En 1910, los casi diez mil judíos triestinos hablaban italiano, alemán, checo, polaco y otras lenguas como el judeo-español.
Il Corriere Israelitico
anunció en 1908 la construcción de la nueva sinagoga y su finalización cuatro años después. La comunidad hebrea estaba muy dividida en clases sociales, en razas (germanos contra sefarditas y orientales), en ideas políticas (progresistas contra conservadores y religiosos), sobre asuntos estatales (proitalianos y proaustriacos; los primeros burgueses y los segundos ricos). Antes de que el nazismo llegara para igualarlos a todos frente a la muerte, muchos judíos triestinos como Svevo o Saba se habían acercado al cristianismo, otros se habían integrado en la laicidad y muchos habían optado por el camino del suicidio. Todo esto quedó muy bien reflejado por Joyce en el
Ulises
, donde Bloom tiene remordimientos por no respetar la herencia judía, que él enraizaba en grandes intelectuales como Maimónides, Spinoza o Marx. Trieste, como otros muchos lugares, estaba lleno de antisemitas, a pesar de la aparente buena convivencia. Los curas católicos lo alentaban, lo mismo que publicaciones como:
La Coda del Diavolo, L'Avvenire, L'Amico, L'Avanti! o Il Sole
. Atacaban a los judíos por su cosmopolitismo y el escaso patriotismo proitaliano. En «Los cíclopes», el ciudadano le pregunta a Bloom: «¿Cuál es su nación?, ¿sabe cuál es su país?».
Freud y Schmitz, que era tío del doctor Edoardo Weiss, discípulo del psicoanalista vienés, creyeron en esa nueva cura de los dolores psíquicos del hombre. Todos eran judíos. Joyce nunca tomó en serio el psicoanálisis. Joyce leyó
Sexo y carácter
, del suicida antisemita y antifeminista, Weininger. Le influyó en Molly Bloom en unsentido positivo y no negativo, tomar el sexo como una celebración y no como una culpa dolorosa, y perpetua. El mismo Joyce se enamoró platónicamente de su joven alumna judía, Amalia Popper.
Me despido en la gran sinagoga de mi guía, un anciano que se libró de la muerte por la hermandad ciudadana de Trieste. Él me recuerda un verso de Jeremías: «Busca el bien de la ciudad que te acoge y reza al Señor por quienes la habitan».
A Joyce le gustaba el Bora, ese viento frío triestino. En
Finnegan's Wake
juega con su nombre y su sonido. Por el contrario, le desagradaba el viento cálido y desértico del Siroco. Durante mis días de estancia en esta ciudad no he conocido ni uno ni otro. Tenía más posibilidades de encontrarme con el Bora pues era su estación, el invierno; mientras que el Siroco suele aparecer por primavera. Claudio Magris viene a recogernos en su coche al Hotel Jolly, en el Corso Cavour número, 7, y nos lleva, a Mercedes y a mí, hacia el Carso, en las afueras de la ciudad. Es una gran montaña formada por roca calcárea, cuya principal característica es la permeabilidad. El Carso triestino se extiende desde Monfalcone hasta Val Rosandra, a sus espaldas está la mar de Muggia. Nos alejamos de la carretera general, en donde un cartel indica la dirección de Viena y empezamos a ir por carreteras secundarias. Paramos en algunas tabernas del camino para probar los vinos y viandas locales, y voy comprobando cómo el italiano se va mezclando ya y compartiendo espacio con el esloveno. Grutas y pozos salen al camino, lo mismo que pinos, encinas, laureles y castaños. Avisos nos previenen de ciervos, zorros, jabalíes y tejones. Por los aires algunas bandadas de aves de rapiña. El coche entonces emprende una penosa y curvilínea ascensión hasta que llega a una gran plaza presidida por la alta torre de una iglesia. Estamos ya a mucha altura sobre el nivel del mar y desde aquí se divisa la costa por un lado y, por el otro, una gran extensión de roca viva, blanca, como si estuviera cortada en miles de esquirlas semejantes a relucientes fragmentos de mármol. Me quedo más tiempo contemplando este paisaje duro y cruel que el otro, dulcificado por la línea marina del horizonte. Claudio me señala los sucesivos barrancos y me indica que por allí está Eslovenia. Estas piedras parecen haberse caído de algunas alforjas del Creador. También se asemejan a lágrimas de sal lloradas por algún amor muerto de anteriores dioses mitológicos. Quizá el Carso sea el lugar adonde vienen a parar los huesos ya pelados de la humanidad y aquí se mezclan con las ruinas de todos los tiempos y edades que el mundo va acumulando. Más que una cantera es un depósito. Uno de los poemas que más me gustan de Yeats es el que le dedicó a su mujer, George. El poeta irlandés compró una torre en ruinas, la reconstruyó y se la regaló a su esposa junto con estos versos que colocó en una placa: «Yo, William Yeats, poeta, / con tablas de molino viejas, / pizarra verdemar y forjados de Gort, / restauré esta torre para mi mujer, George; / que estos caracteres subsistan / cuando todo vuelva a ser ruina»,
«When all is ruin once again»
. Quizá aquí, en esta parte del Carso que contemplo, están apiladas las ruinas de las ruinas de todo el pasado. «Carso» quiere decir roca en lengua celta, vida de roca. ¿Están vivos estos blancos y áridos huesos del mundo? Pero el Carso no necesita de Yeats para cantar su desolada belleza desgarrada, él tiene a su propio poeta, Scipio Slataper. Un escritor apenas conocido fuera de esta geografía. Slataper murió en el frente, durante la primera guerra mundial. Era el mes de diciembre del año 1915. Aún no había cumplido treinta años. Este eslavo, bárbaro, nacido en Trieste, proitaliano, escribió una autobiografía lírica titulada
Il mio Carso
, publicada en 1912. En esta altiplanicie rocosa y desolada había pasado parte de su juventud: «Yo quisiera decirle: nací en el Carso, en una choza con techo de cañas, ennegrecida por la lluvia y el humo…». El Carso representaba para él el lugar simbólico de encuentro entre el norte (el mundo eslavo) y el sur (el mundo latino). Y él estaba en medio asumiendo esa naturaleza bárbara, sin paisaje, con la otra no menos cercana de la campiña dulce y suave. ¿El
lungomare o
el monte Kal? ¿La montaña o la ciudad? Patrizia Lombardo comenta que «el Carso, la montaña, adquiere entonces, una vez más, todo su valor simbólico de lugar de origen: puro, perfecto, bárbaro. De allí se desciende, porque no es posible permanecer, salvo para hacer una opción estética, como el poeta de
La montaña
de Ibsen. Para Slataper, hay que mezclarse con la ciudad. Zaratustra-Pennadoro no se puede quedar en la montaña, pues la ciudad, aunque tediosa, es bella, rica, activa. La ciudad y la montaña no se oponen, sino que entablan una relación fundamental de reconocimiento, pues una y otra son indispensables para vivir moralmente». ¿Contemplo también desde este mirador los huesos de Slataper mezclados con estas piedras? Il
mio Carso
se lo dedicó a su amiga Gioietta, que se pegó un tiro en Trieste dos años antes de publicarse el libro. Como despedida, la muchacha sólo dejó manuscritas unas palabras de amor para Slataper. ¿Palabras de amor o de acusación? Slataper las tomó como de invitación a la muerte y, desde entonces, el suicidio le rondó permanentemente por la cabeza. Esta muerte constituye el tema esencial de la tercera parte del libro.
El Carso es también, sobre todo, una frontera. ¿Cómo es posible caminar sobre un roquedal semejante, cuya mirada deslumbra por una blancura que compite con la de la nieve? Identidad de frontera: madre, patria, lengua, naturaleza. El microcosmos engendra claustrofobia, pero como escribe otro raro intelectual triestino y judío, Robert Bazlen, también el cosmos provoca la misma sensación. Otro poeta que cantó este espacio desolado fue el esloveno Srecko Kosovel, nacido en Sesana, en el año 1904, a quince kilómetros de Trieste, y muerto prematuramente en 1926. Su obra principal es el poemario que también lleva por título Il
Carso
.
La iglesia a la que hemos llegado es la de Monrupino, surgida entre antiguas fortificaciones. Su alta torre, con el campanario y un gran reloj, le da una identidad muy propia. ¿Es ésta semejante a la de Yeats? Una inscripción en esloveno, firmada en 1828, remonta los orígenes de cualquier construcción levantada en estos parajes, al siglo X después de Cristo. Santa Maria de Reypen se alzó a comienzos del siglo XIV y fue remodelada en el XVI. Iglesia y fortaleza resistieron las incursiones turcas. Hoy se alza sólida y firme frente al Bora y las inclemencias del tiempo. La iglesia está abierta y, del interior, por donde circulamos, destaca la imagen pintada de la Virgen María coronada, llevando en brazos al Niño Jesús, igualmente coronado. La Madre de Dios flota sobre nubes sostenidas por un grupo de ángeles. La bellísima tabla pintada, fue llevada a cabo por la artista triestina Maria Candido en el siglo XVIII. El culto mariano es seguido por eslovenos e italianos con devoción. Este lugar, a pesar de que, ahora, está vacío y solitario, atrae muchas peregrinaciones. Desde esta colina, conocida como Tabor, Claudio nos va señalando los puntos cardinales. La vista hacia el sur se pierde junto al castillo San Servolo y el monte Taiano. Al oeste se vislumbra el mar Adriático, el estuario del río Isonzo, la ciudadela de Grado y la isla Barbana. Venecia y su laguna no están muy lejos, lo mismo que los Dolomitas, alzados en medio de la llanura friulana. Hacia el oriente se levanta el majestuoso Nanos, un poco a la izquierda el monte Caven y el altiplano ocupado por la Selva Tarnova.
Miro de nuevo los cráneos, las costillas, los capiteles y las columnas rotas arrojadas en el Carso. Aquí ya todo ha vuelto a ser ruina, escombros del mundo, huesos apilados. Como Hécuba, esculpida en algunos bajorrelieves, inclino la cabeza hacia el suelo y me llevo la mano derecha hacia la frente, como suele hacerse en caso de una honda tristeza, o cuando uno está entregado a la reflexión. La infortunada reina, sumida en un profundo dolor, fue junto al cuerpo desfigurado de Héctor, pero sin verter lágrimas, como yo ahora junto a estas rocas que se asemejan a tantos rostros y ciudades derrumbadas. Sin verter lágrimas, porque siempre que la aflicción alcanza el grado de la desesperación, las lágrimas no pueden salir. Así Séneca hizo decir a Andrómaca los siguientes versos: «…
Leviaperpessae sumus, /si flendapatimur»
(«No es muy grande el dolor / si podemos llorar»).
La belleza de la bahía de Nápoles hiere. La belleza de la bahía de Trieste inquieta. La belleza también puede causar dolor. Un dolor desconocido e incomprensible. «Porque lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible, justo lo que nosotros todavía podemos soportar», escribe Rainer Maria Rilke en la primera elegía. El poeta checo frecuentó de Italia: Nápoles (vivió en Capri), Venecia y Trieste. Quizá por razones más materiales que espirituales, escogió la protección de la princesa Marie Von Thurn und Taxis y habitó por más tiempo el castillo de Duino, encaramado en un alto roquedal sobre la bahía triestina. Aquí estuvo en abril del año 1910 y pasó los inviernos de los años 1911-1912 y 1914.
Las Elegías de Duino
se iniciaron un 21 de enero del año 1912 y las finalizó diez años después, un once de febrero de 1922. De regreso de El Carso, Claudio Magris nos conduce hasta el Duino. Cuando piso estas tierras aún quedan seis años para cumplirse un siglo del comienzo de la redacción de los poemas. Primero Claudio nos enseña la pequeña playa donde tantas veces se ha bañado desde su juventud. Luego subimos al castillo y después emprendemos el camino que el poeta llevaba cotidianamente a cabo a lo largo de la costa. Lo que más impresiona es la altura y el despeñadero sobre el Adriático. Así se entiende el grito del poeta: «Un instante tan sólo pero ¡a qué altura!». Las Elegías rilkeanas quizá surgieron de ese vértigo. Al menos las que escribió aquí, las tres primeras. También ideó entre estos paisajes la octava y la décima y última. Uno de sus mejores intérpretes, el poeta francés Philippe Jaccottet, afirma que Rilke quedó aterrado ante este castillo-fortaleza del que se sintió prisionero. Prisionero también el castillo, rehén a la vez de la naturaleza terrestre y marina en medio de la cual había sido levantado. Franco Rella habla de no-lugar, mientras que el propio Rilke en la VIII Elegía dice «… Siempre hay mundo / y nunca Ninguna Parte sin No: lo puro, / no vigilado que el hombre respira y sabe / infinitamente y no codicia…». W. H. Auden lo interpretaba así en la tercera parte de la
Carta de Año Nuevo: «…
Porque la máquina ha hablado bien alto / y ante la muchedumbre ha declarado / el secreto que fue verdad de siempre / pero antes conocían una élite / y a todos ha obligado a aceptar / que la norma del hombre es soledad, / que cada uno hace su viaje a solas / en busca de la piedra milagrosa, / el “Lugar-sin-un-No” que construirá / la justicia de toda sociedad». Ante las revoluciones de todo tipo del mundo moderno (políticas, científicas, culturales y espirituales), la patria,
Heimat
, se convierte en
Unheimliche
, extrañamiento. Y añade Rella: «El caos de los caminos, sus volutas laberínticas se abren de pronto, como ya lo dijo Baudelaire al comienzo de la época de las metrópolis, en abismos de silencio, en tierras vírgenes, en lo desconocido, en este lugar, donde se puede decir, con Montale
(Ossi di Seppia)
: “Los sentidos me faltan al igual que el sentido. No tengo límites”».
Avanzamos Mercedes, Claudio y yo por el estrecho sendero. A la derecha los tajos rocosos y el mar que, en ese momento, permanece en calma y acunado —como en el poema de Giorgos Seferis— por un rayo de sol en invierno: «Ya hace años dijiste: “Soy en el fondo una cuestión de luz”». A la izquierda un bosque rebelde al Bora y al Siroco. Al frío viento que desciende del Carso y al cálido que sopla desde el sur. Ambos ablandan las almas y las vuelven más tristes. Pocos abismos tan reales como éste, aunque Rilke quedó aquí suspendido de la irrealidad. El templo del ser se encontraba a medio camino entre las fuerzas del cielo y las del Averno, pues la bahía de Trieste, desde esta altura, parece un gigantesco cráter a punto de vomitar ciudades sumergidas. El
anima doppia
se reparte entre ambos mundos. La naturaleza tiene una vida propia que ni siquiera los ángeles llegan a controlar. Los ángeles son también espíritus dubitativos. Poeta, voces de ángeles, voces de la naturaleza, sólo se pueden escuchar en esta soledad total. Entre medias de la escritura de las
Elegías
, Rilke viajó a España, a Toledo y a Ronda. De nuevo encontró otros despeñaderos y conoció los delgados ángeles del Greco. En Ronda, en el invierno del año 1913, inició la VI Elegía, aquella que comienza (todas en la magnífica versión de Barjau) «Higuera, cuánto tiempo hace ya que significa algo para mí / que tú, casi del todo, saltes por encima de la floración / y empujes al interior de tu resuelto fruto, decidido antes de tiempo, / sin gloria, tu puro secreto». La higuera prescinde de la flor y da sus frutos, mientras que la flor significa la dimensión externa e inesencial de la vida humana. Por el camino creo verlas como escondidas, creciendo salvajemente. Las
Elegías
fueron, como el poeta le comentó a su anfitriona, «una tempestad sin nombre, un huracán espiritual». Se pasó toda la vida buscando un paisaje idóneo para cada estado de ánimo de su espíritu, que sólo era un espacio interior, «… arroja de tus brazos el vacío / y añádelo a los espacios que respiramos…». En los
Sonetos a Orfeo
(en el primer poema de la segunda parte) vuelve a insistir en esta idea: «Cuántos de estos sitios de los espacios estuvieron ya / dentro de mí […]. ¿Me reconoces, aire, tú que estás lleno aún de lugares, que antaño fueron míos?».