Lugares donde se calma el dolor (21 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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Prezioso había nacido en Trieste en el año 1869. Soldado, abogado y diplomático, lo dejó todo para ocuparse de
Il Piccolo
e
Il Piccolo della Sera
. Estaba casado y tenía dos hijos. A partir del año 1894 había comenzado a colaborar con
Il Piccolo
traduciendo notas y telegramas, pues conocía varias lenguas. Luego, en 1896, se le nombró redactor y más adelante adquirió las máximas responsabilidades en la redacción. Cuando estalló la primera guerra mundial, Prezioso intervino como mediador entre Italia y Austria, sin resultados positivos. En el año 1915, el mismo de la marcha de los Joyce, partió de Trieste con su familia. Murió en Lombardía quince años después, en 1930.

Paseo por la Piazza San Antonio Nuovo, por la Via Spiridione, por la Via Dante, y allí están los mismos edificios que fueron testigos mudos de aquella contienda. Como dice Kafka: «Esas casas son más sabias que la gente que las contempla». Si Nora hubiera aceptado aquella propuesta, ¿qué hubiera sucedido? ¿Hubiera sido Joyce el mismo sin su «fregona» esposa. De aceptarlo, seguramente lo hubiera hecho para vengarse de la mala vida que le daba su marido.

Camino de la nueva redacción de
Il Piccolo
, me acerco hasta la Piazza Goldoni, número 1. El Palazzo Tonello conserva su portada de columnas, que sostienen un bello balcón. El resto del edificio parece haber sido modificado. Quizá lo varió aquel incendio. Los bajos son comerciales y de la primera planta cuelga una pancarta en donde está escrita:
«Unione degli Istriani libera provincia»
. La puerta se encuentra cerrada. Al hablar por el contestador automático desconfían de mi acento y no me abren. Aquí tiene su base el partido político que reclama la anexión a Italia de toda la península de Istria. Doy la vuelta al edificio, atravieso la Via Silvio Pellico y en el inmueble que hace de trasera con el palacio veo un gran anuncio del periódico formado con azulejos de colores. Bajando por el Corso Italia llego a la Piazza della Borsa. Este edificio neoclásico se levantó sobre un terreno ganado al antiguo Canal Piccolo. A la derecha de la obra que el arquitecto Mollari levantó a finales del siglo XVIII y principios del XIX, está el palazzo Dreher, de estilo barroco, que hoy alberga la nueva Bolsa. De fachada curva, fue adaptado a su nueva función a finales de los años veinte del pasado siglo por los arquitectos Geiringer y Pulitzer. El centro de esta plaza, una de las más bellas y emblemáticas de Trieste, lo preside una columna que sostiene la estatua en bronce del emperador Leopoldo I, en recuerdo de su visita realizada a la ciudad, a mediados del siglo XVII. Subo a la gran sala, que está tal cual la vio Joyce: marmórea, fría y diáfana, con vistas entrecortadas por las cuatro columnas que sostienen el frontón, que alberga un reloj. Caminando por la Via Canale Piccolo salgo a la Piazza Tommaseo, donde está desde hace mucho más de un siglo el café del mismo nombre, uno de los más antiguos e históricos de Trieste. A su lado la iglesia greco-ortodoxa de San Nicolo dei Greci. De aquí regreso de nuevo al mar y me dirijo hacia la Lanterna, el viejo faro, pasando por delante del Teatro Verdi, la Piazza Unitá d'Italia y el Museo Civico Aquario Marino. Caminando durante un rato por toda la línea portuaria llego a la vieja estación Campo Marzio, ahora convertida en un museo ferroviario. Desde aquí me señalan la Via Reni.

Maria Cristina me recibe en la redacción de
Il Piccolo
, me presenta a algunos de sus compañeros y me acompaña hasta el departamento de documentación, donde puedo tocar el viejo papel de los amarillentos periódicos. La firma de Joyce sobresale en el marasmo de informaciones. Pocas satisfacciones tuvo en vida como la de verse impreso en estas hojas. Son los primeros documentos que acreditan el valor de un escritor a quien le costó no sólo serlo, sino también demostrarlo.

Días después, ya en Milán, tras atravesar el lago de Garda y contemplar la empalagosa mansión de D'Annunzio, visito, acompañado de Sebastiano Grasso, la redacción del viejo
Corriere della Sera
. Penetro por la misma puerta que debieron hacerlo tantas veces Montale o Buzzati, subo una escalera antigua de madera y veo colgados en la pared los retratos de tantos y tantos ilustres periodistas y colaboradores: Capuana, Pirandello, Quasimodo, Brancati, Calvino, Cardarelli, Croce, Natalia Ginzburg, Malaparte, Moravia, Pasolini. Sólo falta la de Joyce.

Via della Catedrale (Trieste)

Abandono la catedral de San Giusto dejando en su laberinto cismático a los carlistas que aquí tuvieron acogida en vida y que para su muerte encontraron este magnífico decorado. Discretos, yacen en una capilla cercana al altar mayor, reclamando, a través de los epitafios, sus orígenes reales. Me gusta el interior de San Giusto por esa mezcla de iglesia paleocristiana —no lo es, pues procede del siglo XIII, aunque hubo antes otras dos iglesias románicas fundidas en la actual—, ortodoxa y bizantina. El ábside con el gran mosaico del pantocrátor pisando a la serpiente y el dragón es bellísimo. También lo son los frescos enmarcados entre las columnas que sostienen la bóveda. No lo es menos el ábside del Santísimo con el mosaico de la Madonna rodeada de arcángeles y a sus pies un grupo de apóstoles. Uno y otro fueron realizados entre los siglos XII y XIII. En la capilla del Tesoro se custodian las reliquias de San Giusto, guardadas en un arcón de plata. Entre otras, su propia cabeza. Y pinturas y pinturas del medioevo y del renacimiento esparcidas por diversas estancias. En una, el santo patrón de la ciudad sostiene entre las manos una maqueta de la villa. En la capilla de San Giovanni la gran pila bautismal del siglo IX, un brocal hexagonal, está rodeada de frescos pintados en el siglo XIV donde se cuentan la vida del mártir. Existe otra pila realizada en madera, del siglo XIII, junto a un capitel romano de la cercana ciudad, hoy croata, de Pola. ¿Qué impresión debió causarle este templo a James Joyce? El irlandés frecuentó más la ciudad baja, la cercana al mar, y descuidó estos otros lugares alejados del centro y de ascensión tortuosa. Sin embargo aquí asistió a la boda de su hermana Eileen. Joyce arrastró a Trieste a su hermano Stanislaus y a sus hermanas Eva y Eileen. Eva era muy católica y pronto regresó a Irlanda. Stanislaus murió en los años cincuenta del pasado siglo en esta ciudad y su hermana Eileen contrajo aquí matrimonio, poco antes de estallar la primera guerra mundial, con un joven empleado bancario checo llamado Frantisek Schaurek, que fue alumno de James. La pareja se conoció cuando los Joyces habitaban en la Via Donato Bramante. En la Catedral de San Giusto los casó un párroco declaradamente antisemita. James, que ofició de padrino de la novia, tuvo que pedir prestada la ropa de gala. Parece ser que no le sentaba muy bien. La pareja no fue feliz y tuvo un final trágico. Después de la ceremonia partieron hacia Praga. El novio tenía que cumplir el servicio militar. Tras la guerra regresaron a Trieste. Frantisek cometió un desfalco y se pegó un tiro en ausencia de la esposa y los dos hijos que iban camino de Irlanda.

En el atrio, Joyce y sus familiares debieron esperar el inicio de la ceremonia contemplando esta vista marina que yo ahora admiro. La inmensa bahía de Trieste se extiende sin línea del horizonte. A un lado, la torre del campanario, llena de incrustaciones de lápidas romanas; y al otro, la entrada principal de la catedral, bajo el rosetón, está enmarcada por una gran estela sepulcral romana de casi cuatro metros de altura, con los bustos en sus nichos de la familia Barbia. A pesar de la antigüedad, a pesar del destierro del camposanto, a pesar de las inclemencias y de las heridas del tiempo, los Barbia contemplaron tan indiferentemente a la familia Joyce como ahora me contemplan a mí. Paseo por el atrio, en cuyo centro hay un viejo árbol deshojado por el invierno, y vuelvo a subir los escalones de la entrada principal del templo. Me quedo por un instante entre las jambas, como si mi cabeza ya fuera una más de las que están allí en piedra.

Sin saber qué rumbo tomar, bajo por una empinada cuesta que se desliza justo en frente de la catedral. A mano izquierda observo un gran muro y, tras él, una especie de museo arqueológico al aire libre. Busco la entrada principal. Está cerrada. Un aviso me indica que, a mitad de la cuesta, se puede penetrar en el Orto Lapidario y en el Civico Museo di Storia ed Arte. Entro en una especie de convento, bajo las escaleras y, al salir de nuevo a la luz, me encuentro a muchos metros por debajo del nivel de la calle. El Orto Lapidario tiene varios niveles de terrazas. En este jardín que fue monasterio, castillo y cementerio, están reunidas cientos de lápidas e inscripciones romanas. Es un jardín pétreo de la memoria perdida. Las piedras provienen de toda la región. Voy paseando sin rumbo y anoto el siguiente epitafio: «Veneteia
Nébride liberta di una donna, é qui sepolta, di
XVIII
anni»
. Muchas lápidas corresponden a jóvenes llorados por familiares o señores de su vida. En Roma, a los dieciocho años, ¿se era joven? Otra zona del jardín alberga lápidas más contemporáneas: medievales y de la larga presencia de siglos de Austria. No reparo mucho en ellas pues me parecen demasiado cercanas. Me siento en un banco y me contemplo solo. El guarda ha desaparecido y soy el único habitante ¿vivo? entre tanta muerte. No siento ninguna angustia, no siento ninguna intranquilidad, todo es paz y sosiego.
«Fair Quiet, have
I
found thee here, / And Innocence, thy sister dear!» («
¡Bella Calma, finalmente te encuentro aquí / y a la Inocencia, tu querida hermana!»). Andrew Marvell, a pesar de las buenas recomendaciones de Eliot, no es un poeta cuya obra me interese en su totalidad, pero tiene algún poema y, sobre todo, versos magistrales. Éstos que robo pertenecen al poema «The garden». El poeta inglés del siglo XVII, comenta la vana búsqueda del hombre de grandes recompensas materiales o espirituales como la fama. Y tanto afán, y tanto esfuerzo acaban en nada. « ¡Qué vanamente el hombre anda perdido / tras la palma y el roble y el laurel, / y ve su afán sin tregua coronado / por tan solo una hierba o por ramajes / cuya efímera sombra escurridiza / reprocha sabiamente sus esfuerzos, / mientras todas las flores y los árboles / van tejiendo guirnaldas de reposo!» (La versión es de Carlos Pujol.) Sí, realmente la vanidad en medio de este jardín naufraga. Y yo en pocos lugares me he sentido tan bien, calentado por este dubitativo sol de enero y el frío encalmado.
«What wondrous life is this I lead!»
, («Poder vivir aquí, ¡qué maravilla!»). Vivir aquí despojado de todo, pero sobre todo de cualquier dolor. Y no hay dolor más cruel que el del fracaso. Un dolor incurable, una carcoma que pudre los intestinos.

Subo unas escaleras y accedo a otra terraza. Entonces me encuentro con una sorpresa del todo inesperada. Frente a mí está un templo neoclásico. Piso las escaleras y me asomó a mirar el interior, cerrado por una puerta de cristal. Contemplo una gran tumba y leo el nombre: IOANNI WINCKELMANNO. Es la tumba de Winckelmann, el padre de la arqueología, el padre del neoclasicismo. La tumba, apoyada sobre un alto plinto, sostiene una estela y el sarcófago mismo, sobre el cual está esculpido un ángel. Es el ángel de la melancolía. Caído en tierra, apoya el brazo izquierdo sobre la cabeza y la pierna; mientras que con el derecho sostiene el medallón en bronce con el rostro en negativo del muerto. Tiene las alas plegadas. Al lado yace apagada una antorcha. En la II Elegía, Rilke escribe: «¿No os extrañó, en las estelas áticas, la prudencia de los gestos humanos?, ¿no se ponía amor y despedida / tan levemente sobre los hombros, como si fuera hecha de otra / materia que la de aquí, la nuestra?». En el frontal del cenotafio está el nombre y los méritos del finado inscritos en latín. Cuatro patas de león dejan un pequeño espacio entre el sarcófago y la estela, donde el estudioso alemán aparece vestido con toga romana y acompañado de las musas. Las musas del arte (Pintura, Escultura y Arquitectura) y las de la Historia, la Crítica, la Filosofía y la Arqueología. Esta gliptoteca contiene otros restos arqueológicos griegos y romanos. El templo fue levantado en el año 1874 para conservar el material escultórico más delicado y hermoso. Luego, tras varias remodelaciones, fue situado aquí, en el año 1934, el cenotafio de Winckelmann. Domina con la blanca masa marmórea todo el interior. A la izquierda del monumento funerario, que nunca contuvo el cuerpo asesinado, se alza el busto de Domenico Rossetti, obra del escultor lombardo Donato Barcaglia. Rossetti, a comienzos del siglo XIX, fue quien tuvo la idea de erigir este monumento al arqueólogo alemán. La inauguración del cenotafio tuvo lugar en el año 1833, en un espacio distinto de donde ahora lo contemplo. El escultor fue Antonio Bosa, profesor de la Academia de Venecia y amigo de Antonio Canova, quien lo supervisó. Fue realizado gracias a una suscripción popular.

En el año 1764, Angelica Kauffmann había llevado a cabo en Roma un dibujo de su maestro Winckelmann. Éste aparece sentado ante un libro abierto y tiene una pluma en la mano. Sus ojos son muy grandes, de color oscuro, y su frente tiene una amplitud muy espiritual. Nariz grande y conjunto de formas casi borbónicas. La boca y la barbilla son de forma suave y redondeada. «En él, la naturaleza había puesto todo lo que define y conviene a un hombre», escribió Goethe. En su casa museo de Frankfurt (la Frankfurter Goethe-Museum) se conserva otro magnífico retrato firmado por Anton von Maron(1768) de este investigador tan querido para el escritor.

En el año 1768, Winckelmann se detuvo en Trieste. Había alcanzado gran fama por sus escritos y en el Vaticano, apoyado por los cardenales Archinto, Passionei y Albani, trabajó como bibliotecario. Fascinado por Roma, Florencia y Nápoles, en Italia escribió la mayor parte de su obra. En 1763 fue nombrado Prefetto dell'Antichitá di Roma y
scriptor linguae teutonicae
. Después de trece años felices en Roma tomó la decisión de regresar a Alemania. En el mes de abril del año 1768 abandonó el Vaticano en compañía del escultor Cavaceppi. Su camino de retorno lo trazó a través de las ciudades de Bolonia, Verona y Venecia. Al llegar a la frontera de los Alpes Tiroleses, esta naturaleza le provocó un gran horror. Parece ser que eso hizo que le dijera a su compañero que debían regresar a Roma. Sin embargo, aún continuó hasta Viena y Munich. Pero poco tiempo después decidió emprender el camino de vuelta en solitario. Bajó hasta Trieste y allí esperó a que un barco lo acercara a Venecia o Ancona, y desde allí encaminarse a Roma. Desde el puerto austriaco se accedía habitualmente por barco a la península italiana. Lo raro fue que esta persona de gran porte y conocimientos se alojase en una pobre posada bajo el nombre falso de Don Giovanni. Este Don Juan de hombres (en casa del alto funcionario Lamprecht, en Magdeburgo, estableció con el hijo, su discípulo, una amistad al estilo griego que luego se rompería con gran tristeza para el maestro) se hizo acompañar durante esos días triestinos por un joven cocinero. Este muchacho, con antecedentes penales, cuyo nombre era Francesco Arcangelli, entró en la habitación de La Locanda Grande, donde se alojaba el alemán, le pasó una soga por el cuello y, ante la feroz resistencia de su víctima, trató de rematarlo dándole numerosas puñaladas. Winckelmann murió desangrado. El ángel de la muerte fue detenido, juzgado y ejecutado. En su defensa había alegado que lo confundió con un judío, luterano o espía, «yo no busqué su amistad, sino que él buscó la mía». Winckelmann tenía cincuenta y un años, curiosamente los mismos que yo tengo ahora. Este suceso levantó grandes polémicas. La noticia de la muerte, dice Goethe en sus memorias, fue recibida como un trueno en un día claro. Para el novelista alemán, con esta desaparición —no se refiere nunca a la parte oscura de la misma—Winckelmann «no tuvo que sentir los estragos de la vejez, ni presenciar con sus propios ojos ese desperdigamiento de los tesoros de arte, que él predijera. Como hombre cabal dejó este mundo, pues en la misma forma con que el hombre abandona la tierra, ambula luego por entre las sombras…».

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