—Es una pequeña urna de antiguo estilo… una miniatura, un modelo, o quizás un juguete —iba a cogerlo, pero Kegan le aferró el brazo.
—¡Detente! Puede estar hechizado, o ser un objeto maldito. ¡Qué nadie toque esa cosa!
Torqual entró en la sala, seguido por una mujer esbelta de cabello moreno y asombrosa belleza.
Cory le habló a Torqual del catafalco en miniatura.
—¿Qué sabes de esto? Kegan lo halló bajo la escalera.
Torqual miró la caja con el ceño fruncido.
—No significa nada para mí.
—En una elegante casa de Roma —dijo Este—, este objeto se podría usar como salero de gran estilo.
—Puede ser un altar para un gato favorito —sugirió Galgus el Daut—. En Falu Ffail, el rey Audry viste a sus perros con pantalones de terciopelo rojo.
—Guardadlo —rezongó Torqual—. Es mejor no tocar esas cosas —se volvió hacia la mujer—. Melancthe, éste es Cory de Falonges y éstos son sus hombres. He olvidado los nombres, pero él es huno, aquél es romano, ése es celta, el de allá es daut y ese ser, mitad halcón y mitad lobo, se declara dacio. ¿Qué opinas del grupo? Habla sin remilgos: ellos no se hacen ilusiones.
—No me interesan —Melancthe fue a sentarse a solas en un extremo de la mesa y se puso a mirar el fuego.
—¡Voner! —susurró Travec—. ¿Qué ves?
—Hay verdor dentro de la mujer. Un zarcillo la toca; se mueve con tal rapidez que no puedo rastrearlo.
—¿Qué significa eso? ¿Ella es un nódulo de fuerza?
—Ella es una cáscara.
Travec la observó un instante. Melancthe irguió la cabeza, miró en torno frunciendo las cejas. Travec eludió su mirada.
—¿Qué hay? —susurró—. ¿Ha detectado mi presencia?
—Está inquieta, pero ignora por qué. No la mires.
—¿Por qué no? —murmuró Travec—. Todos la miran. Es la mujer más bella del mundo.
—No entiendo de esas cosas.
Poco después Melancthe se marchó de la habitación. Torqual y Cory conferenciaron aparte durante media hora. Luego Torqual también se marchó.
—¿Y bien? —preguntó Galgus—. Es demasiado temprano para dormir y el vino es pésimo. ¿Quién juega a los dados?
Este el romano miraba la caja de cedro.
—Mejor dicho —declaró—, ¿quién levantará la tapa de este catafalco de juguete par ver qué hay adentro?
—Yo no —dijo Galgus.
—No toquéis esa cosa —dijo Izmael el Huno—. Atraeréis una maldición sobre todos nosotros.
—En absoluto —dijo Este—. Obviamente es una broma macabra con forma de relicario, y quizás esté rebosando de zafiros y esmeraldas.
Kegan sintió mayor interés.
—Una idea razonable. Quizás yo le eche una ojeada, para asegurarme.
Galgus miró a Travec.
—¿Y ahora de qué hablas contigo mismo, Travec?
—Entono mi hechizo contra la magia mortal —dijo Travec.
—¡Bah, no es nada! ¡Venga, Kegan! Sólo un vistazo. Eso no puede dañar a nadie.
Con una larga uña amarilla, Kegan alzó la tapa de piedra de jabón. Agachó la cabeza, de tal modo que casi introdujo su ganchuda nariz en la rendija, y miró adentro. Luego se retiró despacio y bajó la tapa.
—¡Bien, Kegan! —dijo Cory—. ¡No nos tengas en vilo! ¿Qué viste?
—Nada.
—¿Entonces por qué tanto teatro?
—Es un bonito juguete —dijo Kegan—. Me lo llevaré como recuerdo.
Cory lo miró intrigado.
—Como gustes.
Al mediodía siguiente los dos grupos partieron del prado de Neep y bajaron por el Dagach. Donde el valle se unía a los brezales, ambas partidas se separaron. Cory, sus cinco hombres y el guía —un joven cetrino de ojos entornados llamado Idis— enfilaron hacia el noroeste para preparar la emboscada. Torqual y sus treinta y cinco guerreros continuaron hacia el oeste, rumbo a Sauce Wyngate. Durante horas aguardaron a la sombra del bosque, y al anochecer continuaron la marcha por los brezales y se internaron en el valle del río Wirl.
El grupo marchaba a buen paso, y cuando asomaban las primeras luces del alba los jinetes entraban en el parque que rodeaba el castillo del Sauce Verde y avanzaban por la majestuosa calzada bordeada de álamos.
Al doblar una curva, se detuvieron consternados. Una docena de caballeros bloqueaba el camino, lanza en ristre.
Los caballeros atacaron. Los bandidos, confusos, dieron vuelta para escapar, pero otro grupo de caballeros les cerró la retaguardia. Desde detrás de los álamos aparecieron unos arqueros que lanzaron una andanada tras otra contra los alarmados malhechores. Torqual volvió grupas, se lanzó hacia una brecha en la alameda, se agazapó y galopó como un loco a campo traviesa. El señor Minch, que mandaba las tropas, envió diez hombres tras él, con órdenes de perseguir a Torqual hasta el fin del mundo si era necesario. Los pocos bandidos que sobrevivieron fueron condenados a una ejecución sumaria, para evitar el trajín de muchos ahorcamientos. Las espadas subieron, las espadas bajaron, las cabezas rodaron: los efectivos de Torqual y sus sueños imperiales perecieron a un mismo tiempo.
Los diez guerreros persiguieron a Torqual por el valle de Dagach. Él lanzó unas rocas cuesta abajo y mató a dos. Cuando los demás llegaron al prado de Neep, sólo encontraron a las mujeres y los niños. Torqual y Melancthe ya habían huido por secretos pasajes hacia los brezales altos y las grietas del otro lado del monte Sobh. Ya no tenía sentido continuar la persecución, aunque el monte Sobh no era el fin del mundo.
En la ciudad de Lyonesse reinaba un gran revuelo: el rey Milo, la reina Caudabil y el príncipe Brezante harían una visita de tres días, y se organizó un festival para honrarlos.
El rey Casmir había concebido el festival cuando sus esperanzas de un compromiso ventajoso se disiparon. Su entusiasmo por la visita se había aplacado, y se sentía reacio a agasajar a sus huéspedes en una sucesión de prolongados banquetes en los que se bebía sin cesar. El rey Milo, célebre glotón, y la reina Caudabil, apenas menos temible, consumirían un plato tras otro de manjares y grandes cantidades de los mejores vinos de Haidion. El rey Casmir ordenó pues un festival con toda clase de deportes, juegos y competiciones en honor de los visitantes reales: puntapié, salto, carreras a pie, luchas, lanzamiento de piedra, enfrentamientos con palos acolchados en un tablón, sobre un foso de lodo también destinado a las contiendas de tiro de cuerda. Se bailaría al son de diversas melodías; habría peleas de toros, un concurso de tiro con arco y justas con lanzas acolchadas. El programa estaba organizado para que el rey Milo y la reina Caudabil estuvieran constantemente ocupados, escuchando panegíricos, haciendo de jueces, otorgando premios, aplaudiendo a los vencedores, consolando a los perdedores y entregando recompensas. El rey Milo y la reina Caudabil, como patronos, debían prestar suma atención a estos eventos, que les quitarían tiempo para banquetes largos y generosos donde el rey Milo pudiera demostrar su asombrosa capacidad de bebedor. En lugar de eso, ambos deberían alimentarse apresuradamente con colaciones de jamón frito, pan y queso, y jarras de cerveza fuerte para bajar el sustancioso y barato condumio.
El rey Casmir estaba complacido con su estratagema, que le ahorraría incesantes horas de tedio; además, el festival demostraría su benevolencia y jocundidad. No había modo de evitar el banquete de bienvenida ni el festín de despedida, aunque el primero podría interrumpirse con el pretexto de permitir que la familia real se recobrara de las penurias del viaje. Tal vez el segundo también, con una justificación similar.
Los preparativos para el festival se iniciaron de inmediato, para que la vieja y gris ciudad de Lyonesse se transformara en ámbito de extravagantes frivolidades. Se pusieron colgaduras de estameña, se enarbolaron estandartes bordeando toda la plaza de armas y se construyó una plataforma para ambas familias reales. En el lado del patio que daba al Sfer Arct, un bastidor sostendría dos grandes toneles de cerveza para quienes desearan brindar por el rey Milo, el rey Casmir o ambos.
En el Sfer Arct se levantaron puestos de venta de salchichas, pescado frito, bocadillos de cerdo, tartas y pasteles. Cada puesto debía cubrir sus partes visibles con telas y cintas alegres, y las tiendas de la avenida tuvieron que hacer lo mismo.
A la hora acordada, el rey Milo, la reina Caudabil y el príncipe Brezante llegaron al castillo de Haidion. Encabezaban la marcha seis caballeros con reluciente armadura, portando lanzas de las que colgaban pendones negros y ocres. Otros seis caballeros con atuendo similar custodiaban la retaguardia. En un tosco y traqueteante vehículo, más carromato que carruaje, el rey Milo y la reina Caudabil ocupaban un ancho diván tapizado, bajo un dosel verde adornado con cien borlas decorativas. Milo y Caudabil eran corpulentos, canos, de cara redonda y rubicunda, y más parecían torpes campesinos camino del mercado que gobernantes de un antiguo reino. Al costado cabalgaba el príncipe Brezante, en un capón bayo de altas ancas. Encaramado en aquel enorme animal, el rechoncho Brezante no causaba una impresión gallarda. La nariz le colgaba de una frente estrecha, cubriéndole la boca carnosa; los ojos grandes y redondos no pestañeaban; el pelo negro era ralo, y en el mentón lucía una barba indecisa. A pesar de todo, Brezante se consideraba un caballero de romántica apariencia y era muy puntilloso en su vestimenta. Usaba un jubón de fustán rojizo, con mangas abullonadas de tela negra y roja. En la cabeza lucía una saltarina gorra roja de guardabosque, con un ala de cuervo por penacho.
La columna avanzó por el Sfer Arct. Una docena de heraldos con cota escarlata y calzas amarillas y ceñidas esperaban a ambos costados, seis de cada lado. Cuando pasó el carruaje, alzaron los clarines al cielo y tocaron una fanfarria de bienvenida.
El carruaje dobló hacia la plaza de armas y se detuvo ante el castillo. El rey Casmir, la reina Sollace y la princesa Madouc aguardaban en la terraza. El rey Casmir alzó el brazo para saludar; el rey Milo imitó el gesto, al igual que hizo el príncipe Brezante, tras echar una ojeada a Madouc, y así comenzó la visita real.
En el banquete nocturno, nadie escuchó las protestas de Madouc, quien tuvo que sentarse con el príncipe Brezante a la izquierda y Damar, duque de Lalanq, a la derecha. Durante la comida, Madouc fijó la mirada en el centro de la mesa, sin prestar atención al príncipe, que no dejaba de observarla con sus ojos negros y redondos. Madouc habló poco, respondiendo a las ocurrencias humorísticas de Brezante con distraídos monosílabos, logrando poner a Brezante de un pésimo humor, al cual Madouc fue olímpicamente indiferente. Por el rabillo del ojo notó que tanto el rey Casmir como la reina Sollace se empeñaban en ignorar su conducta; aparentemente habían aceptado su punto de vista, y quizás hubieran decidido dejarla en paz.
El triunfo de Madouc duró poco. A la mañana siguiente, las dos familias reales fueron al pabellón de la plaza de armas para presenciar el comienzo de las competiciones. Una vez más, Madouc adujo que prefería no asistir, pero fue en vano. La dama Vosse, hablando en nombre de la reina Sollace, declaró que Madouc debía participar en las ceremonias. Madouc marchó de mal talante al pabellón y se arrellanó junto a la reina Caudabil en la silla destinada al rey Milo, de modo que Milo se sentó al otro lado de Caudabil y Brezante tuvo que contentarse con el extremo de la plataforma, junto al rey Casmir. De nuevo Madouc quedó complacida, aunque un poco desconcertada, por la indiferencia del rey Casmir y la reina Sollace ante su terca conducta. ¿Qué demonios estaba ocurriendo?
No tardó en obtener la respuesta a su pregunta. En cuanto las familias reales se hubieron sentado, Spargoy el heraldo avanzó al frente de la plataforma para dirigirse a la muchedumbre que llenaba el patio. Un par de jóvenes heraldos tocaron la fanfarria Prestad atención y las gentes callaron.
Spargoy desenrolló un pergamino.
—Leo y recito con exactitud el contenido de la proclama emitida el día de hoy por Su Real Majestad Casmir. Prestad oídos a estas importantes palabras que diré a continuación —Spargoy abrió el pergamino y leyó—:
»Yo, rey Casmir, monarca de Lyonesse, sus diversos territorios y provincias, declaro lo siguiente:
»En la ciudad de Lyonesse se yergue un edificio de exaltado propósito, la nueva catedral de Sollace Sanctissima, destinado a ganar la fama por la riqueza de sus pertenencias. Para que cumpla mejor su función, el lugar ha de ser dotado con artículos sagrados y dignos de adoración, a saber, raras y preciosas reliquias, u otros objetos asociados con paradigmas pretéritos de la fe cristiana. Nos dicen que estas reliquias merecen ser adquiridas; estamos dispuestos, pues, a ofrecer nuestra regia gratitud a aquellas personas que nos brinden buenas y sacras reliquias, para que nuestra catedral goce de preeminencia entre todas las demás.
»Nuestra gratitud depende de la verdad y la autenticidad. Un objeto falso no sólo provocará nuestro real disgusto, sino que atraerá las temibles consecuencias de la ira divina. ¡Queden pues advertidas aquellas personas de ánimo canallesco!
»Especial regocijo traerán a nuestros corazones la Cruz de San Elric, el Talismán de Santa Uldine, el Clavo Sagrado y, más que ningún otro, el cáliz conocido como Santo Grial. Las recompensas se ajustarán a la valía de la reliquia; quien nos traiga el Santo Grial podrá pedirnos cualquier don que desee su corazón, incluido el más precioso tesoro del reino: la mano de la princesa Madouc en matrimonio. En ausencia del Grial, quien nos traiga la reliquia más sagrada y sublime puede solicitarnos lo que guste, incluida la mano de nuestra bella y graciosa princesa Madouc en matrimonio, después del pertinente compromiso.
»Dirijo esta proclama a todos quienes posean oídos para oír y fortaleza para consagrarse a esa empresa. En todas las tierras, de lo alto a lo bajo, nadie quedará excluido por razones de lugar, edad, o rango. Que todas las personas valientes y emprendedoras salgan en busca del Grial, u otros objetos sagrados posibles de adquisición, para gloria de la catedral de Sollace Sanctissima.
»Así hablo yo, el rey Casmir de Lyonesse. ¡Resuenen mis palabras en todos los oídos!»
Sonaron los clarines; Spargoy enrolló el pergamino y se retiró.
Madouc oyó atónita la proclama. ¿Qué nuevo disparate era ése? ¿Acaso su nombre y sus atributos físicos —o la carencia de ellos— se debían pregonar por todas las tierras, suscitando el comentario de cada caballero famélico, de cada mentecato, idiota, patán y bravucón del reino y otras partes? Los alcances del edicto la dejaban sin habla. Tiesa y callada, reparó en los muchos ojos que la escrutaban. ¡Escándalo y ultraje! ¿Por qué no la habían consultado?