No creo que el Duino le inspirase de sorpresa las
Elegías
a Rilke, sino que le permitió poner a prueba sus ideas ya preconcebidas del poema. El poema existía pero necesitaba un espacio físico adecuado para revelarse. Y el Duino lo es como pocos. «Los otros lugares de las
Elegías
repiten Duino. Schloss Berg, con sus piedras, el agua de sus fuentes y sobre todo esa avenida que sin encontrar límites, conduce a las dehesas. Y Muzot, donde las
Elegías
alcanzaron su forma definitiva: castillo semejante a una gran vela blanca sobre el mar, en un paisaje surcado de arroyos, que abre perspectivas sobre el valle, sobre las colinas y sobre las más maravillosas profundidades del cielo». Trieste, París, Munich, Venecia, Ronda, el castillo de Muzot, en Suiza, diez años rumiándolas con Kierkegaard al fondo. Relia recoge las opiniones del poeta enviadas a diferentes interlocutores, como la princesa Taxis. El castillo del Duino también tiene forma de nave, pero con las velas arriadas. Un buque fantasma surcando todas las tormentas del espíritu. Como escribió Jules Laforgue en «Relámpagos de abismo»: «…¡El enigma del Cosmos en todo su estupor!». El poeta aquí, donde nosotros ahora nos encontramos, tan alegres y reconfortados por la suavidad del paisaje, descubrió que la muerte no es el borde sombrío de la nada, sino la otra mitad de la vida, que podemos poner en manos del ángel sin fronteras y sin tiempo. Aunque la felicidad no está en el haber nacido sino en el no ser. «… El poeta, digo, pone un libro de Rilke entre mis manos: «Las Elegías. ¿Las conoces, dime? / Oh, felicidad de la criatura que siempre queda en las entrañas. / Curioso que en inglés /
vientre
rime con
tumba
, o al revés…”», dice W. H. Auden en
Carta de Año Nuevo
comentando estos versos de la VIII Elegía. Este no-lugar para Rilke no estaba alejado del mundo sino en su misma entraña. Y por él circulan no sólo las fuerzas de la naturaleza y la de los ángeles, sino también la presencia de los vivos y los muertos. Pero el mundo de Rilke es más interior que exterior: «En ninguna parte, oh mi amada, el mundo será como dentro de nosotros mismos».
Los ángeles, para Rilke, distan mucho de nuestra concepción cristiana. Son seres que tienen una existencia perfecta, con la cual se compara la del hombre. Son, por así decirlo, el grado último y superior de la evolución humana. El mismo Rilke llegó a definirlos como «criaturas en las cuales la transformación de lo visible en lo invisible aparece ya como realizada […]. Reconocimiento en lo invisible de un grado superior de la realidad. Son seres más evolucionados que el hombre. Hombres que, a través del dolor y de la muerte, han alcanzado la pura existencia». Es inútil convocarlos. «Los ángeles (se dice) a menudo no sabrían si andan entre / vivos o entre muertos…». De la misma manera Orfeo habitaba ambos ámbitos. El hombre grita en el desamparo terrible y total de la existencia, entregado a su última y desesperada soledad. Nadie lo oye. Ni el ángel, ni otro hombre, ni ningún otro ser capaz de sentir. Se encuentra en la soledad de la desesperación más absoluta. No se atreve a solicitar del ángel que lo oiga, pues sabe que sería en vano. ¿Qué hubiera significado que un ángel pudiera oír al hombre?, se pregunta Bollnow. «Hubiera significado que el hombre, mediante este contacto, habría quedado bajo la protección de una realidad espiritual, que su anhelo, perdido hasta ahora en el espacio vacío, habría encontrado un eco, se habría entrañado en un cosmos bien regulado. Pero si el hombre no es oído por el ángel, ello significa que falla para él todo asidero que, en su desesperación, había pretendido buscar dentro de un orden universal, y que ahora, como ya se había lamentado en el
Libro de las Horas
, se encuentra infinitamente solo». El grito o lamento con el que comienza la I Elegía. «Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles? …», es la expresión de la desesperada y radical soledad. En la II Elegía se refiere a los órdenes angélicos y al enumerarlos, Rilke compone una grandiosa escenografía que pone aún más de relieve la imperfección y miseria del ser humano: «Tempranos afortunados, vosotros los mimados de la creación, / líneas de alturas, crestas de todo lo creado, / rojizas al amanecer, polen de la divinidad en flor, / articulaciones de la luz, pasadizos, escalas, tronos, / espacios de esencias, escudos de delicia, tumultos / de un sentimiento tempestuosamente arrebatado y de repente, solitarios, /espejos: que irradian su propia belleza / y la recogen de nuevo en su propio semblante». El ángel de las elegías es ese ser que sirve para reconocer en lo invisible un grado superior de realidad. Por eso es terrible para nosotros, porque estamos todavía suspendidos de lo visible. La tarea de la palabra humana, de la palabra del poeta, consiste no en alabar lo inefable, sino el otro mundo que él no conoce, el de los hombres del pasado asumido por los del presente: algunos oficios, la música, las artes que llega a crear nuestro espíritu. La tierra quiere y nos pide transformarse, por nuestro amor, en algo invisible y eterno. Pasar a formar parte de lo invisible por obra nuestra. El hombre, así, no debe angustiarse por la muerte. «Pues en parte alguna hay permanencia…» (I Elegía). La distinción entre vida y muerte es un error. Todo es uno. Hay que «deshabituarse» de lo terrestre. «…Quién no estuvo sentado con miedo ante el telón de su corazón? / Éste se levantó: la escena era
despedida»
(IV Elegía). En la VIII Elegía añade: «Pues cerca de la muerte uno ya no ve la muerte / y mira fijamente hacia afuera, quizás con una gran mirada de animal». Para Rilke, también para los clásicos, había que vivir siempre como «despidiéndonos». El amor nos muestra un instante de eternidad pero es efímero. No es eterno sino anhelo de eternidad, pequeñez del hombre ante su propio destino.
En la IV Elegía recuerda Rilke a las mujeres que lo amaron: «…Y vosotras, ¿no tengo razón?, / que me amasteis para el pequeño principio / de amor a vosotras, un principio del que siempre me marchaba / porque para mí el espacio de vuestro rostro, / cuando yo amaba este espacio, pasaba a ser espacio del mundo / en el que ya no estabais…». En la IV Elegía expresa que la naturaleza es inconsciente de su mortalidad, mientras el hombre lo es y ahí radica nuestro drama. «Aquí veo volar las faldas y blusas que Madame Lamort confeccionó en París» o en cualquier otro taller donde prepara también «los baratos / sombreros de invierno del destino». En vez de esperar a la muerte, adelantarse a ella como los muertos jóvenes (Wera Ouckama, la muchacha de diecinueve años por la que escribió
Los sonetos a Orfeo)
o los héroes: «… ay, ponemos nuestra gloria en florecer y entramos traicionados / en el retrasado interior de nuestro fruto finito» (VI Elegía). Olvidarse de todo lo terrenal, pues únicamente en nuestro interior reside la verdad de las cosas. Las creaciones del hombre son mayores que el hombre, son casi de medida angélica: la música, la pintura, la arquitectura: «Pero una torre era grande, ¿verdad? Oh ángel, lo era, / ¿grande, incluso a tu lado? Chartres era grande, y la música / llegaba todavía más lejos y nos sobrepasaba» (VII Elegía).
El animal ve lo abierto que es lo invisible. Nosotros no conocemos lo abierto sino a través del rostro animal y el animal, al revés que nosotros, es ignorante de la muerte. No advierte su ocaso, y tiene a Dios delante de sí. El animal ve lo abierto, mientras los ojos humanos están dirigidos en una dirección opuesta, invertida. «¿Quién nos dio, pues, la vuelta, de tal modo / que, hagamos lo que hagamos, estamos en la actitud / de uno que se marcha?…». El animal, para Rilke, aparece considerado como una esencia (todavía) perfecta. Sin embargo el hombre, a decir de Bollnow, está visto como una criatura no natural, pero no en un sentido parecido al de Rousseau, «según el cual el hombre ha llegado a colocarse en esta posición inversa tan sólo en el curso de su evolución, sin que ello quiera decir que pertenezca a su esencia, sino que, por el contrario, basta con desandar lo andado para que el hombre vuelva a recobrar de nuevo su primitivo estado de inocencia. Para Rilke, semejante inversión pertenece ya a la esencia original del hombre mismo. Tal inversión no ha sido creada por el hombre, sino que está contenida ya en su esencia y antecede a todas sus decisiones». Desde otra perspectiva en el libro de Giorgio Agamben,
El lenguaje y la muerte
, hay un capítulo dedicado a la voz del animal, «el animal, muriendo, tiene una voz, exhala el alma en una voz, y en ésta se expresa y conserva en cuanto muerto. Es decir, que la voz animal es voz de la muerte». Una reinterpretación muy distinta que la de Rilke a través de Hegel («la muerte del animal es el devenir de la conciencia», en la
Ciencia de la lógica)
y Heidegger.
Los amantes también contemplarían lo abierto si no se interpusiese el otro y estorbase la mirada. Nosotros sólo vemos el mundo. Para Rilke los animales ya habían estado antes en él: «Con todos los ojos ve la criatura / lo Abierto. Sólo nuestros ojos están / como vueltos del revés». […] Lo que hay fuera lo sabemos por el semblante / del animal solamente; porque al temprano niño / ya le damos la vuelta y lo obligamos a que mire / hacia atrás, a las formas, no a lo Abierto, que / en el rostro del animal, es tan profundo. Libre de muerte». Y sin embargo, el animal como el hombre, «también lleva consigo siempre lo que a nosotros / a menudo nos domina, el recuerdo…». Recuerdo prenatal, recuerdo del olvido de lo que fue o fuimos. Lo
abierto
es lo invisible, «no es nada trascendente, sino un estado del mundo mismo, e idéntico en su significación al estar sano y entero. Este estado que aparece cuando el ámbito de la vida y el de la muerte, de lo de aquí y de lo de allá, llegan a ser una unidad; con más precisión: cuando la unidad que existe en el fondo surge y se revela» (Guardini).
La soledad del hombre, que no soporta la presencia angélica por su más fuerte existencia, se apoya en las pequeñas cosas. En carta a Hulewicz, el autor de las
Elegías
comentaba la desaparición cada vez más rápida de tantas cosas visibles que no pueden reemplazarse: «Todavía para nuestros abuelos una
casa
, una
fuente
, una
torre
que les era familiar, aun su propio vestido, su abrigo, eran cosas infinitamente más familiares; cada cosa era casi un receptáculo en que se encontraba algo humano y al que añadían su parte de humanidad […]. Las cosas vivificadas, las cosas vividas, las cosas partícipes de nuestra intimidad están declinando y ya no pueden ser sustituidas. Nosotros somos quizá los últimos que habrán conocido tales cosas. A nosotros nos toca la responsabilidad de conservar no únicamente su recuerdo, sino su valor humano y lárico». Las cosas para Rilke tenían un carácter pleno, en ellas se condensa algo humano que se ha adherido en contacto con la vida, hasta llenarse de una significación humana perfectamente reconocible. En las cosas se ha depositado un trasfondo de vida histórica que se reanima otra vez en virtud del trato asiduo de cada día. El poeta, con su palabra, debe salvar todas las cosas de la tierra. El mundo finito del hombre es el mundo de lo comunicable, de lo expresable y nada más. Lo inefable está situado fuera del dominio humano. Lo importante de las cosas no es sólo interpretarlas, sino contemplarlas: «… Mira, los árboles
son
; las casas / que habitamos están en pie todavía. Sólo nosotros / pasamos por delante de todo como un intercambio aéreo» (II Elegía). Las cosas del mundo nos necesitan, y las cosas son conscientes de su transformación por la palabra del poeta. Hay, existe un
animismo
de las palabras: «… parece que nos / necesita todo lo de aquí, esto que es efímero, que nos concierne extrañamente. A nosotros, los más efímeros.
Una
vez / cada cosa, sólo
una
vez.
Una
vez ya no más. Y nosotros también /
una
vez. Nunca más. Pero este / haber sido
una
vez, aunque sólo
una
vez: / haber sido
terrestre
, no parece revocable…» (IX Elegía). La existencia humana debería carecer de cargas artificiales, lo mismo que una planta. La existencia humana sólo debería ser algo espiritual y menos material. El poeta tenía una doble misión: eternizar las cosas a través de las palabras que las eternizan. No todas las cosas sino aquellas que han tenido un significado profundo en la vida del hombre. Y, finalmente, realizarnos. En la IX Elegía el ataque contra la técnica que pone en peligro la espiritualización es muy profundo. La técnica, para Rilke, convertía las cosas en meros objetos de utilidad. En el poema XVIII de
Los sonetos a Orfeo
dice: «Mira, la máquina: / cómo se venga y se revuelca, / y nos deforma y debilita. / Aunque su fuerza venga de nosotros, / que, sin pasión, / empuje y sirva.». Y en el Soneto XXII: «Muchachos, oh, no echéis el valor / a la velocidad / ni al intento de vuelo». Para Rilke, el mismo hecho de la escritura era una pesada obra manual. Los poetas, entonces, hacen posible la comprensión o entendimiento del mundo. Los poetas crean el mundo para el hombre; pues como mundo se entiende para él lo existente, lo que aparece delimitado del fondo caótico e indeterminado, mediante la configuración del lenguaje, y se hace visible como mundo interpretado. Lo invisible significa el mundo espiritual en que vivimos. La fuerza de la poesía es capaz de transformar al hombre y su palabra, como afirma Bollnow, en mágica: «Se la inserta de nuevo en su esencia originaria, asumiendo semejante poder mágico en la medida en que no sólo ordena una realidad existente reconocida como tal, sino que hace presa también en forma inmediata en esta realidad, desde el momento que es capaz de conjurar, con su poder de configuración, el caos que amenaza por irrumpir».
Al otro lado, donde ya están los ángeles, sólo se puede llevar el dolor, el sufrimiento, el amor, aquello que constituye lo más íntimo de la vida, aquello de lo que se ha sido sujeto pasivo, no activo: «Entonces, los dolores. Entonces, sobre todo, la pesadumbre, / entonces, la larga experiencia del amor, entonces / lo inefable sólo…». El dolor es lo más preciado de su bagaje espiritual. Las lamentaciones habitan el reino intermedio entre este mundo y lo abierto. Únicamente en nosotros puede realizarse esa transformación íntima y duradera de lo visible en invisible, que ya no depende del hecho de ser visible o tangible. Esta transformación significa la conversión de lo corpóreo en un ser de naturaleza espiritual e ideal. Friedrich Bollnow establece esta comparación entre Platón y Rilke. Si para el primero el mundo experimentable de las cosas visibles y audibles significa tan sólo un reflejo de las ideas eternas, en el segundo este proceso está visto por el lado opuesto: «El reino de lo invisible es el reino de las ideas, pero éste es considerado ahora, no como si existiera antes del mundo que se muestra visible y que fuera respecto a él como el modelo es a la copia, sino, por el contrario: las ideas aparecen como destiladas del mundo visible, y han de ser producidas y ganadas mediante el ejercicio de las fuerzas espirituales. Se trata, pues, de un platonismo invertido».