Winckelmann no sólo influyó en Goethe, sino también en Freud: «La única aparición de Winckelmann en Freud, debida además a un efecto de lapsus, marca alusivamente los dos rasgos con los cuales Freud definió este nombre: su empecinamiento en partir para descubrir en Roma la interpretación de la mitología griega en las escenas representadas en los monumentos romanos; y su invención del concepto moderno de arqueología», escribe Jacques Nobecourt. El alemán se convirtió al catolicismo (aunque su nostalgia era pagana) e instauró la moda del neoclasicismo. El viaje de Goethe por Italia se debió a su influencia. Para W. H. Auden, el autor del
Werther
era en lo esencial un escritor autobiográfico, cuya vida es la más documentada que jamás se haya vivido en la tierra.
El viaje a Italia
está en deuda tanto con la buena literatura como con la buena suerte del periodista, afirma Auden. La pasión de Freud por la arqueología, nunca manifestada explícitamente, proviene sin lugar a dudas de Winckelmann. También Freud en edad temprana recaló en este puerto de mar. En Trieste, a través de la importante labor de Weiss, creció el psicoanálisis. «¿Qué frenos o qué pudores le impidieron a Freud no mencionar nunca el nombre de Winckelmann?», se pregunta Nobecourt (que se equivoca, en su magnífico ensayo sobre Freud y Trieste, al afirmar que el alemán yace «bajo una losa en la colina de San Giusto»). «Winckelmann se incorporaría a los nombres de los artistas que Freud estudió sin ocultar su homosexualidad (Vinci, Miguel Ángel) o que apreció sin parecer distinguirla (Rembrandt). El lapsus, que se explica manifiestamente por el carácter ejemplar de la pasión de Winckelmann por llegar a Roma, se sitúa quizá en algún camino secreto de Freud: el que no figura en ninguno de los itinerarios explícitos y cuya sola referencia sería la tumba de San Giusto, que no sabemos si Freud visitó.» Goethe, en la semblanza que hizo de su compatriota, se refiere muy sutilmente a la amistad entre personas del sexo masculino, «aunque también Cloris y Tyia, aun en el Hades, muestran senos como inseparables amigas. El cumplimiento apasionado de los deberes amorosos, el goce de la inseparabilidad, la entrega del uno al otro, la decisión explícita para toda la vida, la fatal compañía en la muerte, llénanos de asombro en la unión de dos efebos, y hasta sonrojo sentimos cuando poetas, historiadores, filósofos y oradores nos abruman con fábulas, sucesos, sentimientos e ideas de semejante fondo y contenido. Para una amistad de esa clave sentíase nacido Winckelmann, y no sólo capaz de ella, sino necesitándola en grado sumo; sólo tenía su propio yo en la forma de la amistad, sólo se reconocía en la imagen del todo que con un tercero se completa. Ya desde muy temprano sometiose a un objeto acaso indigno de esa idea, consagróse a él, a vivir y sufrir por él, y para él encontró en su pobreza medios de ser rico, de dar y enseñar y sacrificar, sin vacilación alguna, su existencia, su vida. Aquí es donde Winckelmann, aún en medio del agobio y la necesidad, siéntese grande, rico, pródigo y feliz por poderle dar algo a quien ama sobre todas las cosas, y al que incluso, como supremo sacrificio, tiene que perdonar su ingratitud».
Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura
(1755) de Winckelmann, tuvo un gran impacto en su época sobre autores como Schiller y el romanticismo. La antigüedad griega y latina se tomaron como modelos. La discusión se centró en dilucidar si el arte y la literatura de aquellos tiempos representaban un progreso frente al mundo antiguo o bien se debía seguir aprendiendo del gran pasado. Triunfó esto último. Como escribe Rüdiger Safranski en su monumental biografía de Schiller, Winckelmann quería captar el estilo de vida de una época pasada, pretendía obtener una visión de conjunto de la antropología cultural en Grecia, «la antigüedad griega para él era un modelo que podía repetirse bajo presupuestos sociales del mismo tipo». La visión del autor de
Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintara y la escultura
sobre el Laocoonte es muy significativa de su pensamiento: «Laocoonte era para los artistas de la antigua Roma lo mismo justamente que hoy es para nosotros: el canon de Polícleto, una regla perfecta del arte». Esculturas bellas a pesar del horror que representan: «La libertad de un espíritu al que el sufrimiento y el dolor no hacen perder la presencia de ánimo y que, por eso, permanece bello», comenta Safranski. Winckelmann decía del Laocoonte, esa escultura traída de Grecia a Roma, que era la representación del más vivo dolor y también el alma firme de un gran hombre que lucha contra su desgracia y que quiere ahogar las angustias de su tragedia. Schiller en el poema «Nanie», escribe este verso cruel, uno de los versos más crueles que yo jamás haya leído: «¡También lo bello está destinado a morir!». Destinado, condenado… «Lo que tanto a dioses como hombres vence / el corazón del Zeus estigio no conmueve», continúa el poema. En Winckelmann se trata del arte de morir en medio de la belleza, «alma bella» y «cuerpo bello». Morir con dignidad, sin perder la compostura, ajustando todos los gestos dramáticos pero sin la mueca del dolor, sin el desgarro del sufrimiento. ¿Le sucedió eso al mismo Winckelmann el día de su asesinato a manos de aquel joven? Lessing, Goethe, Herder y Schiller se mantuvieron en la estela de Winckelmann. En
Carta de un viajero danés
, Schiller describe la visita al gabinete de antigüedades de Mannheim como un instante de captación de los muchos estados de ánimo allí yacentes, sufrimientos horribles representados en forma agradable. Para Schiller, como para Winckelmann, «esto significa el triunfo de la belleza sobre la verdad horrorosa», dice Safranski. La belleza era un mérito para alcanzar la fama y la gloria en otros órdenes de la vida, recuerda Winckelmann en
Historia del arte en la antigüedad
. La belleza era el más sublime objeto que existía después de Dios, «la belleza debe ser como el agua más limpia extraída de un manantial puro, que es tanto más saludable cuanto menos sabor tiene y más desprovista se halla de toda clase de partículas heterogéneas. Lo mismo que el estado de felicidad —es decir, la ausencia del dolor y el goce del placer— es lo que en la naturaleza cuesta menos adquirir y se obtiene por los medios más fáciles, del mismo modo la idea de la belleza perfecta parece ser la cosa más sencilla del mundo y la más fácil de alcanzar, ya que para ello no hacen falta ni conocimientos filosóficos, ni investigaciones sobre las pasiones del alma, ni estudio alguno de sus expresiones exteriores». Winckelmann nunca fue un frío estudioso, sus libros están llenos de sentimientos y reflexiones personales.
Le echo el último vistazo a la tumba y a las otras piezas que la acompañan. Doy media vuelta y regreso al estrecho sendero por donde llegué. Desde esta altura contemplo todos los restos esparcidos, no como si fueran de distintos lugares, sino de uno solo. Todas las ruinas son una sola ruina. Y toda esta belleza que ya feneció y parece aún salvada, también está destinada a morir. Comparto la opinión de Goethe cuando dice sentir enojo al ver cómo excavan las ruinas medio sepultadas, «pues eso puede, a lo sumo, rendir algún provecho a la erudición, pero a costa de la fantasía». Sigo buscando consuelo entre capiteles, lápidas, relieves, basamentos de templos y propileos, urnas, torsos decapitados, sarcófagos, altares, y regreso a sentarme al mismo banco. Continúo solo.
«Twoparadises' twere in one / To live inparadise alone»
(«Pues habitar el Paraíso a solas / era como gozar dos paraísos»), dice Marvell en el mismo poema antes citado. La vida a solas, pero ni aun aquí las piedras lo están. Se hacen compañía y todas cuentan las historias de otros. Entonces, esto no es el Paraíso aunque a mí me lo parezca. Medio adormilado, un golpe de viento mueve una nube y ésta tapa los pocos rayos de sol. Unas hierbas y unas amapolas rojas se tambalean justo cuando veo salir por una puerta a una muchacha con un trozo de mármol en sus manos. Se pone en cuclillas y con una brocha mojada en el agua de una cubeta se pone a limpiarle los restos de arena. Esta operación la lleva a cabo varias veces. Me levanto y voy hacia ella parsimoniosamente. Veo sus rodillas y su pecho inclinado sobre el vestigio. Ve mi sombra, pero no se inmuta hasta que le pregunto qué está haciendo. Lava los fragmentos de un sarcófago. Contuvieron restos de una joven liberta. Me lo muestra y yo sólo me fijo en sus brazos extendidos. Brazos blancos, de piel finísima, que compiten con el mármol. Sus manos suaves están manchadas. Apoya el fragmento y ella misma se las enjuaga para luego ofrecérmelas. Durante un instante las retengo entre las mías. Ella me sonríe como si me conociera, como si en vez de ser una arqueóloga fuese una doctora. Cuerpo y alma. Marvell me recuerda, susurrándome al oído, que: «Rara cosa sería poder ver / lo viejo enamorado de lo joven, / pero hay en nuestros juegos la inocencia / de los de la nodriza con el niño». Lucía se ofrece a mostrarme el museo. Cientos de piezas prehistóricas, griegas, romanas, egipcias, coptas, islámicas, cristianas. En una vitrina varios papiros del
Libro de los muertos
, en otra amuletos, en otra lucernas apagadas. De nuevo fuera del museo, ella continúa su operación, hasta que suena un teléfono móvil, requiriéndola. No pudiendo darme las manos, pues carga con el fragmento, me da un beso en la mejilla y se despide. Quizá no volvamos a vernos más. «¿Nuestras lápidas pasarán también por otras manos como las tuyas?», pienso en silencio. ¿Por qué encuentro familiares estos lugares? Quizá, precisamente, porque mi bisabuelo Antonio trabajó en ellos. Él hizo algo que a mí me hubiera gustado llevar a cabo. Marmolista o artesano del mármol, se construyó su propia tumba en el cementerio marino de mi ciudad. En el panteón figura un bellísimo ángel que custodia su alma hasta el día de la resurrección. Todos mis poemas no valen esa tumba. El ángel caído de Winckelmann, el ángel en pie de mi bisabuelo con la tuba presta.
«Roma evoca para mí a un hombre que se gana la vida mostrando a los turistas el cadáver de su abuela —escribe Joyce; y añade—: Es la más puta ciudad idiota en la que he vivido.» ¿Joyce ciego para la Ciudad Eterna, para una de las más bellas ciudades del mundo? Al autor de
Ulises
no le interesaban los monumentos ni las ruinas. «Dejemos pudrir las ruinas», nos recomienda otra vez. En sus obras apenas hay descripciones y consideraciones sobre lugares, edificios u obras artísticas. Joyce se dedicó fundamentalmente a la búsqueda del mundo como palabra. Las palabras no estaban en libertad, como les oyó decir erróneamente a los futuristas en el Teatro Politeama Rossetti. Había que salir a buscarlas entre las gentes para luego volverlas del revés, llegar hasta las raíces, deformarlas, adaptarlas, atravesar en sentido contrario los sepultos estratos del tiempo y la conciencia, como un taladro penetrando la oscuridad, para reencontrar los lugares del nacimiento, las infinitas posibilidades de asociación entre signos y materiales de desecho que la historia ha ido apilando. Joyce era un arqueólogo de la palabra, un arquitecto del idioma, un urbanista de los sentimientos, pero nunca le interesaron las ciudades, ni la puesta en escena de las mismas. Para Joyce, las calles que yo ahora recorro en Roma (habitó en pleno centro histórico, en la calle Frattina número 51, paralela a la Via della Vitte donde estaba el gran edificio de correos), Pola o Trieste, solamente eran senderos craneales de su monólogo interior. «Así como no cabe comparar a Homero con los demás poetas, así tampoco cabe comparar a Roma con ninguna otra ciudad», decía Goethe, quien sí la amó con pasión. Y el escritor alemán añade: «En cualquier otro lugar puede buscar el viajero y aún encontrar algo para él adecuado; pero quien no se siente a gusto en Roma resulta sayón para el que verdaderamente se ha compenetrado con ella». A Roma Joyce se fue a vivir desde Trieste, en el año 1906, buscando una más beneficiosa coyuntura económica. Trabajó en el banco Nast-Kolli y Schumaker. En la primavera del año siguiente ya estaba de regreso en la ciudad de Svevo. En Roma llegó a vivir junto al Corso, donde antes lo habían hecho Goethe y los románticos ingleses pero, a diferencia de todos ellos y de casi todo el mundo, no lo emocionó ni lo conmovió nada de cuanto vio allí. No estoy seguro siquiera de que llegara a ver algo. Roma lo secó en su escritura y no le proporcionó mejora económica. Un día, borracho, le pegaron una paliza y le robaron el sueldo. Para Joyce, como para Marinetti, el pasado era sólo escombros que había que despejar para construir un futuro libre de cargas. En Roma, el irlandés se asemejaba al empleado bancario judío de
Una vida
de Italo Svevo. La novela se había publicado por entregas en
L'Indipendente
varios años antes de que Joyce llegara a Trieste.
Senectud
y
Una vida
pasaron sin pena ni gloria. Svevo se consideraba a sí mismo un cadáver literario. El irlandés estaba en la veintena, mientras el triestino ya había cumplido el medio siglo cuando se conocieron. Desde 1902 el señor Schmitz se decía estar a salvo por completo de la enfermedad de la escritura, «Yo, a estas alturas, he eliminado definitivamente de mi vida esa cosa ridícula y dañina que se llama literatura».
Nora y Joyce llegaron a Trieste en el año 1904, pero días después tuvieron que reemprender su camino por la península de Istria hasta dar con Pola. Allí, el dueño de las escuelas de idiomas Berlitz del Adriático había abierto una delegación y necesitaba profesores de inglés. Almidano Artifoni será el nombre del profesor de italiano de Stephen en
Retrato
y el
Ulises
. Este curioso personaje editó, en el año 1902, una publicación con la cabecera
Il Poliglotta
, escrita en italiano, alemán, inglés, francés y español. En la bellísima ciudad de Pola apenas residieron cuatro meses. A Joyce no le gustó Pola, ni jamás se refiere a las extraordinarias ruinas romanas, ni a la deslumbrante naturaleza. ¿Cómo estar ciego ante el gran anfiteatro romano a orillas del mar? ¿Cómo estar ciego ante los templos, los palacios, las iglesias? Joyce jamás mencionó nada de esto, ni siquiera en la correspondencia con su hermano, a quien le explicaba pormenorizadamente cualquier otro insignificante pasaje de la vida cotidiana. Con Trieste hizo lo mismo. Ciudad neurótica, hipocondríaca, esquizofrénica, donde el suicidio se llegó a cultivar como una de las bellas artes. Ciudad ansiosa, letal. Dante, a Pola y Trieste, las coloca en el Infierno, en los confines de la civilización,
«Si com'a Pola, presso del Carnaro / Ch'Italia chiude e suoi termini bagna»
. Trieste le gustó a Joyce por otros motivos. Era una ciudad portuaria, existía una babel de lenguas, razas, religiones y culturas; el irredentismo la asemejaba al nacionalismo irlandés; y, además, tenía las diversiones mundanas y culturales que más lo entretenían. Omito las primeras, las segundas estaban centradas en el teatro y la ópera. A Joyce le daban igual los griegos, los romanos, el románico, el gótico, el barroco, el neoclasicismo, los carlistas, o que por aquellas mismas calles hubiesen pasado antes Casanova, Stendhal, Richard Burton o incluso Napoleón (estuvo alojado en el Palazzo del conde Brigido, en abril del año 1797, siendo comandante en jefe del ejército de Italia. El inmueble todavía se puede ver en la Via del Pozzo del Mare), y su compatriota irlandés Nelson, cuya estatua en Dublín fue destruida por los nacionalistas.