—¿Tuvimos? —dijo Haviland Tuf.
—Vandeen, Skrymir, el Mundo de Henry y Jazbo, oficialmente, pero nos ayudaron un montón de neutrales, ¿comprende? El tratado de paz dejó a los nativos de S'uthlam dentro de su propio sistema solar. Pero si les da esa nave infernal suya, Tuf, puede que logren escapar de él.
—Tenía entendido que se trataba de un pueblo singularmente honorable y dotado de un gran sentido ético. Ratch Norren se pellizcó nuevamente la mejilla.
—Honorables, éticos... claro, claro. Son estupendos para hacer negocios con ellos y las chavalas conocen unos cuantos trucos eróticos de esos que te hacen quedar sin aliento. Ya se lo digo yo, tengo cien amigos sutis y les aprecio mucho a todos, pero entre mis cien amigos deben tener como unos mil críos. Esta gente no para de reproducirse, Tuf, ése es el problema, si quiere hacer caso de Ratch. Son unos vitaleros, ¿me entiende?
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Y, si se me permite preguntarlo, ¿qué es un vitalero?
—Los vitaleros —replicó Norren con impaciencia—, son antientrópicos, adoradores de los niños, devotos de la doble hélice y gente a quien le encanta chapotear en el gran estanque genético. Son fanáticos religiosos, Tuffer, están locos por la religión. —Habría seguido hablando, pero el camarero estaba volviendo por el pasillo con las bebidas y Norren se reclinó nuevamente en su asiento.
Haviland Tuf alzó un largo y cálido dedo para detener el avance del camarero.
—Otra ampolla, por favor —dijo. Durante el resto del viaje permaneció encogido en silencio, sorbiendo pensativamente su cerveza.
Tolly Mune flotaba en su abarrotada habitación, bebiendo y pensando. Una de las paredes era una enorme pantalla de vídeo, de seis metros de largo y tres de alto. Normalmente, Tolly la preparaba para que mostrara grandes panoramas. Le gustaba el efecto producido por una ventana sobre las grandes montañas heladas de Skrymir o los cañones resecos de Vandeen, con sus veloces torrentes de aguas blancas, así como también el de las interminables ciudades iluminadas de la propia S'uthlam, extendiéndose a través de la noche, con la brillante torre plateada que era la base del ascensor subiendo hasta perderse en el oscuro cielo sin luna, rozando y superando a las catástrofes de clase estelar que tenían cuatro kilómetros de alto.
Pero esta noche, en su pared se veían las estrellas y, enmarcada por ellas, la austera majestad metálica de la inmensa nave estelar llamada el Arca. Incluso en una pantalla tan grande como la suya, una de las prebendas de su poder como Maestre de Puerto, el verdadero tamaño de la nave resultaba imposible de apreciar.
Y lo que representaba, tanto en sus esperanzas como en sus amenazas, bien lo sabía Tolly Mune, era aún mayor que la misma Arca.
Oyó el zumbido del comunicador en un lado de la habitación. Sabiendo que el ordenador no la habría molestado de no ser ésa la llamada que estaba esperando, dijo:
—La recibiré —las estrellas se volvieron borrosas y el Arca se disolvió. La pantalla mostró por unos instantes un torbellino de colores líquidos antes de que éstos se convirtieran en el rostro del Primer Consejero Josen Rael, el líder de la mayoría en el Gran Consejo Planetario.
—Maestre de Puerto Mune —dijo él. Con los implacables poderes de aumento de la pantalla, Tolly pudo percibir claramente la tensión que había en su largo cuello, lo apretados que estaban sus flacos labios y el duro brillo de sus ojos marrón oscuro. Se había empolvado la coronilla, de la que empezaba a caerle el pelo, pero a pesar de ello ya se le veían algunas gotitas de sudor.
—Consejero Rael —replicó ella—. Es muy amable al llamarme. ¿Ha examinado los informes?
—Sí. ¿Esta llamada cuenta con escudos protectores?
—Desde luego —dijo ella—. Hable con toda libertad. Josen Rael lanzó un suspiro. Llevaba ya diez años siendo una parte imprescindible de la política planetaria. Primero había accedido a los noticiarios como consejero de guerra, luego había ascendido al cargo de consejero de agricultura y, durante cuatro años estándar había sido el líder de la facción que tenía la mayoría en el consejo de los tecnócratas, lo cual lo convertía en el hombre más poderoso de S'uthlam. El poder había acabado por darle un aspecto cansado y viejo y Tolly Mune jamás le había visto tan mal como ahora.
—Entonces, ¿está segura de los datos? —dijo—. ¿Sus cuadrillas no han cometido ningún error? No necesito decirle que este asunto es demasiado crucial y no quiero errores. ¿Es realmente una sembradora del CIE?
—Es una maldita sembradora —dijo Tolly Mune—. Tiene averías y le hace falta un buen montón de reparaciones, pero ese condenado trasto sigue más o menos en condiciones de funcionar y la biblioteca celular está intacta. Lo hemos verificado.
Rael se pasó sus largos dedos de puntas achatadas por su rala cabellera blanca.
—Supongo que debería sentirme jubiloso. Cuando todo esto haya terminado tendré que fingirlo para las noticias, pero, en estos momentos, no puedo pensar en otra cosa que no sea el peligro. Hemos tenido una reunión del consejo a puerta cerrada. No podemos correr el riesgo de que haya filtraciones hasta que todo se haya solventado. El consejo estuvo ampliamente de acuerdo: tecnócratas, expansionistas, ceros, el partido eclesiástico, las facciones extremistas... —Se rió—. Jamás había visto tal unanimidad en toda mi carrera. Maestre de Puerto Mune, necesitamos esa nave.
Tolly Mune había previsto que diría eso. No llevaba tantos años siendo Maestre de Puerto para no haber comprendido el funcionamiento político de la sociedad que se agitaba en la superficie del planeta. S'uthlam llevaba ya toda la vida de Tolly sumida en una crisis interminable.
—Intentaré comprarla —dijo—. En sus comienzos, antes de encontrar el Arca, ese tal Haviland Tuf era un mercader independiente. Mis cuadrillas descubrieron su vieja nave en la cubierta de aterrizaje, en pésimo estado. Los mercaderes son todos unos abortos codiciosos y eso debería trabajar en favor nuestro.
—Ofrézcale lo que sea —dijo Josen Rael—. ¿Me ha entendido, Maestre de Puerto? Tiene usted una disponibilidad presupuestaria ilimitada.
—Comprendido —dijo Tolly Mune. Pero aún le quedaba otra pregunta por hacer—. Y... ¿y si no quiere venderla?
Josen Rael vaciló. —Sería muy difícil —murmuró—. Debe venderla. Una negativa resultaría trágica. No para él. Quizá para nosotros.
—Si no quiere venderla —repitió Tolly Mune—, necesito saber qué alternativas de acción hay.
—Debemos tener la nave —le dijo Rael—. Si ese Tuf no piensa atender a razones entonces no tendremos elección. El Gran Consejo ejercerá su derecho de dominio eminente y la confiscará. A él se le compensará adecuadamente, claro.
—¡Maldición! Está hablando de apoderarnos por la fuerza de la nave.
—No —dijo Josen Rael—. Todo se haría del modo más correcto, ya lo he comprobado. En una emergencia, el bien de la mayoría está por encima de los derechos de la propiedad privada.
—Oh, infiernos y maldiciones, Josen, eso no es más que condenada retórica —dijo Mune—. Tenía más sentido común cuando estaba aquí arriba. ¿Qué le han hecho ahí abajo?
Josen torció el gesto y, por unos instantes, se pareció un poco al joven que había trabajado con ella, durante un año, cuando era ayudante del Maestre y él tercer administrador ayudante para el comercio interestelar. Luego sacudió la cabeza y el político viejo y cansado apareció de nuevo.
—No me gusta nada todo esto, Mamá —dijo—, pero, ¿qué otra opción nos queda? He visto los cálculos. Tendremos muchedumbres hambrientas dentro de veintisiete años a menos que se haga algún avance científico decisivo, y no hay ninguno a la vista. Antes de eso los expansionistas conseguirán de nuevo el poder y puede que tengamos otra guerra. Pase lo que pase, morirán millones, quizá miles de millones. Contra todo eso, ¿qué son los derechos de un solo hombre?
—No pienso discutir, Josen, aunque ya sabes que hay quienes estarían dispuestos a ello. Pero no importa. Quieres ser práctico, ¿no? Pues te daré algunas malditas cosas prácticas en las que ir pensando. Incluso si compramos legalmente la nave de Tuf, habrá un jaleo de mil infiernos con Vandeen y Skrymir y el resto de los aliados, pero dudo de que vayan a intentar algo. Si nos apoderamos de ella por la fuerza, las coordenadas son muy distintas y nos llevan a un lugar también muy distinto, un lugar bastante feo. Puede que hablen de piratería. Pueden definir el Arca como una nave militar, cosa que era, dicho sea de paso, y condenadamente capaz de liquidar mundos enteros. Entonces dirán que estamos violando el tratado y vendrán nuevamente a por nosotros.
—Yo hablaré con sus enviados personalmente —dijo Josen Rael con voz cansada—. Les aseguraré que mientras los tecnócratas ocupen el poder, el programa de colonización no volverá a ponerse en marcha.
—¿y aceptarán tu condenada palabra de honor? Y un maldito infierno cornudo lo harán. ¿Piensas asegurarles que los tecnócratas no perderán nunca el poder y que nunca deberán entendérselas con los expansionistas? ¿Cómo lograrás eso? ¿Estás planeando utilizar el Arca para establecer una dictadura benévola?
El consejero apretó los labios y en su morena nuca apareció un leve rubor.
—Me conoces lo suficiente como para decir eso. De acuerdo, hay riesgos. Pero la nave es un recurso militar formidable, eso no debemos olvidarlo. Si los aliados se movilizan contra nosotros, tendremos la carta ganadora.
—Tonterías —dijo Tolly Mune—. Le hacen falta reparaciones y tenemos que aprender a dominarla. La tecnología que supone esa nave lleva mil años perdida. Nos pasaremos meses estudiándola, puede que años, antes de que podamos realmente utilizar ese maldito aparato. Pero no tendremos esa oportunidad. La flota vandeeni llegará en cuestión de semanas para quitárnosla de entre las manos y las demás flotas no tardarán mucho en seguirla.
—Nada de todo esto es asunto suyo, Maestre de Puerto —dijo Josen Rael fríamente—. El Gran Consejo lo ha discutido todo largamente.
—No intentes asustarme con el rango, Josen. A mí, no. ¿Recuerdas cuando se te fue la mano con los narcos y decidiste salir al espacio para ver lo deprisa que cristalizaba la orina fuera? Yo te convencí para que no se te congelara el aparato, querido Primer Consejero. Ahora, límpiate tus condenadas orejas y escúchame. Puede que la guerra no sea asunto mío, pero el comercio sí lo es. El Puerto es nuestro cordón umbilical. En estos mismos instantes tenemos que importar ya el treinta por ciento de nuestras calorías brutas...
—El treinta y cuatro por ciento —le corrigió Rael.
—El treinta y cuatro por ciento —concedió Tolly Mune—. Y los dos sabemos que esa cifra no hará sino ir subiendo. Pagamos por esa comida con nuestra tecnología, tanto en bienes manufacturados como en los servicios que prestamos en el Puerto. Damos servicio y reparaciones a más naves espaciales que cualquiera de los otros cuatro mundos del sector, por no hablar de las que construimos. ¿Y sabes por qué? Porque me han salido callos en mi condenado culo para dejar bien claro que somos los mejores. El mismo Tuf lo dijo. Vino aquí para las reparaciones, porque tenemos una reputación. Una reputación de ser honestos, de jugar limpio y de tener ética, al mismo tiempo que una gran competencia técnica. ¿Qué va a ser de esa reputación si confiscamos su maldita nave? ¿Cuántos comerciantes más van a venir aquí trayéndonos sus naves, para que las reparemos, si nos sentimos con la libertad de tomar lo que nos venga en gana? ¿Qué va a ser de mi condenado Puerto?
—Es cierto que eso tendría un efecto adverso —admitió Josen Rael.
Tolly Mune le miró fijamente y emitió un sonido tan potente como grosero.
—Nuestra economía quedaría en ruinas —dijo en voz átona.
Ahora Rael estaba sudando profusamente y pequeños ríos de líquido corrían por su ancha frente. Sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor.
—Entonces, Maestre de Puerto Mune, es fácil ver que eso no debe ocurrir. Debe impedir que se llegue a tal extremo.
—¿Cómo?
—Compre el Arca —dijo—. Delego en usted plena autoridad, dado que parece entender tan bien la situación. Haga que este Tuf vea la luz. La responsabilidad es suya. —Movió la cabeza y la pantalla quedó en blanco.
Haviland Tuf estaba en S'uthlam jugando al turista. Resultaba imposible negar que, a su modo, el planeta era impresionante. Durante sus años de mercader, saltando de una estrella a otra en la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios, Haviland Tuf había visitado más mundos de los que podía recordar en un momento dado, pero le parecía muy improbable que S'uthlam fuera a borrarse demasiado pronto de su memoria.
Había presenciado buena cantidad de espectáculos capaces de quitar el aliento: las torres cristalinas de Avalón, las telarañas celestes de Aracne, los mares eternamente en movimiento de Viejo Poseidón y las montañas de basalto negro de Clegg. Pero la ciudad de S'uthlam (ya que los viejos nombres se habían convertido en simples distritos y barrios y las viejas ciudades se habían unido en una monstruosa megalópolis hacía ya siglos) podía rivalizar con cualquiera de esos lugares.
A Tuf siempre le habían gustado de modo especial los edificios altos y ahora, tanto de día como de noche, no se cansaba de observar el paisaje ciudadano desde las plataformas situadas a grandes alturas, de un kilómetro y hasta nueve. No importaba lo alto que subiera: las luces parecían infinitas, extendiéndose en todas direcciones hasta perderse en la distancia, sin un solo lugar oscuro que rompiera su interminable sucesión. Edificios de cuarenta y de cincuenta pisos, que parecían cajas sin ningún rasgo distintivo, se alzaban casi pegados unos a otros en hileras interminables, viviendo en la perpetua semioscuridad de las torres cristalinas que las superaban en altura para beber el sol. Los nuevos niveles se construían sobre niveles que a su vez se alzaban sobre niveles aún más antiguos. Las aceras móviles se unían y se alejaban unas de otras formando dibujos tan intrincados como laberintos y bajo la superficie fluía una red de gigantescas carreteras subterráneas donde los turbotrenes y las cápsulas de entrega se lanzaban como proyectiles a través de las tinieblas, a cientos de k-as por hora. Y bajo esas carreteras había sótanos y subsótanos y túneles y pasadizos. Toda una ciudad duplicada que alcanzaba bajo el suelo las mismas profundidades que su gemela de cristal arañaba en las alturas.
Tuf había visto las luces de la metrópolis a bordo del Arca y desde su órbita la ciudad ya le había parecido engullir medio continente. Vista desde la superficie parecía lo bastante grande como para tragarse galaxias enteras. Había otros continentes y ellos también ardían por la noche con las luces de la civilización. En el mar luminoso no había zonas de tinieblas. Los habitantes de S'uthlam no tenían espacio para malgastar en lujos, como parques o jardines. Tuf no lo desaprobaba. Siempre había pensado que los parques eran una institución malsana, diseñada básicamente para recordarle a la humanidad civilizada cuán tosca, incómoda y feroz había sido la vida, cuando no había más remedio que vivirla en plena naturaleza.