—Serás el líder. No cuestionaré tus órdenes.
—Aún hablas ambiguamente. De una vez por todas, ¿obedecerás mis órdenes, sí o no?
—Obedeceré —dijo Travec con voz pétrea.
Una hora después del alba Cory de Falonges y sus siniestros acompañantes partieron de la Posada del Cerdo Bailarín. Tern, el hijo mayor del posadero, oficiaba de guía y conducía un par de caballos de carga. Afirmaba que el viaje duraría sólo dos días, siempre que no hubiera incidentes imprevistos y siempre que las borrascas del Atlántico no soplaran con todas sus fuerzas.
La columna cabalgó hacia el norte, dejando atrás el desfiladero que pasaba bajo el cerro de Tac, internándose en el valle del Evander; luego tomaron un sendero que ascendía por una abrupta cañada. El camino serpeaba entre rocas desmoronadas, alisos, zarzales y matas de cardos. Un riachuelo gorgoteaba en las cercanías. Al cabo de un trecho, el sendero se alejó del arroyo y trepó por la ladera, zigzagueando hasta llegar a la cresta de una estribación.
Los jinetes descansaron un rato y continuaron la marcha: por la cresta, cruzando páramos pedregosos, vallecillos sombreados por cedros y pinos a lo largo de riscos contra los que se estrellaba el viento, y de nuevo al pie del Teach tac Teach. Ascendieron por abruptas escarpas y sinuosidades, y por fin salieron a los brezales altos. El sol se ocultaba detrás de las nubes del oeste. Bajo el refugio de trece altos dólmenes, el grupo acampó para pasar la noche.
Por la mañana, un sol rojo se elevó por el este mientras un viento del oeste enviaba nubes bajas sobre el brezal. El grupo de aventureros se acurrucó alrededor del fuego, cada cual sumido en sus pensamientos y tostando tocino en un espetón, mientras el potaje bullía en la cazuela. Trajeron y ensillaron las monturas; encorvándose ante el viento helado, los viajeros se internaron en el brezal. Los peñascos del Teach tac Teach, elevándose en solitario aislamiento, se redujeron a izquierda y derecha. Allá delante se erguía el monte Sobh.
La senda había desaparecido; el grupo cabalgó por el páramo abierto, y sorteó los flancos del monte Sobh; atravesó un chaparral de pinos y un súbito panorama se abrió ante ellos: riscos y laderas, valles oscuros poblados de coníferas, brezales bajos y una bruma turbia y cerrada.
De alguna parte apareció otro sendero que descendía por el declive internándose en un bosque de pinos y cedros.
Algo blanco relucía más adelante. Al acercarse, el grupo descubrió el cráneo de un alce clavado al tronco de un pino. Tern frenó el caballo.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Cory.
—Yo no seguiré —dijo Tern—. Detrás del árbol cuelga un cuerno de bronce. Sopladlo tres veces y esperad.
Cory le pagó con monedas de plata.
—Nos has guiado bien. Buena suerte.
Tern volvió grupas y partió, dejando los dos caballos de carga.
Cory escrutó a sus compañeros.
—¡Este de Roma! ¡Tienes fama de músico! Encuentra el cuerno y sopla tres notas que retumben en el valle.
Este de Roma se apeó y se acercó al árbol, donde encontró un cuerno de bronce de tres vueltas colgado de una clavija. Se lo llevó a los labios y sopló tres notas fuertes, dulces y resonantes.
Pasaron diez minutos. Travec se alejó un poco de los demás.
—¡Voner! ¡Skel! —murmuró—. ¿Podéis oírme?
—Naturalmente, todo lo necesario.
—¿Conocéis este lugar?
—Es un gran pliegue en la materia original del mundo. Una costra de vegetación ensombrece el cielo. Tres rufianes furtivos nos espían desde las sombras.
—¿Y la bruma verde de Xabiste?
—Nada importante —dijo Voner—. Un penacho allá a lo lejos, en un declive, nada más.
—Insuficiente para interesarnos —dijo Skel.
—De todos modos —dijo Travec—, advertidme sobre cualquier mancha verde, pues podría indicar un nódulo de verdor.
—Como digas. ¿Debemos darnos a conocer y destruir esa sustancia?
—Aún no. Debemos averiguar de dónde y cómo surge.
—Como gustes.
Travec oyó una voz áspera a sus espaldas. Al volverse se encontró con Kegan el Celta.
—¡Qué grato debe ser el consuelo de estas conversaciones íntimas contigo mismo!
—Repito mis lemas de la suerte. ¿Qué pasa?
—Nada —dijo Kegan—. Yo también tengo mis chifladuras. Nunca puedo matar a una mujer sin primero rezar una plegaria a la diosa Quincúbila.
—Es natural. Veo que los trompetazos de Este han provocado una respuesta.
Desde el bosque venía un hombre de pelo y barba amarillas, alto y macizo, que llevaba un yelmo de hierro tricorne, una camisa de cota de malla y pantalones de cuero negro. Del cinturón le colgaban tres espadas de diversa longitud. Saludó a Cory con voz potente.
—Decid vuestros nombres y explicad por qué habéis tocado el cuerno.
—Yo soy Cory de Falonges. Una persona de alto rango me envía para pedir consejo a Torqual. Estos hombres están bajo mi mando. Sus nombres no significarán nada para ti.
—¿Sabe Torqual de tu llegada?
—Lo ignoro. Es posible.
—Seguidme, pero no os desviéis del camino.
Avanzaron en fila por un angosto sendero. Atravesaron un tupido bosque y una ladera árida, escalaron una garganta hasta una extensión pedregosa y chata y luego un espinazo de roca, con un abrupto declive a cada lado, hasta llegar a una pequeña vega bajo un peñasco. Una antigua y ruinosa fortaleza dominaba el lugar.
—Estáis en el prado de Neep, y aquélla es la fortaleza de Coram Alto —dijo el rubio bandido—. Podéis desmontar y esperar de pie, o descansar en aquellos bancos. Informaré a Torqual de vuestra llegada —se perdió en los recovecos del ruinoso castillo.
Travec desmontó con los demás y observó el prado. Debajo del peñasco había toscas chozas de piedra y turba. Allí debían de alojarse los seguidores de Torqual. Dentro de las chozas vio a varias mujeres harapientas y a unos niños que jugaban entre la mugre. En un costado habían construido un horno de ladrillo para cocer pan. Al parecer habían fabricado los ladrillos con arcilla del prado cocida en fogatas abiertas.
Travec echó un vistazo al valle Dagach, que caía abruptamente para abrirse sobre los brezales bajos.
—¡Voner! ¡Skel! —susurró—. ¿Qué hay del verdor?
—Noto una bruma centrada en el castillo —dijo Voner.
—Un zarcillo conduce a otra parte —añadió Skel.
—¿Puedes ver su origen?
—No.
—¿Hay otros nódulos verdes?
—Hay un nódulo verde en Swer Smod; no se ve ningún otro.
Torqual salió del castillo con el negro atuendo de un noble ska. Se acercó a los recién llegados. Cory se adelantó.
—Torqual, yo soy Cory de Falonges.
—Conozco tu reputación. Has asolado el Troagh como un lobo hambriento, por lo que dicen. ¿Quiénes son los demás?
Cory hizo un gesto de indiferencia.
—Son truhanes de talento, y cada uno es único en lo suyo. Aquel es Kegan el Celta. El otro es Este el Dulce, que tal vez sea el romano que asegura ser. Allá tienes a Travec el Dacio y a Galgus el Daut, y esa deforme conjunción de pura maldad es Izmael el Huno. Sólo conocen dos motivaciones: el temor y la avaricia.
—Son todas las que necesitan conocer —dijo Torqual—. Desconfío de las demás. ¿Cuál es tu misión?
Cory llevó a Torqual aparte. Travec se sentó en el banco.
—¡Voner, Skel! —susurró—. Torqual y Cory están conversando. Repetid sus palabras, pero sólo para mí, de modo que nadie se entere de que escucho.
—Es una charla aburrida e insustancial —dijo Skel—. Hablan de esto y aquello.
—Aun así, deseo oírla.
—Como gustes.
Travec oyó la voz de Torqual:
—¿… no envió fondos para mi cuenta?
—Sólo quince monedas de oro —dijo Cory—. Travec también trajo fondos de Casmir, diez coronas de oro, pero dijo que eran para mis hombres. Tal vez estaban destinadas a ti. ¡Ten! Tómalas.
—¡Calderilla! —exclamó el disgustado Torqual—. Ya veo la intención de Casmir; procura desviarme de mis planes para que yo siga los suyos.
—¿Conoce tus planes?
—Tal vez los adivina —Torqual se volvió hacia el valle—. No me molesté en ocultarlos.
—Por curiosidad, pues, ¿cuáles son esos planes?
—Dominaré estas montañas mediante la devastación y el terror. Luego conquistaré ambas Ulflandias. Nuevamente conduciré a los ska a la guerra. Tomaremos Godelia, Dahaut y luego todas las Islas Elder. Luego atacaremos el mundo. ¡Nunca habrá una conquista tan vasta ni un imperio tan ancho! Ése es mi plan. Pero por ahora dependo de los hombres y armas que me facilita Casmir, para superar estos difíciles primeros tiempos.
—Tu plan tiene, por cierto, el mérito de la grandeza —dijo Cory con voz de admiración.
—Es algo que se puede hacer —dijo Torqual con indiferencia—. Por lo tanto, debe hacerse.
—Las probabilidades parecen estar en tu contra.
—Tales probabilidades son difíciles de evaluar. Pueden fluctuar de la noche a la mañana. Aillas es mi principal enemigo. A primera vista parece imponente, con sus ropas y sus navíos, pero le falta sensibilidad: ignora el resentimiento de los ulflandeses contra su régimen troicino. Los barones se le someten a regañadientes; muchos se rebelarían en menos que canta un gallo.
—¿Y tú los conducirías?
—De ser necesario. Librados a su suerte, constituyen una banda soberbia y pendenciera. Están resentidos porque Aillas ha puesto fin a sus reyertas. ¡Ja! Cuando al fin los controle conocerán el significado de la disciplina ska. Comparado conmigo, Aillas parecerá un ángel de la misericordia.
Cory carraspeó sin comprometer su opinión.
—Mi misión es asesinar a Aillas. Estoy al mando de cinco matones que trabajarán por puro placer… aunque esperan que se les pague.
—Bromeas —dijo Torqual—. Casmir recompensa a sus fieles servidores con una soga en la garganta. No es muy generoso una vez que se han cumplido sus órdenes.
Cory asintió.
—Si tengo el éxito que espero, puedo controlar a Casmir reteniendo en cautiverio al príncipe Dhrun. Por el momento, al menos, nuestros intereses confluyen. Espero, pues, tu consejo y cooperación.
Torqual caviló un momento y preguntó:
—¿Cómo piensas actuar?
—Soy hombre cauto. Espiaré los movimientos de Aillas. Averiguaré dónde come, duerme y monta a caballo, si tiene una amante o disfruta de la soledad. Lo mismo haré con Dhrun. Cuando descubra sus hábitos y una oportunidad, pondré manos a la obra.
—Un plan metódico. Aun así, requiere mucho tiempo y esfuerzo, y quizá despierte suspicacias. Puedo sugerir una oportunidad más inmediata.
—Me alegrará oírla.
—Mañana organizaré una magnífica expedición. La ciudad de Sauce Wyngate está custodiada por el castillo del Sauce Verde. El señor Minch, sus hijos y sus caballeros han viajado a Doun Darric, donde saludarán al rey Aillas, que acaba de regresar del extranjero. El lugar no queda a mucha distancia, sólo unos treinta kilómetros, y ellos creen que el castillo estará seguro en su ausencia. Se equivocan; tomaremos el castillo y saquearemos la ciudad. Pues bien, Aillas y el señor Minch recibirán noticias de que Sauce Verde sufre un ataque y acudirán de inmediato a socorrerla. Ésta puede ser tu oportunidad, pues la ruta brinda muchas posibilidades para una emboscada. Bastará una flecha para liquidar a Aillas.
—¿Y el príncipe Dhrun?
—Eso es lo mejor de la situación. Dhrun se cayó de un caballo y se quebró una costilla; se alojará en Doun Darnc. Si cabalgas deprisa después de la emboscada, quizá consigas apresarlo.
—Es un plan audaz.
—Te asignaré un explorador. Él te mostrará dónde tender la emboscada y luego te guiará a Doun Darric. También sabe dónde se aloja Dhrun.
Cory se acarició la barbilla.
—Si todo sale bien, ambos sacaremos partido… para mutuo beneficio y quizá para continuar nuestra sociedad.
Torqual asintió.
—Es posible. Partiremos mañana por la tarde, para atacar Sauce Verde al alba —escrutó el cielo—. Llegan nubes desde el mar y pronto lloverá en el prado de Neep. Puedes conducir a tus hombres a la fortaleza para que duerman junto al fuego.
Cory regresó adonde aguardaban sus hombres.
—Ahora explicaré nuestro objetivo —declaró con firmeza—. Estamos aquí para clavarle una flecha al rey Aillas.
—Esa novedad no me sorprende —dijo Este con una sonrisa.
—¿Cuál es el plan? —rezongó Galgus—. Estamos dispuestos a afrontar riesgos, pero si hoy vivimos es porque sazonamos la audacia con la cautela.
—Bien dicho —dijo Travec—. No ansío morir en estos húmedos brezales.
—En todo caso, yo lo ansío menos que tú —dijo Cory—. Es un buen plan. Atacaremos sigilosamente desde una emboscada, luego volaremos como pájaros para rehuir el castigo.
—Un procedimiento sensato —dijo Izmael—. Es nuestra costumbre en la estepa.
—Por el momento podéis guardar los caballos y llevar vuestros bártulos al castillo, donde dormiremos junto al hogar. Allí explicaré otros detalles del plan.
Travec llevó su caballo con cabeza de martillo a los establos, y se demoró un instante cuando los demás se marcharon.
—¡Skel! —susurró—. ¡Debes llevar un mensaje!
—¿No puede esperar? Voner y yo estamos fatigados de tanto trajín. Pensábamos pasar una hora rastreando quimeras.
—Deberéis esperar a completar vuestra tarea. Ve de inmediato a la ciudad Doun Darric, al noroeste de este sitio. Busca al rey Aillas y sin demora entrégale este recado…
Durante el atardecer velos de lluvia barrieron el valle Dagach, y pronto llegaron al prado de Neep. Cory y su gente se reunieron en el salón principal del viejo castillo, donde las llamas rugían en el hogar arrojando una luz rojiza. Les sirvieron una cena de pan, queso, guiso de venado y un saco de vino tinto y fuerte.
Después de la comida el grupo comenzó a ponerse inquieto, Galgus sacó los dados, pero a nadie le apetecía jugar. Kegan, por puro aburrimiento, investigó una cámara polvorienta bajo la vieja escalera, donde halló, bajo el polvo de incontables años, un armario de madera reseca. Retiró la mugre y abrió las deformadas puertas, pero a la luz mortecina sólo vio anaqueles vacíos. De pronto vislumbró una forma en el fondo del estante inferior. Estiró el brazo y sacó una caja oblonga, grande y pesada, hecha de madera de cedro.
Kegan llevó la caja a la mesa y abrió la tapa frente al fuego, ante la mirada de sus camaradas. Todos se inclinaron para ver lo que contenía: un objeto esculpido en piedra de esteatita y otras piezas, teñido de negro y decorado con profusión de adornos tallados en ónix, azabache y ágata. Cory le echó un vistazo.