Lugares donde se calma el dolor (54 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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Del año 1857 al 1924 llegaron a Argentina más de cinco millones de personas. El mayor contingente fue de italianos y después de españoles. Dos millones y medio los primeros y casi otros dos los segundos. Luego otros miles de franceses, judíos, austrohúngaros, alemanes, suizos, portugueses, belgas, holandeses. Muchos no tenían un oficio determinado. Aquí los registraban y trataban de colocarlos. Hay un ordenador donde aparecen los datos sobre cualquier individuo del cual sepamos su nombre: procedencia nacional, día de llegada al país, profesión y buque del cual desembarcó. En una oscura foto veo, repleto de comensales, este espacio diáfano por el cual paseo. Cientos de personas apiñadas con rostros famélicos. Qué rumor oceánico debían crear con sus murmullos. Nadie disfrutaba de intimidad. Usos, costumbres, aspiraciones, frustraciones, lenguas diversas, rostros asustados por haber sido arrojados de sus casas y puestos a la intemperie. Pregunto por los pisos. Me dicen que, en el primero, se alojaban las mujeres y los niños; mientras que, en el segundo y el tercero, estaban dedicados únicamente a los hombres, la masa humana más numerosa. La capacidad de cada planta era de mil personas, por lo que había permanentemente una población de tres mil individuos. El encargado me indica que el primero y segundo piso están cerrados debido al abandono en que se encuentran. Sin embargo, el tercero ha sido rehabilitado por una productora norteamericana para filmar allí una película sobre la historia de una familia siciliana que llega al puerto de Nueva York en los años veinte del siglo XX. El filme se llama
The Golden Door
. Recuerdo los versos de Emma Lazarus dedicados a la estatua de la libertad:
«Give me your tired, your poor, / Your huddled masses yearning to breathe free, / The wretched refuse of your teeming shore. I Send these, the homeless, tempesttossed to me: /1 lift my lamp beside the golden door!»
(«Dame tus abatidas, tus pobres, tus amontonadas / muchedumbres que ansían respirar libremente; / el desperdicio infeliz de tu rebosante playa; / mándame los desamparados, los batidos por la tempestad: / yo tengo mi lámpara en alto junto a la puerta dorada»). Versión de Juan Ramón Jiménez.

Mi informante no recuerda el nombre del director aunque sí el de la actriz protagonista, Charlotte Gainsbourg. Lo animo a que me muestre el set. Como me ve tan interesado y como no hay visitantes a quienes atender, se va a buscar las llaves. Comenzamos la ascensión por una de las dos amplias escaleras laterales. El pasamanos es metálico y está pintado de verde. Las escaleras de mármol están carcomidas por los miles de incisiones que dejaron en ellas tantas pisadas. Mi acompañante me advierte del peligro de resbalar, así como de los desprendimientos del techo y paredes. Me detengo, toco una de esas largas baldosas y la noto tan pulida como si fuera una escultura. El remate curvo que debió tener, se ha convertido en una especie de filo de navaja. Noto que podría rasgar las yemas de mis dedos por poco que los apretase contra su fría materia. La primera y segunda planta están cerradas y apuntaladas. Muchas de las ventanas, que dan al río y a los campos ganados a las aguas, hoy baldíos pero que fueron antaño astilleros, están sin cristales. Por fin culminamos la ascensión en el tercer y último piso. Es tan inmenso como la planta baja. Está dividido en cuatro perfectos cuadrados, uno a cada lado, dejando otro en el medio. Allí dispusieron los servicios comunes: los baños y una pequeña sala de estar. Al fondo del todo, al otro extremo, vislumbramos a una persona sentada. Mi acompañante la despierta de su sopor dándole un grito y extendiendo la mano, donde lleva un manojo de llaves que comienzan a tintinear como una campanilla. El hombre, perdido en aquel infinito horizonte, sin inmutarse, levanta otra de sus extremidades. «Es el vigilante contratado por los de la película —me dice mi guía; y añade—: aquí se trajeron objetos muy valiosos para el rodaje. Pintores, carpinteros y albañiles repararon toda la planta.» Me abre una puerta y la luz de los ventanales me deslumbra. En esa primera gran sala hay cientos de camas alineadas, una al lado de las otras, en varias hileras que apenas dejan un pasillo para moverse. «Éstas tienen sólo la parte baja, pero las verdaderas tenían literas. No había colchones para evitar la suciedad y los bichos. La gente yacía directamente encima de un cuero, que es el que se ve aquí.» En el suelo aún están las marcas que indican el recorrido que la cámara debió hacer, pero este lugar ya cumplió con su papel en el filme. Los ventanales ofrecen una magnífica vista al pequeño malecón donde se botaban los barcos. Una barcaza yace abandonada como si hubiese encontrado su pecio. También se divisa una alta chimenea roja y, poco más allá, el gran río de color achocolatado. Una vista reposada, tranquilizadora que, sin embargo, para muchas de aquellas gentes debió de ser inquietante. «Algunos no soportaron la tristeza y se lanzaron al vacío.» «¿Cuántos?, le pregunto a mi interlocutor. Duda y me responde»: «Creo que en esos años fueron una docena». En Ellis Island, en donde precisamente ahora nos encontramos debido a la magia del cine, se quitaron la vida más de tres mil inmigrantes durante el periodo comprendido entre los años 1892 al 1924. La Golden Door inició su decadencia a partir de la primera guerra mundial. En 1924, la isla sólo se dedicó a centro de detención de inmigrantes irregulares y prisión de gentes acusadas de propaganda y militancia fascista o comunista. Durante esas tres décadas en las que Estados Unidos permitió —como Argentina— la llegada masiva de personas, pasaron por la Oficina Federal de Inmigración más de dieciséis millones de almas. A Ellis Island —Samuel Ellis había sido uno de los propietarios— se la conocía como la Isla de las Lágrimas. Antes, los indios la conocían como la Isla de las Gaviotas; los holandeses, como la Isla de las Ostras; y, mientras hubo memoria del ahorcamiento de un pirata, se la denominó Isla de la Horca. Ellis Island está en la desembocadura del Hudson, junto a la otra isla que sostiene la estatua de la libertad. Los inmigrantes que llegaban a Ellis Island, como quienes arribaban a este hotel de inmigrantes bonaerense, venían aplastados, oprimidos, avasallados, masacrados, explotados, hambreados, asolados, diezmados, condenados por problemas raciales, religiosos o políticos. A Ellis Island llegaron, fundamentalmente, irlandeses, italianos, armenios, griegos, turcos, judíos, austrohúngaros, etc… Salían de los mismos puertos de Hamburgo, Bremen, Le Havre, Liverpool, Palermo, Estambul, Marsella, Génova o Cádiz. Venían en el
Lusitania
, el
Giuseppe Verdi
o hasta el mismísimo
Titanic
, que nunca llegó a su destino. Pero entre los dos países hubo una diferencia esencial. En ambos lugares, tan semejantes y tan distantes a la vez, se les inspeccionaba médicamente para rechazar a los enfermos — a quienes se les marcaba con una tiza en el hombro como señal fatídica— y se les interrogaba como a delincuentes. Pero en Argentina siempre se les respetaron sus nombres y apellidos; mientras que, en Estados Unidos, los propios policías los rebautizaban con nombres más «adecuados» a la tierra de promisión. Muchos fueron forzados a esta pérdida definitiva de su identidad, pero otros pensaron que ese renunciar a las raíces significaba la mejor forma de integrarse en el Paraíso. Ellis Island, como este hotel de inmigrantes, fue cerrada en la década de los cincuenta del pasado siglo. La isla, abandonada durante años, fue desvalijada por chatarreros. Parecido destino tuvo este inmueble. De nuevo escucho el silencio convertido en un murmullo de voces. Oigo las respiraciones nocturnas, las toses, los suspiros, los llantos secos. Jean Laroche escribió estos versos: «Una casa erigida en el corazón / Mi catedral de silencio». Me recuesto en una de esas camas y alzo la vista hacia el techo. ¿Qué es la patria? debieron de pensar tantos. Y tantos debieron de llegar a la misma conclusión de Jean Améry, él mismo un exiliado del mundo. La patria es algo necesario cuanto menos se tiene. Sólo es negativo, en el exilio, en la emigración, sólo se puede saber.

Atravesamos el pasillo y llegamos a la parte central. Allí se encontraban los baños y, para el rodaje de la película, se han montado unas duchas. En el lateral de enfrente hay unas mesas de mármol y unos bancos de madera. En el mármol hay inscritos nombres, fechas y lugares de procedencia. Mi acompañante, cuyos antepasados llegaron de la frontera franco-alemana, pasa las yemas de los dedos por los trazos y me dice: «Quizás mis abuelos estuvieron aquí sentados». Me asomo de nuevo a los ventanales. ¿La patria no es también un paisaje? Para mí —como para Améry o W. G. Sebald— el paisaje de la patria es un conglomerado de lo vivido y lo leído; pero para un campesino analfabeto la patria estaba simbolizada en los bosques, los ríos, las nieblas o el mar de su tierra originaria. Y aquí empezaba la nostalgia, «la difusa abstracción de un
mal du pays
provocado por todas las menudencias imaginables, que quizá podrían compararse mejor con ese dolor fantasma en miembros que han sido ya amputados» (Améry-Sebald en el libro de este último titulado
Pútrida patria)
. Mi guía, con el manojo de llaves, va abriendo y cerrando puertas. ¿Cuántas habré abierto y cerrado yo mismo? ¿Cuántos umbrales he traspasado? Porfirio en
El antro de las ninfas
escribe: «Un umbral es cosa sagrada». Este umbral abierto a la nueva vida es todo él mismo un lugar sagrado. Finalmente llegamos a donde el hombre está sentado. Se saca los auriculares de los oídos, nos da la mano y nos deja entrar en otra sala. En el filme este espacio representa la enfermería. Mobiliario de época, objetos médicos de gran valor prestados por coleccionistas locales, mesas llenas de fichas. Todos los equipos de rodaje, actores, extras —unos trescientos vestidos de época— y trabajadores de la producción se han trasladado a rodar a otro lugar de Buenos Aires. El guarda está día y noche. Nos confiesa que no siente miedo de esta soledad inmensa de los espacios vacíos, y que, cuando a veces le entra algún temor, saca de su cartera la foto que la Gainsbourg le ha dedicado y se pone a contemplarla.

«Nada se asemeja más a un lugar abandonado / que otro lugar abandonado», escribe Georges Perec. El escritor francés, junto con Robert Bober, visitó Ellis Island en el año 1978. Allí rodaron un documental para el Institut national de l'audiovisuel. Paseando por este lugar de la memoria me acuerdo de unos versos de Perec: «Hemos recorrido decenas / y decenas de pasillos, / visitando decenas y / decenas de salas, habitaciones / de todas dimensiones, corredores, / oficinas, habitaciones, / bodegas, baños, / cuchitriles, depósitos, / y cada vez preguntándonos, / intentando representarnos / lo que allí pasaba, ¿a qué / se parecía, quién venía, y por qué, / quién recorría los pasillos, / quién subía esas escaleras, / quién esperaba sobre esos bancos, / cómo transcurrían esas horas / y esos días / cómo hacía toda esa gente / para alimentarse, lavarse, / acostarse, vestirse? / No tiene sentido querer / hacer hablar a esas imágenes, / forzarlas a decir aquello que no / sabrían decir…».

El hotel de inmigrantes de Buenos Aires y Ellis Island de Nueva York son hoy dos museos. Museos del silencio más que de otra cosa, pues ninguno de los objetos allí reunidos es capaz de expresar el desgarramiento humano. Errancia, dispersión, diáspora. «¿Dónde queda América? No sé. / Sólo sé que está lejos, horriblemente lejos. / Hay que viajar mucho para llegar hasta allí…», escribe Scholem Aleihem.

Bajamos hacia los antiguos comedores y, al pisar el último escalón, el encargado me pide que espere allí un momento. Desaparece por un instante y regresa con una baldosa entre las manos. «Estuvo en los pasillos de la primera planta desde que se levantó el edificio. La pisaron miles de personas. Guárdela como recuerdo». La toco y es como si me entregase una tablilla asiria o romana. No hay nada escrito en su superficie, pero siento el latido de aquellos pasos como si palpitaran ahora en mi corazón. Al salir de nuevo al jardín meto mis manos en los bolsillos del abrigo. En el derecho encuentro un pasaje para irme lejos de mí, como yo mismo de mí mismo.

Montague Street (Nueva York)

No sé por qué, 2004 ha sido el año que más puentes he atravesado. Crucé el Moldava por el Puente de Carlos. Crucé el Neva por el Puente de la Trinidad. Crucé el Danubio por el Puente de los Leones. Crucé el Moscova por el Puente Novoarbatski. Crucé el Sava por el Puente de Branko. Crucé el Tíber por el Ponte Sant'Angelo. Crucé el Sena por el Puente Mirabeau. Crucé los puentes de hierro oxidado sobre el inmenso Paraná, en Gualeguaychú, y el no menos caudaloso río Santa Lucía a la entrada del antiguo Montevideo. Y ahora estoy atravesando el East River por el Puente de Brooklyn. ¿Cuál de ellos será el puente de mis sueños? Aún me quedan otros muchos puentes y ríos por transitar. El verano está agónico, pero se prolonga en la luz del atardecer. Dejamos atrás Manhattan y vamos hacia Brooklyn, pisando los tablones de madera del paso de peatones. Está a unos seis metros por encima del asfalto, rodado permanentemente por infinidad de automóviles. Desde aquí un suicida no podría alcanzar las aguas benéficas, sino que se estrellaría sobre los capós. Alcanzaría entonces una muerte más burda, menos heroica. ¿Qué pensaría Houdini o Robert Odlum? Este último fue el primero en saltar desde el puente. No lo hizo por ninguna causa justa, sólo por ganar una apuesta. La ganó, pero apenas tuvo tiempo para disfrutarla pues, a las pocas horas de llevar a cabo esta calculada proeza, murió repentinamente. Era mayo de 1885. El puente colgante, diseñado por John A. Roebling, llevaba ya dos años funcionando. Desde el paso elevado, los peatones, que vamos siendo rebasados por los corredores y ciclistas, tenemos más a mano toda la compleja nervadura de cables. Mis nervios, a veces tan tensos como estas cuerdas de acero, se distienden a medida que avanzo pisando cada sajado tronco. Sentado en uno de los bancos, colocados a cada poco, observo los cables inclinados y los cables verticales de suspensión sosteniendo las vigas del tablero. Estoy inmóvil en el aire, a mitad de camino entre Manhattan y Brooklyn. El East River a mis pies: denso, deshabitado, sin fluir. Así mi sangre. Y una poca brisa levantando las faldas de las escolares. Como el ombligo de aquella joven, a mitad de camino entre la camiseta encogida y el comienzo de su pubis, marcado por el caído pantalón, así estoy yo en medio del puente. Los dobles arcos neogóticos de Manhattan despidiéndome, esperándome los de Brooklyn. Esta mitad del camino, este poder elegir entre continuar o regresar, esta tierra de nadie en medio del aire es, como escribió Whitman, la mejor medicina para el alma. No podía ser menos. ¿No es el alma también algo aéreo? Sentado en este banco, en medio del puente, el atasco detiene una gran limusina negra justo entre los intersticios del maderamen. Va hacia Brooklyn pero regresará a Manhattan y así sucesivamente. Aquí siento cómo el eje de mi vida se desplaza desde el pasado al presente y los cuatro ojos de los arcos conciben mi futuro. Las torres del puente, a uno y otro lado, a pesar de la neblina están claramente definidas. Son hermanas gemelas de los otros gigantes. ¿Sueño despierto, o más bien despierto del sueño? Estoy a mitad del camino y remoloneo. Mis amigos toman asiento junto a mí, mientras uno hace una foto que es velada por una ciclista que pasa sin detenerse.
«Sorry! Sorry!»
, grita, levantando los brazos del manillar. Al menos se quedó en nosotros algo impreso de su fresco rostro.

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