Por fin, Sture Hellström se incorporó y miró a Martin Beck.
—La verdad es que no tengo ya demasiadas razones para vivir —dijo—. Estropeó a mi hija, y le odiaba con toda mi alma.
Se quedó un rato en silencio y se miró las manos; tenía las uñas estropeadas y endurecidas, con una raya negra de suciedad. Levantó la mirada y observó la lluvia que caía.
—Todavía le odio, aunque esté muerto —añadió.
Ya que Sture Hellström se había decidido a hablar por fin, a Martin Beck le bastó con añadir alguna que otra pregunta.
Contó que había decidido matar a Petrus en el viaje de regreso desde Copenhague. Su hija le había contado cómo la había tratado Petrus, y aquel relato le había impresionado fuertemente. Nunca había sabido lo que había ocurrido en realidad.
Cuando Kiki todavía iba a la escuela, Petrus la había llamado un día a su oficina; Kiki había tardado en atreverse a subir, pero cuando lo hizo Petrus le dijo que la encontraba encantadora y que tenía carisma, y le prometió que, de poderla lanzar en una película, todos sus sueños de gloria se verían realizados.
Ya en la primera visita le ofreció hachís. La chica había vuelto repetidas veces, y él empezó a ofrecerle en seguida anfetaminas y heroína. Al cabo de un tiempo, ella dependía totalmente de él, y aceptó hacer cualquier cosa en sus películas mientras le suministrase la droga.
Cuando terminó la escuela y se fue de casa, era ya una drogadicta y no le bastaba con lo que le daba Petrus. Empezó a convivir con otros drogadictos, pasaba el tiempo en antros rodeada de ellos, y empezó a prostituirse para conseguir dinero.
Por fin, se fue con un grupo de jóvenes a Copenhague y allí se quedó. Cuando su padre fue a buscarla le dijo que estaba irremediablemente colgada y que no pensaba hacer nada para remediarlo; necesitaba grandes dosis y tenía que trabajar a marchas forzadas para conseguir el cupo diario.
Él hizo todo lo que pudo para llevársela a casa, para hacerla someter a una cura de desintoxicación, pero ella le contestó que no tenía tantas ganas de vivir como para eso, y que pensaba continuar al mismo ritmo, hasta tomar la última cucharada, lo cual creía que iba a ocurrir bastante pronto.
En un primer momento, Sture Hellström se había reprochado a sí mismo esa situación, pero cuando pensó en lo simpática y espabilada que había sido su hija hasta que cayó en manos de Walter Petrus, empezó a ver que la culpa era totalmente de aquel hombre.
Sabía que Walter Petrus visitaba regularmente a Maud Lundin y decidió matarlo allí. Empezó a seguirle y pronto descubrió que a menudo se quedaba solo en la casa por las mañanas.
La noche del seis de junio, cuando sabía que Petrus iría a casa de Maud Lundin, tomó el tren hasta Rotebro, esperó en el garaje hasta que amaneció, entró en la casa y mató a Walter Petrus sin que éste tuviera tiempo de reaccionar. Eso era lo único que no le había satisfecho; con el arma de la que disponía se había visto obligado a sorprenderle, pero si hubiera tenido un arma de fuego, habría entrado, le habría amenazado y le habría explicado que le iba a matar y por qué.
Había abandonado la casa saliendo por la puerta trasera, había atravesado el campo, un bosquecillo y un jardín abandonado, y había salido a la carretera de Enköping. Luego había regresado a la estación, había tomado el tren hasta la estación central, luego había ido a la estación del Este y había regresado a casa en el tren de Djursholm. Eso era todo.
—Nunca creí que fuera capaz de matar a una persona —dijo Sture Hellström—, pero cuando vi a mi hija hundida hasta el máximo nivel de mierda en que una persona puede hundirse, y luego vi a aquel cerdo andar tan fresco y satisfecho por el mundo, tan satisfecho de sí mismo, entonces vi que no podía hacer otra cosa. Casi me alegré cuando decidí matarle.
—Pero eso no ayudó a su hija —dijo Martin Beck.
—No, nada puede ya ayudarla a estas alturas, ni a mí tampoco.
Sture Hellström permaneció un rato en silencio y luego dijo:
—Quizá estábamos marcados desde el principio, Kiki y yo, pero sigo pensando que hice lo que debía. Ahora, ya no podrá hacer daño a nadie más.
Martin Beck observaba a Sture Hellström. Parecía cansado, pero también muy tranquilo. Ninguno de los dos dijo nada. Por fin, Martin Beck detuvo la grabadora, que llevaba ya un rato runruneando, y se levantó.
—Bueno, vámonos —dijo.
Sture Hellström se levantó inmediatamente, y echó a andar, delante de Martin Beck, hacia la puerta.
A mediados de agosto, Rebecka Lind fue desahuciada de su piso en el Söder.
Era una casa vieja y mal conservada y la pensaban derribar para construir unas nuevas viviendas en su lugar, en las que los alquileres podrían ser tres veces más elevados, después de instalar toda clase de comodidades modernas y baratas, y decoraciones innecesarias y de bajísima calidad, pero de aspecto lujoso.
Al menos, así era como solía funcionar el mercado de la vivienda en Estocolmo, pero de eso sabía Rebecka Lind muy poco. Además, estaba realquilada, carecía de contrato y no podía recurrir como el resto de los inquilinos, ni solicitar una vivienda de iguales características, ni pedir tanda para habitar algún otro suburbio con alquileres monstruosos. Y aunque hubiera tenido contrato, no lo hubiera leído seguramente, ni se hubiera preocupado de saber cuáles eran sus derechos.
Tras el mes reglamentario de plazo, se marchó con su hijita y sus escuetas propiedades a casa de unos amigos, que le dejaron compartir un piso grande en una casa en el mismo barrio, igualmente deteriorada y sobre la que pesaba también amenaza de derribo.
Casualmente, había una habitación libre y podría disponer de ella durante un tiempo; estaba junto a la cocina, y era un cuartito de reducidas dimensiones que en su día había sido la habitación destinada al servicio.
Rebecka amuebló la habitación de la doncella con su colchón, un gran cesto de mimbre con la sábana, toallas y ropa, cuatro cajas de cerveza pintadas de rojo que hacían las veces de cajones, y la cama de Camilla, que Jim le había construido antes marcharse.
Debajo de la cama de Camilla, Rebecka metió una pequeña maleta de viaje que se había llevado de su casa al marcharse, y que nunca había abierto todavía. En ella tenía dibujos que había hecho en la escuela, fotografías, cartas y algunas chucherías metidas en una vieja bolsa bordada que había heredado de una tía abuela; también tenía un diario que le había regalado su madre al cumplir los quince años, pero en él había escrito pocas cosas: su última anotación tenía más de un año. Decía: «No sé muy bien si buscar un trabajo o si ir a la escuela. Para vivir en este mundo tan raro hace falta dinero, es lo malo que tiene. La mayoría sólo quieren dinero en vez de querer a sus semejantes, pero yo creo que un día despertarán a la realidad en lugar de vivir de ilusiones».
Rebecka estaba contenta de tener un techo bajo el que guarecerse y se lo pasaba bien entre sus amigos, en su pequeña habitación, que daba a un patio interior enorme, con dos grandes árboles que abrían sus verdes coronas hacia el cielo.
Seguía esperando que Jim diera alguna señal de vida. Cuando alguno de sus amigos le aconsejaba olvidarle, ya que a todas luces él la había dejado en la estacada, ella respondía con gran calma que le conocía lo suficiente como para no creer que la pudiera abandonar sin una sola explicación.
Ella sabía que algo tenía que haberle ocurrido, y su intranquilidad aumentaba cada día.
Justo ante de cometer su fatal intentona de pedir dinero prestado para viajar a América, había escrito a los padres de Jim, a la dirección que él le había dado, pero no había obtenido respuesta. Le había costado mucho redactar aquella carta, porque si bien el inglés que había aprendido en la escuela había mejorado bastante durante el año que vivieron juntos, todavía tenía grandes dificultades para deletrear correctamente.
Un día de enero, en que Jim fue a la embajada americana, le acompañó y le estuvo esperando afuera; aproximadamente un mes después del juicio en junio, volvió allí para pedir ayuda, pero cuando se hubo abierto camino a través de una horda de manifestantes que se habían reunido allí para protestar contra algo y que rodeaban la embajada, un policía la apartó violentamente. Se dio cuenta entonces de que toda la zona alrededor de la embajada se hallaba acordonada por la policía, y una chica entre los manifestantes le dijo que en la embajada se estaba celebrando una fiesta.
Ella no tenía ni idea de que se tratase de la fiesta nacional de listados Unidos, y tardó algún tiempo en intentar de nuevo entrar en la embajada, temerosa de que se volviese a celebrar allí una fiesta cuando ella fuese. A menudo se daban fiestas en las embajadas, eso lo había oído decir, y creía a pies juntillas que la misión principal de las embajadas era la de dar recepciones.
Aquella vez no había acordonamiento policial, tan sólo dos hombres de uniforme con radioteléfonos que circulaban de un lado a otro, al pie de la escalera de entrada.
Habló con un hombre de traje azul y gafas ahumadas, que se sentaba ante una mesa, en la entrada. Intentó explicarle su propósito, y, mientras escuchaba su titubeante inglés, empeorado por el nerviosismo, fue perdiendo su amable sonrisa poco a poco, hasta que por fin le comunicó que tenía que dirigirse a otro sitio con su problema, aunque no le dijo adónde.
Una noche, cuando Camilla ya se había dormido, se sentó sobre su colchón con las piernas cruzadas, y, utilizando una de las cajas de cerveza a modo de escritorio, escribió una carta a los padres de Jim.
Procurando hacer buena letra, escribió:
«Queridos señor y señora Cosgrave:
«Desde que Jim nos dejó a su hija y a mí en enero no he sabido nada más de él, y de eso ya hace cinco meses. ¿Saben ustedes dónde se encuentra? Estoy muy preocupada por él y sería muy amable de su parte si me escribieran una carta en caso de que sepan qué le ha ocurrido. Sé que si él hubiese podido me habría escrito, porque es un chico muy bueno y nos quiere mucho a mí y a nuestra hija. Ella acaba de cumplir seis meses y es una niña preciosa. Por favor, señor y señora Cosgrave, escríbanme explicándome qué le ha ocurrido a Jim.
»Muy agradecida de antemano, reciban un afectuoso saludo de
Rebecka Lind».
Un amigo le había dado un sobre para correo aéreo y, cuando lo hubo cerrado, escribió con mucho cuidado su dirección en el dorso. Para estar más segura, al día siguiente fue a la oficina de correos a franquear la carta. Luego, no quedaba sino continuar esperando.
A Rebecka no le gustaba vivir en la ciudad. Siempre había sentido el anhelo de vivir en el campo. Quería vivir una vida sencilla y sana, cerca de la naturaleza, a ser posible rodeada de un montón de animales y de niños. Se sentía en un tiempo y en un lugar inadecuados. De vez en cuando pensaba en lo absurdo que resultaba el hecho de que, mientras en el pasado eran los pobres y los que trabajaban duramente los que habitaban el campo, en su época casi fueran sólo los ricos y los potentados quienes se afincaban en el campo. Las viejas granjas se convertían en fincas de veraneo irreconocibles, para la gente refinada. Las cabañas de pescadores y las barracas para soldados eran casitas de fin de semana, elegantes y pintorescas, para empresarios cansadísimos, políticos, médicos y abogados. Muchos de los más agrestes e incontaminados lugares de la campiña se convertían en campos de golf, con edificios lujosos para albergar las reuniones de sus exquisitos socios. Se construían aeropuertos y centrales nucleares en espacios que debieran estar reservados a la conservación de la naturaleza. Y, para tender autopistas, se estropeaban grandes extensiones de la mejor tierra de labranza.
A menudo, cuando Rebecka deambulaba por las calles pensando en estas cosas, le entraban ganas de meterse en una autopista, parar el tráfico y decirles a todas las personas que encontrase que hicieran el favor de darse cuenta de la locura que estaban cometiendo entre todos. Andando por las calles, envuelta en el humo de los escapes de los coches, y con el cuerpo caliente de Camilla contra el suyo, tenía serias dudas sobre el mundo en el que tendría que desenvolverse su hija.
Rebecka había logrado conservar un pequeño pedazo de tierra en el terreno en el que había vivido una temporada. Estaba en Eriksdalslunden, no muy lejos de su nueva y casual vivienda. Cada mañana iba allí, y cuidaba su pequeño jardín y cultivaba las verduras que creía que serían buenas para Camilla. Había aprendido bastante sobre alimentación biodinámica y macrobiótica, y la complacía poderse procurar la mayor parte de los alimentos que ella y su hija necesitaban.
Cuando hacía buen tiempo pasaba ratos en Eriksdalslunden con Camilla, que jugueteaba en la hierba, mientras ella pensaba en Jim y se preguntaba a quién tendría que acudir para que le dieran razón de su paradero.
Era casi el otoño y se acercaba el día en que llegaría la persona que tenía contratada la habitación de antemano, y ella tendría que abandonarla. No sabía adónde podría ir, pero confiaba en que alguno de sus amigos pudiera darle cobijo.
Un par de días antes de que tuviera que marcharse, llegó la respuesta a su carta a los padres de Jim.
La madre de Jim le escribía que, poco tiempo atrás, se habían ido a vivir a otro estado, muy lejos de donde habían vivido antes. A Jim no le habían aplicado el castigo simbólico que le habían prometido, sino que le habían condenado a cuatro años de cárcel por deserción. No tenían ninguna posibilidad de visitarle porque la distancia era demasiado grande hasta el estado donde se encontraba, pero podían escribirle. Suponían que en la cárcel se censuraban las cartas y que por esa razón no habían recibido ninguna por respuesta. Decía también que ella misma podía intentar escribirle, pero que no podría estar segura de que la carta llegase a sus manos. Ellos no podían hacer nada ni para ayudarle a él, ni para ayudarla a ella o a la niña, porque el padre de Jim estaba muy enfermo y necesitaba unos cuidados muy costosos.
Rebecka leyó la carta minuciosamente varias veces, pero la única palabra que le llegó hasta el fondo del alma fue «cuatro años de cárcel».
Camilla dormía sobre el colchón en el suelo; se echó a su lado, se acurrucó lo más cerca posible de su hija y lloró.
Rebecka no durmió aquella noche; sólo cuando ya amanecía pudo dormir un poco.
Cuando un rato después la despertó Camilla, de repente le vino a la mente con gran claridad quién era la persona a la que tenía que acudir en demanda de ayuda.