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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (30 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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Shimrod no hallaba un propósito práctico para tal artilugio. ¿Un reloj? ¿Un juguete? ¿Una curiosidad? Razonó que una máquina tan compleja debía de tener un propósito definido, aunque dicho propósito escapara a su entendimiento.

Un día, mientras observaba los discos, sonó una campanilla en un enorme espejo que colgaba de una pared.

Shimrod se puso de pie y se acercó al espejo, que ahora mostraba el salón principal de Swer Smod. Murgen estaba junto a la mesa. Saludó a Shimrod con una inclinación de cabeza y habló sin rodeos.

—Tengo una labor complicada para ti. Podría ser arriesgada, pero es de suma importancia y es preciso realizarla. Como no puedo dedicar tiempo a esta tarea, recaerá sobre tus hombros.

—Ésa es la razón de mi existencia —dijo Shimrod—. ¿Cuál es la tarea?

—Se trata básicamente de continuar con tu anterior labor en Ys. Debes profundizar tus investigaciones. Específicamente, debes averiguar qué sucedió con Desmëi.

—¿No tienes teorías?

—Conjeturas por docenas; hechos ninguno. Las mejores posibilidades son muy escasas. En rigor, según mis cálculos, sólo dos.

—¿Y cuáles son?

—Comencemos con esta suposición. Cuando Desmëi creó a Melancthe y Carfilhiot, se disolvió totalmente, como una contundente demostración de su despecho hacia los hombres. Aquí la objeción es que a nadie le importaría… y mucho menos a Tamurello. Como posibilidad más probable, Desmëi optó por alterar su estado y ganar tiempo para cobrar venganza cuando surgiera la oportunidad. Con esta premisa, debes descubrir el nódulo de tintura verde que es Desmëi… o cualquier otro disfraz que esté usando. ¿Dónde se oculta? ¿Cuál es su plan? Sospecho que sus agentes son Melancthe y Torqual; en tal caso, ellos te guiarán hasta Desmëi.

—Bien. ¿Cómo debo proceder?

—Primero, altera tu aspecto, y de manera concluyente. Melancthe te reconoció con tu disfraz anterior. Luego viaja a los altos brezales de Ulflandia. Bajo el monte Sobh, en el valle de Dagach, está Coram Alto; allí encontrarás a Melancthe y a Torqual.

—¿Y cuando encuentre a Desmëi?

—Destrúyela… a menos que ella te destruya primero.

—Ésa es una contingencia que lamentaría.

—Entonces debes armarte bien. No puedes usar magia de sandestín: ella te olería al instante, pues el verde viene de la tierra de los demonios.

—Pues yo soy vulnerable a la magia de los demonios.

—No tanto. Extiende la mano.

Shimrod obedeció y de inmediato vio en sus palmas un par de esferas de hematites negros, cada cual unida a un arete por una cadenilla.

—Éstas son proyecciones de dos efrits de Mang Siete. Les disgustan todas las cosas de Mel y Dadgath. Se llaman Voner y Skel; te serán útiles. Ahora haz tus preparativos, y luego te daré más instrucciones.

El espejo titiló y de pronto Shimrod vio sólo su propia imagen. Dio media vuelta y estudió su banco de trabajo, cargado de rarezas y misterios. Observó el desplazamiento de los siete discos y gruñó con irritación. Tendría que haber hecho una pregunta a Murgen.

Era por la tarde. Shimrod salió al jardín. En las alturas del cielo montañas de nubes soñaban al sol. El prado de Lally nunca había parecido más sereno. Shimrod pensó en el valle Dagach, donde sin duda la serenidad sería algo desconocido. Pero no había modo de evitarlo. Debía hacer lo que era preciso.

Cobró una semblanza apropiada para el lugar y las circunstancias. Como se le negaba su magia habitual, debía recurrir a las aptitudes físicas y al armamento. Algunas de ellas le eran innatas, otras tenía que aprenderlas.

Reflexionó sobre su nueva apariencia. Debía ser fuerte, duradera, rápida y competente, pero no demasiado llamativa para un lugar como los brezales altos.

Shimrod regresó al taller, donde concibió una entidad que cumplía de sobra con los requisitos: un hombre alto y delgado, con un cuerpo que parecía hecho de cuero, tendones y hueso. La cabeza era angosta, con un rostro huesudo de mejillas huecas, ojos amarillos y centelleantes, boca torcida y cruel, nariz filosa como un hacha. Rizos de tosco pelo castaño le cubrían el cuero cabelludo; la piel, curtida por el sol y la intemperie, mostraba el mismo color. De los lóbulos de las pequeñas orejas Shimrod colgó a los efrits Voner y Skel. De inmediato oyó las voces. Parecían estar comentando el tiempo en sitios que él desconocía.

—… casi un ciclo récord para los intersticiales, al menos a lo largo del miasma superior —dijo Skel—. Sin embargo, los módulos de vibrocampo de los Muertos Vivos no han cambiado de fase.

—Sé poco sobre Carpiskovy —dijo Voner—. Se dice que es muy agradable, y me sorprende oír que las condiciones sean tan insípidas.

—Margaunt es peor, y cambia a ojos vistas. Encontré un delicado verdepum en la pista de vuelo.

—¿Delicado?

—En efecto. Los pinogrises cumplen sus deberes normales, y no se oye ni un gorjeo de los rubantes.

—Caballeros —dijo Shimrod—, soy vuestro supervisor. Me llamo Shimrod, pero en esta fase usaré el nombre de Travec el Dacio. Estad alerta a los planes trazados contra Shimrod o Travec. Me agrada que os asociéis conmigo, pues nuestra misión es de suma importancia. Ahora bien, por el momento debo pediros que guardéis silencio, pues he de asimilar mucha información.

—Has empezado mal, Shimrod, Travec o como te llames —dijo Skel—. Nuestra conversación tiene un altísimo nivel, y harías bien en escuchar.

—Tengo una mente limitada —dijo Shimrod con severidad—. Insisto en que prestéis obediencia. Aclaremos esto de inmediato. De lo contrario, debo consultar a Murgen.

—¡Bah! —dijo Voner—. ¡Qué suerte la nuestra! En Shimrod descubrimos a otro de estos mandones de malas pulgas.

—Silencio, por favor.

—Está bien, ya que insistes —dijo Voner—. Skel, hablaré contigo más tarde, cuando Shimrod esté menos molesto.

—¡Desde luego! Esperaré impaciente ese momento, como dicen en este excéntrico universo.

Los efrits callaron, salvo por algunos gruñidos y murmullos ocasionales. Shimrod, entretanto, inventó una biografía para Travec y memorizó la información pertinente. A continuación estableció salvaguardas para proteger Trilda de los intrusos durante su ausencia. Sería irónico que, mientras él buscaba a Desmëi en los brezales, ella fuera a Trilda y se apoderase de sus valiosos artefactos.

Shimrod terminó al fin sus preparativos. Fue hasta el espejo y llamó a Murgen.

—Estoy preparado para partir.

Murgen inspeccionó la extraña imagen que tenía enfrente.

—La semblanza es apropiada, aunque un poco más imponente de lo necesario. Aun así, quién sabe, quizá resulte útil. Bien, atraviesa Kaul Bocach, en el Pasaje del Ulf, y llega hasta la Posada del Cerdo Bailarín.

—Conozco esa posada.

—Descubrirás a cuatro malandrines. Están esperando órdenes del rey Casmir. Di que el rey Casmir te ha enviado para unirte al grupo, y que un tal Cory de Falonges llegará en breve para actuar como jefe de una misión especial.

—Hasta ahora todo está claro.

—No tendrás dificultades para unirte a la banda de Cory. Tiene órdenes de asesinar al rey Aillas y, de ser posible, capturar al príncipe Dhrun.

»Cory guiará al grupo hasta el valle Dagach. Allí, según las circunstancias, tal vez pases de la banda de Cory a la de Torqual. Pero debes actuar con sigilo y no irritar a nadie. Por el momento Desmëi no sospecha nada. No cometas torpezas que la obliguen a ocultarse.

Shimrod asintió.

—¿Y qué ocurrirá luego con Cory?

—Resulta irrelevante —el espejo titiló.

2

Travec el Dacio atravesó el Pasaje del Ulf montado en un caballo bruno con cabeza de martillo. A la derecha de la silla llevaba una caja lacada con un arco corto y dos docenas de flechas; a la izquierda colgaba una cimitarra larga de hoja angosta, en un funda de cuero. Vestía camisa negra, pantalones amplios y botas negras hasta la rodilla. Una camisa con cota de malla y un yelmo cónico de hierro viajaban sujetos a la parte posterior de la silla.

Cabalgaba con el cuerpo inclinado, moviendo los ojos en todas direcciones. Las armas, la vestimenta y el aspecto general identificaban a Travec como un guerrero errabundo o algo peor. Las gentes que encontraba en el camino lo eludían y sentían alivio al verlo pasar de largo.

Travec había dejado atrás las fortaleza Kaul Bocach. A la izquierda se erguía el imponente Teach tac Teach; a la derecha el Bosque de Tantrevalles bordeaba el camino, acercándose tanto por momentos que las ramas ocultaban el cielo. Más adelante, una posada mostraba el cartel del Cerdo Bailarín.

Travec frenó el caballo; de inmediato una pregunta quejosa brotó de uno de los hematites negros que le colgaban de la oreja.

—Travec, ¿por qué detienes el caballo?

—Porque estamos cerca de la Posaba del Cerdo Bailarín.

—¿Y a quién le importa?

No por primera vez, Travec recordó que Murgen le había insinuado que quizá los efrits no fueran compañeros fáciles. Durante el viaje, para distraer el tedio, habían conversado en voz baja, creando un bordoneo que Travec había procurado ignorar.

—¡Escuchad bien! —dijo—. Os daré instrucciones.

—Es innecesario —dijo Voner—. Tus instrucciones no vienen al caso.

—¿Por qué?

—¿Acaso no está claro? Murgen ordenó que sirviéramos a Shimrod. Tú dices llamarte Travec. La disparidad debe de ser obvia, incluso para ti.

Travec soltó una risotada amarga.

—¡Un momento, por favor! Travec es sólo un nombre… un truco verbal. En todo lo esencial, soy Shimrod. Debéis servirme con vuestra mejor voluntad. Si hacéis una sola objeción, me quejaré ante Murgen, quien os castigará sin piedad.

—Todo está aclarado —dijo Skel con voz servil—. No temas nada. Estamos totalmente alerta.

—Aun así, para refrescarnos la memoria, cita nuevamente las contingencias contra las cuales debemos precavernos —dijo Voner.

—Primero, advertirme acerca de todo peligro inminente, entre ellos emboscadas, vino envenenado, armas apuntadas hacia mí con el propósito de herirme o matarme; también sobre derrumbes, aludes, pozos, trampas de toda clase y cualquier otro artilugio o actividad que pudiere molestarme, frustrarme, lastimarme, encarcelarme, matarme o debilitarme. En síntesis, velad por mi seguridad y buena salud. Si tenéis dudas sobre lo que acabo de decir, actuad siempre del modo que me brinde la máxima satisfacción. ¿Está claro?

—¿Y qué hay sobre las dobles o triples dosis de afrodisíaco? —preguntó Voner.

—Esas dosis atentarán en última instancia contra mi fortaleza. Quedan incluidas en las categorías citadas. Si tenéis dudas, consultadme.

—Como gustes.

—Segundo…

—¿Hay más?

Travec no prestó atención.

—Segundo, avisadme cuando detectéis la humareda verde de Xabiste. Intentaremos localizar la fuente y destruir el nódulo.

—Eso es bastante sensato.

—Tercero: no os reveléis a los demonios de Xabiste, Dadgath o de cualquier otra parte. Podrían huir antes de que pudiéramos matarlos.

—Como desees.

—Cuarto, estad atentos a la bruja Desmëi, en cualquiera de sus fases. Incluso podría usar otro nombre, pero no os dejéis confundir. Informadme al instante sobre cualquier circunstancia sospechosa.

—Haremos lo posible.

Travec reanudó la marcha y continuó camino arriba mientras los efrits comentaban las instrucciones de Travec, que les parecían desconcertantes, lo que hizo que Travec se preguntara si las habrían entendido cabalmente.

Al acercarse a la posada, descubrió que ésta era un edificio destartalado, construido con madera tosca y con un techo de bálago tan viejo que en la paja crecía hierba. En un costado había un cobertizo donde el propietario destilaba su cerveza; en el fondo la posada se unía con el granero. Más allá, tres niños trabajaban en una parcela cultivada. Travec entró en el patio, desmontó y sujetó el caballo a un poste. Había dos hombres sentados en un banco. Izmael el Huno y Kegan el Celta, ambos observando a Travec con agudo interés.

Travec se dirigió a Izmael en su propio idioma.

—Bien, criatura nacida de la malicia, ¿qué haces aquí, tan lejos de casa?

—Hola, comedor de perros. Atiendo mis propios asuntos.

—Quizá sean también los míos, así que trátame amablemente, aunque he decapitado a cien sujetos de tu raza.

—Lo hecho hecho está. A fin de cuentas, yo violé a tu madre y a todas tus hermanas.

—Y sin duda también a tu madre, y a tu caballo —Travec volvió la cabeza hacia el otro hombre—. ¿Quién es esa enjuta sombra de escorpión muerto?

—Se hace llamar Kegan, y es un celta de Godelia. Degollarte le costaría tanto como escupir.

Travec asintió y continuó en el idioma local.

—Me han enviado al encuentro de un tal Cory de Falonges. ¿Dónde se encuentra?

—Aún no ha llegado. Creímos que tú eras Cory. ¿Qué sabes de esta empresa?

—Me han asegurado que es peligrosa y lucrativa, nada más —Travec entró en la posada y habló con el posadero, quien acordó brindarle alojamiento: un jergón de paja en el altillo del granero, que Travec aceptó sin entusiasmo. El posadero envió a un niño a cuidar del caballo bruno; Travec entró sus pertenencias en la posada, pidió una pinta de cerveza y se sentó a una mesa junto a la pared.

Cerca estaban los otros dos. Este el Romano, esbelto, con rasgos delicados y ojos castaños, tallaba una arpía en un trozo de madera. Galgus el Negro de Dahaut se distraía jugando a los dados. Tenía la tez blanca y el pelo negro y opaco de un adicto al arsénico, y el rostro era triste y saturnino. Izmael y Kegan el Celta se unieron al grupo. Izmael masculló unas palabras y todos se volvieron hacia Travec, quien no les prestó atención.

Kegan se puso a jugar a los dados con Galgus, apostando monedas de poco valor, y pronto todo el grupo participó en la partida. Travec observaba distraídamente, intrigado por el desenlace de la situación. El grupo era inestable en ausencia de un cabecilla, pues cada hombre protegía celosamente su reputación. Al cabo de unos minutos Izmael el Huno le dijo a Travec:

—¡Ven! ¿Por qué no juegas con nosotros? Los dacios son célebres por su insensata afición al juego.

—Lamentablemente es cierto —dijo Travec—. Pero no quise entrar en el juego sin invitación.

—Considérate invitado. Caballeros, éste es Travec el Dacio, el cual está aquí en una misión similar a la nuestra. Travec, aquí ves a Este el Dulce, que afirma ser el último romano auténtico. Su arma es un arco tan pequeño y frágil que parece un juguete, y sus flechas son pequeños dardos; sin embargo, puede dispararlas con gran rapidez y arrancar un ojo a cincuenta metros sin levantarse de la silla. Al lado está Galgus, un daut hábil con los cuchillos. Allí está Kegan de Godeha, amante de las armas raras, entre otras un látigo de acero. Yo soy apenas una paloma extraviada; sobrevivo a las ferocidades de esta vida sólo gracias a la piedad y tolerancia de mis camaradas.

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