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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (39 page)

BOOK: Los viajes de Tuf
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Los gatos de Tuf eran libres para moverse a su antojo por casi toda la nave, pero aparentemente, la mayoría preferían no alejarse mucho de él. Ahora tenía siete. Caos, un gato de imponente talla y largo pelaje gris con ojos imperiosos y un indolente aire de mando, era el señor de aquellos lugares. La mayor parte del tiempo se le podía encontrar sobre la consola principal de Tuf, en la sala de control, agitando de un lado a otro su grueso rabo como si fuera un metrónomo. Desorden había perdido algo de energía y ganado bastante peso en cinco años. Al principio no pareció reconocer a la Maestre de Puerto, pero después de unos cuantos días se impuso de nuevo la vieja familiaridad, Desorden pareció reanudar su relación en el mismo punto anterior a su interrupción, acompañaba algunas veces a Tolly en sus vagabundeos.

Y después estaban Ingratitud, Duda, Hostilidad y Sospecha.

—Los gatitos —decía Tuf siempre que se refería a ellos, aunque en realidad ahora ya eran gatos adultos—, nacieron de Caos y Desorden, señora. En principio la camada contaba con cinco crías, pero dejé a Estupidez en Namor.

—Siempre es mejor dejar atrás a la estupidez —dijo ella—. Aunque jamás habría imaginado que fuera posible para Haviland Tuf separarse de un gato.

—Estupidez acabó sintiendo un inexplicable cariño por una joven, tan molesta como impredecible en sus reacciones, que era natural de dicho planeta —replicó él—. Dado que yo tenía muchos gatos y ella ninguno, me pareció un gesto adecuado. Aunque el felino es una criatura tan espléndida como admirable, por desgracia sigue siendo relativamente escasa en nuestra tristemente moderna galaxia. Por ello, mi innata generosidad y mi sentido del deber para con mi prójimo, me impulsó a ofrecer el regalo de la especie felina a un mundo como Namor. Una cultura con gatos es más rica y humana que otra privada de esa compañía absolutamente incomparable a cualquier otra.

—Cierto —dijo Tolly Mune con una sonrisa. Hostilidad estaba cerca de ella y la Maestre de Puerto la cogió cuidadosamente, se la puso en el regazo y empezó a pasarle la mano por el lomo. Tenía un pelaje increíblemente suave—. Les ha dado nombres más bien raros.

—Quizá resulten más adecuados a la naturaleza humana que a la felina —dijo Tuf, mostrándose de acuerdo—. Se los di movido por un capricho momentáneo.

Ingratitud, Duda y Sospecha eran grises, como su padre, en tanto que Hostilidad era blanco y negro, como Desorden. Duda era estrepitoso y más bien gordo, Hostilidad agresivo y de genio fácil, Sospecha era muy tímido y adoraba esconderse bajo el asiento de Tuf. Pero, a todos les encantaba jugar entre sí y parecían considerar a Tolly Mune como una fuente interminable de sorpresas fascinantes. Cada vez que visitaba a Tuf empezaban a subírsele por encima. A veces aparecían en los sitios más improbables. Un día Hostilidad aterrizó sobre su hombro, mientras subía por una escalera móvil y la sorpresa la dejó sin aliento y un tanto aturdida. Acabó acostumbrándose a la presencia de Duda en su regazo, durante las comidas, mendigando siempre trocitos de comida.

Y también estaba el séptimo gato: Dax. Dax tenía el pelo negro como la noche y ojos que parecían pequeñas lamparillas de oro. Dax era la alimaña más dormilona que había visto en toda su vida y prefería que le llevaran en brazos que caminar. Dax andaba siempre asomando por el bolsillo de Tuf o por debajo de su gorra, cuando no estaba instalado en sus rodillas o apostado en su hombro. Dax nunca jugaba con los otros gatos, casi nunca hacía ruido y su mirada de oro era capaz de hacer mover incluso la señorial masa de Caos del asiento, que en, un momento dado, era codiciado por los dos. El gatito negro estaba siempre con Tuf.

—Es como su sombra —le dijo Tolly Mune durante una sobremesa, cuando ya llevaba a bordo del Arca casi veinte días, señalándole con un cuchillo—. Eso le convierte a usted en... ¿qué palabra era la utilizada?

—Había varias —replicó Tuf—. Brujo, mago, hechicero. Creo que dicha nomenclatura deriva de los mitos de la Vieja Tierra.

—Le va muy bien —dijo Tolly Mune—. A veces tengo la sensación de que estoy en una nave encantada.

—Con ello, Maestre de Puerto, no hace sino sugerirme aún más la conveniencia de confiar en mi intelecto por encima de las sensaciones. Acepte mi más profunda seguridad de que si existieran fantasmas u otro tipo de entidades sobrenaturales, estarían representadas a bordo del Arca bajo la forma de muestras celulares para que fuera posible su clonación. Nunca he encontrado tales muestras. Mi repertorio de mercancías incluye especies tales como los dráculas encapuchados, los espectros del viento, los licántropos, los vampiros, la hierba de la bruja, las gárgolas ogro y otras de nombres análogos, pero no se trata de artículos míticos, siento confesarlo.

Tolly Mune sonrió. —Mejor.

—¿Un poco más de vino? Pertenece a una excelente cosecha de Rhiannon.

—Estupenda idea —dijo ella, sirviéndose un poco más en la copa. Habría preferido una ampolla, ya que los líquidos al descubierto eran objetos traicioneros, siempre aguardando la ocasión de esparcirse, pero empezaba a tolerar su presencia—. Tengo la garganta reseca. No le hacen falta monstruos, Tuf. Su nave puede destruir mundos enteros sin recurrir a ellos.

—Por desgracia los milagros pertenecen al mismo terreno mítico de los fantasmas y los duendes y en mis mangas no guardo otra cosa que mis brazos. Sin embargo, el intelecto humano sigue siendo capaz de tener ideas que desmerecen muy poco de los milagros. —Se puso en pie lentamente hasta el máximo de su imponente talla—. Si ha terminado ya su pastel de cebolla y su vino quizá tenga la bondad de acompañarme a la sala del ordenador. He estado trabajando con suma diligencia en su problema y he logrado alcanzar ciertas conclusiones al respecto.

Tolly Mune se apresuró a levantarse.

—Vaya adelanto —le dijo.

—Es obvio —dijo Tuf—. Y resulta igualmente obvio que es capaz de salvarlos.

—¿Cómo en nuestro caso? ¿Tiene un segundo milagro guardado en la manga, Tuf?

—Fíjese bien —dijo Haviland Tuf. Oprimió una tecla y en una pantalla apareció un gráfico.

—¿Qué es? —le preguntó Tolly Mune.

—Los cálculos de hace cinco años —contestó él. Dax subió de un salto a su regazo. Tuf extendió la mano y acarició al gatito negro—. Los parámetros usados entonces eran las cifras correspondientes a la población s'uthlamesa de aquellos momentos y el crecimiento predecible por aquel entonces. Mi análisis indicaba que los recursos alimenticios adicionales introducidos en su sociedad, mediante lo que Cregor Blaxon tuvo la amabilidad de bautizar como el Florecimiento de Tuf, tendrían que haberles proporcionado como mínimo noventa y cuatro años antes de que el espectro del hambre, a escala planetaria, amenazara nuevamente a S'uthlam.

—Bueno, ese cálculo en concreto ha demostrado no tener más valor que una cazuela de alimañas hervidas —dijo Tolly Mune con cierta sequedad.

Tuf levantó el dedo. —Un hombre menos firme que yo podría sentirse levemente herido ante lo que esas palabras pueden llegar a implicar en cuanto a errores en mis cálculos. Por fortuna soy de naturaleza fría y tolerante y debo decirle que incurre usted en un grave error, Maestre de Puerto Mune. Mis predicciones eran todo lo precisas y correctas que era posible en ese momento.

—Entonces, ¿está diciéndome que no tenemos el desastre y el hambre contemplándonos a dieciocho años de distancia? Que tenemos, ¿cuánto ha dicho?, casi un siglo. —Meneó la cabeza—. Me gustaría creerle, pero...

—No he dicho tal cosa, Maestre de Puerto. Dentro de los márgenes tolerables de error, los últimos cálculos hechos en S'uthlam me han parecido perfectamente correctos, al menos por lo que he sido capaz de comprobar.

—No es posible que las dos predicciones sean correctas —dijo ella—. Es imposible, Tuf.

—Señora mía, se equivoca. Durante los cinco años transcurridos los parámetros han cambiado. Espere un segundo. —Extendió la mano y oprimió otro botón. Una nueva línea de aguda curvatura brotó en la pantalla—. Esta línea representa el incremento actual de la población en S'uthlam. Fíjese en su ascenso, Maestre de Puerto: la constante es asombrosa. Si fuera más inclinado a la poesía incluso me atrevería a decir que se remonta como una flecha hacia los cielos. Por fortuna no soy de temperamento propenso a tales debilidades. Soy un hombre incapaz de andarse con rodeos y siempre hablo en calidad de tal —levantó un dedo—. Antes de que sea posible tener la esperanza de rectificar su situación actual, es necesario entender cómo ha llegado a su estado presente. Estos cálculos resultan perfectamente claros. Hace cinco años empleé los recursos del Arca y, si se me permite la osadía de no hablar por una vez con mi habitual modestia, logré proporcionarles un servicio extraordinariamente eficiente. Los s'uthlameses no perdieron el tiempo y enseguida se dedicaron a deshacer todo lo que yo había conseguido. Permítame expresarlo de un modo sucinto, Maestre de Puerto. Apenas el Florecimiento hubo empezado a echar raíces, por así decirlo, su pueblo volvió corriendo a sus aposentos privados y dio rienda suelta a sus afanes de paternidad y a sus impulsos concupiscentes, empezando a reproducirse más aprisa que nunca. El tamaño medio de las familias es mayor ahora que hace cinco años en 0,0072 personas, y su ciudadano promedio se convierte en padre 0,0102 años antes que en mi primera visita. Quizá sueñe usted con protestar, diciendo que los cambios son muy pequeños, pero cuando ese factor se introduce en la colosal población de su mundo y es modificado además por todo el resto de parámetros relevantes, la diferencia resultante es dramática. La diferencia, para ser exactos, que va de noventa y cuatro años a dieciocho.

Tolly Mune contempló durante unos segundos las líneas que se entrecruzaban en la pantalla.

—¡Infiernos y maldición! —murmuró—. Tendría que haberlo imaginado, maldita sea. Por razones obvias esta información se considera como alto secreto pero, de todos modos, debía haberlo supuesto antes —apretó las manos hasta convertirlas en puños—. ¡Maldición e infierno! —repitió—. Creg convirtió ese condenado Florecimiento en un verdadero carnaval mediante los noticiarios y no me extraña que haya acabado pasando esto. ¿Por qué no tener hijos, ahora que el problema alimenticio ha sido resuelto? El maldito Primer Consejero lo ha dicho. Al fin han llegado los buenos tiempos, ¿no? Todos los malditos ceros han resultado ser, una vez más, unos malditos alarmistas antivida, los tecnócratas han logrado hacer otro milagro. ¿Cómo se puede dudar de que lo conseguirán una vez y otra y otra y otra...? Oh, sí. Por lo tanto, sé un buen miembro de la Iglesia, ten más hijos, ayuda a la humanidad para que evolucione hasta convertirse en un ente divino y culmine así su destino. ¿Eh? ¿Por qué no? —emitió un bufido asqueado—. Tuf, ¿por qué la gente actúa siempre como si fuera estúpida?

—Esa incógnita me resulta aún más indescifrable que el dilema de S'uthlam —dijo Tuf—, y me temo no estar preparado para resolverla. Mientras tanto y ya que se ha dedicado a repartir culpabilidades, Maestre de Puerto, creo que bien podría asignarse una parte. Fueran cuales fueran las engañosas impresiones transmitidas por el Primer Consejero, Cregor Blaxon, lo cierto es que para la mente colectiva de su pueblo fueron confirmadas por esa desgraciada frase final, puesta en boca del actor que me representaba en Tuf y Mune.

—De acuerdo, ¡maldita sea! Soy culpable, yo ayudé para que se llegara al embrollo actual. Pero todo eso queda en el pasado y la pregunta es, ¿qué podemos hacer ahora?

—Me temo que poca cosa —dijo Haviland Tuf con el rostro impasible—. Al menos usted.

—¿Y usted? Logró hacer una vez el milagro de los panes y los peces. ¿No puede servirnos una segunda ración de panes y peces, Tuf?

Haviland Tuf pestañeó.

—Ahora soy un ingeniero ecológico mucho más experimentado de lo que era en mi primer intento de lidiar con el problema de S'uthlam. Me encuentro más familiarizado con la gama de especies contenidas en la biblioteca celular del Arca y el efecto de cada una sobre los ecosistemas individuales. Incluso he sido capaz de aumentar levemente mi gama de muestras durante el curso de mis viajes y, ciertamente, puedo ayudarles —apagó las pantallas y cruzó las manos sobre el estómago—. Pero habrá un precio.

—¿Un precio? Ya le pagamos su maldito precio, ¿recuerda? Mis cuadrillas se encargaron de reparar su condenada nave.

—Lo hicieron, ciertamente, al igual que yo reparé su ecología. No estoy pidiendo nuevas reparaciones ni suministros para el Arca esta vez. Sin embargo parece que su gente ha estropeado nuevamente su ecología de tal modo que necesitan otra vez mis servicios y, por lo tanto, me parece igualmente equitativo que se me compense por los esfuerzos a realizar. Tengo muchos gastos y el principal de ellos sigue siendo mi formidable deuda al Puerto de S'uthlam. Mediante una incansable y agotadora labor, en mundos tan numerosos como dispersos, he logrado reunir la primera mitad de los treinta y tres millones de unidades base que se me impusieron como factura, pero aún me queda por pagar otra mitad y sólo tengo otros cinco años para conseguirla. ¿Puedo afirmar acaso que me resultará posible hacerlo? Quizá la próxima docena de mundos que visite gocen de ecologías sin tacha o quizá se hallen tan empobrecidos que me vea obligado a concederles fuertes descuentos, si es que pretendo ofrecerles mis servicios. Día y noche me atormenta mi inmensa deuda y, a menudo, interfiere en la claridad y precisión de mis pensamientos, haciéndome de ese modo menos efectivo en el ejercicio de mi profesión. A decir verdad, acabo de tener la repentina intuición de que si debo luchar con el vasto desafío representado por el actual problema de S'uthlam, podría actuar mucho mejor si mi mente estuviera despejada y libre de problemas.

Tolly Mune había estado esperando algo parecido. Ya se lo había mencionado a Creg y éste le había dicho que gozaba de libertad presupuestaria, dentro de ciertos límites. Pese a todo, Tolly Mune frunció el ceño.

—¿Cuánto quiere, Tuf?

—Me viene a la mente, como un rayo, la suma de diez millones —dijo él—. Dado que se trata de una cifra redonda podría ser fácilmente sustraída de mi factura sin plantear peliagudos problemas aritméticos.

—Es demasiado, ¡maldición! —dijo ella—. Quizá pudiera lograr que el Consejo estuviera de acuerdo en una reducción digamos que de... dos millones. No más.

—Pongámonos de acuerdo mejor en nueve millones —dijo Tuf. Uno de sus largos dedos rascó a Dax tras su diminuta oreja negra y el gato volvió silenciosamente sus ojos dorados hacia Tolly Mune.

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