Luego marchamos a la plaza de Alepo gran ciudad y capital grandiosa. Abu el-Hussein Ibn al Yubayr dice al describirla: «Su importancia es enorme, de recuerdo perdurable en todo tiempo y muy codiciada de reyes. Su categoría impresiona a los espíritus. ¡Cuánta guerra ha provocado y hojas de acero se desenvainaron por ella! Su ciudadela es famosa por su inexpugnabilidad y de altura notable. Nadie osaría atacarla a causa de su poderío. Y si se osara no sería ocupada. Sus flancos son de piedra de cantería y de disposición bien proporcionada y simétrica. Más duradera que días y años ha acompañado al sepulcro a nobles y vulgo. ¿Qué se hizo de sus príncipes Hamdanies y de sus poetas? Idos todos, no restan más que los edificios. Ah, ciudad asombrosa que permanece, en tanto sus señores pasan y perecen, sin que se haya decretado la extinción de una plaza tal. Tras ellos, se la busca y consigue sin muchas dificultades. Se desea tenerla y se logra fácilmente. Ésta es Alepo. A cuántos de sus reyes olvidó en el pasado y cuántas coincidencias de tiempo y espacio borró. Su nombre es femenino, adornada con aderezos de doncella. Sometida a la victoria como otras se sometieron. Resplandeciente cual una novia después del brillo de la espada de su dinastía, Ibn Bamdan. ¡Ah, malhaya, su juventud se convertirá en decrepitud! Desaparecerán sus pretendientes y cuán rauda sobrevendrá su ruina». La ciudadela de Alepo se llama la Gris. En su interior hay dos pozos de los cuales brota agua, por lo que la sed no es de temer. Está rodeada por dos murallas, junto a las cuales hay un foso enorme del que también mana agua. En el muro las torres están próximas unas a otras, resguardando maravillosos aposentos altos con ventanales abiertos. Todas las torres están habitadas: en esta alcolea la comida no se echa a perder por el tiempo.
Ibn Yuzayy dice que al-Jalidi, poeta de Sayf ad-Dawla, compuso estos versos: «Loma agreste contra el invasor alzada, / con su alta atalaya y su empinada escarpa. / Sobre ella el aire tiende lienzos de nubes blancas / alhajándola con el collar de sus estrellas brillantes. / Cuando el relámpago luce se muestra, / al igual que Virgo resplandece entre las nubes. / ¡A cuántos soldados dio muerte espantosa / y conquistadores fueron obligados a retroceder!» Y estos otros, de maravillosa composición: «Una ciudadela cuyo pie abraza manantiales / mientras la cima sobrepasa las estrellas de Orión. / Ignora la lluvia porque para ella son las nubes / suelo que sus acémilas hollan por ambos lados. / Cuando descarga agota quien allá habita / el agua de los aljibes antes de humedecerse el borde. / Se contaría su atalaya entre los astros del firmamento / con sólo recorrer sus mismas órbitas. / Las artimañas de tal ciudadela rechazaron las enemigas / y las desgracias que origina vencieron a las ajenas».
Chahba está a noventa kilómetros de Damasco. Fue la ciudad natal del emperador romano Felipe el Árabe, que gobernó el imperio desde el 244 al 249. Otro emperador de origen sirio fue Severo Alejandro. Filipópolis fue reconstruida a la romana: murallas, teatro, termas, templos, palacios, casas con valiosos mosaicos. Si bien los edificios se conservan dificultosamente, las losas de basalto que alfombran el decumanos y el cardo aún muestran toda su utilidad. Entre las ruinas perduran los cimientos del Philippeion, templo dedicado al padre del emperador y a su estirpe familiar. El teatro también levantado con rocas de basalto no tiene la prestancia del de Bosra.
Desde una ladera sobre el Éufrates, Doura Europos muestra sus ruinas. Los habitantes ayudaban a pasar el río a las caravanas. Fue fundada por Seleucos, lugarteniente de Alejandro Magno, alrededor del 30o antes de Cristo. Durante la época romana estuvo muy vinculada a Palmira. Ambas defendían la frontera frente a los persas. Vista hoy parece como una ciudad ahogada que resurge del fondo de las aguas. Su altura le proporciona cierta arrogancia. Grandes terrones de yeso deturpados se deshacen a nuestro paso. En lo alto de la colina aún se alzan algunos muros geométricamente ya imposibles. Abajo corren lentamente las ondas leteicas del Éufrates. Shelling promovió la acertada idea de que los pintores o los poetas pueden comprender el espíritu de su época más profundamente y expresarlo de una manera más viva y perdurable que los historiadores académicos. No sé. Sí sentirlo, comprenderlo, pero no sé si a veces se puede expresar todo el cúmulo de sensaciones desconocidas que nos enfrentan con la inmutabilidad de la vida. Todo pasó, pero todo permanece. La ausencia de palabras, el silencio, muchas veces es fructífero para la interpretación. Este suelo, tantas veces rastrillado, es ahora el mejor lecho donde cultivar la ausencia de palabras para explicar la existencia del mundo. El mundo que ya pasó, y el mundo nuestro, que está ya a punto de ser también un campo en barbecho.
En Hama gigantescas norias dando vueltas. Las aguas del Orontes removidas ya sin utilidad. Al pie de la ciudadela, frente a Al-Nouri, coronada de pequeñas cúpulas blancas dominadas por un hermoso minarete cuadrado, nos sentamos en la terraza de un café para escuchar el canto agonizante de estas ruedas de madera. Son como el suspiro del almuecín. Son hermanas de nuestros molinos de viento.
Kfar Ruma, Hass, Al-Bara, Delloza, Serjilla, Dana, Jéradé, Mari, Kika Biza, Qanawat, ahora son sólo nombres de ciudades olvidadas que se añaden a una gran lista. Mari, por ejemplo, fue en el 2400 antes de Cristo la capital de uno de los reinos más importantes de Siria pero, antes del nacimiento de Cristo, había sido ya destruida por Hammurabi, el gran emperador de Babilonia. De las excavaciones de Mari han salido importantes esculturas, basamentos de palacios y tablillas con caracteres cuneiformes. Otro lugar bíblico es Qanawat, antes Qenat o Nobah en la Biblia y Canatha en la época nabatea y romana.
Para llegar a Raqqa se atraviesa un puente sobre el Éufrates. De la Nicephorion de Alejandro Magno, o de la Callinicos de los romanos, nada queda. Las luchas entre bizantinos y persas fueron muy duras por aquí. El mismo Belisario sufrió derrota. El califa abásida Al-Mansour fundó en el siglo VIII una nueva ciudad llamada AlRafiqa que, cinco siglos después, fue arrasada por los mongoles. Ha sido una de las ciudades más saqueadas por los buscadores de tesoros.
Pero ninguna ciudad tan bellamente desolada como Rasafah, en una de las orillas del Éufrates. Toda ella es pura ruina y abandono. Los únicos custodios son los rebaños de ovejas. «El rebaño pasta delante del hombre: no sabe lo que es el ayer y el hoy, salta alrededor, come, descansa, digiere, vuelve a saltar y así desde la mañana hasta la noche y de día en día, en una palabra, atado a su placer y a su dolor, o sea, a la estaca del instante, y por eso no conoce ni el hastío ni la decepción. Al hombre le resulta duro ver esto, se cree por encima del animal y sin embargo envidia su felicidad, pues él quiere vivir como el animal, ni triste ni hastiado: pero lo quiere en vano y sin ninguna esperanza. Nosotros suspiramos, porque nosotros no podemos liberarnos del pasado y debemos arrastrar con nosotros eternamente sus cadenas; mientras que a nosotros nos puede parecer que el animal sea feliz, porque no conoce el tedio, inmediatamente olvida y ve continuamente el instante vivido disiparse en la niebla y en la noche. Así se disuelve en el presente, como un número se disuelve en otro número, sin resto, y aparece completa y absolutamente como lo que es, sin hacer comedia ni disimular intencionadamente. Nosotros, por el contrario sufrimos todos por el oscuro e insoluble resto del pasado y somos algo completamente distinto de lo que nosotros parecemos ser: de tal manera que nos conmueve, con la sensación de un paraíso perdido, ver el rebaño que pasta o, en una proximidad más familiar, al niño que con una ceguera demasiado breve y beatífica juega entre las dos puerta del pasado y del futuro. ¡Quién querría molestar su juego y sacarlo fuera del olvido! Nosotros sabemos ciertamente que con la palabra “fue” comienza la lucha y el dolor y se inaugura la vida como un
imperfectum
que nunca se realiza de modo completo: cuando finalmente la muerte traiga el ansiado olvido, pero suprimiendo a la vez el presente y la existencia misma, imprime de este modo el sello sobre ese conocimiento que sostiene que la existencia es solamente un ininterrumpido haber sido, un eterno
imperfectum
, una cosa que se contradice a sí misma continuamente, se niega y se consuma. Por consiguiente debemos estudiar el pasado y padecerlo, el pasado no puede morir en nosotros y como una gota de sangre extraña inyectada nos impulsa hacia delante sin tregua…» Este fragmento de Nietzsche, proveniente de los
Fragmentos póstumos
, explica muy bien la sensación que tuve en Rasafah entre los rebaños de ovejas. Las murallas carcomidas guardan en su interior la ciudad, que ha perdido todas sus huellas urbanísticas. Caminamos en medio de grandes extensiones de arena roja como si fuéramos por una larga playa y la acumulación de ruinas, de piedra caliza, se asemejasen a dunas. Apenas se percibe nada del Martirium, la iglesia donde fueron depositados los cuerpos de san Sergio y de sus compañeros Baco y Julia; y tampoco se ve nada de lo que fue la gran basílica dedicada al mismo santo. Tampoco las mezquitas han sobrevivido al tiempo. Lo impresionante de Rasafah no son sus derrumbados monumentos, sino el asistir a cómo lo construido por el hombre regresa como él mismo al polvo.
Nunca he visto tanta belleza en tanta desolación. Como hubiera escrito Jean Paul: «No existe allí Dios ni tiempo. La eternidad no hace más que dar vueltas en sí misma y roer el caos».
Ciudades muertas, ciudades perdidas, ciudades desaparecidas, ciudades enterradas, ciudades olvidadas. Un también olvidado poeta francés del siglo XIX, Albert Samain, escribió este soneto a una de ellas: «Perdida en las arenas de confines remotos, / la ciudad de otros tiempos, con sus calles desiertas, / duerme el sueño postrero de las ciudades muertas, / bajo el blanco sudario de sus mármoles rotos. // Sus templos resonaban con cánticos y votos, / la victoria amparábanla con las alas abiertas; / todos los pueblos de Asia llegaban a sus puertas, / y zarpaban sus barcos para mares ignotos. // Junto a su exhausto río van cayendo una a una / las piedras de sus muros, a la luz de la luna / que de antiguas grandezas alumbra apenas rastros. // Tan sólo un elefante de bronce, en la serena / quietud, sobre alto pórtico, que cubre ya la arena, / alza trágicamente su trompa hacia los astros.»
¿En cuál de estos caminos debió caerse san Pablo del caballo? Sha'ul, de la tribu de Benjamín, Cayo Julio Paulos, Saoul, Saoulos. En latín Paulos quiere decir pequeño, de poca estatura: el más pequeño de los apóstoles, es decir, el último que llegó cuando el Mesías ya se había ido. San Pablo, el esclavo del Mesías. «Entonces yo perseguía con ensañamiento a la comunidad de Dios.» Había nacido en Tarso, en Cilicia, según los Hechos de los apóstoles. Hijo de judíos de la diáspora, ciudadano de Roma. Tarso había sido hitita, de Alejandro Magno, persa, seléucida y romana. Cicerón fue uno de los gobernadores. Tarso se puso de parte de Marco Antonio y Octavio Augusto. Tarso competía con Alejandría y Atenas. Pasaba el río Kidnos, que conectaba la ciudad con el Mediterráneo, muy cercano. Hoy el río está varios kilómetros tierra adentro. El puerto de Mersina se une con la ciudad a través de un ferrocarril. En Tarso había una gran influencia helenística. San Pablo conocía los misterios paganos. En la filosofía triunfaba el estoicismo de Antípatro y Atenodoros, que había sido profesor de Augusto. San Pablo se crió siendo judío, en medio de la cultura y la lengua griega, por eso sus cartas están escritas en esta lengua. Las comunidades judías de la diáspora eran más importantes y poderosas que las de Palestina. En Cilicia se vivía del comercio, de las tierras fértiles, de tejer los pelos de cabra y las pieles. El
cilicium
era un paño tosco hecho con pelo de cabra. A esto se dedicaba la familia de san Pablo. El aprendió este oficio paralelamente a su gran formación cultural. Su familia pertenecía a los fariseos. Oriunda de Palestina, hablaban el arameo, la lengua de Cristo. Eran practicantes estrictos del judaísmo. En Gálatas 1,13, escribe: «Porque sin duda, habéis oído de mi conducta de antaño en el judaísmo, con qué exceso perseguía a la Iglesia de Dios y la desolaba». San Pablo nació en los primeros años de la era cristiana. No coincidió con Cristo, pero sí con algunos de sus discípulos, san Pedro y Santiago, con quienes mantuvo grandes diferencias. El cristianismo, durante los primeros tiempos, no era una organización acabada, definitiva, clara en sus estatutos, no subsistía por sí misma, sino que seguía manteniendo muchos lazos de unidad con el judaísmo. Los primeros cristianos cumplían las leyes de Moisés, se circuncidaban y pensaban que eran sólo los judíos los únicos que podían pertenecer a esta «secta» permitida en las sinagogas. Los judeocristianos de san Pedro seguían la ley mosaica. Toda la vida de los judíos estaba regulada en los detalles más insignificantes por ley: 248 preceptos y 346 prohibiciones. La comunidad cristiana seguía siendo una rama de la sinagoga. Esa ley mosaica o de Moisés exigía a los no judíos la circuncisión y el cumplimiento de las normas comunes. San Pablo no estaba de acuerdo con todo esto y extendió la enseñanza de la nueva religión a los gentiles, sin exigirles el cumplimiento de aquellas normas. Esta decisión cambió el camino del cristianismo y lo universalizó. El hombre así no se justificaba por las obras de la ley, sino por la fe en Cristo, la
sola fide
. San Pablo derribó el muro de separación entre judíos y gentiles. «Me he hecho a todos», escribe en la Epístola a los Corintios. San Pablo era un ortodoxo judío, un fanático. El Consejo Supremo rabínico lo nombró algo así como Inquisidor General. Estaba al mando de espías y soldados pagados por el Templo y todos los poderes a su disposición. Se dedicaba a perseguir a los judíos que no respetaban las leyes y llenó las cárceles de reos. San Esteban fue lapidado con su aquiescencia porque defendía lo que san Pablo perseguía y en lo que luego creerá. San Esteban había gritado a sus conciudadanos: «Vosotros sois los que habéis hecho traición y dado muerte». La muerte de este mártir fue el precio que pagó la primitiva iglesia al enfrentarse a sus orígenes judíos. San Pablo nunca se olvidó de aquel día, de aquella muerte violenta, y este recuerdo le sirvió de tormento. A pesar de la separación, san Pablo introdujo muchas ideas rabínicas en el cristianismo, bastante oscuras y difícilmente inteligibles para la gente sencilla a la que él gustaba dirigirse. Lo místico para san Pablo era más real que lo visible.