Silvia y yo atravesamos restos arqueológicos de antiguos y nuevos rodajes, y llegamos a la gran piscina. Tiene unos siete mil metros cuadrados y puede contener más de setenta mil litros de agua. En estos momentos está vacía. Aquí, me dice Silvia, estuvo el puerto de Nueva York en el filme de Scorsese. Aquí estuvieron las naves de Julio César que anclaron en el puerto de Alejandría. Aquí ardieron y se hundieron las que comandaba Marco Antonio contra Augusto antes de darse muerte con Cleopatra en el estudio número 5. Aquí Ben-Hur rescató de las aguas al general que, creyéndose vencido en la batalla naval, quería darse muerte. Alejandría, Nueva York, Ostia, Troya, Itaca, cupieron en este profundo hueco. Lo miro y, realmente, es profundo y da respeto bajar a sus entrañas. Lo bordeamos y Silvia me indica que las ruinas con las que nos encontramos corresponden al templo de Jerusalén, donde entró Jesús en la cinta
La pasión de Cristo
, de Mel Gibson. Ella la recuerda con bastante desagrado. Mel Gibson no era muy amable y ejercía la tiranía con todo el personal. Cada día se iniciaba el trabajo, a primerísima hora de la mañana, tras asistir a una misa en los propios escenarios. Un sacerdote la oficiaba en latín. No se podía fumar, ni beber alcohol, ni pronunciar palabras malsonantes. Los actores seleccionados, así como los extras, tenían que llevar una vida de santidad acorde con la historia del filme. Las escenas violentas y sangrientas repugnaban a todo el mundo. «Fue una pesadilla de dudosos resultados cinematográficos», sentencia Silvia. Entonces recuerdo este comentario de Kierkegaard que siempre me ha conmocionado: «Humanamente hablando, lo que contribuyó a que Cristo fuera muerto es el hecho de que Él mantenía al pueblo en una tensión continua. Él habría podido evitar al pueblo el deicidio viviendo, por ejemplo, algunos años ocultamente, para luego mostrarse de nuevo».
Pero si por estos espacios pasaron los mejores directores de Hollywood y los más famosos actores, también compartieron plató con el más sobresaliente cine italiano de todos los tiempos. Directores como Risi, Rossellini, Germi, Zurlini, Ferreri, Comencini, Blasetti, De Sica, Visconti, Fellini, Antonioni, Pasolini, Petri, Rosi, Zefirelli, Bertolucci, Bellocchio, Scola, Taviani, Cavani y un largo etcétera que llega hasta Benigni, Tornatore o Moretti. Actores como Sordi, Gassman, Mastroianni, Manfredi, Tognazzi, De Sica o el maestro de todos ellos, Toto. Y actrices esplendorosas como Pampanini, Magnani, Lollobrigida, Loren, Mangano, Cardinale y tantas otras.
Comedias,
peplums
dirigidos por Francisci, Bava, Freda o Vittorio Cottafavi, películas de agentes secretos y hasta
spaghetti-westerns
. El maestro de este tipo de films fue Sergio Leone. Visconti compitió en escenografías con los norteamericanos. Reconstruyó el Moscú nocturno y nevado en
Las noches blancas
, el Berlín de
La caída de los dioses y
la Sicilia de
El Gatopardo
. Bertolucci filmó también aquí la descomunal
Novecento y
Pasolini
Saló
. Los años setenta marcaron la progresiva decadencia de las películas rodadas en estudio. La crisis llegó hasta tal punto que los estudios estuvieron a punto de desaparecer. Fue entonces cuando, entre otras enajenaciones, se pusieron en venta muebles y objetos utilizados en numerosas películas que hoy podrían haber constituido un gran museo que no existe y ya es muy difícil constituir debido al expolio. Más de treinta mil objetos salieron a subasta en unos mil lotes. A la compra acudieron anticuarios y coleccionistas particulares de todo el mundo. Franco Zefirelli fue uno de los cineastas italianos que más combatió esta iniciativa de poner en almoneda un patrimonio fundamental de la historia del cine. Fue denunciado y tuvo que acudir a los tribunales para defenderse. La prensa italiana de la época, los inicios de los ochenta, destacaba objetos de valor material y sentimental tales como los muebles de los filmes de Visconti, las sillas Luis XVI utilizadas por Renato Castellani para
Verdi
, el gran lecho blanco donde se sumergía Marcello Mastroianni en
La ciudad de las mujeres
de Fellini, bronces y jarrones japoneses, copias de estatuas romanas en yeso y mármol, así como la decoración completa de mobiliario y cuadros que utilizó Visconti para
Confidencias
; y el salón oriental donde se rodaron los amores televisivos entre Sandokán y la Perla de Labuán. La mayor parte de los objetos pertenecían a la empresa Cimino, fundada en los años treinta, dedicada en los buenos tiempos a «comprar todo, comprar siempre». Compraba en subastas de palacios e importantes casas particulares, por lo que esos objetos, al menos muchos de ellos, tenían antigüedad y eran verdaderos, no únicamente atrezo. La empresa Cimino ofreció este patrimonio a la propia Cinecittá, a la televisión italiana y a diversas productoras, que no quisieron o quizá no pudieron hacerse con ese patrimonio.
Silvia me enseña los restos de los decorados de
El exorcista
. Luego entramos en el submarino U- 571 (la respuesta del productor Dino de Laurentiis y del director Jonathan Mostow al
Salvar al soldado Ryan
de Steven Spielberg, con los magníficos actores Harvey Keitel, Bill Paxton y Jon Bon Jovi); atravesamos varios recintos medievales y mi guía me señala, un tanto compungida, los terrenos profanados por la casa de
Gran hermano
. «Cinecittá ha pasado, en las últimas décadas, por muchas profundas crisis y la televisión ayudó a superarlas. Unas veces con grandes y prestigiosas series televisivas, otras con estos programas insufribles que atraen a una masa millonaria de espectadores. Hubo algunos años en los que sólo Fellini fue fiel a Cinecittá. Su verdadera casa se lo agradeció instalando el féretro en el plató número 5, al día siguiente del fallecimiento, el 31 de octubre de 1993.» Cinecittá tiene otros estudios en Via Pontina, km 23,27o, en la misma provincia de Roma. En los años sesenta del pasado siglo surgieron de la mano de Dino de Laurentiis y por eso se les conoce como DinoStudios. Allí se rodó
Barrabás
de Richard Fleischer,
La Biblia
de John Houston,
Barbarella
de Roger Vadim,
La batalla de Anzio
de Edward Dmytryk,
Waterloo
de Sergei Bondarchuk
y La fierecilla domada
de Franco Zeffirelli. También Fellini rodó aquí
La voce della luna
. DinoStudios es más grande que Cinecittá, tiene ochocientos mil metros cuadrados que hoy en día se utilizan fundamentalmente para producciones televisivas. En Umbria están otros estudios consorciados, Cinecittá-Umbria Studios. Son más pequeños, noventa mil metros cuadrados, y en ellos se rodaron, por ejemplo, los más famosos filmes de Roberto Benigni:
La vida es bella, Pinocho y El tigre y la nieve
.
Ya atardece y Silvia, como me ve tan entusiasmado, me dice que me va a llevar al verdadero templo de Cinecittá. Avanzamos por campos vacíos y llegamos a una gran nave. Aloja unos talleres de escultura artística. Pertenecen a la familia De Angelis, cofundadora de los estudios. Tres generaciones han pasado desde entonces. Adriano es ahora el jefe de esta empresa artística. Tiene más de setenta años pero allí sigue todos los días trabajando de sol a sol. Lo acompaña un hijo y la nuera, quien es la que con más entusiasmo nos enseña los objetos. La nave es muy amplia y está dividida en varias zonas. Algunas son almacenes y otras los propios talleres. Adriano me da la mano. Es grande y áspera. Nota mi rara sensación y, sonriendo, me dice que todo el trabajo lo ha llevado a cabo con sus manos. A continuación inicia una gran diatriba contra la informática. La charla se desarrolla en medio de cientos de piezas y un intenso olor a algo semejante a cola de carpintero. La nuera entonces toma la iniciativa y empieza a señalarnos algunas de las cosas más queridas. En una vitrina están las joyas que lució Elizabeth Taylor en
Cleopatra. Si
estuvieran en un museo podrían pasar por auténticas. La muchacha nos indica la corona de hierro del film de Blasetti y nos dice que miremos al techo, pues de él cuelga otro, bajo el cual se desarrolló el baile final de
El Gatopardo
. En una pared está el Cristo de
Marcelino pan y vino
, en medio de esculturas de dioses paganos, bustos de emperadores y cientos de otros objetos. La talla me causa el mismo estupor que cuando vi de niño el filme. Me atrevo a tocar aquellos pies que tocó Marcelino y lo hago en señal de respeto. Los De Angelis también se lo guardan y mucho, aun a sabiendas de que salió de sus propias manos. «La película fue todo un acontecimiento en Italia y la imagen de este Cristo en el filme era impresionante» me dice la nuera. Luego el Cristo tuvo un destino menos glorioso, pues fue utilizado en
El exorcista
.
Aquí hay infinidad de elementos de los filmes de Visconti, por ejemplo, de
Muerte en Venecia o
de
Saló
, dirigida por Pasolini, etc. Este inmueble se les quedó pequeño y tienen otro, al lado, repleto de bustos de emperadores, dioses paganos y cristianos, así como todo lo necesario para un
peplum
. Uno de los últimos fue
Tito Andrónico. Un peplum
shakespeareano
sui géneris
, dirigido por Julie Taymor e interpretado por Anthony Hopkins y Jessica Lange. La familia De Angelis habla maravillas de Sylvester Stallone. El actor rodó allí parte del filme
Pánico en el túnel
. Cinecittá reunía las condiciones logísticas necesarias para reconstruir ilusoriamente el túnel que separa Nueva York de Nueva Jersey.
Atardece entre estatuas desterradas de los pedestales de la Historia. De la Historia y también de la Historia del Cine. Los De Angelis custodian este patrimonio que ellos mismos han creado y acumulado desde décadas como si fuera el panteón de sus antepasados. Aquí está la almoneda del cine, de los sueños, de la vida. Parecen los almacenes de un museo arqueológico. Voy pasando entre tantos bustos huecos, cuyas famas, como diría Quinto Curcio, jamás se corresponden con la verdad. ¿Qué verdad: la del Cine o la de la Historia? El último De Angelis se despide de mí con una tremenda mirada de escepticismo respecto al futuro. «¿Adónde irá a parar todo esto», me atrevo a preguntarle. «Sólo hay presente. Ya ve que el pasado es una invención que hemos ayudado a conformar. El futuro no existe.» Luego se queda en silencio y se vuelve a su trabajo. Giorgio Agamben, en su libro
Profanaciones
, se refiere a los objetos inútiles que cada uno de nosotros conservamos, mitad recuerdos y mitad talismanes. «Algo por el estilo debía ser, para Kane, el pequeño trineo
Rosebud
. O, para sus seguidores, el halcón maltés, que, al final, se sabe que está hecho de la misma materia de la que están hechos los sueños.» ¿Dónde van a dar esos objetos-ayudantes, esos testigos de un edén inconfesado?, se pregunta Agamben y yo mismo. ¿No existe para ellos un desván, un baúl donde puedan ser recogidos para la eternidad, similares a la
genizah
, en la que los judíos conservan los viejos libros ilegibles, porque podría estar escrito en ellos el nombre de Dios?
Caminamos ya hacia la puerta de salida. Se echó la noche sobre la ciudad de los sueños. Silvia se despide de mí. Le prometo volver con más tiempo. Ella se sonríe y me informa de que, en unos días, se va a vivir a Sevilla con su novio español. La recrimino por abandonar Cinecittá, pero me confiesa que prefiere antes a un buen marido (hoy, según ella, tan escasos) que todos estos puñados de sueños y pesadillas.
P.D. Camino del aeropuerto paso por el Quartiere Coppede, entre la via Tagliamento y el Corso Trieste. Gino Coppede era arquitecto y escultor, y llevó a cabo esta pequeña ciudad que parece arrancada de un cuento de hadas. Las casas y palacios son
art déco
y están decoradas con elementos de la naturaleza, mitológicos y medievales. El eje central es la Piazza Mincio, a la que se accede a través de un gran arco del cual pende una enorme lámpara de hierro. La noche llena de sombras estos edificios que parecen decorados cinematográficos expresionistas. En el número 2 de la Piazza Mincio hay un edificio que Coppede copió fielmente del filme
Cabiria
de 1914. Él lo levantó en el año 1926. Dario Argento tomó como escenario esta arquitectura romana de entre guerras para su film
El pájaro de las plumas de cristal
.
Trieste Imperiale
es un álbum de viejas fotografías de esta ciudad, realizadas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. La Piazza della Borsa está casi tal cual, arquitectónica y urbanísticamente, como yo la percibo ahora un siglo después. Gran parte de la misma ya era forzosamente peatonal entonces y, además de los transeúntes, la recorrían tranvías tirados por caballerías y coches de punto. En una de las fotos se ve de espaldas la estatua en bronce de Leopoldo I, subida a su alta columna como si fuese un estilita
(imperatore del Sacro Romano Impero, vincitore di tutte le sue battaglie contro i turchi, qui trasportata nel 1808 dalla primiera sistemazione nella Piazza del Pozzo di Mare)
. La instantánea está probablemente tomada desde la altura de un piso cercano y se ve la perspectiva del Corso Italia. A los pies de tan singular monumento, que sobrevivió al irredentismo, charlan unos desocupados mozos de cuerda con los cocheros. Otras fotos cambian las tomas y se vislumbra la plaza desde todos sus ángulos.
In situ
no es tan grande, aunque adquiere incluso mayor majestuosidad.
«Un tempo la piazza era attraversata da un piccolo canale che dal mare si insinuava attraverso la Portizza nel quartiere di Riborgo. Vi entravano i barconi portando vino ed altre merci da cui il nome di Canal del Vino o Canal Piccolo. Tra il 178o e il 1818 venne interrato totalmente, ma gia nel 1804 il Palazzo della Borsa fu eretto su parte del suo letto.»
Entre la estatua de Leopoldo I y el edificio neoclásico de la Bolsa manaba una fuente de Neptuno. El dios del mar con su tridente sobresalía de entre un montón de rocas. Hoy el monumento acuático me lo encuentro en otra pequeña plaza arbolada, la Piazza Venezia, donde está el Museo Revoltella, de arte contemporáneo, y donde se inicia la Via Lazzaretto Vecchio que le inspiró a Umberto Saba estos versos:
«C'é a Trieste una via dove mi specchio /nei lunghi giorni di chiusa tristezza / si chiama via del lazzaretto vecchio»
. Pero volviendo de nuevo a la Piazza della Borsa, compruebo que todos los edificios permanecen tal cual. Sólo los bajos comerciales han cambiado de negocio y los dependientes de entonces han sido sustituidos por chicas amables y sonrientes. El quiosco de periódicos que se alojaba justo delante del atrio de la Bolsa ha desaparecido también. En el toldo que protegía al vendedor y a los clientes se anunciaba
Il Piccolo
. El resto del hexágono estaba cubierto de carteles con anuncios de óperas, representaciones teatrales y, quizá, tiempo después de esta instantánea, los primeros anuncios de las películas mudas, que se proyectaban en el vecino Cinema Americano, sito en la misma plaza, en el bajo del edificio del número 15 (hoy 12). En el quiosco se anunciaba, impreso con grandes caracteres, que allí mismo se recogían anuncios para los tabloides. El reloj del frontispicio de la Bolsa, sostenido por dos grandes ángeles, marca en todas las fotos que compruebo horas distintas del mismo o diferentes días. Estoy seguro de que las tomas fueron hechas en verano, pues los toldos de cafés y restaurantes están desplegados y marcan sus territorios con su benéfica sombra. En una de las fotos que abarca columna, quiosco, fuente y Bolsa, de entre los hombres y mujeres que caminan, sobresale uno que lleva un sombrero de paja blanca con lazo negro y bastón de caña. Da pasos largos y tiene pinta extranjera. ¿Extranjero en Trieste? Pero si casi todos los triestinos lo son. Extranjeros de verdad o extranjeros de sí mismos, como Svevo o Saba. «Cuando lo veo caminar por la calle siempre pienso que está disfrutando del ocio, del ocio completo. Nadie lo espera y él no quiere llegar a una meta ni encontrarse con nadie. ¡No! Camina para que lo dejen solo. Tampoco camina porque sea saludable. Camina porque nada lo detiene…», escribe Ettore Schmitz de su joven amigo irlandés. Y, desde París, años después manifiesta su deseo de regresar temporalmente a Trieste «porque me acuerdo de ciertas noches de verano, cuando yo recorría sus calles pensando en algunas frases de mis relatos».