Los terroristas (19 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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—Mi impresión es que el tipo estuvo escuchando la radio o viendo la televisión, porque la visita la retransmitieron en directo por los dos medios; es lo que suelen hacer en todos los países cuando pasa algo especial.

—Lo que también me sorprendió fue que ULAG hiciera unas declaraciones tan de prisa, atribuyéndose el atentado, y que las hiciera por una emisora francesa.

—En realidad, la declaración se oyó en una emisión en habla francesa procedente de las Antillas, y desde allí se captaba la emisión a partir de otra fuente que no se pudo localizar. Igual pudo ser desde un avión o desde un barco.

—Hum —rezongó Martin Beck—, me parece que más valdrá contar con ULAG.

—Sí —dijo Gunvald Larsson—, eso parece. He estado intentando pensar en sus procedimientos, y no creo que puedan establecerse normas de ninguna clase. Eso sí, sabemos algunas cosas sobre ellos, siempre atentan contra figuras políticas muy conocidas, y, hasta la fecha, cada vez ha sido cuando la persona en cuestión hacía algo fuera de lo normal o muy espectacular, preferentemente durante visitas oficiales y cosas así; o sea que en esta ocasión todo parece apuntar a que podemos esperar alguna acción por su parte.

—¿Qué hacemos con la prevención? —quiso saber Möller—. ¿Hemos de encerrar a todos los alborotadores que tengan la foto de Mao colgada en la pared de su casa?

Martin Beck se rió, recordando algo muy suyo, y, naturalmente, nadie comprendió de qué se reía.

—No —dijo Gunvald Larsson—, todos los que lo deseen podrán salir a manifestarse.

—No tienes ni idea de lo que estás diciendo —replicó el jefe local, que se había formado como policía de orden público, y prosiguió—: En este caso tendríamos que traer por la fuerza a cada uno de los policías del país. Cuando McNamara tenía que ir a Copenhague hace unos años, simplemente no se atrevió a hacerlo cuando le dijeron la cantidad de manifestaciones que se esperaban; y cuando Reagan estaba en Dinamarca comiendo en el yate real, hace dos años, ni siquiera se publicó en los periódicos; estaba allí en visita privada y no quiso que ese hiciera ninguna publicidad, eso lo dijo él mismo. Imaginaos, Reagan...

—Si yo estuviera libre ese día, seguro que me iba a manifestar contra ese cabrón —dijo Gunvald Larsson—; ese tipo es mucho peor que Reagan.

Todos le miraron con desconfianza y una cierta seriedad, excepto Martin Beck, que parecía sumido en sus propios pensamientos. Todos, también excepto Martin Beck, pensaron: «¿Es ése el hombre adecuado en el lugar adecuado?».

El director general de la policía pensó después que Gunvald Larsson le había parecido un tipo divertido y que aquello sería probablemente una de sus bromas, y dijo:

—Ha sido una reunión muy interesante y creo que estamos en el buen camino. Gracias a todos.

Martin Beck ya había terminado de pensar. Se volvió hacia Eric Möller y dijo:

—He recibido ese encargo y lo acepto, lo cual quiere decir que debes atenerte a mis directrices; una de ellas es que te abstengas de atentar contra la libertad de personas que tengan ideas distintas de las tuyas, excepto cuando se trate de acusaciones realmente peligrosas, y después de que los demás, yo el primero, hayamos dado el visto bueno. Tienes una misión importante, que es la protección cuerpo a cuerpo, y es en lo primero que tienes que pensar. También quiero que recuerdes que tenemos derecho de libre manifestación y que te prohíbo hacer provocaciones y emplear la violencia sin necesidad. Has de recordar que es indispensable manejar bien las manifestaciones y debes colaborar con el jefe local de la policía y el jefe de la sección de orden público en esta cuestión. Además, todos los planes me corresponden a mí.

—Pero, ¿y todas las fuerzas subversivas del país? ¿Tengo que olvidarme de ellas?

—En mi opinión, las fuerzas subversivas son un producto de tu fantasía y de tus deseos. Tienes una misión importante, que es proteger al senador. Las manifestaciones son inevitables, pero no deben sofocarse con violencia. Si las fuerzas de orden público reciben las instrucciones adecuadas, no habrá complicaciones. Yo tomaré parte en todos tus planes. Puedes disponer de tus ochocientos espías como quieras, siempre que se haga todo legalmente, ¿lo has comprendido?

—Comprendido —respondió Möller—, pero tú sabes que hay instancias superiores a las que puedo dirigirme si lo juzgo pertinente.

Martin Beck no le contestó.

El jefe local de la policía se dirigió al espejo y se dedicó a enderezar su corbata blanca.

—Señores —dijo el director general—, la reunión ha terminado y tiene que empezar el trabajo de campo. Deposito mi confianza en todos vosotros.

Con eso terminó la reunión.

A la salida, Gunvald Larsson dijo a Malm:

—La próxima vez haz la prueba de contarle aquello de la verga de colores, a ver si tienes suerte.

Martin Beck les miró a ambos, con la expresión del que no entiende nada en absoluto.

Algo más tarde, aquel mismo día, Eric Möller fue en busca de Martin Beck, cosa que no había ocurrido jamás.

Martin Beck estaba todavía en la calle Kungsholm, aunque en realidad hubiera tenido que estar en su despacho de la central de Västberga, o en Rotebro o en Djursholm, porque estaba dispuesto a terminar con el asesinato de Petrus antes de que la nueva misión le ocupase demasiado tiempo, y todavía no había logrado confiar en la capacidad de Skacke como en su día confiara en la de Kollberg, para analizar fríamente un asesinato premeditado, con todas sus implicaciones sociales y psicológicas. Lennart Kollberg había sido un investigador criminal fuera de lo corriente, sistemático y rico en ideas, y Martin Beck pensaba a menudo que Kollberg había sido muy superior a él en muchos aspectos.

No había nada de malo en la ambición de Skacke y en sus energías, pero nunca había demostrado una agudeza deslumbrante, y probablemente jamás llegaría a hacerlo. Claro que era posible que evolucionase, dada su relativa juventud; hacía poco que había cumplido treinta y cinco años y ya había mostrado su admirable voluntad y que no conocía el miedo, pero Martin Beck todavía tendría que esperar largo tiempo para poder dejar en sus manos una investigación difícil. Por otro lado, Benny Skacke y Aasa Torell formaban un buen equipo y podían llevar la cosa adelante, si la directiva de Märsta-Pärsta no les abandonaba.

Aparte de todo esto, pronto tendría que trasladar a Skacke al comando de protección que se estaba formando, por lo que la comisión nacional de homicidios quedaría temporalmente debilitada. Él estaba preparado para hacer tranquilamente dos trabajos a la vez, pero dudaba de la capacidad de Benny Skacke.

Por su parte, el trabajo en paralelo ya había empezado. Se acababa de discutir qué locales utilizarían como central de órdenes, cuartel general del comando, como Stig Malm lo denominaba marcialmente.

Estaba estudiando la composición de la escolta con Gunvald Larsson, mientras pensaba en la mansión de Djursholm, cuando se oyeron unos golpecitos en la puerta y entró Möller, más colorado y barrigudo que nunca.

Lanzó una mirada inexpresiva a Gunvald Larsson, se volvió hacia Martin Beck y le dijo con su voz y tono normales:

—Supongo que has estudiado cómo debe ser la escolta.

—¿Tienes micrófonos escondidos aquí dentro, también? —replicó Gunvald Larsson.

Möller ignoró totalmente a su adversario. No había forma de provocarle. De lo contrario, tal vez no hubiera llegado a ser el jefe de la SÄPO.

—Pues tengo una idea —dijo.

—¿Ah, sí? —exclamó Gunvald Larsson—. ¿De veras?

—Parte de la base de que el senador, supongo, irá en el coche
limousine
blindado —dijo Möller.

Se volvió hacia Martin Beck.

—Sí.

—En ese caso, mi idea es que vaya otro en ese coche, y que el senador vaya en un vehículo poco llamativo, por ejemplo en un coche de la policía, al final de la cola.

—¿Quién sería ese otro? —preguntó Gunvald Larsson.

Möller se encogió de hombros y respondió:

—Psé, cualquiera.

—¡Típico! —dijo Gunvald Larsson—. ¿Es posible que seas tan condenadamente cínico...?

Martin Beck advirtió que Gunvald Larsson empezaba a enfadarse en serio y le interrumpió rápidamente.

—La idea no es nueva, se ha aplicado en algunas ocasiones, a veces con buenos resultados y otras veces sin fortuna. En este caso es un claro inconveniente. Primero subirá el senador al coche blindado, y después habrá la televisión, que mostrará quién sube al coche.

—Hay muchos trucos —dijo Möller.

—Ya lo sabemos —admitió Martin Beck—, pero no nos interesan los trucos.

—¡Está bien! —exclamó el jefe de la SÄPO—. Adiós, pues.

Y se marchó.

Los colores de la cara de Gunvald Larsson recuperaron poco a poco la normalidad.

—¡Trucos! —rezongó—. ¡Joder!

—No sirve de nada meterse con Möller —dijo Martin Beck—. No reacciona en ningún sentido y es como echar agua en un cesto de mimbre. Bueno, ahora tengo que marcharme a Västberga.

9

Pasaron los días y las semanas, y el verano, tan largamente esperado, se veía ya amenazado nada más empezar por la proximidad del otoño.

Era todavía julio, el punto central del verano, con días fríos y lluviosos, y sólo algún que otro día soleado.

Martin Beck no tenía tiempo para preocuparse por el tiempo. Estaba muy ocupado, y algunos días apenas salía de las cuatro paredes de su despacho. A menudo se quedaba hasta bastante tarde, cuando la central de policía permanecía en silencio y prácticamente deshabitada; no siempre lo hacía porque fuera necesario, sino porque sencillamente no le apetecía volver a casa, o porque quería pensar en algo que no había podido meditar suficientemente a lo largo de un día agitado salpicado de conversaciones telefónicas y de visitas.

Rhea se había tomado tres semanas de vacaciones y se había ido a Dinamarca con sus hijos, pues allí vivía su padre, que se había vuelto a casar y tenía a su vez otros hijos de su nueva unión, y una casa de verano en Tunö. Rhea, que se llevaba bien con su ex marido y con su nueva familia, solía pasar las vacaciones con ellos, y sus hijos se quedaban luego todo el tiempo que podían.

Martin Beck la echaba de menos, pero ella volvería al cabo de una semana, y él, mientras tanto, llenaba su existencia con el trabajo y con tranquilas veladas solitarias en su apartamento de la Ciudad Vieja.

El asesinato de Walter Petrus ocupaba gran parte de su tiempo y de sus pensamientos; estudiaba una y otra vez el extenso material de que disponía, procedente de diversos lugares, y constantemente le asaltaba el sentimiento de estar dando vueltas alrededor de los mismos puntos sin llegar a nada nuevo.

Más de un mes y medio después del crimen, eran fundamentalmente Benny Skacke y Aasa Torell los que se ocupaban del caso. Confiaba plenamente en su minuciosidad y exactitud, y les dejaba trabajar con una completa independencia.

La sección de estupefacientes había elaborado su informe tras un trabajo de investigación largo y concienzudo. Walter Petrus no había traficado en droga a gran escala, y no había nada que indicara que se hubiera dedicado a hacer de enlace. Probablemente, nunca tuvo gran cantidad de droga en casa, aunque siempre estuvo bien surtido de los productos más diversos.

Personalmente, no había sido un gran consumidor; alguna vez había fumado hachís o había tomado centraminas. En un cajón cerrado del escritorio de su casa se había hallado envoltorios de distintos productos extranjeros, pero nada indicaba que hubiera existido contrabando de grandes cantidades.

En el mercado de drogas de Estocolmo era bien conocido como cliente habitual, y fundamentalmente utilizaba los servicios de tres camellos diferentes para sus no muy abultadas compras. Siempre pagaba puntualmente y acudía periódicamente, dejando pasar largos intervalos, y nunca dio muestras de ansiedad o desesperación, que es lo que distingue a los auténticos drogadictos.

También habían interrogado a algunas chicas con experiencias similares a las de las que habían hablado con Aasa Torell. Todas habían sido invitadas a droga, pero sólo durante sus visitas al despacho, y nunca les había dado droga para llevarse.

Dos de las chicas tomaron parte en una de sus películas; no en una superproducción internacional con Charles Bronson como protagonista, sino en una película pornográfica de tema lesbiano. Ambas admitieron que durante la filmación habían estado bajo los efectos de la droga, de tal manera que no sabían lo que hacían.

—¡Vaya cerdo asqueroso! —había exclamado Aasa al leer el informe.

Aasa y Skacke habían estado en Djursholm y habían charlado con Chris Petrus de nuevo, y también con los dos hermanos que vivían en casa. El hijo más joven se encontraba todavía de viaje y no había dado señales de vida, a pesar de que la familia le había enviado un telegrama a su última dirección conocida y habían publicado un anuncio en la sección de avisos personales del
International Herald Tribune.

—No te apures, mamá, ya dirá algo cuando se le termine el dinero —dijo el hijo mayor en tono amargo.

Aasa había sostenido una conversación con la señora Pettersson, que únicamente había respondido con monosílabos; además, se trataba de una sirvienta al viejo estilo, y en las pocas palabras que dijo se notaba su fidelidad a toda prueba y el alto lugar que para ella ocupaban sus señores.

—Me entraron ganas de soltarle un discurso sobre la liberación de la mujer —había dicho después Aasa, hablando con Martin Beck—, o de llevármela a un mitin del Grupo Ocho.

Benny Skacke había hablado con Sture Hellström, el jardinero de Walter Petrus, de quien también era chófer; el hombre empleó tan pocas palabras como la criada en lo tocante a referirse a la familia Petrus, pero charló gustoso sobre su trabajo como jardinero.

Skacke empleó también bastante tiempo en Rotebro, que en realidad era la zona de Aasa. Ninguno de ellos sabía exactamente qué era lo que estaba haciendo, y un día, sentados en el despacho de Martin Beck y tomando café, Aasa dijo provocativa:

—¿No te habrás enamorado de Maud Lundin, verdad, Benny? Ten cuidado con ella, pues me parece una mujer peligrosa.

—Yo creo que es una mujer venal —respondió Skacke—, pero con quien he hablado mucho ha sido con un tipo de allí, el escultor, que vive justo enfrente. Hace cosas con desechos de hierro, realmente hermosas.

Aasa también había pasado largas horas sin decir adónde se dirigía ni dónde iba a estar. Por fin, Martin Beck le preguntó qué hacía.

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