecho a su propia vida y a su libertad.

—En una sociedad ha de haber leyes —dijo Martin Beck—. Y las leyes que hay, debemos seguirlas.

—Sí, quizá sí, pero entonces los que hacen las leyes... ¿qué pasa, que son mejores y más listos que los otros? Yo, al menos, no lo creo así. El no había hecho nada malo, nada de nada. Y aun así, habían de castigarle; igualmente hubieran podido condenarle a muerte.

—Jim fue juzgado según las leyes de su país...

—A él le juzgaron aquí —interrumpió Rebecka y se adelantó en su silla—; cuando le engañaron para que regresase a casa y le dijeron que no le castigarían, entonces ya le estaban juzgando. No diga otra cosa, porque a usted tampoco le creo.

Martin Beck tampoco dijo nada. Rebecka se volvió a apoyar en el respaldo de la silla y se apartó los cabellos que le colgaban sobre la mejilla. Él esperó a ver si continuaba hablando, porque precisamente en aquel momento no quería interrumpir su hilo discursivo haciéndole preguntas, o intercalando comentarios. Tras unos minutos, ella dijo:

—Antes he dicho que me decidí a matar al primer ministro en cuanto me enteré de la muerte de Jim; esto es verdad, pero a lo mejor pensé ya antes en eso, ahora no estoy muy segura.

—Pero has dicho que hasta ayer no recordaste tener un revólver.

Rebecka arrugó la frente y contestó:

—Es cierto, no me di cuenta hasta ayer.

—Si hubieras pensado en dispararle antes, también hubieras recordado antes que tenías ese revólver.

Ella asintió.

—Sí, quizá —admitió—, no lo sé; sólo sé que ahora que Jim está muerto no hay nada que tenga importancia. Lo único que significa algo para mí es Camilla; la quiero, pero ahora no tengo posibilidad de darle nada más que cariño. Si ha de crecer y vivir en esta sociedad, será mejor que vaya aprendiendo cómo se vive aquí, eso es algo que yo no le podré enseñar nunca. He intentado verlo así: que será más feliz si sabe vivir según las reglas y las leyes, y los conceptos que son válidos en este país. Además, nunca me ha parecido que el hecho de parir a una criatura autorizara a nadie a poseerla. En el mejor de los casos, se hará fuerte para poder decidir sobre su propia vida cuando sea mayor.

Rebecka lanzó una mirada de reto a Martin Beck y prosiguió:

—Usted, naturalmente, piensa que yo soy infantil e irresponsable, pero la verdad es que he pensado mucho en todas estas cosas.

—Y yo te creo —dijo Martin Beck—, No creo que seas infantil ni que seas irresponsable, al contrario; tú pareces tener mayor sentido de la responsabilidad que la mayor parte de la gente de tu edad. Además, eres sincera, y eso tampoco es nada frecuente.

—No —dijo Rebecka—, todos mienten. Es triste vivir es un mundo en el que los unos mienten a los otros y nada más. Y todos creen que deben mentir para arreglárselas en esta vida, y aquellos que se supone que tienen más que decir y que tienen que explicarles a los demás lo que han de hacer y lo que no han de hacer, ésos son los que más mienten, y todo el mundo se queda tan fresco. ¿Cómo puede una persona, que es un cabezota y un embustero, estar ahí y decidir los destinos de una nación entera? Porque eso es lo que era él, un podrido embustero. No es porque piense que el que vaya a estar de jefe en su lugar vaya a ser mejor que él, no soy tan tonta, pero me gustaría demostrarles a todos esos que gobiernan y deciden que no pueden engañar a todo el mundo y eternamente. Yo creo que hay muchas personas que saben muy bien que les están engañando y mintiendo, pero la mayoría son demasiado cobardes o demasiado comodones para decir algo. Protestar y quejarse no sirve para nada; los que tienen el poder se cagan en todo esto, sólo se preocupan de su propia importancia, y les importa un solemne bledo lo que les pase a las personas corrientes. Por eso le disparé, para que a lo mejor les entre miedo y entiendan que la gente no es tan simple como ellos se imaginan. Se cagan en lo que la gente necesite, y se cagan en las quejas y en los jaleos que se arman cuando no te dan ninguna ayuda, y en lo único que no se cagan es en sus propias vidas, pero yo...

Sonó el teléfono y la interrumpió. Martin Beck se arrepintió de no haber dado orden de que no le pasaran llamadas; aquello de que Rebecka se mostrara tan locuaz no era habitual en ella, pues las veces que la había visto siempre había estado triste y callada.

Descolgó el teléfono; de la centralita le comunicaban que continuaban intentando dar con el abogado Braxén, aunque sin ningún resultado hasta el momento.

Martin Beck colgó, y en el mismo instante golpearon la puerta y Hedobald Braxén entró en la habitación.

—Buenos días —le dijo a Martin Beck, y se dirigió directamente hacia Rebecka.

—¡Sí, eres tú, Roberta! Oí por la radio que le habían disparado al primer ministro, y por la descripción que dieron del... digamos del agresor, comprendí de quién se trataba y me apresuré a venir.

—Buenos días —dijo Rebecka.

—Le hemos estado buscando —dijo Martin Beck.

—He estado en casa de un cliente —explicó el Trueno—, un hombre interesantísimo, por cierto extraordinariamente culto y metido en un montón de asuntos fascinantes. Su padre, por cierto, fue un destacado experto en tapices flamencos en su época. Allí fue donde oí las noticias de la radio.

Braxén iba vestido con un abrigo jaspeado de verde y amarillo que se ensanchaba sobre su prominente barriga. Se lo quitó y lo dejó colgado en una silla; colocó su portafolios sobre el escritorio y vio el revólver.

—Mmmm —dijo—, no está mal, acertar con uno de éstos es difícil; me acuerdo de una ocasión, me parece que fue antes de estallar la guerra, en un juicio en el que participaban dos hermanos gemelos y había una pistola como ésta. ¿Han terminado ya, para que Roberta y yo podamos...?

—Rebecka —dijo Martin Beck.

—Naturalmente, ¿puedo hablar un momento con Rebecka?

El Trueno rebuscó en su portafolios y sacó una vieja cigarrera de latón, la abrió y extrajo de ella una colilla de puro medio deshecha a mordiscos.

Martin Beck creyó que para Rebecka sería mejor quedarse sola con el Trueno un rato. La multitud de asociaciones de ideas y de elucubraciones sería indudablemente menor si el Trueno sólo tenía a Rebecka de oyente. Además, tenía que llenar varios folios y protocolos e informes con todas las informaciones sobre Rebecka, y para eso se las podía arreglar bastante bien sin su ayuda. Se levantó de su silla detrás del escritorio y dijo:

—A su disposición. Volveré dentro de un rato.

Mientras se dirigía hacia la puerta, oyó al Trueno que decía:

—Bueno, pequeña Rebecka, has dado un mal paso, pero vamos a tratar de arreglarlo. ¡Arriba esa cabeza! Recuerdo que una vez una chica de tu edad, era en Kristianstad, en la primavera del cuarenta y seis, por cierto el mismo año en que...

Martin Beck cerró la puerta tras de sí y suspiró.

25

Martin Beck había acertado en sus pronósticos cuando le dijo al director general de la policía que el riesgo de nuevos atentados contra el senador era mínimo. Uno de los principios de ULAG era golpear con rapidez y procurar desaparecer sin dejar rastro. Repetir un intento de atentado para dar mejor en el blanco era algo totalmente impensable para ellos.

En el apartamento de la calle Kapell, en Huvudsta, Levallois empezaba a hacer su equipaje; creía que sus posibilidades de salir sin problemas del país eran bastante buenas, siempre que lo hiciera con rapidez. Para él, era suficiente poder llegar a Dinamarca para sentirse relativamente seguro. El francés no pensó demasiado en lo que había ocurrido, pues su carácter no era de ese estilo.

Para Reinhard Heydt, la situación era muy diferente. Por un lado, sus señas físicas eran conocidas, y por otro lado estaba más o menos acosado.

En el apartamento hacía calor, y se había tumbado de espaldas en la cama, con la ropa interior puesta; se acababa de duchar. No había empezado todavía a plantearse en serio cómo y cuándo debería abandonar el país. Probablemente podría quedarse allí echado y pensando mucho tiempo, mientras esperaba la ocasión propicia para desaparecer.

Los dos japoneses tenían instrucciones parecidas. Tenían que quedarse en el apartamento de las cinco habitaciones de Södermalm hasta que lo pudieran abandonar sin correr ningún riesgo, es decir, hasta que la policía se hubiera cansado de buscarlos y cuando la vida del país volviera a la normalidad. Al igual que Heydt, habían hecho acopio de conservas suficientes para alimentarse durante más de un mes. La diferencia consistía tan sólo en que Heydt probablemente sólo hubiera sobrevivido un par de días comiendo lo que comían los japoneses. En caso de haberse quedado con ellos, lo más probable habría sido que se hubiera dejado morir de hambre, pero el surtido de que disponía en su nevera y en la despensa era de otro tipo y sería suficiente para una sola persona, incluso aunque se tuviera que quedar necesariamente todo un año.

En aquel momento sólo pensaba en una cosa: ¿cómo había podido fallar? Ya en los campos de entrenamiento, se le había imbuido la idea de que en adelante había que contar con sorpresas y con pérdidas de vidas, pero también se le decía que ULAG se distinguía por no fallar ningún golpe y por no tener ningún muerto entre sus agentes.

Pero aun así... Levallois estaba seguro de que la bomba había estallado, y él no acostumbraba a equivocarse. Y la posibilidad de que los dos japoneses la hubieran colocado en un lugar equivocado parecía descartada.

Reinhard Heydt estaba acostumbrado a hacer cálculos correctos y a resolver incluso problemas complicados. No llevaba más de veinte minutos tumbado en la cama, cuando creyó saber qué había ocurrido; se levantó y entró en la habitación del control operativo. Levallois ya había empaquetado su reducido equipaje y se estaba poniendo la gabardina.

—Ahora entiendo cómo ocurrió —dijo Heydt.

El francés le miró interrogante.

—Simplemente, nos engañaron; la radio y la televisión no retransmitían en directo; trabajaban con un retraso de una media hora y, cuando actuamos nosotros, el cortejo ya había pasado.

—Mmmm —dijo Levallois—, parece bastante lógico.

—Y esto explica por qué la policía mantuvo su radio en silencio. La radio de la policía se calló en el momento de empezar la retransmisión por televisión y por radio.

El francés sonrió.

—¡Muy listos! —exclamó—. Hay que admitirlo.

—La típica infravaloración de la policía —dijo Heydt—. Por lo visto, no todos son idiotas.

Levallois miró a su alrededor.

—Sí, pero qué le vamos a hacer. Yo me voy.

—Puedes coger el coche —dijo Heydt—; yo no puedo utilizarlo para nada.

El francés recapacitó. A aquellas horas, probablemente todo el país, y en especial los alrededores de Estocolmo, estarían vigilados por la policía, y, a pesar de que el vehículo no podía relacionarse con los hechos, no dejaba de implicar un riesgo.

—No —contestó—, cogeré el tren. Adiós.

—Adiós —dijo Heydt—, hasta la vista.

—Eso espero.

Levallois había hecho bien sus planes; llegó sin novedad a Ängelholm a la mañana siguiente, y desde allí tomó el autobús para Torekov.

El barco pesquero estaba, tal como se había convenido, en el puerto. Subió en seguida a bordo, pero no zarparon hasta el anochecer.

Al día siguiente, a media mañana, estaba en Copenhague y más o menos seguro.

A pesar de que casi no entendía el danés, las portadas de los periódicos le sorprendieron, y se impacientó esperando la hora en que pudiera encontrar
France-Soir
en alguno de los kioscos del gran vestíbulo de la estación central.

Reinhard Heydt continuaba echado en la cama, con las manos entrelazadas debajo de la nuca. Escuchaba apáticamente la radio mientras meditaba sobre su primer gran fracaso. Alguien le había logrado engañar, a pesar de que los preparativos se habían hecho a la perfección.

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