—La sugerencia me parece poco práctica —dijo Haviland Tuf—. Por desgracia, y por sencillas que sean mis demandas, al parecer tan sólo un puñado de mundos poseen la capacidad necesaria para darles satisfacción, lo cual no me parece un comentario muy halagüeño sobre el estado actual de las proezas tecnológicas de la raza humana.
—¿Sólo un puñado? —Tolly Mune alzó levemente una de las comisuras de su boca—. Quizá hemos puesto un precio demasiado bajo a nuestros servicios.
—Señora —dijo Haviland Tuf—, tengo la seguridad de que no será usted capaz de aprovecharse groseramente de mi ingenua franqueza.
—No —replicó ella—. Tal y como ya dije, nuestro precio no va a sufrir variación alguna.
—Al parecer hemos llegado a un callejón sin salida, tan incómodo como espinoso. Usted tiene su precio pero yo, desgraciadamente, no tengo la suma de dinero precisa para satisfacerlo.
—Jamás lo habría imaginado. Con una nave como la suya, pensaba que tendría calorías para quemar, si así lo deseaba.
—Sin duda pronto emprenderé una lucrativa carrera en el campo de la ingeniería ecológica —dijo Haviland Tuf—. Por desgracia, aún no he empezado a practicarla y, en mis anteriores actividades comerciales, sufrí recientemente ciertos inexplicables reveses financieros. Quizá le interesen algunas excelentes reproducciones plásticas de las máscaras para orgía de Cooglish. Colgadas en una pared representan una decoración tan estimulante como infrecuente y se dice también que poseen ciertas propiedades místicas y afrodisíacas.
—Me temo que no me interesan —dijo Tolly Mune—, pero, Tuf, ¿sabe una cosa? Hoy es su día de suerte.
—Temo que se me esté haciendo objeto de una broma —dijo Haviland Tuf—. Aún en el caso de que me vaya a decir que existe un precio especial reducido a la mitad o una oferta del tipo dos por uno en cuanto a los servicios ofrecidos, no me encuentro en la posición más óptima para aprovecharla. Voy a ser brutal y amargamente sincero, Maestre de Puerto Mune, y admitiré que en estos momentos sufro una disfunción temporal de fondos.
—Tengo una solución —dijo Tolly Mune.
—¿De veras? —dijo Tuf.
—Tuf, usted es un comerciante. No le hace falta realmente una nave tan grande como el Arca, ¿verdad que no? Y no sabe nada sobre ingeniería ecológica. Ese pecio que ha encontrado no puede servirle de nada, pero posee un considerable valor tasado como salvamento —sonrió con cálida amabilidad—. He hablado con la gente de ahí abajo y el Gran Consejo tiene la impresión de que su mejor opción consiste en vendernos la nave.
—Su preocupación por mí es conmovedora —dijo Haviland Tuf.
—Le pagaremos una tarifa de salvamento muy generosa —dijo ella—. El treinta por ciento del valor estimado de la nave.
—Dicha estimación será hecha por ustedes —dijo Tuf con voz átona.
—Sí, pero eso no es todo. Además, pensamos añadir a la tarifa un millón de unidades base en efectivo y le daremos una nueva nave. Una Salto Largo Nueve totalmente por estrenar. Es nuestro carguero más grande y posee una cocina totalmente automatizada. Puede llevar seis pasajeros perfectamente acomodados, tiene rejilla gravitatoria, dos lanzaderas, sus bodegas son lo bastante grandes como para soportar perfectamente la comparación con las grandes naves mercantes de Avalon y Kimdissi, posee triple redundancia, y un ordenador último modelo de la serie Chico Listo activado por voz, e incluso la posibilidad de ir armado si ello es lo que usted desea. Será el mercader independiente mejor equipado de todo el sector.
—Muy lejos de mí el despreciar semejante generosidad —dijo Tuf—. Sólo el pensar en la oferta hace que me dé vueltas la cabeza, pero aunque no me cabe ni la menor duda de que me encontraría mucho más cómodo a bordo de la nueva espacionave que me ofrece, he llegado a sentir cierto estúpido y sentimental afecto por el Arca. Por muy arruinada e inútil que se encuentre, lo cierto es que sigue siendo la última sembradora del Cuerpo de Ingeniería Ecológica que existe. Y, habiendo desaparecido ya dicho cuerpo, es un pedazo vivo de la historia, un monumento a su valor y a su genio que, después de todo, no carece tampoco de ciertos usos insignificantes. Hace algún tiempo, cuando viajaba en solitario por el espacio, sentí de pronto el fantástico capricho de abandonar la incierta vida del comerciante, para abrazar, en vez de ella, la profesión de ingeniero ecológico. Por muy falta de racionalidad y muy ignorante que fuera esta decisión, sigue pareciéndome provista de atractivo y temo que poseo el gran vicio de la tozudez. Por lo tanto, Maestre de Puerto Mune, debo rechazar su oferta con gran sentimiento. Me quedaré con el Arca.
Tolly Mune efectuó una pequeña contorsión que la hizo girar en redondo y luego se impulsó levemente en el techo, quedando de tal modo justo ante la cara de Tuf y en la posición adecuada para amenazarle con un dedo.
—¡Maldición! —dijo—, no tengo la paciencia suficiente como para ir regateando cada una de estas condenadas calorías, Tuf. Soy una mujer muy ocupada y no tengo ni el tiempo ni la energía precisos para sus juegos de mercader. Venderá la nave. Usted lo sabe y yo también, así que terminemos de una vez. Diga el precio. —Le golpeó suavemente la nariz con el dedo. Diga —golpecito— el —golpecito— precio.
Haviland Tuf se desabrochó bruscamente del arnés y con una patada salió despedido de la silla. Era tan enorme que la hizo sentir pequeña, a ella, que había sido considerada gigantesca durante la mitad de su vida.
—Tenga la amabilidad de no agredir más mi pobre persona —dijo—, ya que ello no puede tener ni el menor efecto positivo sobre mi decisión. Me temo que se ha formado usted una opinión tremendamente errónea de mí, Maestre de Puerto Mune. Es cierto que he sido comerciante, sí, pero siempre fui pobre. Quizá porque nunca llegué a dominar esas artes del cambalache y regateo del que tan injustamente me acaba de atribuir. He puesto perfectamente en claro cuál es mi posición. El Arca no está en venta.
—Siento cierto afecto hacia usted a causa de los años que pasé ahí arriba —dijo con voz más bien fría Josen Rael en el comunicador—, y no puedo negar que su historia como Maestre de Puerto ha sido ejemplar. De no ser así, ahora mismo le quitaría ese cargo. ¿Le ha dejado volver a su nave? ¿Cómo ha podido hacerlo? La consideraba dotada de más sentido común...
—Y yo te consideraba un político —dijo Tolly Mune con voz algo despectiva—. Josen, piensa en las condenadas ramificaciones que habría tenido el asunto si hubiera hecho que los de seguridad se lanzaran sobre él en mitad de la Casa de la Araña! Tuf no es exactamente lo que se dice fácil de esconder, ni tan siquiera cuando se pone esa ridícula peluca y pretende ir de incógnito. Este lugar está atestado de nativos de Vandeen, Jazbo, el Mundo de Henry... De cualquier planeta que se te ocurra y habrá alguien procedente de allí y todos están vigilando a Tuf y vigilando el Arca, esperando a ver qué haremos. Ya ha sido contactado por un maldito agente de Vandeen. Se les vio conversar en el tubotrén.
—Ya lo sé —dijo el Consejero con expresión de disgusto—. De todos modos, se tendría que... ¿no habría algún modo de cogerle sin que nadie se diera cuenta?
—¿y luego qué hago con él? —dijo Tolly Mune—. ¿Le mato y le echo por una escotilla al exterior? No soy capaz de hacer eso, Josen, y ni tan siquiera se me ocurriría la idea de encargárselo a otra persona. Y si lo intentas te denunciaré a los noticiarios y haré que toda la condenada casa te caiga encima.
Josen Rael se limpió el sudor de la frente. —También otras personas tienen principios. No eres la única —dijo como a la defensiva—. Ni se me ocurriría tal idea. Pero debemos conseguir esa nave y, ahora que Tuf está otra vez dentro de ella, nuestra tarea se ha vuelto todavía más difícil. El Arca posee unas defensas formidables. He estado haciendo preparar algunos planes de estimación y dicen que quizá pudiera resistir un ataque de toda nuestra Flota Defensiva Planetaria.
—Oh, ¡Por todos los infiernos!, Josen, ahora se encuentra a unos cinco k-as del final del tubo nueve. ¡Un maldito ataque a toda escala de cualquiera, probablemente destruiría el Puerto y haría que el ascensor se derrumbara encima de tu condenada cabeza! No te pongas nervioso, mantén la cremallera bien cerrada y deja que yo me encargue de esto. Lograré que venda y lo haré legalmente.
—Muy bien —replicó el Consejero—. Te daré un poco más de tiempo pero te advierto que el Gran Consejo está siguiendo todo este asunto muy de cerca y se están empezando a impacientar. Tienes tres días. Si para entonces Tuf no ha puesto la huella de su pulgar en el documento de transferencia, tendré que enviar ahí arriba a las tropas de asalto.
—No te preocupes —dijo Tolly Mune—, tengo un plan.
La sala de comunicaciones del Arca era larga y más bien estrecha, Sus paredes estaban cubiertas con largas hileras de pantallas, a oscuras en esos momentos, Desorden, la revoltosa gata de pelaje blanquinegro, estaba durmiendo enroscada sobre las piernas de Haviland Tuf, en tanto que Caos, el gato de color gris, apenas salido de su infancia, iba y venia sobre los anchos hombros de Tuf, frotándose en su cuello y ronroneando estruendosamente. Tuf había cruzado las manos pacientemente sobre su estómago, mientras varios ordenadores examinaban y revisaban su programa, transmitiéndolo, comprobándolo, transfiriéndolo y sometiéndolo a todas las pruebas imaginables.
Ya llevaba cierto tiempo esperando. Una vez que la pavana geométrica de la pantalla hubo llegado a su conclusión, aparecieron ante él los rasgos de una mujer s'uthlamesa de edad ya avanzada.
—Encargada —anunció ella—. Bancos de Datos del Consejo.
—Soy Haviland Tuf, de la nave espacial Arca —anunció él a su vez.
Ella sonrió. —Le he reconocido gracias a los noticiarios. ¿En qué puedo ayudarle? —Pestañeó, sorprendida—. ¡Aj!, hay algo en su cuello...
—Es un gatito, señora —dijo él—, y es muy amistoso. —Alzó la mano y rascó a Caos debajo de la mandíbula. Pido su ayuda en cierto asunto de escasa importancia. Dado que soy un desesperado esclavo de mi propia curiosidad y siempre ardo en deseos de aumentar mis magros conocimientos, me he estado entreteniendo últimamente en estudiar la historia de su planeta, así como sus costumbres, folklore, política, hábitos sociales, etcétera. Por supuesto, ya me he procurado los textos básicos al respecto, así como los servicios de datos populares, pero existe una información en particular que hasta ahora no he conseguido obtener. No dudo de que es una nadería presumiblemente fácil de encontrar, si hubiera tenido la sabiduría suficiente para saber dónde debía buscarla, pero sin embargo se encuentra inexplicablemente ausente de todas las referencias de datos que he comprobado hasta el momento. Persiguiendo este pequeño dato me he puesto en contacto con el Centro de Procesado Educacional S'uthlamés y la mayor biblioteca de su planeta y ambos me han indicado que acudiera a usted. Por lo tanto, aquí estoy.
El rostro de la Encargada había adoptado un aire reservado e indescifrable.
—Ya entiendo. Los bancos de datos del consejo no se encuentran generalmente abiertos al público, pero quizá me sea posible hacer una excepción. ¿Qué anda buscando?
Tuf levantó el dedo. —Tal y como ya he dicho, se trata de una insignificante brizna de información, pero le quedaría enormemente agradecido si tuviera la bondad de responder a mi pregunta, apaciguando con ello el fuego de mi curiosidad. ¿Cuál es, con toda precisión, la población actual de S'uthlam?
El rostro de la mujer se hizo más frío y grave. —Esa información no es de libre acceso —dijo con voz inexpresiva y la pantalla quedó en blanco.
Haviland Tuf permaneció inmóvil durante unos segundos antes de llamar de nuevo al servicio de datos que había estado utilizando.
—Me interesa una descripción general de la religión en S'uthlam —le dijo al programa de búsqueda—, y en particular sobre las creencias y sistemas éticos de la Iglesia de la Vida en Evolución.
Unas cuantas horas después, Tuf estaba totalmente absorto en su texto, jugueteando distraídamente con Desorden, la cual se había despertado con hambre y ganas de pelea, cuando recibió una llamada de Tolly Mune. Guardó la información que había estado examinando e hizo aparecer su rostro en otra de las pantallas de la sala.
—Maestre de Puerto... —dijo.
—He oído decir que intenta meter la nariz en los altos secretos planetarios, Tuf —dijo ella, sonriéndole.
—Le aseguro que no era ésa mi intención —replicó Tuf—, pero en cualquier caso soy un espía de muy poca efectividad, dado que mi intentona acabó en un absoluto fracaso.
—Cenemos juntos —dijo Tolly Mune—, y quizá pueda responderle a esa pregunta sin importancia.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. En tal caso, Maestre de Puerto, permítame que la invite a cenar en el Arca. Mi cocina, aunque no resulte excepcional, sí es mucho más sabrosa y abundante que el término medio disponible en su Puerto, puedo asegurarlo.
—Me temo que no puede ser —dijo Tolly Mune—. Tengo demasiadas malditas cosas que atender, Tuf, y no puedo abandonar mi sitio. De todos modos, no deje que le empiecen a rugir las tripas. Acaba de llegar un gran carguero de la Despensa, nuestros asteroides granja, que se encuentran a poca distancia de aquí, formados de tierra y condenadamente fértiles. La M.P. siempre tiene derecho de pernada sobre las calorías recién llegadas: ensalada de neohierba fresca, jamones de cerdo de túnel con salsa de azúcar cande, vainas picantes, pan de hongos, fruta con auténtica crema de cala, mar y cerveza —sonrió—. Cerveza importada.
—¿Pan de hongos? —dijo Haviland Tuf—. No consumo carne animal, pero el resto de su menú me ha parecido altamente atractivo. Me alegrará sumamente aceptar su amable invitación. Si tiene la bondad de disponer de un muelle para mi llegada, me desplazaré hasta ahí en la Mantícora.
—Use el cuatro —dijo ella—. Está muy cerca de la Casa de la Araña. ¿Ése es Caos o Desorden?
—Desorden —replicó Tuf—. Caos ha partido para entregarse a sus misteriosas ocupaciones, tal y como suelen hacer los gatos.
—Nunca he visto un animal vivo —dijo Tolly Mune con cierta animación.
—Entonces, traeré a Desorden conmigo para contribuir de esta manera a su ilustración.
—Hasta pronto —y Tolly Mune cerró la comunicación.
Cenaron con un cuarto de gravedad. La Sala de Cristal estaba pegada a la Casa de la Araña y su parte exterior era una cúpula de plastiacero transparente como un cristal. Más allá de las invisibles paredes de la cúpula, les rodeaba la negra claridad del espacio con sus fríos y limpios campos de estrellas y el intrincado dibujo de la telaraña. Debajo estaba el exterior rocoso de la estación con los tubos de transporte que se entrelazaban de un lado a otro de la superficie, las redondas hinchazones de los habitáculos que se aferraban al punto de conexión, los minaretes tallados y las brillantes flechas de las torres de los hoteles clase estelar que se alzaban hacia la fría oscuridad. Justo por encima de ellos se cernía el inmenso globo del planeta S'uthlam, de un azul pálido con zonas marrones en las que giraban las nubes. El ascensor se lanzaba hacia él como un proyectil, cada vez más arriba, hasta que el gigantesco tubo se convertía en una delgada hebra reluciente que terminaba por perderse de vista. Las perspectivas del paisaje eran asombrosas y en algunos momentos podían resultar incluso inquietantes.