Haviland Tuf había estado en muchas culturas durante sus viajes y, a su juicio, la cultura de S'uthlam no era inferior a ninguna de las que había visto. El planeta estaba lleno de variedad y asombrosas posibilidades, y su riqueza era tal que hacía pensar al mismo tiempo en la vitalidad y en la decadencia. S'uthlam era un mundo cosmopolita, perfectamente insertado en la red que unía una estrella con otra, y saqueaba a su capricho la música, el drama y los sensoria importados de otros planetas. Utilizaba esos constantes estímulos para transformar incesantemente su propia matriz cultural. La ciudad ofrecía más variedades de diversión y entretenimiento de lo que Tuf había encontrado antes en un solo lugar. Si un turista deseara experimentarlos todos, tendría que estar ocupado durante varios años.
A lo largo de sus años como viajero, Tuf había visto la avanzada ciencia y la magia tecnológica de Avalon y Newholme, Tober-en-el-Velo, Viejo Poseidón, Baldur, Aracne y una docena de planetas más que marcaban la primera línea del progreso humano. La tecnología que veía ahora en S'uthlam rivalizaba con cualquiera de ellas. Para empezar, el ascensor orbital ya era una hazaña impresionante. Se suponía que la Vieja Tierra había construido obras semejantes en los lejanos días anteriores al Derrumbe y Newholme había erigido uno en el pasado, solamente para verlo caer durante la guerra. Pero, en ningún otro lugar había presenciado Tuf una obra de ingeniería tan colosal, ni siquiera en la mismísima Avalon, donde se había estudiado la posibilidad de ascensores como ése y habían terminado por rechazarse debido a razones económicas. Y tanto las aceras móviles como los tubotrenes o las factorías eran modernos y eficientes. Hasta el gobierno parecía funcionar.
S'uthlam era un mundo de maravillas. Haviland Tuf lo observó y viajó por él y examinó sus maravillas durante tres días antes de volver a su habitación pequeña e incómoda, aunque de primera clase, en el piso número setenta y nueve de una torre hotelera. Cuando estuvo allí, hizo venir al encargado.
—Deseo hacer los arreglos precisos para volver de inmediato a mi nave —dijo, sentado en la estrecha cama que había hecho brotar de la pared, ya que las sillas le resultaban incómodas y demasiado pequeñas. Luego cruzó plácidamente sus grandes y pálidas manos sobre su vientre.
El encargado, un hombrecillo que apenas si tendría la mitad de la talla de Tuf, pareció algo preocupado.
—Tenía entendido que su estancia iba a prolongarse durante diez días más —dijo.
—Correcto —replicó Tuf—. Sin embargo, en la misma naturaleza de todo plan ya entra su mutabilidad. Deseo volver a mi nave en órbita tan pronto como sea posible. Le guardaría una extremada gratitud si se encargara de todos los trámites, señor.
—¡Hay tanto que aún no ha visto!
—Ciertamente. Con todo, pienso que lo visto hasta ahora, aunque tomado como muestra representativa de todo un planeta puede resultar pequeña, ya es suficiente.
—¿No le gusta S'uthlam?
—Padece de un exceso de s'uthlameses —replicó Haviland Tuf—. Podría mencionar también algunos otros defectos. —Alzó un dedo tan largo como lechoso. La comida es nauseabunda y en su mayor parte ha sido reciclada químicamente a partir de una materia prima básicamente desagradable y repleta de colores tan lejos de lo normal como de lo agradable. Lo que es más, las raciones no son en lo más mínimo convincentes. Quizá pudiera arriesgarme a mencionar también la constante y molesta presencia de los reporteros. He aprendido a identificarles por las cámaras multifoco que llevan en el centro de la frente, igual que un tercer ojo. Puede que usted mismo los haya visto acechando en sus pasillos, en el sensorio o en el restaurante. Por lo que he podido calcular, me parece que su número asciende a la veintena.
—Usted es una celebridad —dijo el encargado—, una figura pública. Toda S'uthlam desea saber más sobre usted. Pero estoy seguro de que si su deseo era no conceder entrevistas, los fisgones no habrán osado entrometerse en su intimidad, ya que la ética de su profesión...
—No dudo de que la han observado al pie de la letra —concluyó Haviland Tuf—, tal y como debo admitir que han mantenido su distancia. Sin embargo, al volver cada noche a esta habitación francamente insuficiente, he visto los noticiarios y he sido acogido con escenas en las que figuraba yo mismo, contemplando la ciudad, comiendo alimentos que parecían de goma y visitando algunas atracciones típicas, por no hablar de ciertas entradas en instalaciones sanitarias. Debo confesar que la vanidad es uno de mis grandes defectos. Pero aún así, los atractivos de la fama no han tardado en marchitarse para mí. Lo que es más, casi todos los ángulos con que han sido grabadas dichas escenas me han parecido muy poco halagadores y el humor de los comentaristas de esos noticiarios me ha parecido rayano en lo ofensivo.
—Eso es fácil de resolver —dijo el encargado—. Tendría que haber acudido a mí antes de hoy. Podemos alquilarle un escudo de intimidad. Se abrocha el cinturón y si cualquier mirón se le acerca a menos de veinte metros el aparato se encargará de paralizar su tercer ojo y además le proporcionará una terrible jaqueca.
—Pero hay algo que no resulta tan fácil de solucionar —observó Tuf con el rostro impasible—. La absoluta falta de vida animal que he observado durante estos días.
—¿Alimañas? —dijo el anfitrión, aterrado—. ¿Está preocupado porque no tenemos alimañas?
—No todos los animales entran en esa categoría —dijo Haviland Tuf—. Hay muchos planetas en los cuales los pájaros, los perros y otras especies son animales domésticos, queridos y mimados. Por ejemplo, yo adoro a los gatos. Un mundo realmente civilizado siempre mantiene un lugar para los felinos. Pero, en S'uthlam, al parecer, el populacho no sabría distinguirlos de los piojos y de las sanguijuelas. Cuando hice los arreglos para mi visita a este mundo, la Maestre de Puerto Tolly Mune me aseguró que sus hombres se encargarían de mis gatos y acepté sus palabras al respecto. Sin embargo, dado que ningún nativo de este mundo se ha encontrado jamás ante ningún animal de una especie que no sea la humana, me parece que tengo razones para interrogarme sobre el tipo de cuidados que están recibiendo actualmente.
—Tenemos animales —protestó el encargado—. Están en las agrofactorías. Hay muchos animales, los he visto en las cintas.
—No lo pongo en duda —dijo Tuf—. Pese a todo, una cinta de un gato y un gato son dos cosas muy distintas y requieren un trato también distinto. Las cintas pueden guardarse en una estantería, pero los gatos no —levantó un dedo y apuntó con él al encargado—. Sin embargo, todo ello no es realmente asunto grave y entra en la categoría de las pequeñas quejas. El meollo del asunto, tal y como he mencionado antes, se encuentra más en el número de los s'uthlameses y no en sus maneras. Caballero, aquí hay demasiada gente. He recibido empujones desde que he llegado hasta hoy mismo.
En los establecimientos dedicados a la restauración, las mesas se encuentran demasiado cerca unas de otras, las sillas no bastan para contenerme y más de una vez algún desconocido se ha sentado junto a mí clavándome rudamente el codo en el estómago. Los asientos de los teatros y los sensorios resultan angostos e incómodos. Las aceras están repletas de gente, los pasillos se encuentran siempre atestados, los tubos rebosan. En todas partes hay gente que me toca sin mi permiso y sin mi consentimiento.
El encargado esgrimió una sonrisa profesional. —¡Ah, la humanidad! —dijo con súbita elocuencia—. ¡La gloria de S'uthlam! ¡Las masas que se agitan, el mar de rostros, el interminable desfile, el drama de la vida! ¿Hay acaso algo tan tonificante como el contacto con nuestro prójimo?
—Puede que no —dijo Haviland Tuf secamente—. Con todo, creo que ya me he tonificado lo suficiente. Aún más, permítame decir que el s'uthlamés medio es demasiado bajo para llegarme al hombro y por lo tanto se ha visto obligado u obligada a contactar con mis brazos, mis piernas o mi estómago.
La sonrisa del encargado se desvaneció. —Caballero, su actitud no me parece la más adecuada. Para apreciar bien nuestro mundo, debe aprender a verlo con los ojos de un s'uthlamés.
—No siento grandes deseos de ir caminando sobre mis rodillas —dijo Haviland Tuf.
—No se opondrá usted a la vida, ¿cierto?
—No, ciertamente —replicó Haviland Tuf—. La vida me parece infinitamente preferible a su alternativa. Sin embargo, y dadas mis experiencias, creo que todas las buenas cosas pueden ser llevadas hasta extremos desagradables y tal me parece ser el caso de S'uthlam —alzó una mano pidiendo silencio antes de que el encargado pudiera contestarle—. Siendo más preciso —prosiguió Tuf—, he llegado a sentir algo parecido a la fobia, aunque sin duda sea algo excesivo y precipitado, respecto a ciertos especímenes vivos con los que el azar me ha deparado encuentros durante mis viajes. Algunos de ellos han expresado una abierta hostilidad hacia mi persona, dirigiéndome epítetos claramente insultantes en cuanto a mi masa y mi talla.
—Bueno —dijo el encargado, ruborizándose—, lo siento pero usted... bueno, usted es bastante... quiero decir, bastante grande, y en S'uthlam no entra dentro de lo socialmente aceptable el... bueno, el exceso de peso.
—Caballero, el peso no es sino una función de la gravedad y, por lo tanto, resulta extremadamente dúctil. Lo que es más, no me siento dispuesto a concederle la más mínima autoridad para que emita juicios sobre mi peso, tanto si es para calificarlo de excesivo como de adecuado a la media o inferior a ella, dado que siempre estamos tratando con criterios subjetivos. La estética varía de un mundo a otro, al igual que los genotipos y la predisposición hereditaria. Caballero, me encuentro perfectamente satisfecho con mi masa actual y para volver al asunto que nos ocupa, deseo terminar mi estancia aquí mismo.
—Muy bien —dijo el encargado—. Le reservaré un pasaje en el primer tubotrén de mañana por la mañana.
—No me parece satisfactorio. Desearía marcharme de inmediato. He examinado los horarios y he descubierto que dentro de tres horas sale un tren.
—Está completo —le replicó con cierta sequedad el encargado—. En ése sólo quedan plazas de segunda y tercera clase.
—Lo soportaré tan bien como pueda —dijo Haviland Tuf—. No tengo la menor duda de que un contacto tan apretado, con tales cantidades de prójimo, me dejará altamente tonificado y revigorizado cuando abandone mi tren.
Tolly Mune flotaba, en el centro de su oficina, en la posición del loto, contemplando desde lo alto a Haviland Tufo.
Tenía una silla especial para las moscas y los gusanos de tierra que no estaban acostumbrados a la carencia de gravedad. No resultaba una silla demasiado cómoda, a decir verdad, pero estaba clavada en el suelo y poseía un arnés de red que mantenía a su ocupante en el sitio. Tuf había logrado instalarse en ella con una algo torpe dignidad y se había colocado el arnés, abrochándolo con el máximo cuidado, en tanto que ella se había puesto cómoda, aproximadamente a la altura de su cabeza. Un hombre del tamaño y estatura de Tuf no debía estar nada acostumbrado a tener que mirar hacia arriba en una conversación y Tolly Mune pensaba que con eso podía obtener cierta ventaja psicológica.
—Maestre de Puerto Mune —dijo Tuf, que no parecía en lo más mínimo incomodado por su posición respecto a ella—, debo protestar. Comprendo que las repetidas referencias que se han hecho de mi persona, calificándome de mosca, son meramente un efecto del pintoresco argot local y que no contienen ningún tipo de oprobio. Sin embargo, no puedo sino sentirme un tanto molesto ante lo que es un intento muy claro de... digamos de arrancarme las alas.
Tolly Mune sonrió. —Lo siento, Tuf —dijo—. Nuestro precio no sufrirá ninguna variación.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Variación, una palabra de lo más interesante. Si no me encontrara algo impresionado ante la presencia de un personaje de su categoría y no me inquietara la posibilidad de resultar ofensivo, podría llegar incluso al extremo de sugerir que esa falta de variación se aproxima a la rigidez. La cortesía me prohíbe hablar de codicia, avaricia o piratería espacial, para definir la opinión que me están mereciendo estas negociaciones un tanto espinosas. Sin embargo, me permito señalar que la suma de cincuenta millones de unidades básicas es varias veces mayor que el producto planetario bruto de una buena cantidad de mundos.
—Son mundos pequeños —dijo Tolly Mune—, y éste ha de ser un trabajo muy grande. Ahí fuera hay una nave absolutamente enorme.
Tuf permaneció impasible. —Concedo que el Arca es realmente una gran nave, pero me temo que ello no tiene relación con el asunto que nos ocupa. A no ser que sea costumbre suya el utilizar tarifas por metro cuadrado y no por hora de trabajo.
Tolly Mune se rió. —Oh, no estamos hablando de equipar a un viejo carguero con unos cuantos anillos de pulsación nuevos o de reprogramar su navegador de vuelo. Estamos hablando de miles de horas de trabajo, incluso contando con tres cuadrillas completas trabajando un turno triple; estamos hablando de un enorme trabajo de sistemas, realizado por los mejores cibertecs que poseemos, y de fabricar repuestos y piezas de maquinaria que no se han utilizado desde hace cientos de años. Y eso sólo para empezar. Tendremos que examinar esa condenada pieza de museo suya, antes de empezar a ponerla patas arriba o puede que de lo contrario nunca seamos capaces de volver a montarla... Tendremos que traer a unos cuantos especialistas del planeta para que vengan por el ascensor. Puede que incluso tengamos que acudir a gente de fuera del sistema. Piense en la energía, el tiempo y las calorías necesarias. Para empezar, calcule solamente las tasas de puerto, Tuf. Esa cosa tiene treinta kilómetros de largo. No puede entrar en la telaraña. Tendremos que construir un muelle especial a su alrededor e incluso entonces ocupará, por sí sola, los diques que habríamos podido utilizar para trescientas naves normales. Tuf, no tenga ningún deseo de saber lo que puede costar eso... —Hizo algunos rápidos cálculos en su ordenador de pulsera y meneó la cabeza. Si está aquí durante un mes local, lo que es una hipótesis realmente optimista, sólo las tasas de puerto son ya un millón de calorías, aproximadamente; más de trescientas mil unidades básicas en su moneda.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf. Tolly Mune extendió las manos en un gesto de impotencia.
—Si no le gusta nuestro precio, naturalmente siempre puede acudir a algún otro sitio.